XXXI

En la cocina encontró algunas cajas de cartón vacías, cajas que Winslowe había empleado para traer provisiones de la ciudad, y comenzó el empaquetado.

Los diarios, en ordenada pila, llenaban una gran caja y parte de otra. Tomó un fajo de periódicos viejos y envolvió cuidadosamente los doce frascos romboidales que estaban sobre la repisa de la chimenea, almohadillándolos profusamente en otra caja para evitar que se rompiesen. Sacó de la vitrina la caja de música del vegano y la envolvió asimismo esmeradamente. De otro estante sacó la literatura extranjera que tenía, y la apiló en la cuarta caja. Fue a su escritorio, pero no había mucha cosa en él, sino menudencias acá y allá en los cajones. Halló su carta y, arrugándola, la arrojó al cesto de los papeles que había al lado.

Llevó a través de la habitación las cajas ya llenas y las depositó al lado de la puerta, para que estuvieran más al alcance. Lewis tendría un camión, pero aunque sabía que lo necesitaría, podría tardar algún tiempo en llegar. Pero si tenía ya empacado lo más importante, podría salir y estar a la espera.

Permaneció indeciso mirando en torno a la estancia. Allá estaban todos los objetos sobre la mesa, y éstos debían ser llevados también, incluyendo la pequeña pirámide fulgurante de bolas, que Lucy había puesto en funcionamiento.

Vio que el Favorito se había arrastrado de nuevo en la mesa, y caído al suelo. Se detuvo y lo cogió, teniéndolo en las manos. Había desarrollado un botón o dos extras desde la última vez que lo había mirado, y era de tenue y delicado rosa, mientras que la última vez había sido azul cobalto.

Probablemente estaba equivocado en llamarle el Favorito. Podía no estar vivo. Pero si lo estaba, era una especie de vida que ni siquiera podía imaginarse. No era de metal ni de piedra, pero algo muy parecido a ambos. Una lima no causaba ninguna impresión en él, y una o dos veces había estado tentado de asestarle un martillazo, para ver qué efecto le produciría, aunque estaba dispuesto a apostar que no le habría causado ninguno en absoluto. Crecía lentamente y se movía, mas no había medio de saber cómo se movía. Pero dejándolo, al volver se habría movido… un poco, no demasiado. Cuando sabía que estaba siendo contemplado no quería moverse. Tanto como podía apreciar, no se alimentaba, y parecía no tener desgaste. Cambiaba de colores, pero sin época determinada y sin visible razón para el cambio.

Había una caja o dos fuera, en el soportal, y tenía que cogerlas y acabar el empaquetado de lo que iba a llevarse. Luego bajaría al sótano y sacaría los objetos que había etiquetado. Lanzó una ojeada hacia la ventana y se percató, con cierta sorpresa, de que tenía que darse prisa, pues el sol estaba poniéndose. Pronto oscurecería.

Recordó que había olvidado la comida, pero no tenía tiempo de ello. Tomaría algo, más tarde.

Se volvió para poner al Favorito sobre la mesa, y al hacerlo, percibió un débil sonido y se quedó helado donde estaba.

Era la tenue especie de risita ahogada de un materializador funcionando. No podía equivocarse sobre el particular. Había oído demasiado a menudo aquel sonido como para confundirse.

Y debía ser, lo sabía, el materializador oficial, pues nadie podía haber viajado sin haber enviado un mensaje.

Ulises, pensó. Ulises volviendo otra vez. O acaso algún otro miembro de la Central Galáctica. Pues de haber sido Ulises, habría enviado un mensaje.

Dio unos rápidos pasos adelante al rincón donde se hallaba el materializador, viendo que una oscura y menuda figura surgía del círculo del objetivo.

—¡Ulises!— exclamó Enoch, dándose cuenta al mismo tiempo de que no era Ulises.

