Durante los años que ocuparon el Planeta de Holman, los terráqueos habían trazado fronteras arbitrariamente por razones administrativas, escogiendo este paralelo o aquel meridiano para abarcar un distrito o sector. Puesto que en Belzagor no existían paralelos de ningún otro tipo de medidas y límites humanos, ahora esas demarcaciones reposaban en los archivos de la Compañía y en la memoria de la decreciente población humana del planeta. Pero había un límite que en modo alguno era arbitrario y su influencia persistía: la línea natural que dividía los trópicos de la región de las brumas. A un lado de esa línea se extendían las tierras altas tropicales, bañadas por el sol y fértiles, formando el límite superior de la franja central de vegetación exuberante que llegaba hasta la tórrida selva ecuatorial. Al otro lado de esa línea, a pocos kilómetros de distancia, llegaban flotando las nubes del norte, las que creaban el mundo blanco de las brumas. La transición era brusca y, para un recién llegado, podía resultar incluso aterradora. Uno podía explicarla prosaicamente en términos de la inclinación axial de Belzagor y la consecuencia que tenía en el deshielo de las nieves polares; uno podía hablar de manera erudita acerca de los inmensos casquetes de hielo que albergaban semejante humedad, casquetes que se adentraban tanto en las zonas templadas del planeta que el calor de los trópicos lograba mordisquearlos, liberando enormes masas de vapor de agua que se elevaban, giraban hacia el polo y regresaban a los casquetes en forma de nieve reconstituida; uno podía hablar del choque de los climas y de las zonas marginales resultantes que no eran cálidas ni frías y estaban eternamente envueltas en las densas nubes surgidas de aquél. Pero ni siquiera esas explicaciones te preparaban para la sorpresa inicial de cruzar la línea divisoria. Uno percibía algunos indicios: errantes cúmulos de niebla que atravesaban la frontera y cubrían amplias zonas de las tierras altas tropicales hasta que el sol del mediodía los derretía. Cuando esto se producía, el verdadero cambio era tan profundo y absoluto que aturdía el espíritu. En otros planetas, uno asimilaba la suave transición de un clima a otro o, de lo contrario, a un clima global uniforme; no era fácil asimilar el brusco cambio que se producía al pasar del calor y la serenidad al frío y la desolación que tenían lugar en esta zona de Belzagor.
Gundersen y sus compañeros nildores se encontraban a algunos kilómetros de ese punto de cambio cuando del monte surgió un grupo de sulidores que le mandaron detenerse. Gundersen sabía que eran guardias fronterizos. No existía un sistema formal de vigilancia ni ningún otro tipo de organización gubernamental pero, de todos modos, los sulidores patrullaban la frontera e interrogaban a quienes deseaban cruzarla. Incluso en los tiempos de la Compañía se había respetado, hasta cierto punto, la jurisdicción de los sulidores: habría exigido demasiados esfuerzos rechazarla arbitrariamente y, en consecuencia, los contados terráqueos destinados a las estaciones de la región de las brumas se detenían cortésmente y especificaban su destino antes de continuar la marcha.
Gundersen no participó en la discusión. Nildores y sulidores se situaron a un lado y le dejaron solo para que contemplara los encumbrados bancos de nieve en el horizonte septentrional. AI parecer, había problemas. Un joven sulidor alto y bruñido señaló varias veces a Gundersen y habló largo y tendido; Srin'gahar replicó con unos pocos monosílabos y el sulidor pareció enfurecerse, caminó de un lado a otro y arrancó vehementemente la corteza de los árboles con fuertes golpes de sus enormes garras. Srin'gahar volvió a hablar y entonces llegaron a un acuerdo. El sulidor enojado se internó en el bosque y Srin'gahar indicó a Gundersen que volviera a montar. Reanudaron la marcha hacia el norte, guiados por los dos sulidores que se quedaron.
—¿A qué se debía la discusión? —preguntó Gundersen.
—A nada.
—Pues parecía muy enojado.
—No tiene importancia —afirmó Srin'gahar.
—¿Intentaba impedirme que atravesara la frontera?
—Sentía que no debías atravesarla —reconoció Srin'gahar.
—¿Por qué? Tengo el permiso de un nacido muchas veces.
—Se debía a un motivo personal de rencor, amigo de mi viaje. El sulidor sostenía que en el pasado le habías ofendido. Te conocía de antes.
—Es imposible —dijo Gundersen—. Antes apenas tuve contacto con los sulidores. Nunca salían de la región de las brumas y yo apenas la visité. Dudo que, en los ocho años que pasé en tu planeta, haya intercambiado una docena de palabras con los sulidores.
