Tembloroso, Gundersen se puso de pie. Aspiró aire tibio hasta el fondo de los pulmones y ganó unos minutos agachándose en la orilla del lago para lavarse la cara. Encontró la ropa que se había quitado y demoró unos minutos más en ponérsela. Ahora se sentía un poco mejor, aunque el problema de comer carne cruda seguía existiendo. Los sulidores, que disfrutaban del festín, arrancaban y desgarraban porciones de carne y mordisqueaban huesos; le miraban a menudo para averiguar si estaba dispuesto a aceptar la hospitalidad que le ofrecían. Los nildores, que obviamente no habían probado la carne, también parecían interesarse por su decisión. Si rechazaba la carne, ¿ofendería a los sulidores? Si la comía, ¿aparecería como bestial ante los ojos de los nildores? Llegó a la conclusión de que lo mejor era obligarse a comer unos trozos como gesto de buena voluntad hacia los bípedos de aspecto amenazante. Al fin y al cabo, a los nildores no parecía preocuparles el hecho de que los sulidores comieran carne. ¿Por qué se molestarían si un terráqueo, un carnívoro conocido, hacía lo mismo?
Comería la carne. Pero lo haría a la manera de los terráqueos.
Arrancó algunas hojas de las plantas acuáticas y las extendió hasta formar una estera. Colocó la carne sobre las hojas. Extrajo de su túnica la antorcha de fusión, a la que dio amplia apertura y poca intensidad, y la dirigió hacia la carne hasta que la parte externa de ésta quedó chamuscada y crujiente. Con un rayo más delgado dividió la carne asada en trozos fáciles de ingerir. Luego se sentó con las piernas cruzadas, cogió un trozo y empezó a masticarlo.
La carne, aunque tierna, tenía un sabor desagradable y estaba cubierta de masas correosas que formaban una compleja red. Mediante un enorme esfuerzo de voluntad, Gundersen logró ingerir tres trozos. Cuando decidió que ya había comido bastante, se levantó, dio las gracias a los sulidores y se arrodilló junto al lago para coger un poco de agua. Necesitaba un trago de alcohol.
Durante ese espacio de tiempo, nadie le dirigió la palabra ni se acercó a él.
Los nildores habían salido del agua pues comenzaba a anochecer. Habían formado varios grupos lejos de la orilla. El festín de los sulidores continuó ruidosamente, pero se acercaba a su fin; algunos pequeños animales carroñeros se habían unido a la comilona y se ocupaban de la mitad inferior del cuerpo del malidar mientras los sulidores liquidaban la otra parte.
Gundersen miró a su alrededor en busca de Srin'gahar. Deseaba preguntarle algunas cosas.
Aún le preocupaba el hecho de que los nildores hubiesen aceptado tan fríamente la matanza en el lago. Comprendió que por algún motivo siempre había considerado a los nildores más nobles que a las demás grandes bestias del planeta debido a que no cobraban vidas salvo a causa de una provocación exacerbada y a veces ni siquiera en esos casos. Esa era una raza inteligente libre del pecado de Caín. De esta actitud, Gundersen extrajo una conclusión: puesto que no mataban, los nildores considerarían el asesinato como un acto detestable, pero comprendió en eí acto que su razonamiento era erróneo e incluso ingenuo. Los nildores no mataban, sencillamente, porque no eran come* dores de carne; la superioridad moral que les atribuyó en ese sentido debía de ser, en realidad, un producto de su imaginación culpable. Cayó la noche con la velocidad característica de los trópicos. Una sola luna brillaba con luz trémula. Gundersen vio a un nildor, creyó que era Srin'gahar y se acercó a él.
—Quiero hacerte una pregunta, Srin'gahar, amigo de mi viaje —dijo Gundersen—. Cuando los sulidores se metieron en el agua…
El nildor respondió seriamente:
—Cometes un error. Soy Thali'vanoom, del tercer nacimiento.
Gundersen se disculpó y se alejó despavorido. Un error típicamente terrícola, pensó. Recordó que su antiguo jefe de sector cometía el mismo error infinidad de veces, confundía siempre a los nildores y comentaba furioso: «¡No puedo distinguir a estos grandes cabrones! ¿Por qué no usan placas?». El insulto definitivo, la incapacidad de reconocer a los nativos como individuos. Gundersen siempre consideró una cuestión de principio el evitar insultos tan injustificados. Por eso, en ese difícil momento en que dependía por completo de ganar el favor de los nildores…
Se acercó a un segundo nildor y en el último momento vio que tampoco se trataba de Srin'gahar. Se alejó tan graciosamente como pudo. En el tercer intento dio finalmente con su compañero de viaje. Srin'gahar descansaba plácidamente contra un árbol estrecho y tenía las gruesas patas plegadas bajo el cuerpo. Gundersen le planteó la pregunta y Srin'gahar respondió:
—¿Por qué la visión de la muerte violenta nos asombraría? Al fin y al cabo, los malidares carecen de g'rakh. Y es evidente que los sulidores tienen que comer.
