Gundersen despertó temprano. Estaba sorprendentemente despejado. Hacía poco había amanecido y el sol teñido de verde apenas asomaba en el cielo.
El cielo oriental, sobre el océano: un cálido matiz de terrenidad. Gundersen bajó a la playa para darse un baño. Soplaba un suave viento del sur y a lo lejos aparecían algunas nubes. Los árboles rebosaban de frutas; la humedad era tan elevada como siempre; los truenos resonaban desde las montañas que trazaban un arco paralelo a la costa, a un día de viaje tierra adentro. Los montículos de excrementos de los nildores cubrían la playa. Gundersen caminó cautelosamente, zigzagueó por la arena crujiente y se arrojó al agua. Se sumergió bajo la primera hilera enroscada de rompientes y con brazadas rápidas y enérgicas se dirigió hacia los bancos. Había bajamar. Cruzó el banco de arena descubierto y siguió nadando más allá de éste hasta que comenzó a fatigarse. Al regresar a la orilla, descubrió que dos de los turistas —Christopher y Miraflores— también habían ido a nadar. Los hombres le sonrieron inseguros.
—Estuve nadando —comentó—. No hay nada como el agua salada.
—¿Por qué no mantienen limpia la playa? —inquirió Miraflores.
Un hosco sulidor sirvió el desayuno: frutas nativas, pescados locales. Gundersen estaba hambriento. En principio, ingirió tres frutas amargas verdidoradas, después limpió diestramente un pez araña entero y comió la carne dulce y rosada como si participara en un concurso de velocidad. El sulidor le llevó otro pescado y un cuenco con velas del bosque de aspecto fálico. Gundersen aún comía cuando entró Van Beneker, vestido con ropa limpia aunque raída. Parecía sofocado y arrepentido. En lugar de unirse a la mesa de Gundersen, saludó superficialmente y siguió de largo.
—Siéntese conmigo, Van —ofreció Gundersen.
Van Beneker obedeció incómodo.
—Con respecto a anoche…
—Olvídelo.
—Estuve insufrible, señor Gundersen.
—Había bebido. Queda disculpado. In vino veritas. Además, anoche me llamó Gundy. Puede seguir haciéndolo esta mañana. ¿Quién se ocupa de coger los peces?
—Al norte del hotel hay una presa automática. Atrapa a los peces y los traslada directamente a la cocina. Dios sabe quién prepararía la comida si no tuviésemos máquinas.
—¿Quién recoge las frutas? ¿Las máquinas?
—Los sulidores se ocupan de eso —respondió Van Beneker.
—¿Cuándo comenzaron a trabajar como criados de este planeta los sulidores?
—Hace alrededor de cinco años. Quizá seis. Supongo que los nildores tomaron la idea de nosotros. Si nosotros podíamos convertirlos a ellos en porteadores y en rasadores vivientes, ellos podían convertir a los sulidores en botones. Al fin y al cabo, los sulidores constituyen la especie inferior.
—Pero siempre fueron dueños de sí mismos. ¿Por qué accedieron? ¿Qué significa esto para ellos?
—Lo ignoro —repuso Van Beneker—. ¿Entendió alguien alguna vez a los sulidores?
