Era como si una blanca muralla de agua cayera del cielo. Nada en la Tierra podía igualar los saltos triples de esa catarata mediante la cual el río Madden, o Seran'nee, caía quinientos metros, luego seiscientos y después otros quinientos, saltando de roca en roca en su descenso hacía el mar. Gundersen y los cinco nildores se detuvieron al pie de las cataratas, donde la violenta cascada caía en una amplia depresión rodeada de rocas y desde la cual el río serpentino seguía su curso sudeste; el sulidor se había despedido durante la noche y avanzaba hacia el norte por su propia ruta. Detrás de Gundersen, a la altura de su hombro derecho, se encontraba la llanura costera y detrás del izquierdo la meseta central. Ante él, en el punto más alto de las cataratas, comenzaba la meseta norteña, las tierras altas que controlaban el acceso a la región de las brumas. Del mismo modo que una titánica hendidura norte-sur separaba la llanura costera de la meseta central, otra que corría de este a oeste dividía la meseta central y la llanura costera de las tierras altas que se alzaban más adelante.
Gundersen se bañó en un lagunajo cristalino que se encontraba apartado del tumulto de las cataratas y a continuación iniciaron el ascenso. La estación de Shangri-la —una de las avanzadas más importantes de la Compañía— era invisible desde abajo; se erigía a poca distancia de la cabecera de la catarata. Antaño habían existido estaciones intermedias al pie de la caída y en la cabecera de la catarata del medio, pero no se veían vestigios de esas estructuras: la selva las había devorado por completo en sólo ocho años. Un camino zigzagueante, con un sinfín de vericuetos, conducía a la cumbre. Cuando lo vio por primera vez, Gundersen supuso que era obra de los ingenieros de la Compañía, pero supo que se trataba de un lomo natural del costado de la meseta que los mismos nildores ampliaron y ensancharon para facilitar su travesía hacia el renacimiento.
El ritmo oscilante de su montura le produjo somnolencia; se aferró a los cuernos en forma de pomo de Srin'gahar y abrigó la esperanza de no caer a causa del amodorramiento. En una ocasión despertó súbitamente y descubrió que sólo estaba sujeto con la mano izquierda, mientras su cuerpo colgaba a medias sobre un precipicio que, como mínimo, tenía doscientos metros. En otro momento, también de somnolencia, sintió espuma fría y prestó atención para ver que la cascada del río pasaba a no más de doce metros de distancia. Los nildores se detuvieron a comer en la cabecera de la catarata más baja y Gundersen se lavó la cara con agua fría para quitarse la pesadez. Avanzaron. Ahora tuvo menos dificultades para permanecer despierto: el aire era más claro y fresca la brisa vespertina. Llegaron a la cabecera de las cataratas una hora antes del anochecer.
La estación de Shangri-la, aparentemente inalterada, se alzaba ante sus ojos: tres bloques desiguales y rectangulares de plástico oscuro y débilmente resplandeciente, un sombrío zigurat que aparecía en la orilla occidental del estrecho desfiladero por el que corría el río. Los simétricos jardines de plantas tropicales —creados hacía como mínimo cuarenta años por un olvidado jefe de sector— parecían primorosamente atendidos. En cada uno de los vericuetos del edificio existía una terraza descubierta que daba al río y todas estaban adornadas con plantas. Gundersen sintió que se le secaba la garganta y se le tensaba el estómago. Preguntó a Srin'gahar:
—¿Cuánto tiempo podemos quedarnos aquí?
—¿Cuánto tiempo deseas quedarte?
—Uno o dos días… aún no lo sé. Depende de cómo me reciban.
—Todavía no tenemos mucha prisa —explicó el nildor—. Mis amigos y yo acamparemos en el monte. Cuando sientas que ha llegado el momento de seguir la marcha, ven a vernos.