—¿Carecen de g'rakh'? —repitió Gundersen—. No conozco esta palabra.
—Es la cualidad que separa a los animados de los inanimados —explicó Srin'gahar—. Sin g'rakh, un ser es sólo una bestia.
—¿Los sulidores tienen g'rakh?
—Por supuesto.
—Y los nildores también, naturalmente. Pero los malidares no. ¿Y los terráqueos?
—Está ampliamente demostrado que los terráqueos poseen g'rakh.
—¿Y uno puede matar libremente a un ser que carece de esa cualidad?
—Si uno tiene necesidad de hacerlo, sí —repuso Srin'gahar—. Son materia elemental. ¿No tenéis estos conceptos en vuestro mundo?
—En mi mundo —dijo Gundersen— sólo se le ha otorgado g'rakh a una especie y quizá por ese motivo pensamos tan poco en estas cuestiones. Sabemos que todo lo que no corresponde a nuestra] especie debe de carecer de g'rakh.
—Por ese motivo, cuando venís a otro planeta, ¿tenéis dificultades para aceptar la existencia de g'rakh en otros seres? —inquirió Srin'gahar—. No hace falta que contestes. Comprendo.
—¿Puedo hacer otra pregunta? —agregó Gundersen—. ¿Por qué los sulidores están aquí?
—Les permitimos hacerlo.
—En el pasado, en la época en que la Compañía gobernaba Belzagor, los sulidores jamás salían de la región de las brumas.
—Entonces no les permitíamos venir aquí.
—Pero ahora sí. ¿Por qué?
—Porque ahora nos resulta más fácil hacerlo. Antes había dificultades.
—¿Qué dificultades? —insistió Gundersen.
—Tendrás que preguntárselo a alguien que haya nacido más veces que yo —replicó Srin'gahar suavemente—. He nacido sólo una vez y para mí muchas cosas son tan extrañas como para ti.; ¡Mira, hay otra luna en el cielo! Bailaremos a la salida de la tercera luna.
Gundersen levantó la mirada y vio el pequeño disco blanco que se desplazaba rápidamente a poca altura y que, en apariencia, rozaba las copas de los árboles. Las cinco lunas de Belzagor estaban situadas muy distantes entre sí, de modo que la más cercana estaba apenas fuera del Límite de Roche y la más lejana tan distante que sólo era visible a los ojos atentos en una noche clara. En cualquier momento, en el cielo nocturno había dos o tres lunas, pero las órbitas de la cuarta y la quinta eran tan excéntricas que nunca se las podía ver desde extensas regiones del planeta y cruzaban la mayor parte de las zonas restantes sólo tres o cuatro veces al año. Cada año, durante una sola noche, era posible ver al unísono las cinco lunas a lo largo de una franja de diez kilómetros de ancho en un ángulo de alrededor de cuarenta grados con respecto al ecuador, de noreste a sudoeste. Gundersen fue testigo una sola vez de la noche de las Cinco Lunas.
En ese momento los nildores avanzaban hacia la orilla del lago.
Salió la tercera luna y apareció girando retrógradamente desde el sur.
