Durmió solo en una de las habitaciones de huéspedes situada en la planta más elevada de la estación. Despertó inesperadamente temprano, vio la salida del sol por encima del desfiladero y bajó a dar un paseo por los jardines, en los cuates aún brillaba el rocío. Caminó hasta la orilla del río en busca de sus compañeros nildores, pero no estaban a la vista. Durante largo rato permaneció junto al río y observó el irresistible impulso descendente de ese inmenso volumen de agua. ¿Había peces en ese tramo del río?, se preguntó. ¿Cómo lograban eludir la caída? Sin duda alguna, cualquier cosa atrapada en ese majestuoso fluir no tendría más alternativa que seguir el camino que le dictaba y dejarse arrastrar hacia la terrible catarata.
Finalmente regresó a la estación. Bajo la luz matinal, el jardín de Seena le pareció menos siniestro. Ahora las plantas y animales de la meseta le parecían extraños y no amenazantes; cada distrito geográfico de ese planeta contaba con fauna y flora típicas, eso era todo, y los seres de la meseta no eran responsables de que el hombre hubiese elegido sentirse incómodo entre ellos.
Un robot salió a recibirle en la primera terraza y le ofreció el desayuno.
—Esperaré a la mujer —respondió Gundersen.
—No aparecerá hasta mucho más tarde.
—Es raro, no solía dormir tanto.
—Está con el hombre —agregó voluntariamente el robot—. A esta hora se queda con él y le consuela.
—¿Qué hombre?
—El hombre Kurtz, su marido.
Azorado, Gundersen preguntó:
—¿Kurtz está aquí, en la estación?
—Se encuentra enfermo en su habitación.
Ella había dicho que se había ido a algún sitio, recordó Gundersen. También dijo que no sabía cuándo regresaría.
—¿Estaba anoche en su habitación?—preguntó al robot.
—Sí.
—¿Cuánto hace que ha regresado desde su último viaje?
—Un año en el solsticio —replicó el robot—. Quizá debería consultar a la mujer sobre estos temas. Dentro de un rato se reunirá con usted. ¿Le traigo el desayuno?
—Sí —aceptó Gundersen. Seena no tardó en llegar. Diez minutos después de que él terminara los zumos, las frutas y el pescado frito que el robot le había llevado, ella apareció en la terraza, ataviada con una túnica blanca y diáfana que ponía de relieve las líneas de su cuerpo. Al parecer había dormido bien. Su piel estaba limpia y brillante, su paso era enérgico y su pelo oscuro se agitaba libremente a causa de la brisa, pero la expresión extrañamente rígida y obsesiva de sus ojos no había cambiado y desentonaba con la inocencia del nuevo día.
—El robot me dijo que no te esperara para desayunar. Explicó que no bajarías durante un rato —dijo Gundersen.
—Está bien. Es verdad que normalmente no bajo tan temprano. ¿Quieres que vayamos a nadar?
—¿Al río?
—¡No, tonto!
Seena se quitó la túnica y bajó corriendo los escalones del jardín. Gundersen permaneció inmóvil un instante, atrapado en el ritmo de sus brazos que se balanceaban y sus nalgas traqueteantes; después la siguió. En un recodo del sendero en el que no había reparado, ella giró a la izquierda y se detuvo ante una piscina circular que parecía construida en la roca viva de la orilla del río. Cuando él llegó, Seena se arrojó al agua en una perfecta zambullida de arco y pareció quedar suspendida unos instantes, flotando por encima del agua oscura y con los pechos convertidos en una sorprendente redondez a causa de la fuerza de gravedad. Luego se sumergió. Antes de que ella tuviera tiempo de subir a tomar aire, Gundersen se desnudó y se zambulló en la piscina junto a Seena. A pesar del clima moderado, el agua estaba muy fría.
—Proviene de un manantial subterráneo —explicó Seena—. ¿No es maravillosa? Parece un rito de purificación.
