XXVIII

El sótano era inmenso. Se extendía más allá de las luces que había encendido, en un difuso fulgor, una serie de pasillos y habitaciones profundamente talladas en la roca que servía de base a la loma.

Allí estaban los macizos tanques llenos de las varias soluciones para los viajeros; allí las bombas y los generadores, que operaban con un principio distinto al humano de producción de energía eléctrica, y muy abajo del propio piso del sótano, aquellos grandes depósitos que contenían los ácidos y la materia gelatinosa que antes formara los cuerpos de aquellas criaturas que venían viajando a la estación, dejando tras sí, cuando se iban a otro lugar, los cuerpos ya inútiles de que debían estar dotadas.

Enoch pasó ante tanques y generadores, hasta llegar a una galería que se prolongaba en la oscuridad. Halló el conmutador, encendió las luces, y siguió por ella. Al otro lado habían estanterías metálicas, instaladas para acomodar en ellas la superabundancia de cachivaches, de artefactos, de toda clase de regalos que le habían traído los viajeros. Desde el suelo al techo se hallaban atestados los estantes con chatarra procedente de todos los rincones de la Galaxia. Sin embargo, pensó Enoch, no era realmente chatarra, pues muy poco de ello había que lo fuera. Todo era servible y tenía algún propósito, bien fuese práctico o estético, aunque tal propósito debía ser aprendido. Y a pesar quizá de que no en todos los casos fuese aplicable a los humanos.

Las estanterías tenían al extremo una sección en la que los artículos estaban ordenados más sistemáticamente y con mayor cuidado, cada cual etiquetado y numerado, correspondiendo a un catálogo y ciertos datos. De estos artículos sí que sabía para que servían, y en ciertos casos algo de los principios implicados. Había algunos bastante inocuos, otros de gran valor potencial, y otros además que, por el momento, no tenían conexión alguna con el sistema humano de vida… y finalmente, aquellos etiquetados que hacían estremecer con sólo pensar en ellos.

Descendió la galería, resonando sus pasos al hollar aquel lugar de extraños fantasmas.

Finalmente, la galería se ensanchaba en una estancia ovalada, cuyas paredes estaban forradas de una sustancia gris que engancharía a una bala e impediría su rebote.

Enoch fue a un panel encajado en el interior de un profundo hueco en la pared, y conectando con el pulgar un interruptor, volvió rápidamente al centro de la estancia.

Lentamente, ésta comenzó a oscurecerse, luego pareció resplandecer súbitamente, y ya no se encontró en ella, sino en otro sitio, un lugar que no había visto nunca.

Se hallaba en una pequeña colina, y frente a él el terreno descendía a un tardo río bordeado por una franja pantanosa. Entre el comienzo del pantano y el pie de la colina se extendía un mar de hierba basta y alta. No hacía nada de viento, pero la hierba ondulaba, por lo que supo que aquel movimiento de la hierba estaba causado por cuerpos moviéndose entre ella, forrajeándola. Le provino de allí un salvaje gruñido, como si mil cerdos hambrientos estuvieran luchando por trozos escogidos en cien artesas de bazofia. Y de alguna parte más lejana, quizá del río, llegó un profundo y monótono bramido, que sonaba ronco y cansado.

Enoch sintió erizársele el pelo, y aprestó el fusil. Era desconcertante. Sentía y conocía el peligro, y sin embargo hasta ahora no lo había. No obstante, el propio aire del paraje en que se encontraba —fuera el que fuese—, parecía hormiguear con él.

Giró en redondo y vio que cerca de él, bosques espesos y oscuros descendían la hilera de cerros ribereños, deteniéndose en el mar de hierba que rodeaba la colina en que él se encontraba. Más allá de las otras, atalayaba el pardo púrpura de una ringlera de elevadas montañas que parecían desvanecerse en el firmamento, pero sin muestra alguna de nieve en sus cimas.

Dos figuras salieron trotando del cercano bosque, deteniéndose en su linde. Se agazaparon y le hicieron visajes, con sus colas enroscadas en sus patas. Podían haber sido lobos o perros, pero no eran ni unos ni otros. No eran de ninguna especie que antes viera u oyera. Sus pieles relucían al débil rayo del sol, como si estuviesen engrasadas, pero se remataban en sus cuellos, estando cabezas y caras desprovistas de ella. Como viejos depravados en una mascarada, con sus cuerpos recubiertos en envolturas de lobos. Pero el disfraz estaba frustrado por las colgantes lenguas que rebosaban de sus bocas, brillante escarlata contra el blanco de hueso de sus caras.

El bosque estaba en calma. Sólo había en él las sombrías bestias, apoyadas en sus ancas, y gesticulándole con extraños rostros desdentados.