Entonces volvería a verlos bailar. Con anterioridad, había visto una vez esa ceremonia, al principio de su carrera, cuando se encontraba en las Cataratas de Shangri-la, en los trópicos septentrionales. Aquella noche los nildores se reunieron aguas arriba de las cataratas, en ambas orillas del río Madden, y durante horas, después del anochecer, pudieron oírse sus gritos confusos a pesar del rugido de las aguas. Al final Kurtz, que en esa época también estaba destinado en Shangri-la, propuso: «¡Vamos, presenciemos el espectáculo!». Hizo salir a Gundersen. Ello ocurrió seis meses antes del episodio en la estación de las serpientes y Gundersen todavía no comprendía cuan extraño era Kurtz. Pero lo comprendió rápidamente después de que Kurtz se uniera a la danza de los nildores. Las enormes bestias formaban semicírculos irregulares, pataleaban, trompeteaban estridentemente, haciendo estremecer el suelo, y súbitamente apareció Kurtz entre ellos, con los brazos en alto y el pecho descubierto perlado de sudor y brillante a la luz de las lunas, bailando tan intensamente como cualquier nildor, lanzando imponentes y resonantes rugidos, golpeando con los pies, agitando la cabeza. Los nildores formaron un grupo a su alrededor, dejándole bastante espacio, permitiéndole así entrar plenamente en el frenesí, acercándosele o separándose de él alternativamente: una sístole y diástole de estremecedora energía. Gundersen permaneció allí en estado de estupefacción y no se movió cuando Kurtz le llamó para que se uniese a la danza. Miró durante lo que le parecieron varias horas, hipnotizado por el bum bum bum bum de los nildores danzantes hasta que al final logró quebrar el trance, buscó a Kurtz y lo encontró en incesante movimiento: una figura delgada, huesuda y esquelética que se sacudía como un títere colgado de hilos invisibles y que, a pesar de su gran altura, parecía frágil al moverse dentro del círculo de colosales nildores. Kurtz no podía oír las palabras de Gundersen ni reparar en su presencia y al final éste regresó solo a la estación. Por la mañana, encontró a Kurtz, que parecía agotado y gastado, agazapado en el banco que daba a las cataratas. Kurtz se limitó a decir: «Debiste quedarte. Debiste bailar».
Los antropólogos habían estudiado esos ritos. Gundersen había leído la literatura acerca del tema para aprender todo cuanto fuese posible. Evidentemente, la danza estaba precedida y rodeada del drama, un episodio hablado semejante a las obras de misterio medievales de la Tierra, una nueva representación teatral de algún mito nildor sumamente importante que servía de forma de entretenimiento y de experiencia religiosa extática. Por desgracia, el idioma del drama era una lengua litúrgica obsoleta de la cual los terráqueos no entendían una sola palabra y los nildores, que no habían dudado en enseñar a los primeros visitantes nacidos en la Tierra su idioma moderno relativamente simple, jamás habían ofrecido la menor pista con respecto a la otra. Los antropólogos habían observado un detalle que ahora a Gundersen le resultó alentador: de manera invariable, pocos días después de la representación de ese rito, algunos grupos de nildores del rebaño que lo llevaba a cabo emprendía el camino de la región de las brumas, presumiblemente para someterse al renacimiento.
Gundersen se preguntó si el rito podía ser una ceremonia de purificación, un modo de alcanzar un estado de gracia antes de someterse al renacimiento.
Todos los nildores se habían reunido a la vera del lago. Srin'gahar fue uno de los últimos en acercarse. Gundersen permaneció solitario en la ladera de arriba de la cuenca y observó la reunión de los corpulentos seres. Los movimientos divergentes de las lunas fragmentaban las sombras de los nildores y la luz fría del cielo convertía sus pieles suaves y verdes en mantos negros y peludos. Gundersen miró hacia la izquierda y vio a los sulidores en cuclillas delante de sus chozas, excluidos de la ceremonia aunque, al parecer, no tenían prohibido verla.
En medio del silencio se oyó un torrente lento, claro y enérgico de palabras. Gundersen hizo esfuerzos para oír, intentó captar algún indicio con relación al significado y buscó un recurso mágico que le permitiera llegar a la comprensión de ese idioma secreto. Pero no lo logró. Vol'himyor, el anciano nacido muchas veces, era el orador y recitaba palabras evidentemente conocidas por todos los que estaban en el lago: una invocación, un introito. Luego hubo un prolongado silencio y después llegó la respuesta de un segundo nildor situado en el otro extremo del grupo, nildor que repitió exactamente los ritmos y las tortuosidades del recitado de Vol'himyor. Silencio de nuevo y luego la respuesta de Vol'himyor, dicha más vigorosamente. El centro de la ceremonia pasó de un extremo a otro y la interacción entre ambos celebrantes se convirtió en algo que, para los nildores, constituía un diálogo sorprendentemente rápido. Cada diez versos el rebaño en su totalidad repetía las palabras de uno de los celebrantes y enviaba oscuros reverberos a la noche.
Después de unos diez minutos, se escuchó la voz de un tercer nildor. Vol'himyor replicó. Un cuarto orador se dedicó a declamar. Ahora los versos aislados surgían en rápido estallido por parte de muchos miembros de la congregación. Nadie perdía el ritmo, ningún nildor se entrometía en el texto de otro. Todos parecían saber intuitivamente en qué momento debían intervenir y en cuál guardar silencio. El tempo se aceleró. La ceremonia se había convertido en un mosaico de breves letanías emitidas desde cualquier parte del grupo, en rotación azarosa. Algunos nildores se habían levantado y se movían lentamente en sus sitios, levantaban las patas y volvían a apoyarlas.