—El sulidor no se equivocaba al recordar que tuvo un contacto contigo —agregó Srin'gahar delicadamente—. He de decirte que hay testigos dignos de confianza sobre este hecho.
—¿Cuándo? ¿Cómo?
—Fue hace mucho tiempo —repuso Srin'gahar. El nildor pareció satisfecho con esa vaga respuesta pues no ofreció más detalles.
Después de unos instantes de silencio, agregó—: Creo que el sulidor tenía buenas razones para estar molesto contigo. Pero le explicamos que te proponías expiar todos tus actos del pasado y al final cedió. Los sulidores son a menudo una raza terca y vengativa.
—¿Pero qué le hice a él? —insistió Gundersen.
—No es necesario que hablemos de esas cosas —replicó Srin'gahar.
Puesto que a partir de ese momento el nildor se refugió en un silencio impenetrable, Gundersen tuvo tiempo más que suficiente para evaluar las ambigüedades gramaticales de la última frase. Sobre la base exclusiva de su contenido verbal, podía significar: «Es inútil hablar de esas cosas», «Me resultaría incómodo hablar de esas cosas», «Es incorrecto que hablemos de esas cosas» o «Es de mal gusto que hablemos de esas cosas». El significado exacto sólo se podía descifrar con la ayuda de los gestos complementarios, los movimientos de las púas del copete, la trompa y las orejas, y Gundersen no tenía habilidad ni se encontraba en la posición adecuada para detectar dichos gestos. Estaba desconcertado ya que no recordaba haber ofendido a un sulidor y no comprendía cómo pudo hacerlo indirecta o inconscientemente; un rato después llegó a la conclusión de que Srin'gahar se mostraba deliberadamente misterioso y quizá se expresaba con parábolas demasiado sutiles o extrañas para ser captadas por la mente de un terráqueo. De todos modos, el sulidor había retirado sus misteriosas objeciones al viaje de Gundersen y la región de las brumas estaba próxima. El follaje de los árboles de la selva ya era más escaso que uno o dos kilómetros atrás y los árboles se veían más pequeños y espaciados. Ahora eran más frecuentes las bolsas de densa niebla. En muchos lugares el terreno amarillo y arenoso quedaba totalmente al descubierto. Pero el aire era tibio y despejado, tupida la maleza y el brillante sol dorado estaba tranquilizadoramente visible: aún era, inequívocamente, un lugar de clima benigno.
Bruscamente Gundersen percibió un viento frío que llegaba del norte e indicaba cambios. El sendero bajaba por un ligero declive y al subir por el otro extremo Gundersen vio por encima de un montecillo un extenso campo de desolación total: una tierra de nada entre la selva y la región de las brumas. Allí no crecían árboles, arbustos ni musgo; sólo aparecía el terreno amarillo, cubierto por algunos guijarros. Más allá de esa zona estéril, Gundersen avistó una empalizada blanca que reflejaba impetuosamente la luz del sol; al parecer, era un acantilado de hielo de cientos de metros de altura que obstruía el camino hasta donde divisaban sus ojos. En la distancia más lejana, detrás y por encima de la muralla blanca, se alzaba la cumbre de una elevada montaña, de color rojo claro, cuyas puntas escarpadas, cumbres y baluartes destacaban brusca y extrañamente contra el cielo gris plomizo. Todo parecía más grande de lo natural: macizo, monstruoso, excesivo.
—A partir de aquí has de caminar por tus propios medios —dijo Srin'gahar—. Lo lamento, pero es la costumbre. No puedo transportarte más lejos.
Gundersen se apeó de su montura. No le molestó el cambio de situación: sentía que debía dirigirse al renacimiento por sus propias fuerzas y estaba avergonzado de haber ido sentado a horcajadas de Srin'gahar durante tantos centenares de kilómetros. Sorprendido, descubrió que jadeaba después de haber caminado no más de quince metros junto a los cinco nildores. El paso de éstos era lento y majestuoso pero, evidentemente, el aire en esa zona estaba más enrarecido de lo que suponía. Se obligó a disimular su problema. Avanzaría. Se sentía aturdido, extrañamente alegre y dominaría el aporreo en el pecho y la palpitación en las sienes. La austeridad del nuevo frescor de la atmósfera resultaba vigorizante. Se encontraban a mitad de camino de la zona de vacío y en ese momento Gundersen vio con claridad que lo que aparentemente era una sólida barrera blanca que atravesaba el planeta consistía, en realidad, en una muralla de densa bruma situada a nivel del suelo. Hilos desgajados de esa bruma le acariciaban la cara. Al contacto con su pegajoso toque imágenes de muerte surgieron en su mente —cráneos y tumbas, féretros y velos— pero no se desanimó. Miró hacia la montaña rosada que dominaba el terreno en el norte y, al hacerlo, las nubes que cubrían la región de las brumas se separaron, permitiendo que el sol cayera sobre la cumbre más alta —una nevada cúpula de gran extensión— y le pareció que el rostro de Kurtz, transfigurado y sereno, le miraba desde esa cima uniforme y redondeada.