El bosque era oscuro y enmarañado, y el follaje, de un verde tan intenso que casi parecía negro. Todas las hojas tenían un resplandor, como si hubiesen estado pulidas con un lustre especial.

Enoch volvió a girar en redondo, para mirar de nuevo al río, y vio agazapados al borde de la hierba una hilera de monstruos semejantes a sapos, de unos dos metros de longitud y de uno de altura, con cuerpos de color de la tripa de un pescado muerto, y provistos de un ojo, o lo que parecía ser un ojo, que cubría una gran parte de la superficie sobre el hocico. Los ojos eran estriados y destellaban a la tenue luz del sol, como los de un gato al acecho heridos por un haz luminoso.

El ronco bramido seguía proviniendo del río, y en su intermedio había un débil y tenue zumbido, un colérico y malicioso zumbido, como el de un mosquito aprestándose al ataque, aunque era de tono más agudo.

Enoch alzó la cabeza para mirar al cielo, y lejos en sus profundidades avistó una hilera de puntos o motas, pero a tanta altura, que no supo determinar qué clase de objetos eran.

Bajó de nuevo la cabeza para mirar a la serie de monstruos semejantes a sapos, pero con el rabillo del ojo percibió un movimiento, y dirigió otra vez la vista al bosque.

Aquellos seres o bestias de cuerpos lobunos y cabezas de calavera, estaban subiendo la colina con silenciosa rapidez. No parecían correr. No había movimiento en su carrera. Se movían más bien como si hubiesen sido expelidos por un tubo.

Enoch se echó el fusil al hombro, apostándolo como si formase parte de sí mismo. Afinó la mira, precisando la cabeza de calavera de la bestia que iba delante. Disparóse el arma tras el apretar del gatillo, y sin esperar a ver si el disparo había abatido a la bestia, el cañón se dirigió hacia la segunda. Sonó un nuevo disparo y la segunda bestia lobuna dio una voltereta, deslizándose hacia adelante por un momento, y luego comenzó a rodar dando tumbos colina abajo.

Enoch hizo funcionar el cerrojo de su arma de nuevo, y la cápsula de la bala destelló al sol, al volverse él rápidamente para encararse con el otro declive.

Los objetos semejantes a sapos estaban ahora más cerca. Habíanse aproximado arrastrándose, pero, al volverse él, se detuvieron y se agazaparon, quedándosele mirando con fijeza.

Metió la mano en el bolsillo y sacó dos balas, metiéndolas en la recámara de su arma, para reemplazar las que había disparado.

El bramido abajo junto al río había cesado, pero ahora se oía un graznido que no podía localizar. Trató de hacerlo, volviéndose cautelosamente, mas nada se veía. Aquel graznar parecía provenir del bosque, pero nada se movía.

En medio de este sonido, oía aún el zumbido, el cual parecía más intenso ahora. Lanzó una ojeada arriba y vio que las motas eran más grandes, no formadas ya en hilera, sino en círculo que parecía trazar una espiral descendente; pero se hallaban todavía a tan gran altura, que no pudo precisar qué clase de objetos eran.

Volvió a dirigir una ojeada hacia los monstruos semejantes a sapos, los cuales estaban cada vez más cerca.

Enoch alzó el fusil, pero apretó el gatillo antes de llevarlo al hombro, disparando desde la cadera. El ojo de uno de los más próximos monstruos explotó, al igual que el reventón en el agua de una piedra arrojada con fuerza. La bestia no dio ningún brinco ni sacudida. Quedóse simplemente inerte, aplanada sobre la tierra, como aplastada por un poderoso pie. Así yacía, con un gran boquete redondo en el lugar donde había estado el ojo, agujero que se estaba llenando de un líquido amarillo espeso y viscoso, que podía ser su sangre.

Sus congéneres se retiraron con alerta lentitud, deteniéndose sólo al alcanzar el borde de la hierba.

El graznido estaba más próximo, y el zumbido era más intenso: no cabía duda de que aquella especie de graznido, semejante también a un bocinazo, provenía de los cerros.

Enoch escudriñó en derredor y arriba, y lo vio descendiendo de la altura, bajando a la colina, pasando a través de los árboles y graznando lúgubremente. Era un globo negro y redondo que se hinchaba y desinflaba con su graznido vocinglero, y se sacudía y bamboleaba en su marcha, colgado del centro de cuatro patas rígidas y adosadas, que se arqueaban arriba, en la unión que conectaba la parte superior del dispositivo de la pata con la inferior que se alzaba muy arriba del bosque. Caminaba a sacudidas, levantando mucho sus patas, para franquear las frondosas copas de los árboles antes de volver a posarlas de nuevo. Cada vez que plantaba en el suelo una de aquellas patas, Enoch oía el crujido de las ramas desgajadas y apartadas a un lado.

