Indudablemente, la composición del terreno cambiaba. Dejaban atrás el corazón de la selva ecuatorial y entraban en las tierras altas que desembocaban en la zona de las brumas. El clima aún era tropical, pero la humedad no resultaba tan intensa; en lugar de mantener todo en un constante abrazo pegajoso, allí la atmósfera liberaba periódicamente humedad en forma de lluvia y después de ésta la textura del aire era transparente y ligera hasta que se renovaba. La vegetación de esa región era distinta: plantas angulosas y toscas, de hojas rígidas y filosas como navajas. Muchos árboles poseían follaje luminoso que, por la noche, emitía una luz fría sobre el bosque. Aquí había menos enredaderas y las copas de los árboles ya no formaban un dosel continuo que excluía casi toda la luz solar; algunas manchas de claridad moteaban el suelo del bosque y en algunos lugares se extendían formando plazas y prados anchos y abiertos. El terreno, filtrado por las lluvias frecuentes, era de color amarillo pálido y no poseía la exuberante negrura del de la selva. Algunos animales pequeños corrían a menudo por la maleza. A paso más lento se movían seres solemnes parecidos a babosas, verdiazules y provistos de mantos de ébano, a los que Gundersen reconoció como los fungoides móviles de las tierras altas: plantas que reptaban de un Jugar a otro en busca de ramas caídas o de troncos de árboles derribados por los rayos. Tanto los nildores como los hombres consideraban una gran exquisitez su degustación.
Durante la tarde del tercer día, Srin'gahar y Gundersen encontraron a los cuatro nildores que les habían precedido. Habían acampado al pie de una colina dentada y en forma de luna creciente y, a juzgar por la destrucción del follaje que rodeaba su campamento, sin duda llevaban al menos un día allí. Sus trompas y rostros, untados y manchados por los jugos luminosos, brillaban alegremente. Con ellos se encontraba un sulidor, con mucho el más corpulento que Gundersen había visto: tenía casi el doble de su estatura y un hocico pendular del largo del antebrazo de un hombre. El sulidor estaba erguido junto a un pedrejón incrustado de musgo azul, con las piernas separadas, y la cola, a modo de trípode, sostenía su enorme cuerpo. Observaba a Gundersen con los ojos entrecerrados. Sus largos brazos, coronados por aterradoras garras curvadas, colgaban plácidamente. Su piel tenía el color del bronce antiguo y era extraordinariamente compacta.
Uno de los candidatos al renacimiento, una nildora llamada Luu'khamin, dijo a Gundersen:
—El sulidor se llama Na-sinisul. Desea hablar contigo.
—Que hable de una vez.
—Desea primero hacerte saber que no es un sulidor corriente. Se trata de uno de los que oficia la ceremonia del renacimiento y volveremos a verlo cuando nos acerquemos a la región de las brumas. Es un sulidor de jerarquía y mérito y sus palabras no han de tomarse a la ligera. ¿Lo tendrás en cuenta mientras le escuchas?
—Lo haré. No suelo tomarme a la ligera las palabras de nadie, razón de más para que en este caso le escuche atentamente. Que hable.
El sulidor dio unos pasos y volvió a plantarse firmemente, hundiendo sus grandes patas con espolones en el terreno esponjoso. Al hablar, lo hizo en un nildororu marcado por el acento norteño: apagado, rotundo, lento.
—He estado de viaje por el Mar de Polvo y ahora retorno a mi región para ayudar en los preparativos del renacimiento en el que estos cinco viajeros participarán —explicó Na-sinisul—. Mi presencia aquí es absolutamente accidental. ¿Comprendes que no estoy aquí por ningún motivo específico que te implique a ti o a tus compañeros?
—Comprendo —respondió Gundersen, sorprendido por el estilo preciso y enfático del discurso del sulidor. Sólo había pensado en los sulidores como figuras tenebrosas, salvajes y de aspecto feroz que acechaban en claros boscosos misteriosos.
Na-sinisul prosiguió:
—Ayer, al pasar cerca de aquí, encontré por casualidad el emplazamiento de una antigua estación de tu Compañía. También por azar decidí mirar en su interior, aunque no era asunto mío. En el interior encontré a dos terráqueos cuyos cuerpos habían dejado de servirles. Eran incapaces de moverse y apenas podían hablar. Me pidieron que los arrojara de este mundo, pero no podía hacer semejante cosa por mi propio poder. En consecuencia, te pido que me sigas hasta esa estación y me des instrucciones. Mi estancia aquí es breve, de modo que debe hacerse de inmediato.
—¿Está muy lejos?
—Podríamos llegar antes de la salida de la tercera luna.