Un zarcillo gris coronado de garras que parecían de caucho surgió del agua detrás de ella. Gundersen no encontró palabras para advertírselo. Lo señaló con cortas sacudidas de dos dedos y emitió agudos chillidos de horror. Un segundo zarcillo surgió de las profundidades y se encumbró sobre Seena. Ésta se volvió sonriente y pareció acariciar a un animal corpulento; hubo una agitación de las aguas y luego los zarcillos desaparecieron.
—¿Qué era eso?
—El monstruo de la piscina —respondió—. Me lo trajo Ced Cullen hace dos años, como regalo de cumpleaños. Es una medusa de la meseta. Viven en lagos y aguijonean cosas.
—¿Qué tamaño tiene?
—Bueno, yo diría que el tamaño de un pulpo grande. Es muy afectuosa. Quería que Ced me consiguiera un compañero para ella, pero no lo hizo antes de partir para el norte y supongo que tendré que hacerlo yo misma y pronto. El monstruo se siente solitario.
Seena salió de la piscina y se estiró en una losa de piedra negra para secarse bajo el sol. Gundersen la siguió. Desde ese lado de la piscina en el que la luz penetraba en el agua en ángulo recto, logró distinguir en el fondo una forma corpulenta y de muchos miembros: el regalo de cumpleaños de Seena.
—¿Te molestaría decirme dónde puedo encontrar a Ced? —preguntó Gundersen.
—En la región de las brumas.
—Ya lo sé. Pero es un lugar muy grande. ¿Algún sitio en especial?
Seena rodó hasta ponerse boca arriba y dobló las rodillas. La luz solar convertía en prismas las gotas de agua de sus pechos. Después de un prolongado silencio, dijo:
—¿Por qué tienes tanto interés en encontrar a Ced?
—Estoy realizando un viaje sentimental para visitar a viejos amigos. En el pasado Ced y yo estuvimos muy unidos. ¿No es razón suficiente para que lo busque?
—No es razón para traicionarlo, ¿verdad?
Él la miró fijamente. Ahora los ojos impetuosos estaban cerrados y los pesados montículos de sus pechos ascendían y caían lenta y serenamente.
—¿Qué quieres decir?
—¿Acaso los nildores no te dieron instrucciones para que lo buscaras?
—¿Qué clase de tonterías dices? —barbotó Gundersen, pero no sonaba convincentemente indignado ni siquiera para sí mismo.
—¿Por qué has de fingir? —preguntó Seena, hablando todavía desde el interior de ese centro inexpugnable de seguridad absoluta—. Los nildores quieren que lo traigas de regreso. Según un tratado, están impedidos de ir allá y cogerlo. Los sulidores no tienen intención de entregarlo ni de conceder una extradición. Ciertamente, ninguno de los terráqueos que habitan este planeta lo cogerá. Ahora bien, como forastero necesitas autorización de los nildores para ir a la región de las brumas y como tú cumples las reglas probablemente has solicitado esa autorización y no creo que haya motivos por los cuales deban concederte favores a menos que aceptes hacer algo por ellos. ¿No es así?
—¿Quién te contó todo eso?
—Créeme que lo deduje por mis propios medios.
Gundersen apoyó la cabeza en una mano y extendió admirado la otra para tocarle el muslo. La piel de Seena estaba seca y tibia. Apoyó delicadamente la mano en la carne turgente y después lo hizo con firmeza. La mujer no reaccionó. Él le preguntó en voz baja:
—¿Es demasiado tarde para que lleguemos a un acuerdo?
—¿De qué se trata?
—De un pacto de no agresión. Desde que llegué, nos hemos defendido con respuestas evasivas. Pongamos fin a las hostilidades. Yo te he ocultado cosas y tú también pero, ¿de qué sirve? ¿Por qué no podemos ayudarnos? Somos dos seres humanos que están en un planeta mucho más desconocido y peligroso de lo que la mayoría de las personas supone y si somos incapaces de proporcionarnos algo de ayuda y consuelo mutuos, ¿para qué sirven los lazos humanos?