Enoch sintió como si la piel de su espalda se desenrollara al igual que una persiana a lo largo de su espina dorsal, y el erizamiento de su cabello, como obedeciendo a un primordial instinto.

Pero aun cuando estaba casi helado de espanto, cierta parte de su cerebro le recordó que había hecho un disparo, y sus dedos hurgaron su bolsillo buscando otra bala.

El zumbido era mucho más sonoro, y su diapasón había cambiado. Estaba aproximándose a tremenda velocidad.

Enoch volvió a alzar la cabeza. Las motas no estaban ahora moviéndose en círculo en el firmamento, sino que se zambullían hacia él, una tras otra.

Echó una ojeada al globo, graznando y sacudiéndose sobre sus zancudas patas. Seguía aproximándose, pero las motas que se abalanzaban de lo alto eran más rápidas y alcanzarían primero la colina.

Levantó el fusil, dispuesto a apoyar su culata al hombro, mientras contemplaba a las motas que caían, las cuales no eran ya motas, sino espantosos cuerpos aerodinámicos portando cada cual un estoque que se proyectaba de su cabeza. ¡Vaya especie de picos —pensó Enoch—, pues esos objetos podrían ser aves, pero más largas, delgadas, grandes y mortales que cualquier otra terrestre!

El zumbido se trocó en un chillido, subiendo su diapasón hasta dar dentera, y a través de él, como un metrónomo marcando el compás, provino el ululante graznido del negro globo que cruzaba a grandes trancos los cerros.

Sin saber qué había movido sus brazos, Enoch tenía el fusil contra el hombro, esperando el instante en que el primero de los monstruos que se zambullían estuviese lo bastante próximo para dispararle.

Se precipitaron como piedras arrojadas del cielo, apareciendo más grandes de lo que pensara… de mayor tamaño y viniendo como otras tantas flechas arrojadas directamente a él.

El fusil le dio el consabido culatazo, y el primer pájaro o artefacto, se chafó, se plegó y cayó no lejos de su trayectoria. Manipulo el cerrojo de su arma, disparó otra vez, y el segundo de la fila perdió su equilibrio y comenzó a dar bandazos. Nuevamente fue accionado el cerrojo y oprimido el gatillo. El tercero dio un patinazo en el aire y fue renqueante y espasmódico por él, cayendo hacia el río.

Los restantes cortaron su picado, y con leve giro volvieron a remontarse, semejantes más bien a aspas de molino que a alas batiendo desesperadamente.

Se tendió una sombra a través de la loma y de alguna parte de arriba cayó un gran pilar que fue a chocar con una ladera. Tembló el suelo, y la capa de agua que estaba oculta por la hierba, brotó como un surtidor.

El graznido era un sonido persistente que lo borraba todo, y el gran globo subía bamboleante sobre sus zancudas patas.

Enoch vio su cara, si algo tan grotesco, tan obsceno puede llamarse cara. Tenía un hocico o pico, y bajo él una boca mamona, y una docena de otros órganos, que podían ser los ojos.

Las patas eran como V invertidas, con remo interior un tanto más corto que el exterior y, en el centro de las articulaciones interiores pendía el gran globo que era el cuerpo de la criatura, con su cara en la parte baja, de modo que pudiera ver todo el terreno de batida que pudiera estar abajo. Otras articulaciones de la parte exterior de las patas se combaban para permitir al cuerpo de la criatura que se agachara para asir su presa.

Enoch no tuvo conciencia de aprestar el fusil o manipularlo, pero lo tenía apoyado contra el hombro y le parecía como si una segunda parte de su propia persona se hallara ausente, aparte, y contemplaba el disparo… como si quien tuviese el arma y la disparase, fuese otro hombre.

Gruesos cuajarones de carne fluyeron del negro globo, y súbitamente lo rasgaron melladas hendiduras, de las cuales brotó una nube líquida que se trocó en una especie de niebla, que desprendía negras gotas.

La aguja de percusión pistoneó en una recámara vacía pero ya no había necesidad de otro disparo. Las grandes patas estaban plegándose, y temblando mientras se plegaban, y el encogido cuerpo se estremecía convulsivamente en la densa niebla que de él brotaba. La gritería había cesado, y Enoch pudo oír el acompasado ruido de las negras gotas cayendo de aquella niebla, al chocar en la rala hierba de la colina.

Había un olor mareante, un nauseabundo hedor; las gotas eran viscosas, como petróleo crudo, y la gran estructura zancuda iba desplomándose.

De pronto, el mundo se desvaneció rápidamente, y Enoch ya no se encontró allí.

Estaba de nuevo en la estancia ovalada, al tenue resplandor de las bombillas. Notaba el acre olor de la pólvora, y en torno a sus pies, brillando a la luz, se hallaban los casquillos de las balas que disparara.

Se encontraba de nuevo en el sótano. El tiro al blanco se había consumado.

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