Gundersen se dirigió a Srin'gahar:
—No recuerdo que hubiese por aquí una estación de la Compañía. Tiene que haber una a dos días de camino hacia el norte pero…
—Es el sitio donde los alimentos que reptan se recogían y embarcaban río abajo —explicó el nildor.
—¿Aquí? —Gundersen se encogió de hombros—. Supongo que he vuelto a perder el rumbo. Está bien, iré —dijo a Na-sinisul—. Guíame y te seguiré.
El salidor avanzó con rapidez por el brillante bosque y Gundersen, montado en Srin'gahar, le pisaba los talones. Al parecer descendían y la atmósfera se tornó cálida y sombría. El paisaje también cambió pues aquellos árboles tenían raíces aéreas que se enroscaban como enormes codos descarnados y los delgados zarcillos que brotaban de las raíces emitían un brillo verde y áspero. El terreno era suelto y rocoso y Gundersen lo oía crujir bajo las pisadas de Srin'gahar. Cosas parecidas a pájaros hacían su percha en la mayoría de las raíces. Eran seres semejantes a mochuelos que, aparentemente, carecían de color: algunos eran negros, otros blancos y otros blanquinegros jaspeados. No logró descubrir si ése era su auténtico tono o si la luminosidad de la vegetación les robaba el color. Una fragancia enfermiza surgía de las enormes y descoloridas flores parasitarias que brotaban de los troncos de los árboles.
Junto a un saliente de roca desnuda y amarilleada por el clima se alzaban las ruinas de la estación de la Compañía. Parecía aún más destartalada que la estación de las serpientes situada al sur; la cúpula de su techo se había derrumbado y espirales de plantas saprofitas de tallo tieso se aferraron a los costados, alimentándose quizá de los productos en descomposición que la lluvia extraía de la abrasión de las paredes de plástico. Srin'gahar dejó desmontar a Gundersen. El terráqueo se detuvo en la entrada del edificio, a la espera de que el sulidor tomara la delantera. Comenzó a caer una lluvia fina y cálida; el olor del bosque cambió de inmediato y se tornó dulce donde había sido agrio. Pero era el dulzor de la descomposición.
—Los terráqueos están dentro —dijo Na-sinisul—. Puedes pasar. Espero tus instrucciones.
Gundersen entró en el edificio. Allí el hedor de la putrefacción era mucho más intenso, concentrado tal vez por la esfericidad de la cúpula derrumbada. La humedad penetraba todo. Se preguntó qué tipo de esporas virulentas absorbía por la nariz cada vez que respiraba. Algo chorreaba en la oscuridad y producía un ruidoso toc en contraposición con el compás más ligero de la lluvia que entraba por el techo roto. A fin de tener luz, Gundersen cogió la antorcha de fusión y conectó el rayo más débil. El cálido resplandor blanco se diseminó por la estación. Sintió inmediatamente un aleteo alrededor de su cabeza pues algún animal termotrópico, despertado y atraído por el calor de la antorcha, se acercó a ella. Gundersen lo apartó y le quedaron los dedos cubiertos de limo.
¿Dónde estaban los terráqueos?
Recorrió cautelosamente el edificio. En ese momento recordó vagamente: era una de las incontables estaciones de monte que antaño la Compañía había diseminado por el Planeta de Holman. El suelo estaba cuarteado y combado, lo que le obligaba a caminar con dificultad. Los fungoides móviles reptaban por todas partes, devoraban la espuma que cubría las paredes y dejaban huellas estrechas y brillantes a su paso. Llegó a un sitio en el que el edificio se abría hacia el exterior; paseó la antorcha y distinguió un embarcadero ennegrecido que daba a la orilla de un río rápido. Sí, recordaba. Allí envolvían y embalaban a los fungoides, que luego eran enviados río abajo en su viaje hacia el mercado. Pero las gabarras de la Compañía ya no se detenían allí, y las babosas sabrosas y descoloridas ahora deambulaban por las reliquias musgosas de los muebles y los equipos sin ser molestadas.
—¡Hola! —gritó Gundersen—. Hola, hola, hola.
A modo de respuesta, oyó un gemido. En la penumbra, trastabilló y resbaló, luchó contra una náusea creciente y se obligó a caminar por entre un laberinto de obstáculos que no veía. Llegó al sitio del que provenía el sonido estrepitoso y chorreante. Algo de color rojo intenso, en forma de cesta y del tamaño del pecho de un hombre se había adherido en lo alto de la pared, perpendicularmente al suelo. A través de las grandes esporas de su superficie esponjosa manaba un líquido espeso y negro, que caía en un permanente chapoteo grasoso. Cuando la luz de la antorcha lo iluminó, la exudación aumentó y prácticamente se convirtió en una cascada de líquido sebáceo. Al apartar la luz de la antorcha, el manantial se tornó menos copioso, aunque seguía siendo fuerte.