Es verdad, pensó Gundersen. Hasta el momento, nadie había logrado dar sentido a la relación de las dos especies inteligentes de ese planeta. En primer lugar, la presencia de dos especies inteligentes contrariaba la lógica evolutiva general del universo. Tanto los nildores como los sulidores merecían una clasificación autónoma, con niveles de percepción mayores que los de los primates homínidos superiores; un sulidor era notoriamente más inteligente que un chimpancé y un nildor mucho más. Aunque allí no hubiese habido nildores, la presencia de los sulidores habría bastado para obligar a la Compañía a renunciar a la posesión del planeta cuando el movimiento de descolonización alcanzó su punto culminante. Pero se desconocía el motivo por el cual esas dos especies habían alcanzado un acuerdo tácito y extraño: los sulidores, bípedos y carnívoros, gobernaban la región de las brumas, y los nildores, cuadrúpedos y herbívoros, dominaban los trópicos. ¿Cómo habían logrado modelar tan perfectamente ese mundo? ¿Por qué la división del poder se desbarataba, si es que era eso lo que realmente ocurría? Gundersen sabía que entre esos seres existían tratados antiguos, que imperaba un sistema de reivindicaciones y prerrogativas, que todos los nildores se dirigían a la región de las brumas cuando llegaba el momento de su renacimiento. Pero ignoraba qué papel jugaban realmente los sulidores en la vida y el renacimiento de los nildores. Nadie lo sabía. Reconoció que el influjo de ese misterio era uno de los motivos que lo hizo regresar al Planeta de Holman, a Belzagor, ahora que estaba libre de sus responsabilidades administrativas y podía arriesgar su vida dedicándose a satisfacer curiosidades personales. Sin embargo, el cambio en la relación nildores-sulidores que parecía producirse en torno al hotel le preocupaba; había sido bastante difícil comprender dicha relación cuando era estática. Obviamente, las costumbres de los seres extraños no eran asunto suyo. En los últimos tiempos, nada era asunto suyo. Cuando un hombre no tenía asuntos propios, debía asignarse algunos. Por eso estaba allí, aparentemente para investigar, es decir para curiosear y espiar. Planteado así, su retorno al planeta parecía más un acto voluntario y menos el haber cedido a un impulso irresistible que, según temía, le había dominado.
—… más complicados de lo que cualquiera haya imaginado —decía Van Beneker.
—Lo siento. Estaba distraído y no oí lo que decía.
—No tiene importancia. Los últimos cien que quedamos teorizamos mucho. ¿Cuándo iniciará su viaje al norte?
—Van, ¿tiene prisa por librarse de mí?
—Sólo intentaba hacer planes, señor —respondió, dolido, el hombrecillo—. Si se queda, necesitaremos alimentos para usted y…
—Me iré después del desayuno si me dice cómo llegar al campamento más cercano de nildores para solicitar un permiso de viaje.
—Está a veinte kilómetros al sudeste. Le llevaría en el coleóptero pero como comprenderá… los turistas…
—¿Podrá lograr que un nildor me lleve? —preguntó Gundersen—. Si es mucha molestia, supongo que podría caminar pero…
—Arreglaré todo —aseguró Van Beneker.
Una hora después del desayuno apareció un joven nildor macho para trasladar a Gundersen hasta el campamento. En una época anterior, Gundersen se habría limitado a montar sobre su espalda, pero ahora sintió la necesidad de presentarse. Uno no le pide a un ser autónomo e inteligente que lo traslade veinte kilómetros por la selva sin tratar de intercambiar unas atenciones elementales, pensó.
—Soy Edmund Gundersen, del primer nacimiento —dijo—, y te deseo la alegría de muchos renacimientos, amigo de mi viaje.
—Soy Srin'gahar, del primer nacimiento —respondió el nildor con suavidad—, y agradezco tu deseo, amigo de mi viaje. Te sirvo por libre elección y espero tus órdenes.
—He de hablar con un nacido muchas veces y obtener permiso para viajar al norte. El hombre de aquí dice que me llevarás ante él.
—Así se hará. ¿Ahora?
—Ahora.
Gundersen tenía una maleta. La dejó en el amplio trasero del nildor y Srin'gahar curvó instantáneamente la cola para colocarla en su sitio. Después se arrodilló y Gundersen llevó a cabo el ritual de montar. Varias toneladas de potente carne se alzaron y avanzaron obedientemente hacia el linde del bosque. Casi parecía que nada había cambiado.