Los nildores se movieron lentamente en la penumbra. Gundersen se acercó a la estación. Se detuvo en la entrada del jardín. Aquí los árboles eran nudosos y arqueados, con largas frondas grises y plumosas que colgaban de sus ramas; la flora de las tierras altas era distinta a la del sur, aunque también aquí imperaba el verano eterno, al igual que en los verdaderos trópicos que habían quedado atrás. En el interior de la estación las luces centelleaban. Allí todo parecía sorprendentemente ordenado. El contraste con las ruinas de la estación de las serpientes y la podredumbre de pesadilla de la estación de los fungoides era evidente. Ni siquiera el jardín del hotel estaba tan bien cuidado. Cuatro ordenadas filas de velas del bosque rosadas, carnosas y de aspecto obsceno bordeaban el sendero que llegaba al edificio. Esbeltos y majestuosos árboles de flor de globo, cargados de gigantescos frutos, formaban pequeñas arboledas a derecha e izquierda. Había árboles, frutas amargas —exóticas aquí, importadas de los humeantes trópicos ecuatoriales— e imponentes flores espada totalmente brotadas, que alzaban sus largos y brillantes estambres hacia el cielo. Las elegantes hiedras centelleantes y las enredaderas de nudo de especias se deslizaban por el terreno, aunque no de manera fortuita. Gundersen dio unos pasos y oyó el suave y triste suspiro de un arbusto de sensifrones, cuyas delicadas hojas peludas se enroscaron y encogieron cuando avanzó, se abrieron con cautela cuando terminó de pasar y volvieron a cerrarse cuando se giró para echarles una rápida mirada. Otros dos pasos y se topó con un pequeño árbol cuyo nombre no podía recordar, árbol de hojas lustrosas, rojas y aladas que levantaban el vuelo, apartándose de sus delicados tallos y encumbrándose; sus renuevos comenzaban a surgir instantáneamente. Era un jardín mágico. Pero contenía sorpresas. Más allá de la hiedra centelleante descubrió un manchón en forma de luna creciente de musgo atigrado, el monte bajo carnívoro y oriundo de la hostil meseta central. El musgo fue trasplantado a otras zonas del planeta —una parte de éste crecía descontrolada en el hotel de la costa— y Gundersen recordó que Seena lo aborrecía, del mismo modo que detestaba todos los productos de esa meseta repulsiva. Peor aún, al levantar la mirada para seguir el camino de las hojas que planeaban graciosamente, Gundersen vio grandes masas de jalea temblorosa, cubiertas de fibras neurales azules y rojas, colgando de algunos de los árboles más grandes: más vegetación carnívora, originaria de la meseta central. ¿Qué hacían esas plantas siniestras en aquel jardín encantado? Poco después tuvo la tercera prueba de que el terror de Seena hacia la meseta había desaparecido: por su senda cruzó uno de esos animales rollizos, ladrones de objetos pequeños, parecidos a la nutria, que les habían atormentado cuando quedaron varados. Se detuvo un instante, arrugó la nariz, irguió sus hábiles patas y buscó algo que birlar. Gundersen le silbó y la bestezuela se perdió en un matorral.
En ese momento, de un rincón a oscuras surgió una corpulenta figura bípeda y le interceptó el paso. Al principio Gundersen creyó que se trataba de un sulidor, pero comprendió que era un robot, probablemente un jardinero. Éste dijo pomposamente:
—Hombre, ¿por qué está aquí?
—Vengo de visita. Soy un viajero que busca alojamiento por esta noche.
—¿La mujer le espera?
—No. Pero se mostrará dispuesta a verme. Dígale que Edmund Gundersen está aquí.
El robot le analizó.
—Se lo diré. Permanezca donde está y no toque nada.
Gundersen esperó. Pasó un rato que le pareció enfermizamente largo. El crepúsculo se ahondó y salió una de las lunas. Algunos árboles del jardín se tornaron luminosos. Una serpiente de las del tipo que antaño se utilizaban como fuente del veneno cruzó sigilosamente el sendero delante de él y desapareció. La dirección del viento cambió, agitando la arboleda y llevándole el débil sonido de un coloquio de nildores no muy lejos de la orilla del río.
En ese momento, el robot regresó y dijo:
—La mujer le recibirá. Siga la senda y entre en la estación.
Gundersen subió los escalones. En la entrada vio plantas de extraño aspecto colocadas en macetas y dispersadas irregularmente, como si aguardasen su trasplante al jardín. Varias plantas agitaron sus zarcillos ante él o emitieron luz ávidamente en un intento de lograr que la presa curiosa se acercara fatalmente. Gundersen entró en la estación y, al no ver a nadie en la planta baja, se aferró a una escalera de caracol colgante y dejó que le subiera girando hasta la primera terraza. Notó que el interior de la estación estaba tan impecablemente cuidado como el exterior: todas las superficies limpias y brillantes, los murales decorativos sumamente pulcros, los artefactos de muchos mundos aún estaban colocados correctamente en sus estantes. Aquella estación había sido un lugar frecuentemente exhibido y se sorprendió de que resultase tan atractiva en los años de la decadencia de la presencia terrestre en Belzagor.