Allí el suelo caía en pendiente, de modo que lo que chorreaba de la cesta esponjosa fluía rápidamente y se acumulaba en el otro extremo de la habitación, en el ángulo formado por el suelo y la pared. Gundersen encontró allí a los terráqueos. Estaban juntos en un colchón; el líquido de la cosa chorreante había formado un charco oscuro alrededor de ellos, cubriendo por completo el colchón y fluyendo sobre sus cuerpos. Uno de los terráqueos, con la cabeza caída hacia un costado, tenía la cara totalmente sumergida en ese fluido. Del otro terráqueo surgían los sonidos.
Los dos estaban desnudos. Uno era un hombre y el otro una mujer, aunque al principio a Gundersen le costó trabajo darse cuenta de ello; ambos estaban tan encogidos y delgados que sus características sexuales quedaban ocultas. No tenían cabellos, ni siquiera cejas. Los huesos sobresalían sobre la piel semejante a un pergamino. Los ojos de los dos estaban abiertos pero fijos en una mirada rígida y aparentemente ciega, una mirada vidriosa, sin parpadeo. Tenían los labios apartados de los dientes. Las algas grisáceas brotaban en los pliegues de su piel y los fungoides móviles andaban errantes, alimentándose de esas acrecencias. Con un gesto de asco rápido y mecánico, Gundersen arrancó dos animales parecidos a babosas de los pechos vacíos de la mujer. Esta se movió y volvió a gemir. En el idioma de los nildores murmuró:
—¿Ya ha terminado?
Su voz parecía una flauta tocada por una huraña brisa del desierto.
—¿Quién es usted? ¿Cómo ocurrió esto? —inquirió Gundersen en uno de los idiomas de la Tierra.
La mujer no respondió. Un fungoide reptó por la boca de ella y Gundersen lo apartó. Le tocó la mejilla. Se produjo un sonido seco cuando la mano de él pasó por su mejilla: era como acariciar papel almidonado. Gundersen intentó recordar quién era la mujer e imaginó una cabellera oscura sobre su cráneo desnudo, le puso cejas claras y arqueadas, vio sus mejillas llenas y sus labios sonrientes. Pero no pasó nada; o la había olvidado o no la conocía o dado su estado presente ella resultaba irreconocible.
—¿Terminará pronto? —volvió a preguntar en nildororu.
Gundersen se volvió hacia el compañero de ella. Suavemente, temeroso de que el frágil cuello se quebrara, retiró la cabeza del hombre de la charca de líquido. Al parecer, respiraba el líquido; éste cayó gota a gota de su nariz y sus labios y poco después el hombre dio señales de ser incapaz de habérselas con el aire. Gundersen dejó que la cara volviese a sumergirse en la charca. En ese fugaz instante logró reconocer al hombre como un tal Harold —¿o quizás Henry?—-Dykstra, al que había conocido superficialmente en el pasado.
La mujer desconocida intentaba mover un brazo. Carecía de fuerzas para elevarlo. Esos dos seres vivían como espectros, como muertos en vida, atascados en el líquido pegajoso y totalmente desamparados. Gundersen preguntó en el idioma de los nildores:
—¿Cuánto tiempo lleváis así?
—Eternamente —susurró ella.
—¿Quiénes sois?
—No me… acuerdo. Estoy… esperando.
—¿Qué?
—El fin.
—Escucha —agregó—, soy Edmund Gundersen, ex jefe de sector. Quiero ayudaros.
—Máteme primero a mí y después a él.
—Os sacaremos de aquí y os llevaremos al puerto espacial. En una semana o diez días estaréis de camino a la Tierra y después…
—No…, por favor…
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Liquídelo. Liquídelo.
La mujer reunió fuerzas suficientes para arquear la espalda y alzó la mitad del cuerpo del líquido que prácticamente cubría su mitad inferior. Algo ondeó y se combó fugazmente bajo su piel. Gundersen tocó el estómago tenso y percibió un movimiento en el interior: ese rápido estremecimiento interior fue la sensación más aterradora que experimentara en su vida. Tocó el cuerpo de Dykstra, que también ondeaba interiormente.
Consternado, Gundersen se puso de pie y se alejó de ellos. Mediante la débil luz de la antorcha observó sus cuerpos encogidos: desnudos pero asexuados, hueso y ligamento, despojados de carne y de espíritu pero aún vivos. El pavor dominó a Gundersen.
—Na-sinisul —gritó—. ¡Ven aquí! ¡Entra! —Pocos segundos después, el sulidor estaba a su lado. Gundersen agregó—: Hay algo dentro de sus cuerpos. ¿Algún tipo de parásito? Se mueve. ¿De qué se trata?
—Mira —dijo Na-sinisul y señaló la cesta esponjosa de la que manaba el líquido oscuro—. Contienen a sus crías. Se han convertido en huéspedes. Un año, dos, tal vez tres y las larvas saldrán.