Seena comenzó a recitar un poema:
—Amor, seamos sinceros entre nosotros: por el mundo, que parece abrirse ante nosotros como una tierra de ensueño, ¡ tan variopinto, tan hermoso, tan nuevo…
Las palabras del viejo poema surgieron del manantial de la memoria de Gundersen. Su voz resonó:
—… no tiene realmente encanto, ni amor, ni luz, ni certidumbre, ni paz, ni alivio para el dolor; y aquí estamos en una misteriosa llanura, barrida por confusas alarmas de combate y evasión donde… donde…
Seena concluyó el poema:
—… donde ejércitos ignorantes se baten por la noche. Sí, Edmund. Es muy típico de ti confundir los versos en el momento crucial, en el clímax final.
—¿Entonces celebramos el pacto de no agresión?
—Lo siento. No debí decirlo. —Se giró hacia él, le apartó la mano de su muslo, la apretó tiernamente entre sus pechos y la rozó con los labios—. De acuerdo, hemos estado jugando. Ahora los juegos han terminado y sólo diremos la verdad, pero tú serás el primero en hacerlo. ¿Te pidieron los nildores que trajeras a Ced Cullen de la región de las brumas?
—Sí —respondió Gundersen—. Fue la condición que me pusieron.
—¿Y prometiste hacerlo?
—Planteé algunas reservas y objeciones, Seena. Si no quiere venir por su voluntad, el honor no me obliga a traerlo por la fuerza. Pero al menos tengo que encontrarlo. A eso me he comprometido. Por eso vuelvo a pedirte que me digas dónde ha de buscarlo.
—Lo ignoro —dijo ella—. No tengo la menor idea. Podría estar en cualquier parte.
—¿Dices la verdad?
—La verdad —respondió, y durante unos instantes la aspereza desapareció de su mirada y su voz no fue la de un violonchelo sino la de una mujer.
—¿Podrías explicarme al menos por qué huyó y por qué le buscan con tanta vehemencia?
Seena demoró en responder. Finalmente dijo:
—Hace aproximadamente un año fue a la meseta central en uno de sus viajes de rutina como coleccionista. Dijo que pensaba traerme otra medusa. La mayoría de las veces le acompañaba, pero esta vez Kurtz estaba enfermo y tuve que quedarme. Ced llegó a una zona de la meseta que nunca había visitado y encontró un grupo de nildores consagrados a una especie de ceremonia religiosa. Se topó con ellos y, evidentemente, profanó el ritual.
—¿El renacimiento? —inquinó Gundersen.
—No, sólo practican el renacimiento en la región de las brumas. Al parecer, era otra cosa igualmente importante. Los nildores se enfurecieron. Ced apenas logró salir con vida. Regresó y me dijo que tenía un serio problema, que los nildores le buscaban, que había cometido algo así como un sacrilegio y que debía refugiarse. Después se fue al norte y un comando de nildores le persiguió hasta la frontera. Desde entonces no sé nada de Ced. Carezco de contactos con la región de las brumas. Es todo lo que puedo decirte.
—No me has explicado qué tipo de sacrilegio cometió —puntualizó Gundersen.
—Es que no lo sé. Ignoro de qué rito se trataba y de lo que él hizo para interrumpirlo. Te he contado todo lo que Ced me dijo. ¿Me crees?
—Te creo —replicó Gundersen y sonrió—. Juguemos ahora otro juego y yo llevaré la delantera. Anoche me dijiste que Kurtz estaba de viaje, que hacía mucho tiempo que no le veías y que no sabías cuándo regresaría. También dijiste que había estado enfermo, pero te apartaste rápidamente de ese tema. Esta mañana, el robot que me sirvió el desayuno explicó que tardarías en bajar pues Kurtz estaba enfermo y te encontrabas junto a él en su habitación, como haces todas las mañanas a esa hora. Normalmente los robots no mienten.