—¿Seena? —llamó Gundersen.
La encontró sola en la terraza, asomada a la barandilla. A la luz de las dos lunas, vio la hendidura profunda de sus nalgas y pensó que había decidido recibirlo desnuda; pero cuando ella se volvió, Gundersen notó que un extraño ropaje cubría la parte delantera de su cuerpo. Era una extensión pálida, gelatinosa, informe, de un tinte purpúreo y con la textura y el brillo que, supuso, podía tener una inmensa ameba. La masa central de la extensión abarcaba su estómago y sus costillas, dejando al descubierto sus caderas y nalgas; su pecho izquierdo también estaba desnudo, pero un ancho seudópodo ascendía hasta cubrir el derecho. La cosa era translúcida y Gundersen divisó claramente el ojo rojo de su pezón cubierto y el diminuto hueco de su ombligo. Al parecer, también estaba viva hasta cierto punto, ya que comenzó a fluir, aparentemente por decisión propia, y emitió lentos hilos nuevos que rodearon el muslo y la cadera derechos de Seena.
La rareza de esa prenda ceñidora le turbó. Con excepción de este detalle, ella parecía ser la Seena de siempre: había aumentado algunos kilos y sus pechos eran más llenos y sus caderas más anchas pero aún era una mujer guapa en el último florecimiento de la juventud. Sin embargo, la Seena de antes jamás habría permitido que semejante capricho tocara su piel.
Ella le miró con firmeza. La brillante cabellera negra caía por sus hombros, como antaño. Su rostro carecía de arrugas. Le miró honestamente y sin turbación, con los pies firmemente apoyados en el suelo, los brazos relajados y la cabeza erguida.
—Pensé que nunca volverías, Edmund —dijo. Su voz se había tornado más grave, lo que también indicaba algún ahondamiento interior. Cuando le vio por última vez, ella solía hablar con mucha rapidez, agudizaba nerviosamente el tono de voz pero ahora, serena y maravillosamente equilibrada, lo hacía con la resonancia de un magnífico violonchelo. Inquirió—: ¿Por qué has vuelto?
—Es una larga historia. Seena, sinceramente ni yo la entiendo por completo. ¿Puedo pasar la noche aquí?
—Naturalmente. ¡Qué pregunta sin sentido!
—Seena, tienes muy buen aspecto. De algún modo esperaba… después de ocho años…
—¿Suponías que me había convertido en una bruja?
—No. No exactamente —sus miradas se encontraron y bruscamente Gundersen quedó conmovido por la rigidez que encontró en los ojos de Seena: una mirada fija e inflexible, un brillo que le recordó aterradoramente la expresión de los ojos de Dykstra y de los de su mujer en la última estación de la selva—. No… no sé qué esperaba —respondió.
—El tiempo también ha sido benévolo contigo, Edmund. Ahora tienes ese aspecto severo y disciplinado… los años se han llevado todas las debilidades, sólo queda la esencia de la hombría. Nunca has tenido mejor aspecto.
—Muchas gracias.
—¿No me besas? —preguntó Seena.
—Me han dicho que te has casado.
Ella dio un respingo y apretó un puño. La cosa que la cubría también reaccionó, ya que su color se oscureció y emitió un seudópodo para rodear, aunque no para ocultar, su pecho desnudo.
—¿Dónde te has enterado?—preguntó.
—En la costa. Van Beneker me contó que te casaste con Jeff Kurtz.
—Sí. A decir verdad, no mucho después de tu partida.
—Humm. Comprendo. ¿Jeff está aquí?
Seena ignoró la pregunta.
—¿No quieres besarme o por principio no besas a las mujeres casadas?
Gundersen se obligó a reír. Torpe y tímidamente se acercó a Seena, la cogió suavemente de los hombros y la rodeó con los brazos. Era una mujer alta. Él inclinó la cabeza e intentó apoyar sus labios en los de ella sin que ninguna parte de su cuerpo entrara en contacto con la ameba. Seena se apartó antes del beso.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó.
—Lo que llevas puesto me pone nervioso.
—¿El resbalador?
—Si así se llama…
—Así lo llaman los sulidores —explicó Seena—. Viene de la meseta central. Se adhiere a uno de los grandes mamíferos de la zona y vive metabolizando la transpiración. ¿No te parece fabuloso?