Recorrieron el primer kilómetro en silencio, atravesando un grupo cada vez más tupido de árboles de frutas amargas. Gradualmente, Gundersen llegó a la conclusión de que el nildor no hablaría si no le dirigía la palabra e inició una conversación diciendo que había vivido diez años en Belzagor. Srin'gahar repuso que lo sabía y que recordaba a Gundersen de los tiempos del dominio de la Compañía. La naturaleza del sistema vocal de los nildores anulaba todos los matices y las implicaciones emocionales. Se trataba de un gruñido llano, nasal y mugiente, que no revelaba si el nildor le recordaba con afecto, con amargura o indiferencia. Gundersen pudo obtener indicios de los movimientos del copete craneano de Srin'gahar, pero era imposible para alguien sentado en el lomo de un nildor detectar dichos movimientos, salvo los más amplios. El complejo sistema nildor de comunicación complementaria no verbal no había evolucionado para conveniencia de los pasajeros. De todos modos, Gundersen sólo conoció unos pocos gestos complementarios de la serie casi infinita que existía y, además, olvidó la mayoría de ellos. Pero el nildor parecía bastante respetuoso.
Gundersen aprovechó la cabalgada para practicar su nildororu. Hasta ese momento le había ido bien, pero en la entrevista con un nacido muchas veces necesitaría de todas las habilidades verbales que pudiese utilizar. Repitió una y otra vez:
—Lo dije correctamente, ¿no? Corrígeme si me equivoco.
—Hablas muy bien —insistió Srin'gahar.
A decir verdad, no era un idioma difícil. Era de corto alcance y de gramática sencilla. El nildororu no se acentuaba; las palabras se aglutinaban, apilando sílaba sobre sílaba de modo que un concepto complejo como «el ex lugar de apacentamiento del clan de mi compañero» surgía como un gruñido de sonido prolongado y refunfuñante no interrumpido ni siquiera por la más mínima pausa. El habla de los nildores era lenta e impasible y exigía amplios tonos que hacían vibrar la lengua y que un terráqueo debía emitir desde el comienzo de las fosas nasales; cuando pasaba del nildororu a cualquier lenguaje terráqueo Gundersen se sentía súbitamente entusiasmado, como un acróbata de circo transportado instantáneamente de Júpiter a Mercurio.
Srin'gahar había escogido un sendero de los nildores en lugar de uno de los viejos caminos de la Compañía. Gundersen tuvo que esquivar las ramas bajas y en una ocasión una temblorosa enredadera de nicalanga descendió para cogerle el cuello en un abrazo delicado, fresco, rápidamente interrumpido y atemorizante a la vez. Al volverse, vio la enredadera inflamada de excitación, enrojecida e hinchada por el placer de acariciar la piel de un terráqueo. Poco después la humedad de la selva llegó al máximo y el nivel de condensación rozó el de la lluvia; la atmósfera era tan húmeda que Gundersen tuvo dificultades para respirar y torrentes de sudor recorrían su cuerpo. Superó ese momento pegajoso. Minutos más tarde, cruzaron un camino de la Compañía. Se trataba de una ruta estrecha y desdibujada que se internaba en la selva, prácticamente cubierta de vegetación. En un año desaparecería.
El enorme cuerpo del nildor requería frecuentes comidas. Cada media hora se detenían y Gundersen desmontaba mientras Srin'gahar mascaba arbustos. El espectáculo despertó los prejuicios latentes de Gundersen y le perturbó tanto que intentó no mirar. De manera mastodóntica el nildor desenroscaba la trompa y arrancaba ramas frondosas de los árboles bajos; después, la gran boca se abría y engullía el manojo. Con sus colmillos triples, Srin'gahar arrancaba trozos de corteza como postre. Las enormes mandíbulas se movían incansablemente, molían y desmenuzaban. Nosotros no somos más estéticos cuando comemos, se dijo Gundersen, y su demonio interior contrarrestó su tolerancia con la pertinaz insistencia de que su compañero era una bestia.
Srin'gahar no era un ser extravertido. Si Gundersen permanecía en silencio, el nildor no decía nada; cuando Gundersen hacía una pregunta, el nildor replicaba amablemente pero con suma economía. La tensión de sostener una conversación tan quebrada agotó a Gundersen y dejó pasar muchos minutos en silencio. Atrapado en el ritmo del paso constante de la gran criatura, se contentó con que le trasladara sin esfuerzo por la selva humectante. Ignoraba dónde estaba y ni siquiera podía decir si avanzaban en dirección correcta, pues en lo alto los árboles formaban un dosel cerrado y ocultaban el sol. Sin embargo, después de detenerse para la tercera comida de la mañana, el nildor proporcionó a Gundersen un indicio inesperado con respecto a su ubicación. Se apartó del sendero en una súbita diagonal, trotó una corta distancia hasta la zona más tupida del bosque, aplastando la vegetación, y se detuvo delante de lo que otrora fuera un edificio de la Compañía: una cúpula cristalina opacada ahora por el tiempo y envuelta en enredaderas.