Durante un instante tuvo la impresión de un sombrero de copa, de una corbata blanca y faldones de frac, de una donosa gallardía, y luego vio que la criatura era algo semejante a una rata que caminara erguida, con una piel lisa y parda cubriéndole el cuerpo, y una cara afilada de roedor. Durante un instante, al volver su cabeza a ella, captó el rojo destello de sus ojos. Luego se volvió de nuevo hacia el rincón y vio que la mano de aquel ser estaba alzada y sacaba de una pistolera que llevaba a la cintura algo que brillaba con fulgor metálico aún en la sombra.

Algo raro sucedía con aquel ser. Debía haberle saludado a él e ir a su encuentro. Pero en vez de ello le había lanzado aquella mirada de sus rojos ojos y vuelto al rincón.

El objeto metálico salió de la pistolera; sólo podía ser un arma, o cuando menos algo que pudiera considerarse como tal.

¿Y así era cómo querían cerrar la estación?, pensó Enoch. Un rápido disparo, sin una palabra, y el guardián de la estación muerto sobre el suelo. Por alguien que no fuese Ulises, pues no podía confiarse en éste para matar a un amigo de mucho tiempo.

El fusil yacía sobre el escritorio, y no había tiempo para cogerlo.

Pero la criatura ratuna se hallaba ahora volviéndose hacia la habitación. Su cara se dirigía aún hacia la esquina, y su mano se alzaba, con el arma brillando en ella.

Una alarma vibró en el cerebro de Enoch y agitó su brazo y lanzó el Favorito a la criatura del rincón, saliendo su alarido involuntariamente del fondo de sus pulmones.

Pues se dio cuenta de que la criatura aquella no intentaba matar al guardián sino destruir la estación. La única cosa que había como objetivo en el rincón era el complejo de control, el centro nervioso de la estación. Y de ser deshecho aquello, la estación habría fenecido. Para hacerla funcionar de nuevo, sería preciso el envío de un equipo de técnicos en una astronave desde la estación más próxima… viaje que requeriría un transcurso de muchos años.

Ante el alarido de Enoch, la extraña criatura dio una especie de sacudida para agazaparse, y el Favorito lanzado fue a dar contra su barriga, tirando al ratuno ser contra la pared.

Enoch se abalanzó con los brazos extendidos para asirle. El arma voló de la mano de su antagonista y trazó un molinete sobre el suelo. Luego, Enoch se encontró sobre el alienígena, y su olfato fue asaltado por el hedor de su cuerpo… una mareante oleada nauseabunda.

Rodeó con sus brazos a su adversario y lo levantó, no hallándolo tan pesado como pensó podía haber sido. Su poderoso agarrón lo arrancó de la esquina y lo echó rodando por el suelo.

Fue a chocar contra una silla, y luego, al igual que un cable de acero o como un resorte más bien, saltó hacia el arma.

Enoch dio dos grandes zancadas y lo agarró por el cuello, levantándole y zarandeándole tan salvajemente, que la recuperada arma voló de su mano y la bolsa que traía en una correa a través del hombro, repercutió en sus velludos ijares como un martillo pilón.

El hedor era denso, tan denso que hasta parecía casi vérsele, y Enoch se sintió sofocado por él al zarandear a aquella criatura. Y de pronto fue peor, mucho peor, como un fuego en la garganta y un martillo asestado en la cabeza. Era como un golpe físico asestado en el vientre y expandido al pecho. Enoch soltó su presa y se tambaleó hacia atrás, encorvado y haciendo bascas. Alzó sus manos a la cara e intentó ahuyentar el hedor, despejar sus fosas nasales y boca, borrarlo de sus ojos.

A través de una especie de bruma vio levantarse a la horrorosa criatura, la cual, apoderándose de su arma, corrió rápida a la puerta. Enoch no oyó la frase que dijo, pero la puerta se abrió, y el ratuno ser salió de un brinco. Y la puerta volvió a cerrarse de golpe.

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