—El robot no mentía pero yo sí.
—¿Porqué?
—Para protegerlo de ti —repuso Seena—. Está muy mal y no quiero que sea perturbado. Sabía que si te decía que estaba aquí, querrías verlo. No se encuentra con fuerzas suficientes para recibir visitas. Edmund, fue una mentira inocente.
—¿Qué le ocurre?
—No lo sabemos con certeza. Ya sabes que no quedan muchos servicios médicos en este planeta. Conseguí un diagnostat, pero no me proporcionó datos útiles cuando sometí a Kurtz a un examen. Supongo que podría describir su enfermedad como un tipo de cáncer, pero no es cáncer lo que tiene.
—¿Puedes describir los síntomas?
—¿Para qué? Su cuerpo comenzó a cambiar. Él se convirtió en algo raro, horrible y aterrador y no hace falta que conozcas los detalles. Si pensaste que lo que le ocurrió a Dykstra y a Pauleen era horrible, ver a Kurtz te removería hasta las entrañas. Pero no permitiré que le veas. Lo hago tanto para protegerlo a él de ti como a la inversa. Será mejor que no le veas. —Seena se sentó en la losa con las piernas cruzadas y desenmarañó los mechones húmedos y enredados de su cabellera. Gundersen pensó que nunca la había visto tan bella como en ese momento, cubierta únicamente por la luz de un sol ajeno: su carne tensa, rosada y brillante y su cuerpo flexible, armonioso y perfecto. ¿Acaso la impetuosidad de sus ojos era la única discordancia? ¿Provenía de ver todas las mañanas el horror en que Kurtz se había convertido? Después de un prolongado silencio Seena agregó—:: Kurtz es castigado por sus pecados.
—¿Crees realmente en lo que acabas de decir?
—Sí —repuso—. Creo que los pecados existen y que hay un justo castigo para ellos.
—¿También crees que un viejecito de barba blanca está arriba, en el cielo, apuntando los tantos de todos, dirigiendo el espectáculo y anotando un adulterio aquí, una mentira allá, una actitud orgullosa?
—No tengo idea de quién dirige el espectáculo —afirmó Seena—. Ni siquiera estoy segura de que alguien lo haga. No te despistes, Edmund: no intento importar a Belzagor la teología medieval. No te hablaré del Padre, del Hijo ni del Espíritu Santo, aunque diré que algunos principios fundamentales se aplican a todo el Universo. Simplemente sostengo que aquí, en Belzagor, vivimos en presencia de algunos valores morales absolutos característicos del planeta y que si un extranjero viene a Belzagor y los transgrede, lo lamentará. Este mundo no es nuestro, nunca lo fue, nunca lo será y los que vivimos aquí nos encontramos en un estado constante de peligro porque no comprendemos las reglas básicas.
—¿Qué pecados cometió Kurtz?
—Nombrarlos me llevaría toda la mañana —respondió—. Algunos ofendían a los nildores y otros pecados se relacionaban con su propio espíritu.
—Todos cometimos pecados contra los nildores —sostuvo Gundersen.
—En cierto sentido, sí. Fuimos orgullosos y estúpidos, no logramos captar su auténtico valor y los usamos despiadadamente. Sí, obviamente ése es un pecado, un pecado que nuestros antepasados cometieron a lo largo y a lo ancho de la Tierra mucho antes de que saliéramos al espacio. Pero Kurtz poseía una mayor capacidad de pecado que los demás pues era un hombre superior. Una vez que caen, los ángeles tienen que recorrer una distancia mayor.
—¿Qué le hizo Kurtz a los nildores? ¿Los asesinó? ¿Los cortó en pedazos? ¿Los azotó?
—Ésos son pecados contra sus cuerpos —sostuvo Seena—. Hizo cosas peores.