—¿Conoces esta casa, Edmund del primer nacimiento? —preguntó Srin'gahar.
—¿Qué era?
—La estación de las serpientes, donde recogíais los jugos.
Bruscamente, el pasado se irguió ante Gundersen como un arrogante acantilado. Imágenes dentadas y alucinadas torturaron su mente. Escándalos añosos, largamente olvidados o reprimidos, cobraron nueva vida. ¿Esta ruina es la estación de las serpientes? ¿Este es el lugar de los pecados personales, el escenario de tantas pérdidas de la gracia? Gundersen sintió que le ardían las mejillas. Se apeó del lomo del nildor y caminó vacilante hacia el edificio. Se detuvo un instante en la puerta y miró hacia el interior. Sí, allí estaban los tubos y las tuberías colgantes, los arroyuelos por los que había fluido el veneno extraído, todo el equipo de procesamiento seguía en su sitio, semidevorado por el calor, la humedad y el abandono. Allí estaba la entrada de las serpientes selváticas, atraídas por una música extraña de la que no podían defenderse, y allí se les extraía el veneno, y allí… y allí…
Gundersen se giró para mirar a Srin'gahar. Las púas del copete del nildor estaban dilatadas; una señal de tensión, quizás una señal de vergüenza compartida. También los nildores abrigaban recuerdos de ese edificio. Gundersen entró en la estación y empujó la puerta entreabierta. Ésta se separó de las bisagras y un temblor musical resonó bang bang bang por todo el edificio esférico hasta convertirse en un confuso y débil tintineo. Bang y Gundersen volvió a oír la guitarra de Jeff Kurtz y los años retrocedieron y de nuevo tenía treinta y uno, y acababa de llegar al Planeta de Holman y se disponía a iniciar su trabajo en la estación de las serpientes, pues finalmente le habían asignado al sitio que era el centro de tantos comentarios. Sí. Del velo de la memoria surgió la imagen de Kurtz. Allí estaba, plantado en el centro de la estación, inenarrablemente alto, el hombre más alto que Gundersen había visto, con una grandiosa y pálida cabeza pelada y en forma de cúpula y los enormes ojos oscuros hundidos en los lomos óseos de aspecto prehistórico y una brillante sonrisa que cubría como mínimo un kilómetro de oreja a oreja. La guitarra hizo bang y Kurtz dijo:
—Gundy, te interesará. Esta estación es una experiencia única. La semana pasada enterramos a tu predecesor —bang—. Obviamente, tendrás que aprender a establecer una distancia entre tu persona y lo que ocurre aquí. Ése es el secreto para mantener tu identidad en un mundo extraño. Comprender la estética de la distancia: trazar una frontera alrededor de ti mismo y decirle al planeta: hasta aquí puedes consumirme pero no más. De lo contrario, el planeta terminará por absorberte y hacerte formar parte de él. ¿Está claro?
—En absoluto —replicó Gundy.
—Con el tiempo, el significado se manifestará por sí mismo —bang—. Ven a ver nuestras serpientes.
Kurtz tenía cinco años más que Gundersen y había estado en el Planeta de Holman tres años más que aquél. Gundersen le conocía por su fama mucho antes de verlo por primera vez. Todos parecían respetar a Kurtz, a pesar de que sólo era ayudante del agente de estación y jamás fue ascendido de su humilde rango. Después de cinco minutos de estar con Kurtz, Gundersen creyó comprender el motivo. Kurtz daba la impresión de inestabilidad: no de ángel caído aunque indudablemente de ángel que caía, Lucifer en descenso, bajando de la mañana al mediodía, del mediodía al crepúsculo cargado de rocío, pero ahora sólo en la mañana de la caída. Uno no podía confiar responsabilidades a un hombre semejante hasta que concluyera su tránsito y se asentara en su estado definitivo.