De la blancura surgió la figura de un sulidor anciano y gigantesco: Na-sinisul cumplía la promesa de guiarlos. Los sulidores que los acompañaron hasta ese lugar intercambiaron algunas palabras con Na-sinisul y regresaron hacia el cinturón selvático. Na-sinisul les hizo una señal. Gundersen avanzó, caminando al lado de Srin'gahar.
Pocos minutos después, la caravana se internó en la bruma.
Una vez en su interior, la bruma no le pareció tan compacta a Gundersen. La mayor parte del tiempo podía ver a veinte, treinta e incluso cincuenta metros en cualquier dirección. En ocasiones se formaban inexplicables remolinos de niebla cuya textura era mucho más densa y en los que apenas podía distinguir la masa verde de Srin'gahar, que iba a su lado, pero eran escasos y se atravesaban rápidamente. El cielo estaba gris y sin sol; por momentos, el globo solar sólo era discernible como un vago resplandor detrás de las nubes. El paisaje era de roca pura, suelo desnudo y árboles de poca altura: prácticamente una tundra, aunque el aire sólo era frío y no realmente helado. Muchos de los árboles correspondían a las especies que también se encuentran en el sur, pero aquí estaban empequeñecidos y retorcidos y en ocasiones no tenían forma de árbol sino que se extendían a lo largo del terreno como enredaderas leñosas. Los árboles que se mantenían erguidos no eran más altos que Gundersen y un musgo gris cubría todas las ramas. Las gotas de humedad moteaban sus hojas, sus tallos, los salientes de roca y todo lo demás.
Nadie hablaba. Marcharon durante cerca de una hora, hasta que Gundersen tuvo la espalda inclinada y los pies entumecidos. El terreno ascendía imperceptiblemente, la atmósfera parecía enrarecerse cada vez más y la temperatura bajó bruscamente a medida que el día tocaba a su fin. La monótona envoltura de niebla de baja altura, interminable y constante, exigió un tributo al estado de ánimo de Gundersen. Cuando vio desde afuera esa franja de bruma que resplandecía brillantemente bajo la luz del sol, se animó y entusiasmó, pero ahora que estaba inmerso en ella sentía poca alegría. Todo el color y el calor habían desaparecido del universo. Desde allí ni siquiera divisaba la gloriosa montaña rosada.
Avanzó como un hombre mecánico y en ocasiones se obligó a andar al trote para mantener el mismo paso que los demás. Na-sinisul estableció un formidable ritmo de marcha que no planteó dificultades a los nildores pero que forzó excesivamente a Gundersen. Sentía vergüenza de sus jadeos y gruñidos, pero nadie más reparó en ellos. El vapor de la respiración pendía ante su rostro: niebla dentro de la niebla. Anhelaba desesperadamente descansar. Sin embargo, no fue capaz de pedir a los demás que se detuvieran un rato y le esperaran. La peregrinación pertenecía a los otros; él sólo era un convidado de piedra.
La tarde declinó penosamente. El gris se tornó más plomizo y el débil indicio de luz solar que hasta entonces había sido evidente se esfumó. La visibilidad se redujo bruscamente. La atmósfera se tornó gélida. Gundersen temblaba, vestido como iba con ropas propias de la región selvática. Súbitamente le perturbó algo que hasta entonces no le había parecido importante: la ajenidad de la atmósfera. El aire de Belzagor —no sólo en la región de las brumas sino en todas— no era la combinación corriente de la Tierra, ya que contenía un exceso de nitrógeno, una ligera deficiencia de oxígeno y también las impurezas residuales eran distintas. Pero sólo un sistema olfativo altamente sensible podía detectarlo. Condicionado a la atmósfera de Belzagor por los años que sirvió allí, Gundersen nunca había reparado en la diferencia. Ahora la percibió. Sus fosas nasales comunicaron un siniestro olor metálico y pensó que la parte posterior de su garganta estaba cubierta por una mugre oscura. Sabía que era una ilusión estúpida surgida de la fatiga. Durante unos pocos minutos intentó reducir la inhalación de aire, como si lo más seguro fuese dejar pasar a sus pulmones la menor cantidad posible de esa peligrosa mezcla.