Los relámpagos atravesaron el firmamento. A pesar de la sofocante atmósfera, Gundersen sintió un escalofrío. Se vio a sí mismo como un trotamundos en una Tierra prehistórica, espiando un grotesco cónclave de mastodontes. Ahora todos los asuntos humanos parecían infinitamente lejanos. El drama crecía hacia una especie de clímax. Los nildores bramaban, pataleaban, se llamaban con tremendos resoplidos. Iniciaron una formación y se reunieron en hileras separadas entre sí. Aún se oían declamaciones y respuestas, amplificaciones antifonales de palabras cargadas de un extraño significado. La atmósfera se tornó más húmeda y Gundersen ya no podía oír palabras individuales, sólo acordes ricos y profundos de gruñidos corales, ah ah ah ah, ah ah ah ah, el viejo ritmo que recordaba desde aquella lejana noche en las Cataratas de Shangri-la. Ahora era un sonido inspirador y jadeante, extático, una serie incesante y alegre de exhalaciones —ah ah ah ah, ah ah ah ah, ah ah ah ah—, haciendo apenas una pausa entre cada grupo de cuatro sonidos. Toda la selva parecía resonar. Los nildores carecían de instrumentos musicales, pero a Gundersen le pareció que enormes tambores emitían ese ritmo hipnóticamente intenso. Ah ah ah ah; Ah ah ah ah. ¡AH AH AH AH! ¡ AH AH AH AH!
Y los nildores danzaban.
Abajo, en la orilla del lago, se movían veintenas de grandes sombras oscuras que corveteaban como gacelas, corrían dos pasos hacia adelante, se frenaban en el tercero y recuperaban el equilibrio en el cuarto. El universo tembló. Bum bum bum bum, bum bum bum bum. La etapa anterior de la ceremonia —el diálogo dramático que pudo ser una especie de sutil disquisición filosófica— había cedido totalmente el paso a ese aporreo primitivo, a ese arrastre aterrorizante de cuerpos gigantescos y mastodónticos. Bum bum bum bum. Gundersen miró a la izquierda y vio extasiados a los sulidores, meneando de un lado a otro sus cabezas peludas al son de la danza. Ninguno de los bípedos había abandonado su posición de piernas cruzadas. Se contentaban con mecerse, menear la cabeza y golpear de vez en cuando el suelo con los codos.
Gundersen quedó aislado de su propio pasado e incluso del sentido de su propio parentesco con su especie. Emergieron recuerdos inconexos. Estaba de nuevo en la estación de las serpientes, prisionero del veneno alucinatorio y se sentía convertido en un nildor que corcoveaba pesadamente en medio de la arboleda. Otra vez se encontraba a la vera del gran río, otra vez era testigo de la misma danza. También recordó noches pasadas en la seguridad de las estaciones de la Compañía en lo más denso del bosque, junto a los de su propia especie, cuando habían oído el sonido de patas que golpeaban en la lejanía. En esas ocasiones Gundersen se había apartado de todo lo extraño que ese planeta le ofrecía: había pedido el traslado de la estación de las serpientes en lugar de probar el veneno por segunda vez, había rechazado la invitación de Kurtz para participar en la danza y había permanecido en el interior de las estaciones cuando en el bosque comenzaron los aporreos rítmicos. Pero esa noche sentía muy poca lealtad hacia la humanidad. Descubrió que anhelaba unirse a ese incomprensible frenesí de las tinieblas que se desarrollaba a orillas del lago. Algo monstruoso corría libremente en su interior, liberado por la incesante repetición de ese bum bum bum bum. ¿Qué derecho tenía a inmiscuirse como Kurtz en una ceremonia ajena? No se atrevía a intervenir en ese ritual.
De todos modos, descubrió que bajaba por la ladera esponjosa hacia el sitio donde los nildores reunidos corcoveaban.
Si podía considerarlos solamente como elefantes saltarines y refunfuñantes, todo estaría bien. Si era capaz incluso de considerarlos como unos salvajes que armaban jaleo, todo estaría bien. Pero le resultaba imposible no suponer que esa ceremonia de palabras y danzas contenía complejos significados para ese pueblo, y eso era lo peor de todo. Podían tener patas gruesas, cuellos cortos y trompas largas y colgantes, pero eso no los convertía en elefantes ya que sus colmillos triples, sus copetes erizados de púas y sus extrañas anatomías demostraban lo contrario; podían carecer de tecnología, carecer incluso de una lengua escrita, pero ello no los convertía en salvajes pues la complejidad de sus mentes demostraba lo contrario. Se trataba de seres que poseían g'rakh. Gundersen recordó que inocentemente había intentado enseñar a los nildores las artes de la cultura terrícola con el fin de ayudarlos a «elevarse»; había querido humanizarlos, ensalzar sus espíritus, pero no había logrado nada y ahora descubrió que su propio espíritu era arrastrado —¿hacia abajo?— sin duda hacia el nivel de ellos, fuese cual fuese. Bum bum bum bum. Sus pies ejecutaron vacilantes el «paso de cuatro» mientras bajaba por la pendiente hacia el lago. ¿Se atrevía? ¿Lo aplastarían por blasfemo?