—Creí que detestabas la meseta.
—Ah, vieja historia. Estuve allí muchas veces. Traje el resbalador cuando regresé del último viaje. Es tanto un animal de compañía como una prenda de vestir. Mira —lo tocó levemente y el resbalador sufrió una sucesión de cambios de color, expandiéndose al aproximarse al extremo azul del espectro y contrayéndose al aproximarse al rojo. En su mayor extensión formaba una túnica completa que cubría a Seena desde el cuello hasta los muslos. Gundersen notó algo oscuro y palpitante en el corazón de la cosa, que reposaba encima de su estómago y ocultaba el triángulo púbico: quizá su centro nervioso—. ¿Por qué te desagrada? —preguntó—. Ven, apoya tu mano.
Gundersen no se movió. Seena le cogió la mano y se la llevó a un costado del cuerpo; él sintió la superficie seca y fresca del resbalador y se sorprendió de que no fuese viscosa. Seena subió sin resistencia la mano de Gundersen hasta llegar al globo lleno de uno de los pechos y el resbalador se contrajo instantáneamente, dejando la carne firme y pálida en contacto con sus dedos. Gundersen lo contuvo un instante e, incómodo, levantó la mano. Los pezones de Seena se habían erguido y las ventanas de su nariz se ensancharon.
—El resbalador es muy interesante —comentó Gundersen—, pero no me gusta cómo te queda.
—De acuerdo. —Se tocó el estómago, apenas por encima del centro de ese ser. Éste se encogió interiormente, bajó por una de sus piernas en un movimiento rápido y ondulante, se deslizó y se detuvo en un extremo de la terraza—. ¿Así está mejor? —preguntó Seena, ahora desnuda, brillante de sudor y con los labios húmedos.
La tosquedad de su acercamiento le sorprendió. Ninguno de los dos se había preocupado demasiado por la desnudez, pero ese tipo de exhibicionismo contenía una deliberada agresividad sexual que parecía incongruente con lo que él consideraba la personalidad de ella. Es verdad que eran viejos amigos, antaño habían sido amantes durante varios años y durante muchos meses de esa época estuvieron casados en todos los aspectos excepto el documental, pero incluso así la ambigüedad de su separación debió destruir toda intimidad compartida. Al margen de la cuestión de su matrimonio con Kurtz, el hecho de que no se habían visto desde hacía ocho años parecía dictar la necesidad de un retorno más gradual a la intimidad física. Gundersen sintió que al mostrarse jadeantemente disponible a los pocos minutos de su inesperada llegada, ella cometía una violación que no correspondía a la esfera moral sino a la estética.
—Ponte algo —pidió Gundersen suavemente—, pero que no sea el resbalador. No puedo sostener una conversación seria contigo mientras agitas de un lado a otro esas tentaciones.
—¡El pobre y convencional Edmund! ¡De acuerdo! ¿Has cenado?
—No.
—Haré que nos sirvan la cena aquí fuera. Beberemos algo. Enseguida regreso.
Seena entró en el edificio. El resbalador quedó en la terraza; se deslizó inseguro hacia Gundersen, como si se ofreciera a trepar y a ser usado un rato por él, pero el terráqueo lo miró fijamente y le transmitió sentimientos suficientes para lograr que el animal mesetario se apartara a toda velocidad. Un minuto después apareció un robot con una bandeja que contenía dos cócteles dorados. Ofreció un trago a Gundersen, dejó la otra copa sobre la barandilla y se retiró silenciosamente. Después apareció Seena, púdicamente cubierta por una suave camisa de color gris que le caía desde los hombros hasta los tobillos.
—¿Te gusta más así?
—Provisionalmente. —Entrechocaron las copas; ella sonrió; se llevaron la bebida a los labios. Gundersen agregó—: Has recordado que no me gustan las jeringas sónicas.
—Edmund, olvido muy pocas cosas.
—¿Cómo es la vida aquí?
—Serena. Jamás imaginé que mi vida pudiera ser tan tranquila. Leo mucho, ayudo a los robots a cuidar el jardín, ocasionalmente tengo huéspedes, a veces viajo. A menudo transcurren varias semanas sin que vea a otro ser humano.
—¿Y tu marido?
—A menudo transcurren varias semanas sin que vea a otro ser humano —repitió.
—¿Estás sola aquí? ¿Los robots y tú?
—Totalmente sola.