Entraron juntos en la estación de las serpientes. Kurtz se estiró al pasar junto al aparato de destilación y acarició ligeramente las tuberías y las llaves de desagüe. Sus dedos parecían patas de araña y la caricia resultó sorprendentemente obscena. En el extremo de la sala se encontraba un hombre bajo y rollizo, de pelo oscuro y cejas negras; Gio' Salamone, el supervisor de la estación. Kurtz los presentó. Salamone sonrió.
—Has tenido suerte —comentó—. ¿Cómo lograste que te asignaran a esta estación?
—Simplemente me enviaron —respondió Gundersen.
—Como broma pesada que alguien quiso gastarte —sugirió Kurtz.
—¡Ya lo creo! —agregó Gundersen—. Todos creyeron que mentía cuando dije que me enviaron aquí sin haberlo solicitado.
—Una prueba de inocencia —musitó Kurtz.
—Bien, ahora que estás aquí, será mejor que aprendas nuestra regla básica —dijo Salamone—. La regla básica consiste en que cuando dejas la estación no discutes con nadie lo que aquí ocurre. ¿Capisce? Ahora dime: «Juro por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo y también por Abraham, Isaac, Jacob y Moisés…».
Kurtz se atragantó de risa.
Desconcertado, Gundersen dijo:
—Nunca había oído semejante juramento.
—Salamone es un judío italiano —explicó Kurtz—. Intenta cubrir todas las posibilidades. No te molestes en hacer el juramento, aunque tiene razón: lo que aquí ocurre no es asunto de nadie más. Cualquier cosa que hayas oído sobre la estación de las serpientes probablemente sea cierta pero, sin embargo, cuando te vayas de aquí no cuentes nada —bang, bang—. Ahora obsérvanos con atención. Convocaremos a nuestros demonios. Gio', suelta los amplificadores.
Salamone cogió un saco de plástico que parecía contener harina dorada y lo arrastró hasta la puerta trasera de la estación. Cogió un puñado de harina. Con un rápido movimiento ascendente lo lanzó al aire; la brisa atrapó instantáneamente los granos minúsculos y brillantes y los dispersó.
—Acaba de esparcir por la selva un millar de micro amplificadores —explicó Kurtz—. Dentro de diez minutos, cubrirán un radio de diez kilómetros. Están sintonizados para captar las frecuencias de mi guitarra y de la flauta de Gio' y las resonancias rebotan por todas partes. —Kurtz comenzó a tocar una melodía. Salamone apareció con una corta flauta travesera e interpretó una melodía propia en los intervalos de la tonada de Kurtz. La interpretación de ambos se convirtió en una imponente zarabanda, delicada e hipnótica, dos o tres notas que se repetían incesantemente sin variación de volumen ni de tono. Durante diez minutos no ocurrió nada excepcional. En ese momento Kurtz inclinó la cabeza hacia el borde de la selva—. Vienen. Ya vienen —murmuró—. Somos los auténticos y originales encantadores de serpientes.
Gundersen observó las serpientes que salían del bosque. Eran cuatro veces más largas que un hombre y tan gruesas como el brazo de un terráqueo corpulento. Sus lomos estaban cubiertos en toda su longitud por aletas ondulantes. Sus pieles eran lustrosas, de color verde claro y evidentemente pegajosas, ya que los desperdicios del suelo del bosque se adherían a ellas: fragmentos de hojas, tierra y pétalos arrugados. En lugar de ojos, contaban con hileras de puntos sensores del tamaño de grandes platos que bordeaban sus rizadas aletas dorsales. Sus cabezas eran romas y a modo de boca tenían aberturas, sólo aptas para mordisquear terrones de tierra. Donde debían estar las fosas nasales, sobresalían dos púas esbeltas y largas como el pulgar de un hombre; éstas alcanzaban una longitud cinco veces superior en momentos de tensión o cuando la serpiente era atacada y producían un líquido azul: un veneno. A pesar del tamaño de estos seres y la llegada de alrededor de treinta simultáneamente. Gundersen no sintió miedo, aunque seguramente se habría incomodado ante la llegada de un pelotón de pitones. No eran pitones. Ni siquiera eran reptiles, sino seres correspondientes a una división primaria baja, en realidad gusanos gigantes. Eran pesadas y carecían de inteligencia evidente. Sin duda alguna reaccionaban vigorosamente ante la música. Ésta las había atraído a la estación y ahora se agitaban en un ballet espectral, buscando la fuente del sonido. Las primeras ya habían entrado en el edificio.