—Cuéntame.
—¿Sabes lo que ocurría en la estación de las serpientes, al sur del puerto espacial?
—Estuve allí algunas semanas con Kurtz y Salamone —explicó Gundersen—. Hace mucho tiempo, cuando era un novato aquí, cuando tú todavía eras una niña en la Tierra. Los vi llamar a las serpientes de la selva, extraerles el veneno puro y darles el líquido a los nildores para que lo bebieran. Y les vi a ellos mismos beber el veneno.
—¿Y entonces qué ocurría?
Gundersen meneó la cabeza.
—Jamás he podido comprenderlo. Cuando probé el veneno con ellos, tuve la ilusión de que los tres nos convertíamos en nildores. Y de que tres nildores se convertían en nosotros. Yo tenía una trompa, cuatro patas, colmillos, púas. Todo parecía distinto: veía a través de ojos nildores. Después aquello cesó, volví a ocupar mi propio cuerpo y experimenté una terrible sacudida de culpa, de vergüenza. No logré descubrir si había sido una verdadera metamorfosis corporal o una alucinación.
—Fue una alucinación —informó Seena—. El veneno abrió tu mente, tu alma, y te permitió meterte en la conciencia del nildor al mismo tiempo que éste penetraba en la tuya. Durante un rato, ese nildor creyó ser Edmund Gundersen. Semejante ensueño constituye un gran éxtasis para los nildores.
—¿Entonces es ése el pecado de Kurtz? ¿Proporcionar éxtasis a los nildores?
—El veneno de las serpientes también se utiliza en la ceremonia del renacimiento. Lo que Kurtz, Salamone y tú hadáis en la selva era realizar una versión muy moderada, muy moderada, del renacimiento. Y los nildores también. Pero, por diversos motivos, para ellos era un renacimiento blasfemo. En primer lugar, porque se celebraba en un lugar incorrecto. En segundo lugar, porque se llevaba a cabo sin los rituales correspondientes. En tercer lugar, porque los celebrantes que guiaban a los nildores no eran sulidores sino hombres y, en consecuencia, todo se convertía en una perversa parodia del acto más sagrado de este planeta. Al darle veneno a esos nildores, Kurtz los tentaba a que se metieran en algo diabólico, literalmente diabólico. Pocos nildores pueden resistir la tentación. Encontró placer en ese acto… tanto en las alucinaciones que el veneno le producía como en el hecho de tentar a los nildores. Creo que tentándolos disfrutaba más que con las alucinaciones y ése fue su peor pecado pues a través de éste llevó a nildores inocentes a lo que en este planeta se considera una maldición. En los veinte años que estuvo en Belzagor, Kurtz sedujo a centenares, quizás a millares de nildores para que compartieran con él un cuenco de veneno. Finalmente su presencia se tornó intolerable y su propia sed de mal se convirtió en la fuente de su destrucción. Y ahora yace arriba, ni vivo ni muerto, pero ya no es un peligro en Belzagor.
—¿Crees que el hecho de organizar el equivalente local de una misa negra es lo que llevó a Kurtz a ese destino que me ocultas?
—Estoy convencida —replicó Seena. Se levantó, se desperezó voluptuosamente y le hizo señas con las manos—. Regresemos al interior de la estación.
Como si fuera la primera alborada de los tiempos, caminaron juntos y desnudos por el jardín, y el calor del sol y la tibieza del cuerpo de Seena excitaron a Gundersen y despertaron una fiebre en su interior. Dos veces pensó en echarla sobre la hierba y poseerla en medio de los arbustos extraños y las dos veces se contuvo, sin saber qué se lo impedía. Cuando estuvieron a doce metros del edificio, sintió que el deseo volvía a adueñarse de él, por lo que se volvió hacia ella y le cogió un seno con la mano. Pero ella dijo:
—Antes dime algo.
—Si puedo.