A Kurtz le habían permitido bailar. A Kurtz le habían permitido bailar.
Había ocurrido en otra latitud, hacía mucho tiempo, y los participantes fueron otros nildores, pero a Kurtz le habían permitido bailar.
—Sí —le gritó un nildor—. ¡Ven a bailar con nosotros!
¿Era Vol'himyor? ¿Era Srin'gahar? ¿Era Thali'vanoom del tercer nacimiento? Gundersen no sabía quién de ellos había hablado. En la oscuridad, en la sudorosa bruma, no veía con claridad y todas esas formas gigantes le parecían idénticas. Llegó al final de la pendiente. Los nildores le rodeaban y le abrían paso de una punta a otra del lago. Sus cuerpos emitían olores acres que, mezclados con los vapores del lago, ahogaban y mareaban a Gundersen. Oyó que varios le decían:
—¡Si, sí, baila con nosotros!
Y danzó.
Encontró una zona libre de terreno pantanoso y se apoderó de ella, avanzó, retrocedió y pisó y volvió a pisar su pequeño espacio presa del fervor. Ningún nildor se le acercó. Agitaba la cabeza, ponía los ojos en blanco, balanceaba los brazos, mecía y hamacaba su cuerpo mientras los pies le transportaban incansablemente. Ahora aspiró el aire denso. Gritó en lenguas extrañas. Su piel parecía incendiada y se quitó la ropa, pero no percibió ninguna diferencia. Bum bum bum bum. Incluso en ese momento, persistía un fragmento de su viejo desarraigo, lo suficiente para maravillarse del espectáculo de sí mismo danzando desnudo en medio de un rebaño de bestias gigantes y extrañas. ¿Acaso ellos, en sus arrebatos finales de pasión, invadirían su terreno y le aplastarían en el fango? Seguramente era peligroso permanecer allí, en medio del rebaño. Pero se quedó. Bum bum bum bum, una vez y otra y otra. En uno de sus giros, observó, gracias a la resplandeciente luz refractada de las lunas, que los malidares mascaban plácidamente las malas hierbas, sin hacer caso del frenesí circundante; Ellos carecen de g'rakh pensó. Son bestias y, cuando mueren, sus espíritus abatidos descienden a las entrañas de la tierra. Bum bum bum bum.
Notó que unas sombras satinadas se deslizaban por el terreno y se movían cautelosamente entre las hileras de nildores danzantes. ¡Las serpientes! El fuerte son de los aporreos con las patas las había atraído desde los tupidos claros en los que vivían.
Los nildores permanecieron totalmente impávidos ante el movimiento de esos gusanos letales. Una sola cuchillada de las dos púas erizadas derribaría incluso a un nildor poderoso, pero no le daban importancia. Al parecer, las serpientes eran bien recibidas. Se deslizaron hacia Gundersen, que sabía que el veneno no significaba un peligro mortal para él, pero no deseaba volver a probarlo. De todos modos, no modificó el ritmo de su danza mientras cinco de esos seres gruesos y rosados se retorcieron a su lado. No le tocaron.
Las serpientes pasaron y desaparecieron. Pero el bullicio continuaba. Y todo seguía temblando. El corazón de Gundersen martilleaba pero no se detuvo. Se entregó plenamente, se fundió con los que le rodeaban y compartió tan profundamente como pudo la intensidad de la experiencia.
Las lunas se pusieron. Las primeras vetas del amanecer mancharon el cielo.
Gundersen descubrió que ya no podía oír el trueno de las patas. Bailó solo. Los nildores se habían acomodado a su alrededor y de nuevo era posible oír sus voces en esa letanía extraña e ininteligible. Hablaban quedamente pero con apasionamiento. Ya no podía seguir el hilo de sus palabras: todo se fundió en un rugido retumbante de tonos, sin definición ni forma. Incapaz de detenerse, se sacudió y agitó en medio de sus giros obsesivos hasta el momento en que sintió la caricia del sol matinal.
Entonces cayó agotado, permaneció inmóvil y se durmió.