—¿Tocas la guitarra? —preguntó Kurtz—, Toma… no dejes de emitir sonidos. Ahora la melodía no tiene importancia.
Entregó el instrumento a Gundersen, que por un momento luchó con la digitación y luego produjo una imitación defectuosa y vacilante de la melodía de Kurtz. Mientras tanto, éste deslizó una gorra tubular de color rosado sobre la cabeza de la serpiente más cercana. Una vez en su sitio, la gorra se contrajo rítmicamente; de momento, los zigzaguees de la serpiente se tornaron más intensos, movió convulsivamente la aleta y golpeó el suelo con la cola. Luego se serenó. Kurtz retiró la gorra y la colocó sobre la cabeza de otra serpiente y luego de otra y otra.
Les extraía el veneno. Se decía que esos seres eran letales para los sistemas metabólicos nativos; jamás atacaban pero si se las provocaba se defendían y el veneno era universalmente eficaz. Pero lo que era veneno en el Planeta de Holman constituía una bendición en la Tierra. El veneno de las serpientes selváticas era una de las exportaciones más lucrativas de la Compañía. Correctamente destilado, diluido, cristalizado y purificado, el líquido servía como catalizador en los trabajos de regeneración de miembros humanos. Una dosis suavizaba la resistencia de la célula humana al cambio, corrompía insidiosamente el citoplasma y hacía que éste indujera al núcleo para que pusiese en actividad su material genético. En consecuencia, estimulaba enormemente el nuevo despertar de la división celular y la duplicación de partes corporales cuando era necesario que creciesen un brazo, una pierna o una cara nuevos. Gundersen ignoraba cómo o por qué daba resultado, pero había visto el material en acción durante su período de entrenamiento, cuando un compañero perdió ambas piernas de las rodillas para abajo en un accidente de vuelo a gran altura. La droga hacía fluir la carne. Liberaba a los guardianes del modelo corporal codificado y facilitaba enormemente la tarea de los cirujanos genéticos sensibilizando y estimulando la zona de regeneración. Las piernas de su compañero habían vuelto a crecer en seis meses.
Gundersen siguió tocando la guitarra, Salamone la flauta y Kurtz recolectando veneno. Súbitamente, del monte llegaron sonidos mugientes: evidentemente, la música también atrajo a un rebaño de nildores. Gundersen los vio salir pesadamente de la maleza y detenerse casi con timidez en el borde del claro.
Eran nueve. Poco después, iniciaron una danza chabacana, tambaleante y pesada. Agitaban las trompas según el ritmo de la música, balanceaban las colas y hacían girar los copetes erizados de púas.
—Todo listo —informó Kurtz—. Cinco litros…, un buen botín.
Las serpientes, una vez extraído su veneno, se perdieron en el bosque en cuanto la música cesó. Los nildores se quedaron un rato más, miraron con atención a los hombres del interior de la estación y finalmente se fueron. Kurtz y Salamone enseñaron a Gundersen las técnicas de destilación del precioso líquido, preparándolo para su envío a la Tierra.
Y eso fue todo. No pudo percibir nada escandaloso en los acontecimientos y no comprendió por qué en el cuartel general se había hablado tan disimuladamente de ese sitio ni el motivo por el cual Salamone intentó arrancarle un juramento de silencio. Tampoco se atrevió a preguntar. Tres días después, volvieron a convocar a las serpientes, extrajeron nuevamente el veneno y el proceso también le pareció intachable a Gundersen. Rápidamente comprendió que Kurtz y Salamone ponían a prueba su confianza antes de iniciarle en los misterios.