—¿Porqué no están muertos?
—Extraen el alimento de esto —agregó el sulidor y golpeó con la cola el líquido negro—. Se cuela por sus pieles. Los alimenta a ellos y también a lo que está dentro de ellos.
—Si los sacáramos de aquí y los enviáramos hasta el hotel en balsas…
—Morirían instantes después de que los retiráramos de la humedad que los rodea —explicó Na-sinisul—. No hay esperanzas de salvarlos.
—¿Cuándo termina?—inquirió la mujer.
Gundersen tembló. Toda su educación le impulsaba a no aceptar jamás lo definitivo de la muerte; cualquier humano en el que quedaran fragmentos de vida podía salvarse, reconstruirse a partir de unos pocos restos de células hasta lograr un facsímil bastante bueno del original. Pero en aquel planeta no existían medios para semejantes operaciones. Evaluó un remolino de alternativas: dejarlos allí para que cosas extrañas se alimentaran de sus entrañas; intentar llevarlos al puerto espacial para enviarlos al hospital tectogenético más cercano; librarlos de su desdicha de inmediato; intentar liberar sus cuerpos de lo que los mantenía esclavizados. Se arrodilló nuevamente. Se obligó a experimentar por segunda vez ese estremecimiento interior. Tocó el estómago, los muslos y las costillas huesudas de la mujer. Bajo la piel era una masa de extrañeza. Pero su mente aún funcionaba, a pesar de que había olvidado su nombre y su lengua materna. El hombre tenía más suerte: a pesar de que también estaba plagado, Dykstra no yacía allí, en la oscuridad, esperando la muerte que sólo se produciría cuando las larvas hospedadas surgieran de la carne humana esclavizada. ¿Era eso lo que deseaban cuando rechazaron la repatriación de ese planeta que amaban? Un terráqueo puede quedar atrapado por Belzagor, había dicho Vol'himyor, el nildor nacido muchas veces. Pero ésa era una prisión demasiado literal.
El hedor a podredumbre corporal le provocó náuseas.
—Mata a los dos —pidió a Na-sinisul—. Y rápido.
—¿Son ésas las instrucciones que me das?
—Mátalos. Y arranca esa cosa de la pared y mátala también.
—No ha cometido ningún agravio —opinó el sulidor—. Sólo ha hecho lo que es natural para su especie. Al matar a estos dos, la despojaré de sus crías, pero no estoy dispuesto a despojarla también de su vida.
—Está bien —accedió Gundersen—. Entonces, sólo los terráqueos. Pero hazlo rápido.
—Lo hago como acto de piedad, según tus órdenes directas —agregó Na-sinisul.
El sulidor se inclinó hacia delante y levantó un poderoso brazo. Las garras salvajes y encorvadas salieron completamente de sus vainas. La garra bajó dos veces.
Gundersen se obligó a mirar. Los cuerpos se quebraron como cáscaras secas; las cosas del interior se derramaron, deformes y descarnadas. Incluso en ese momento, a causa de algún reflejo inesperado, los dos cadáveres se contorsionaban y sacudían. Gundersen miró sus entrañas corroídas.
—¿Me oís? —inquirió—. ¿Estáis vivos o muertos?
La boca de la mujer se entreabrió pero no salió ningún sonido, de modo que no supo si se trataba de un intento por hablar o de una última convulsión de los nervios arrasados. Conectó su antorcha de fusión en alta energía y la paseó por la charca oscura. Soy la resurrección y la vida, pensó, reduciendo a cenizas a Dykstra, a la mujer que estaba a su lado y a las larvas inconclusas que se retorcían. Surgieron humos acres y asfixiantes; ni siquiera la antorcha destruía la humedad del edificio. Volvió a conectar la antorcha en el nivel de iluminación.
—Vamos —dijo Gundersen al sulidor, y salieron—. Siento deseos de quemar todo el edificio y de purificar este lugar.
—Lo sé —comentó Na-sinisul.
—Pero me lo impedirías.
—Te equivocas. Nadie en este mundo te impediría hacer algo.
Pero de qué serviría, se preguntó Gundersen interiormente. La purificación ya estaba cumplida. Había retirado de ese sitio a los únicos seres que eran ajenos.
Había dejado de llover. Gundersen se dirigió al expectante Srin'gahar —y preguntó:
—¿Me llevarás lejos de aquí?
Se reunieron con los cuatro nildores restantes. Como habían estado mucho tiempo allí y la región del renacimiento aún estaba muy lejos, reanudaron la marcha a pesar de que era de noche. Por la mañana, Gundersen oyó el estruendo que producían las Cataratas de Shangri-la a las que los nildores denominaban Du'jayukh.