XXVII

La estación estaba tan silenciosa como lo estuvo cuando la dejó. No había habido mensaje alguno y el aparato estaba quedo, ni siquiera murmurándose a sí mismo, como lo hacía a veces.

Enoch dejó el fusil a través del escritorio, y puso el fajo de periódicos junto a él. Se quitó la cazadora y la colgó en el respaldo de la butaca.

Había aún los periódicos por leer, no sólo los de hoy, sino también los del día anterior, y proseguir el diario le llevaría bastante tiempo. Aun cuando escribiese apretadamente, requeriría varias páginas, y debía exponerlo lógica y cronológicamente, para que pareciese que los sucesos de ayer habían ocurrido ayer mismo, y no un día entero después. Debía incluir cada evento y cada faceta de cada acontecer, y sus propias reacciones ante ello, así como sus pensamientos al respecto. Pues así era como siempre lo hizo, y como también debía hacerlo ahora. Siempre había sido capaz de hacerlo de este modo, debido a que se había creado para sí un pequeño nicho especial, no de la Tierra, ni de la Galaxia, sino en esa vaga condición que se podría denominar existencia, y había laborado en el interior del encuadre de tal nicho especial, como un monje medieval en su celda. Había sido únicamente un observador que no se había contentado sólo con la observación, sino que había hecho un esfuerzo para ahondar en lo que había observado; pero no obstante aún básica y esencialmente un observador que no estaba implicado ni vital ni personalmente en lo que había acontecido en su derredor. La Tierra y la Galaxia se habían introducido ambas en él, y su nicho especial se había ido, y él estaba personalmente implicado. Había perdido su punto de vista objetivo y ya no podría más imponer aquel abordaje correcto y fríamente positivo que le había dado una sólida base sobre la cual establecer sus escritos.

Fue a la estantería y tomó el volumen en curso, hojeándolo para ver donde se había detenido. Estaba próximo al fin, quedando sólo pocas páginas en blanco, acaso no las suficientes para contener los sucesos que había de trasladar a ellas. Más que probablemente, pensó, llegaría al final del volumen antes de haber terminado, y tendría que empezar uno nuevo.

Quedóse con el diario en mano y mirando fijamente a la página donde acababa lo escrito anteayer. Sólo anteayer, y ya era antiguo lo escrito… hasta tenía un aspecto marchito. Lo mismo podía haber sido escrito aquello en cualquier otra época, pensó. Había sido lo último que estampó antes de que su mundo se desmoronara en torno a él.

¿Y para qué escribir más?, se preguntó. Ya estaba escrito cuanto importaba. La estación se cerraría y su propio planeta se perdería… Permaneciera aquí o no, o se fuera a otra estación, era igual; la Tierra se perdería ya.

Enojado cerró de golpe el libro y lo volvió a colocar en su sitio en el estante, yendo de nuevo al escritorio.

La Tierra estaba perdida, pensó, y él también, perdido y colérico y confuso. Colérico por el destino (si aquello fuese un destino) y por la estupidez. No sólo por la estupidez intelectual de la Tierra, sino por la estupidez intelectual de la Galaxia también, por las mezquinas querellas que podían detener la marcha de la hermandad de los pueblos que finalmente se habían difundido en este sector galáctico. En cuanto a la Tierra, y así en la Galaxia, el número y la complejidad de los artilugios, el pensamiento noble, la sapiencia y la erudición, podrían constituir una cultura, pero no una civilización. Para ser verdaderamente civilizado, debía haber algo mucho más sutil que el artilugio o el pensamiento.

Sintió en sí la tensión de estar haciendo algo… de merodear en torno a la estación como una bestia confinada, de correr afuera y gritar incoherentemente hasta que sus pulmones estuvieran vacíos, de romper y destrozar, dar salida como fuese a su rabia y desilusión.

Alargó una mano y asió el fusil que estaba sobre la mesa. Abrió un cajón donde guardaba las municiones, y tomó una caja, vaciando en su bolsillo los cartuchos que contenía, y tirándola luego.

Quedóse durante un momento con el fusil en mano, y lo yermo y frío de la silenciosa habitación fue para él como un mazazo, y volvió a poner el fusil sobre el escritorio.

¡Qué puerilidad —pensó—, el extraer el resentimiento y la cólera de una irrealidad! Sobre todo cuando no había un motivo real para el resentimiento o la cólera. Pues el molde y compás de los acontecimientos era tal que podía ser reconocido, y por ende aceptado. Era de una especie a la cual un ser humano debería hace tiempo hallarse acostumbrado.

Miró en torno a la estación; la quietud y el silencio expectante se hallaban flotando, como si la propia estructura estuviera marcando el momento para un acontecer a llegar en el fluir natural del tiempo.

Rió quedamente y volvió a empuñar el fusil.

Irrealidad o no, sería algo que ocuparía su mente, que le despejaría de momento aquel océano de problemas que remolineaban en su derredor.

Y necesitaba practicar al blanco. Hacía diez días o más que no había estado en el campo de tiro.

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