Después de la tercera semana de trabajo en la estación de las serpientes, finalmente le permitieron acceder a los secretos. El veneno había sido recogido, las serpientes se habían ido y de los más de doce nildores que se sintieron atraídos por el concierto de ese día, unos pocos aún remoloneaban en el exterior del edificio. Gundersen comprendió que algo excepcional estaba a punto de ocurrir cuando vio que Kurtz, luego de dirigir una significativa mirada a Salamone, desenganchaba un contenedor de veneno antes de ser introducido en el aparato de destilación. Lo vertió en un ancho cuenco, que, como mínimo, tenía un litro de capacidad. En la Tierra, el valor de esa cantidad de droga equivaldría al salario anual de Gundersen como ayudante del agente de estación.
—Ven con nosotros —le invitó Kurtz.
Los tres hombres salieron y de inmediato se acercaron tres nildores con los espinazos erguidos, las orejas temblorosas y un comportamiento extraño. Parecían asustados e impacientes. Kurtz entregó el cuenco de veneno puro a Salamone, que bebió y se lo devolvió. Kurtz también bebió. Ofreció el cuenco a Gundersen y preguntó:
—¿Tomas la comunión con nosotros?
Gundersen vaciló.
—No hay peligro —explicó Salamone—. No puede afectar a tus núcleos si lo ingieres internamente.
Gundersen se llevó el cuenco a los labios y bebió un trago con cautela. El veneno era dulce pero acuoso.
—…sólo tu cerebro —agregó Salamone.
Kurtz cogió delicadamente el cuenco en sus manos y lo dejó en el suelo. En ese momento el nildor más grande avanzó y hundió delicadamente la trompa en el recipiente. Después se acercó el segundo nildor y luego el tercero. El cuenco quedó vacío.
—Si es venenoso para la vida local… —comentó Gundersen.
—No cuando lo beben, sólo si se inyecta directamente en el torrente sanguíneo —aclaró Salamone.
—¿Qué ocurrirá ahora?
—Espera —replicó Kurtz— y vuelve tu alma receptiva a cualquier posibilidad que surja.
Gundersen no tuvo que esperar mucho tiempo. Sintió un engrosamiento en la base del cuello, una aspereza en el rostro y los brazos le resultaron inenarrablemente pesados. Le pareció mejor ponerse de rodillas a medida que el efecto se intensificaba. Se volvió hacia Kurtz y buscó un apoyo en esos ojos oscuros y brillantes, pero los ojos de Kurtz ya habían comenzado a achatarse y expandirse y su prensil trompa verde casi llegaba al suelo. Salamone también había entrado en la metamorfosis, corcoveaba cómicamente y golpeaba el suelo con sus colmillos. El engrosamiento continuó. Ahora Gundersen sabía que pesaba varias toneladas y puso a prueba su coordinación corporal, caminó de un lado a otro y aprendió a moverse a cuatro patas. Se dirigió al manantial y absorbió agua con la trompa. Frotó su pellejo correoso contra los árboles. Lanzó bramidos de alegría en su enormidad. Se unió a Kurtz y a Salamone en una danza salvaje que hizo temblar la tierra. Los nildores también se habían transformado: uno se había convertido en Kurtz, otro en Salamone y el tercero en Gundersen, y las tres ex bestias realizaban piruetas salvajes, trastabillaban y caían ante su falta de familiaridad con los movimientos humanos. Pero a Gundersen no le interesaba lo que los nildores hacían. Se concentró exclusivamente en su propia experiencia. En algún punto del fondo de su alma le aterrorizó saber que este cambio se había producido en él y que estaba condenado a vivir eternamente como un corpulento animal de la selva, arrancando cortezas y desgajando ramas; pero era gratificante haber cambiado los cuerpos de ese modo y tener acceso a una serie totalmente nueva de datos sensorios. Su visión había disminuido y todo lo que veía estaba envuelto en un halo peludo, aunque existían compensaciones: podía distinguir olores mediante su dirección