—Pero seguramente las demás personas de la Compañía vienen aquí con bastante frecuencia.
—Algunas. Ya no quedamos muchos —explicó Seena—. Creo que menos de cien. Unos seis de ellos residen en el Mar de Polvo. Van Beneker está en el hotel. Cuatro o cinco en la vieja estación de la hendidura. Y así sucesivamente… Pequeñas islas de terráqueos muy esparcidas. Existe una especie de circuito social, pero está disperso.
—¿Era esto lo que querías cuantió elegiste quedarte aquí? —preguntó Gundersen.
—No sabía lo que quería, salvo que deseaba quedarme. Y volvería a hacerlo. Aun sabiendo todo lo que sé, haría todo del mismo modo.
—En la estación situada al sur de aquí —agregó Gundersen—, bajo las cataratas, vi a Harold Dykstra…
—Henry Dykstra.
—A Henry y a una mujer que no conocía.
—Pauleen Mazor. Era una de las muchachas de la aduana en tiempos de la Compañía. Supongo que Henry y Pauleen son mis vecinos más próximos, pero hace años que no los veo. Ya no voy al sur de las cataratas y ellos no han venido aquí.
—Estaban muertos, Seena.
—¿Cómo?
—Fue como internarse en una pesadilla. Un sulidor me condujo hasta ellos. La estación estaba hecha una ruina, verdín y fungoides por todas partes, y algo incubaba en el interior de ellos, las larvas de una especie de esponja en forma de cesta que colgaba de una pared y goteaba un aceite negro…
—Ocurren cosas así —comentó Seena, que no parecía perturbada—. Tarde o temprano, este planeta se apodera de todo, aunque siempre de un modo distinto.
—Dykstra estaba inconsciente y la mujer suplicaba que la libraran de su desdicha y…
—Dijiste que estaban muertos.
—No cuando llegué. Le pedí al sulidor que los matara. No había posibilidad de salvarlos. Él los abrió y después yo les pasé la antorcha.
—Tuvimos que hacer lo mismo por Gio' Salamone —agregó Seena—. Estaba en Punta de Fuego, fue al Mar de Polvo y un tipo de parásito cristalino se le metió en una herida. Cuando Kurtz y Ced Cullen lo encontraron, era todo cubos y prismas, y salientes de los más maravillosos minerales iridiscentes asomaban por todos los poros de su piel. Aún siguió con vida durante un tiempo. ¿Otro trago?
—Sí, por favor.
Seena llamó al robot. Ya era noche plena. Apareció una tercera luna.
Seena dijo en voz queda:
—¡Soy tan dichosa de que hayas venido esta noche! Fue una sorpresa maravillosa.
—¿Kurtz no está aquí?
—No —replicó—. Se ha ido y no sé cuándo regresará.
—¿Cómo ha sido la vida aquí para él?
—Creo que, en términos generales, ha sido muy feliz. Naturalmente, es un hombre muy raro.
—Sí, lo es —coincidió Gundersen.
—Sospecho que tiene alguna cualidad de santo.
—Seena, habría sido un santo sombrío y escalofriante.
—Algunos santos son así. No todos han de parecerse a san Francisco de Asís.
—¿Acaso la crueldad es una de las características deseables en un santo? —Kurtz veía la crueldad como una fuerza dinámica. Se convirtió en un artista de la crueldad.
—Lo mismo hizo el Marqués de Sade y nadie le canonizó.
—Tú sabes a qué me refiero —insistió Seena—. En una ocasión me hablaste de Kurtz y le llamaste ángel caído. Se trata exactamente de eso. Le vi en medio de los nildores, danzando con cientos de ellos y vi cómo se le acercaron y prácticamente lo reverenciaron. Allí estaba, hablando con ellos, acariciándolos. Pero también les procuraba las cosas más destructivas y a ellos les encantaba.
—¿Qué tipo de cosas destructivas?
—No tienen importancia. Supongo que no las aprobarías. A veces. … les daba drogas.
—¿El veneno de las serpientes?
—A veces.
—¿Dónde está ahora? ¿Ha salido a jugar con los nildores?
—Hace un tiempo que está enfermo. —En ese momento el robot servía la cena, Gundersen miró con desconfianza las verduras que tenía en el plato. Seena agregó—: Son totalmente comestibles. Las cultivo yo misma. Soy toda una granjera.
—No las recuerdo.
—Provienen de la meseta.