—¿Por qué has regresado a Belzagor? De verdad, ¿qué te atrae de la región de las brumas?
—Si crees en el pecado, también debes creer en la posibilidad de redimirse del pecado —respondió Gundersen.
—Sí.
—Bien, a mí también me pesa un pecado en la conciencia. Quizá no sea tan grave como los cometidos por Kurtz, pero basta para preocuparme y he regresado como un acto de expiación.
—¿Cuál es tu pecado? —quiso saber Seena.
—Pequé contra los nildores de la forma terráquea común al colaborar en su esclavización, al tratarlos con arrogante desdén, al no reconocer su inteligencia y su complejidad. Pequé especialmente impidiendo que siete nildores llegasen a tiempo a la ceremonia del renacimiento. ¿Recuerdas que cuando se rompió la represa de Monroe ordené a aquellos peregrinos que se unieran a un destacamento de trabajo? Utilicé una antorcha de fusión para que me obedecieran y, a causa de mi egoísmo, se perdieron la ceremonia. Ignoraba que si llegaban tarde al renacimiento perderían su turno y, de haberlo sabido, no le habría dado importancia. El pecado dentro del pecado dentro del pecado. Me fui de aquí sintiéndome manchado. Esos siete nildores perturbaban mis sueños. Comprendí que debía regresar y tratar de purificar mi alma.
—¿En qué tipo de expiación has pensado?—preguntó ella.
La mirada de Gundersen tuvo dificultades para encontrar la de ella. Él bajó los ojos, pero fue peor porque la desnudez de Seena le amedrentó aún más mientras permanecían bajo la luz del sol en la entrada de la estación. Se obligó a levantar nuevamente la mirada y dijo:
—He decidido averiguar qué es el renacimiento y participar en él. Me ofreceré a los sulidores como candidato.
—No.
—Seena, ¿qué te ocurre? Estás…
Seena temblaba. Le ardían las mejillas y la oleada escarlata llegó incluso hasta sus pechos. Se mordió el labio inferior, se apartó de él y le dio la espalda.
—Es una locura —aseguró—. El renacimiento no es algo para terráqueos. ¿Por qué supones que puedes expiar algo implicándote en una religión extraña, entregándote a un proceso sobre el cual ninguno de nosotros sabe nada… ?
—Tengo que hacerlo, Seena.
—Creo que deliras.
—Se trata de una obsesión. Eres la primera persona con la que he hablado de este asunto. Los nildores con los que viajo no están enterados. No puedo detenerme. Debo una vida a este planeta y he venido a pagar. Tengo que ir, al margen de las consecuencias.
—Entra conmigo en la estación —dijo ella con voz inexpresiva.
—¿Para qué?
—Entra.
Gundersen la siguió en silencio hasta el interior. Ella le guió hasta el nivel medio del edificio y a un pasillo bloqueado por uno de sus robots guardianes. Seena movió la cabeza y el robot se apartó. En la parte exterior de una habitación del fondo, ella se detuvo y apoyó la mano en el explorador de la puerta. Ésta se abrió. Seena indicó a Gundersen que entrara con ella.
El volvió a oír el gruñido refunfuñante que había percibido la noche anterior y ya no tuvo dudas de que había sido un quejido ahogado de terrible dolor.
—Ésta es la habitación donde Kurtz pasa sus días —explicó Seena. Apartó la cortina que dividía la estancia y agregó—: Y este es Kurtz.
—No es posible —farfulló Gundersen—. ¿Cómo… cómo…?
—¿Cómo llegó a este estado?
—Sí.
—A medida que envejecía, sintió remordimientos por los delitos que había cometido. Sufrió enormemente a causa de la culpa y el año pasado decidió llevar a cabo un acto de expiación. Tomó la decisión de viajar a la región de las brumas y someterse al renacimiento. Esto es lo que me trajeron de vuelta. Edmund, un ser humano adopta este aspecto después de someterse al renacimiento.