y su textura y su visión era enormemente más sensible. Equivalía a poder ver las gamas ultravioleta e infrarroja. Una deslustrada flor del bosque le envió mareantes oleadas de dulzura húmeda y blanda; el sonido de las pinzas de los insectos en los túneles subterráneos parecía una sinfonía de percusión. ¡Y su inmensidad! ¡El éxtasis de poseer un cuerpo semejante! Su conciencia transformada se encumbró, se precipitó y volvió a elevarse. Pisó árboles y se felicitó por ello con tonos resonantes. Pastó y se hartó. Luego se sentó un rato, totalmente inmóvil, y meditó sobre la existencia del mal en el universo, preguntándose por qué debía existir semejante cosa y si el mal existía realmente como fenómeno objetivo. Sus respuestas le sorprendieron y deleitaron y se volvió hacia Kurtz para comunicarle estas ideas, pero en ese momento el efecto del veneno comenzó a desaparecer con sorprendente rapidez y poco después Gundersen se sentía totalmente normal. Sin embargo, estaba llorando y sentía una angustia vergonzosa, como si le hubiesen descubierto molestando flagrantemente a un menor. Los tres nildores no estaban a la vista.
Salamone cogió el cuenco y entró en la estación.
—Ven —dijo Kurtz—. Entremos también nosotros.
No quisieron discutir ningún aspecto de la experiencia con él. Le permitieron compartirla pero no estaban dispuestos a explicar nada y le interrumpían severamente cuando hacía una pregunta. El rito era estrictamente personal. Gundersen fue incapaz de evaluar la experiencia. ¿Se había convertido su cuerpo realmente en el de un nildor durante una hora? Apenas podía decirse que sí. Bien, en consecuencia, ¿acaso su mente, su alma, habían emigrado de algún modo al cuerpo del nildor? ¿Y el alma del nildor, si es que los nildores tenían alma, había penetrado en la suya? ¿Qué tipo de conjunción, qué especie de unión de interioridades se había producido en el claro del bosque?
Tres días después, Gundersen solicitó que lo trasladaran de la estación de las serpientes. En aquella época, lo desconocido le trastornaba fácilmente. Cuando Gundersen le anunció que se iba, la única reacción de Kurtz fue una risa seca y bruta!. El servicio normal en la estación era de ocho semanas, de las cuales Gundersen había cumplido menos de la mitad. Nunca más volvió a trabajar allí.
Más tarde, reunió todos los comentarios que pudo sobre los acontecimientos en la estación de las serpientes. Le contaron confusos relatos de perversiones sexuales en la arboleda, de acoplamientos entre terráqueo y nildor, entre terráqueo y terráqueo; oyó murmullos de que aquellos que bebían habitualmente el veneno sufrían cambios corporales extraños, terribles y permanentes; le contaron historias relativas a que, en los consejos privados, los nildores más viejos condenaban amargamente la práctica morbosa de ir a la estación de las serpientes para beber el líquido ofrecido por los terráqueos. Pero Gundersen ignoraba si esos comentarios eran ciertos. Años más tarde, le resultó difícil mirar a Kurtz a los ojos en las raras ocasiones en que se encontraron. A veces, incluso tuvo dificultades para vivir consigo mismo. De manera tangencial, quedó manchado por esa única hora de metamorfosis. Se sentía como una virgen que había intervenido en una orgía y que salió desflorada pero ignorante de lo que le había acontecido.
Los fantasmas se desvanecieron. El sonido de la guitarra de Kurtz disminuyó y desapareció por completo.
Srin'gahar preguntó:
—¿Nos vamos ahora?
Gundersen salió lentamente de la estación en ruinas.
—¿Actualmente recoge alguien los jugos de las serpientes?
—Aquí, no —repuso el nildor.
Srin'gahar se arrodilló. El terráqueo montó y el nildor le transportó en silencio, de regreso al sendero que habían seguido anteriormente.