Gundersen meneó la cabeza.
—Cuando pienso cuánto te repugnaba la meseta, cuán rara y espeluznante te pareció aquella vez que tuvimos que hacer un aterrizaje forzoso…
—Entonces era una niña. ¿Cuándo ocurrió? ¿Hace once años? Fue poco después de conocerte. Yo sólo tenía veinte años. Pero en Belzagor has de derrotar a lo que te asusta o te derrotan. Regresé una y otra vez a la meseta. Dejó de resultarme extraña y por eso dejó de asustarme y por eso llegué a quererla. Traje aquí, para que vivieran conmigo, muchas de sus plantas y animales. Es tan distinta al resto de Belzagor… aislada de todo lo demás, casi ajena.
—¿Fuiste allí con Kurtz?
—En ocasiones. Otras veces con Ced Cullen. Y la mayoría de las veces sola.
—Cullen —dijo Gundersen—. ¿Le ves a menudo?
—Sí. El, Kurtz y yo hemos formado una especie de triunvirato. Casi ha sido mi otro marido. Me refiero en un sentido espiritual. Y también físico en ocasiones, pero eso no es tan importante.
—¿Dónde está Cullen ahora? —inquirió y miró atentamente sus ojos severos y brillantes.
La expresión de Seena se ensombreció.
—En el norte, en la región de las brumas. —contestó ella.
—¿Qué hace allí?
—¿Por qué no vas y se lo preguntas? —propuso.
—Me gustaría hacerlo —respondió Gundersen—. A decir verdad, estoy de viaje hacia la región de las brumas y ésta es una parada sentimental en el camino. Viajo con cinco nildores que se dirigen al renacimiento. Han acampado en el monte, por aquí cerca.
Ella abrió una botella de vino verdigris y mohoso y le sirvió una copa.
—¿Por qué quieres ir a la región de las brumas?—preguntó tensamente.
—Por curiosidad. Supongo que por el mismo motivo que tuvo Cullen.
—No creo que él haya ido por curiosidad.
—¿Quieres ser más explícita?
—Preferiría no hacerlo —replicó Seena.
La conversación desembocó en un prolongado silencio. Hablar con Seena sólo llevaba a trazar círculos, pensó Gundersen. Su nueva serenidad podía conducir a la locura. Sólo le hablaba de lo que le interesaba y jugaba con él, disfrutando aparentemente del contacto de su dulce voz de contralto con el aire nocturno, sin comunicar la menor información. Ésta no era una Seena como la que él conoció. La muchacha que él había amado era atractiva y fuerte, pero no astuta y reservada; había poseído un aire de inocencia que ahora parecía totalmente perdido. Quizá Kurtz no fuese el único ángel caído de ese planeta.
—¡Ha salido la cuarta luna! —exclamó Gundersen súbitamente.
—Sí, por supuesto. ¿Qué tiene de sorprendente?
—Rara vez se ven cuatro lunas, incluso en esta latitud.
—Ocurre como mínimo diez veces al año. ¿Por qué te asombras tanto? Dentro de un rato aparecerá la quinta y…
Gundersen jadeó.
—¿Ésta es la noche?
—Sí. La Noche de las Cinco Lunas.
—¡Nadie me lo dijo!
—Tal vez no lo preguntaste.
—Me la perdí dos veces porque estaba en Punta de Fuego. Una vez estaba en el mar y otra en la región sureña de las brumas, en aquella ocasión en que cayó el helicóptero. Seena, sólo logré verla una sola vez, aquí mismo, hace diez años, contigo. Cuando las cosas estaban en su mejor momento para nosotros. ¡Y ahora estoy aquí de manera casual y ocurre otra vez!
—Pensé que lo habías hecho deliberadamente para conmemorar aquella ocasión.
—No, no, es pura coincidencia.
—Entonces se trata de una feliz coincidencia.
—¿Cuándo saldrá?
—Aproximadamente dentro de una hora.
Gundersen miró los cuatro puntos brillantes que navegaban por los cielos. Había transcurrido tanto tiempo que olvidó por dónde debía salir la quinta luna. Su órbita era retrógrada, pensó. Además, era la más brillante de las lunas, con una superficie de hielo de alto albedo, suave como un espejo.
Seena volvió a llenarle la copa. Habían terminado de comer.
—Discúlpame —dijo ella—. Regresaré enseguida.
