XXXV

A la luz de la luna brillaba pálidamente el bloque de cantos rodados, como el esqueleto de alguna bestia prehistórica. Pues allí, cerca del borde de la escarpa que atalayaba el río, clareaban los corpulentos árboles y la punta rocosa se abría al firmamento.

Enoch, junto a uno de los macizos cantos rodados, lanzó una mirada abajo a la acurrucada figura que yacía entre las rocas. ¡Pobre y andrajoso perillán —pensó—, muerto tan lejos de su hogar, y en cuanto a él mismo concernía, para el logro de tan pequeño fin!

Aunque acaso ni pobre ni andrajoso, pues en aquel cerebro, ahora destrozado hasta resultar irreconocible, debió haber habido a buen seguro un plan de grandeza… la clase de plan que los cerebros de un terrestre Alejandro, o Jerjes, o Napoleón, debieron haber albergado, un sueño de algún gran poder, cínicamente concebido, para ser obtenido y mantenido a cualquier precio, siendo tan grandiosas sus dimensiones que apartaban a un lado y desdeñaban todas las consideraciones morales.

Intentó momentáneamente imaginarse cuál pudiera ser el plan, pero sabía, al poner a prueba su imaginación, cuán necio sería el intentarlo, pues existirían factores, estaba seguro, que no sabría reconocer, y consideraciones que pudieran hallarse más allá de su entendimiento.

Pero fuese como fuese, algo había fallado, pues en el propio plan la Tierra no había tenido otro papel que el de un escondite que podía utilizarse en caso de trastorno. Aquella criatura que allí yacía, pues, era una parte de la desesperación, un último cartucho fallado.

Y, pensó Enoch, era irónico que la clave del fracaso estuviera en el hecho de que la criatura, en su huida, hubiese llevado el Talismán al patio de una sensitiva, y en un planeta también en el que nadie habría pensado en buscar una sensitiva. Pues, volviendo a pensar en ello, cabía poca duda de que Lucy había sentido el Talismán y había sido atraída a él lo mismo que un imán atraería a un trozo de acero. Ella no había sabido nada más, acaso, sino que el Talismán había estado allí, y que era algo que debía poseer, que era algo que ella había esperado en toda su soledad, sin saber lo que era, ni mantener una esperanza de encontrarlo. Como un chiquillo que ve, de repente, una reluciente fruslería en un árbol navideño y le parece la cosa más grande de la Tierra y que debe ser suya.

Aquella criatura allí tendida, pensó Enoch, debió haber sido capaz y llena de recursos. Pues ambas condiciones debieron haberse requerido para robar el Talismán y huir con él, para mantenerlo oculto durante años, para haber penetrado en los secretos y archivos de la Central Galáctica. ¿Habría sido ello posible, se preguntó, de haber estado el Talismán en funcionamiento efectivo? ¿Habrían sido posibles con un Talismán energético la laxitud moral y el impulso de ambición suficientes para motivar la hazaña?

Mas ya todo había acabado. El Talismán había sido recuperado y se había hallado un nuevo custodio… una muchacha sordomuda de la Tierra, el más humilde de los seres humanos. Y así habría paz en la Tierra, y con el tiempo, la Tierra se uniría a la confraternidad de la Galaxia.

No había problemas ya, pensó. No habían de tomarse decisiones de ninguna clase. Lucy las había tomado todas de las manos de todos.

La estación subsistiría, y por su parte podía desempacar las cajas y volver a poner los diarios en sus estantes. Y podía volver de nuevo a la estación e instalarse en ella y proseguir su trabajo.

—Lo siento —dijo a la forma acurrucada que yacía entre los cantos rodados—. Lamento que haya sido mía la mano que tuvo que hacerte eso.

Dio la vuelta y se encaminó a donde el risco descendía a pico al río que fluía a sus pies. Alzó el fusil y lo mantuvo inmóvil por un momento; de pronto lo arrojó y contempló su caída, girando como una peonza, rielando la luna en su cañón; y vio su chapoteo al chocar con el agua. Y oyó de más lejos el presumido y satisfecho gorgoteo del agua al paso ante el risco, dirigiéndose a los más distantes extremos de la Tierra.

Habría paz en la Tierra, pensó; no habría guerra. Con Lucy en la mesa de conferencias no podía haber pensamiento alguno de guerra. Aunque alguien corriese aullando de miedo de sí mismo, un miedo de culpabilidad tan grande que superase la gloria y el consuelo del Talismán, aun en ese caso no habría guerra.

Pero había aún mucho camino por recorrer, era una senda muy larga y solitaria antes de que el fulgor de la paz auténtica se implantase viviente en los corazones humanos.

Mientras nadie corriese aullando, apresado de salvaje miedo (o de cualquier clase de miedo), habría paz real. Hasta que el último de los hombres no arrojase su arma (cualquier clase de arma), la tribu humana no podría estar en paz. Y un fusil, se dijo Enoch, era la menor de las armas de la Tierra, lo más insignificante de la inhumanidad del hombre para el hombre, no más que un símbolo de todas las otras armas más mortíferas.

Permaneció al borde del risco, mirando a través del río y del umbroso valle. Sentía las manos singularmente vacías sin el rifle, mas le parecía que en alguna parte de camino había pasado a otro campo, a otro terreno del tiempo, como si una época o día hubiesen desaparecido y hubiese él llegado a un paraje reluciente e impoluto, no maculado por pasados errores.

El río rodaba ondulante a sus pies, indiferente a todo.

Nada le importaba. Acogía al colmillo del mastodonte, al cráneo del maquerodo, al esqueleto de un hombre, al árbol muerto, a la roca y al fusil, y todo lo engullía y lo cubría de limo o arena y seguía su curso gorgoteante sobre todo ello, ocultándolos a la vista.

Hace un millón de años, no había habido un río allí, y en otro millón de años podría no haberlo tampoco… pero dentro de ese millón de años habría, si no el Hombre, cuando menos algo de interés. Y ése era el secreto del Universo, se dijo Enoch, algo que seguía fluyendo.

Se volvió lentamente del borde del risco y gateó a través de los cantos rodados, para subir luego la loma. Oyó el tenue remolineo de la vida pequeña en las hojas caídas, y en una ocasión el soñoliento fisgar de un pájaro despertado. Y en todo el bosque se hallaba tendida la paz y el consuelo de aquella refulgente luz… no tan intensa, no tan profunda y brillante y tan maravillosa como cuando estuviera realmente presente allí, pero aún quedaba un soplo, un hálito de ella.

Llegó al linde del bosque, subió la ladera, y tuvo enfrente suyo a la cuadrada estación sobre la cima. Y le pareció que ya no era tan sólo una estación, sino también su hogar. Hacía muchos años, había sido su hogar y nada más, convirtiéndose luego en una estación de tránsito a la Galaxia. Pero ahora, aun cuando seguía siendo estación, volvía a ser de nuevo hogar.

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