A solas, Gundersen estudió el firmamento e intentó comprender a esa Seena extrañamente cambiada, a esa misteriosa mujer cuyo cuerpo se había vuelto más voluptuoso y cuya alma, al parecer, se había tornado de piedra. Ahora comprendió que la rigidez había estado siempre en su interior: por ejemplo, al separarse, cuando él pidió eltraslado a la Tierra y ella se negó tajantemente a abandonar el Planeta de Holman. Te quiero, había dicho, y siempre te querré, pero aquí me quedo. ¿Por qué? ¿Por qué? Porque quiero quedarme, fue su respuesta. Y Seena se quedó, pero él era igualmente testarudo y partió sin ella. Y la última noche de Gundersen en Belzagor durmieron juntos en la playa, cerca del hotel, de modo que él aún tenía en la piel el calor de su cuerpo cuando subió a la nave del retorno. Ella le amaba y él la amaba, pero se separaron porque Gundersen carecía de porvenir en aquel planeta y Seena consideraba que todo su futuro estaba allí. Ella se había casado con Kurtz. Había explorado la desconocida meseta. Hablaba con una magnífica voz nueva y profunda, permitía que extrañas amebas se aferraran a sus muslos y se encogía de hombros ante la noticia de que dos terráqueos que vivían en las vecindades habían muerto de una manera espantosa. ¿Era todavía Seena o alguna copia sutil?
Los bramidos de los nildores llegaron en medio de la profunda noche. Gundersen también oyó otro sonido, más cercano, una especie de gruñido resoplante y ahogado que le resultó totalmente desconocido. Parecía un quejido de dolor, aunque quizá sólo fuera producto de su imaginación. Probablemente se trataba de una de las bestias de la meseta traídas por Seena, un animal que olisqueaba en el jardín en busca de raíces sabrosas. Oyó ese sonido dos veces más y luego cesó.
Pasaba el tiempo y Seena no volvía. Entonces Gundersen vio aparecer plácidamente en el cielo la quinta luna, astro del tamaño de una gran moneda de plata y tan brillante que encandilaba. Las cuatro lunas restantes danzaron a su alrededor —dos de ellas meros puntitos y las otras dos más imponentes— y las sombras de las luces lunares se quebraban y volvían a quebrarse a medida que los planos de brillo se entrecruzaban. Los cielos lanzaron luz sobre el planeta en forma de heladas cascadas. Asió la barandilla de la terraza y rezó mudamente para que las lunas siguieran su camino; al igual que Fausto, deseó gritar al momento fugaz: ¡quédate, quédate para siempre, quédate, eres hermosa! Pero las lunas se movieron, impulsadas por los mecanismos newtonianos ocultos; sabía que, en una hora, dos de las lunas desaparecerían y el encanto disminuiría. ¿Dónde estaba Seena?
—¿Edmund? —preguntó ella a sus espaldas.
Estaba nuevamente desnuda y, una vez más, el resbalador se encontraba adherido a su cuerpo, cubriendo sus costillas y emitiendo una larga y delgada proyección que sólo rodeaba el pezón de cada pecho. La luz de las cinco lunas hacía centellear y brillar su piel aleonada. En ese momento ella no le pareció tosca ni abiertamente agresiva; era perfecta en su desnudez, el momento era perfecto y se acercó a ella sin vacilación. Gundersen se desvistió rápidamente, apoyó las manos en las caderas de Seena, tocando el resbalador, y el extraño animal comprendió, pues se apartó obedientemente del cuerpo de ella: un cinturón de castidad infiel a su tarea. Ella se inclinó hacia Gundersen, balanceando los pechos como campanas carnosas; él la besó aquí, allí y allá y se dejaron caer hasta el suelo de la terraza, hasta la piedra fría y uniforme.
Los ojos de Seena permanecieron abiertos y más fríos que el suelo, más fríos que la luz cambiante de las lunas incluso en el momento en que él la penetró.
Pero su abrazo no contenía frialdad. Sus cuerpos se sacudieron y enmarañaron, la piel de Seena era suave y hambriento su beso y los años se esfumaron hasta que de nuevo eran los viejos tiempos, los días felices. En el momento culminante, él volvió a percibir débilmente ese extraño gruñido. La abrazó impetuosamente y cerró los ojos.
Más tarde descansaron juntos y mudos bajo la luz de las lunas hasta que la quinta luna brillante cumplió su recorrido y la Noche de las Cinco Lunas se tornó como cualquier noche.