No dejó de impacientarse por la atmósfera y otras incomodidades hasta el instante en que se dio cuenta de que estaba solo.
Los nildores no se veían por ningún lado. Tampoco Na-sinisul. La bruma cubría todo. Desconcertado, Gundersen repasó la pantalla de su memoria y vio que se había separado de sus compañeros hacía varios minutos, sin considerarlo extraordinario en ningún sentido. En ese momento podían estar mucho más adelante, en algún otro camino.
No los llamó.
Primero cedió a un impulso irresistible y cayó de rodillas para descansar. Se agachó, se tapó la cara con las manos, a continuación apoyó los nudillos en el frío suelo y dejó colgar la cabeza mientras absorbía aire. Habría sido fácil tumbarse con los brazos y las piernas extendidos y abolir la conciencia. Podrían encontrarlo dormido por la mañana. O congelado. Hizo esfuerzos por levantarse y la tercera vez lo logró.
—¿Srin'gahar? —preguntó. Lo susurró, de modo que sólo era una llamada íntima de auxilio.
Mareado por el agotamiento, corrió, tropezó, resbaló, chocó con los árboles y se enredó los pies en la maleza. Vio a su izquierda lo que indudablemente era un nildor y corrió hacia él, pero al cogerlo del flanco lo encontró húmedo y helado y entonces comprendió que abrazaba un pedrejón. Se apartó de éste bruscamente. Poco más allá apareció una hilera de formas imponentes: ¿los nildores pasaban a su lado?
—¡Esperadme! —Gritó, y corrió como loco, tropezando y aterrizando a cuatro patas en un gélido arroyo poco profundo. Reptó ceñudo hasta la otra orilla y allí descansó, reconociendo que las formas oscuras y confusas correspondían a árboles bajos y anchos azotados por un viento creciente. Está bien, pensó, me he perdido. Esperaré aquí hasta que amanezca. Se acurrucó e intentó escurrir el agua helada de su ropa.
Cayó la noche: negro en lugar de gris. Buscó las lunas en lo alto y no encontró ninguna. Una sed terrible le abrasaba e intentó regresar al arroyo pero no pudo encontrarlo. Tenía los dedos entumecidos y los labios agrietados. Pero descubrió una isla de calma dentro de su incomodidad y su miedo y se aferró a ella, diciéndose que nada de lo que ocurría era realmente peligroso y que, de algún modo, era necesario.
Incalculables horas después, Srin'gahar y Na-sinisul se acercaron a él.
En primer lugar, Gundersen sintió en su mejilla el roce suave y tanteador de la trompa de Srin'gahar. Retrocedió y se aplastó contra el suelo, relajándose mentalmente al descubrir qué era lo que había acariciado su piel. Desde su altura, el nildor dijo:
—Aquí está.
—¿Vivo? —preguntó Na-sinisul, y su voz enigmática provenía de mundos lejanos, envuelta en capas de niebla.
—Vivo. Húmedo y frío. Edmundgundersen, ¿puedes ponerte de pie?
—Sí. Creo que estoy bien. —La vergüenza cubrió su espíritu—. ¿Me habéis buscado todo el tiempo?
—No —respondió Na-sinisul suavemente—. Seguimos hasta la aldea y allí evaluamos tu ausencia. No sabíamos con certeza si te habías perdido o te habías separado adrede de nosotros. Después Srin'gahar y yo volvimos. ¿Tenías la intención de dejarnos?
—Me perdí —repuso Gundersen con tristeza.
Ni siquiera entonces se le permitió montar en el nildor. Trastabilló entre Srin'gahar y Na-sinisul y de vez en cuando se sujetaba del tupido pelaje del sulidor o cogía el suave lomo del nildor, estabilizándose cada vez que sentía que le flaqueaban las fuerzas o que el suelo que no veía se volvía escabroso. Un rato después, algunas luces relumbraron en la oscuridad: el pálido brillo de una antorcha que atravesaba lechosamente la negrura cubierta de niebla, Gundersen apenas entrevió las ruinosas chozas de una aldea de sulidores. Sin esperar a que le invitaran se metió en la más cercana de las destartaladas estructuras de troncos. Era de paredes escarpadas, olía a moho y de las vigas colgaban ristras de flores secas y pellejos de animales. Varios sulidores que estaban sentados le miraron sin el menor interés. Gundersen se calentó y secó la ropa; alguien le llevó un cuenco con caldo dulce y espeso y poco después le ofrecieron unas lonjas de carne seca, carne difícil de morder y masticar pero maravillosamente condimentada. Docenas de sulidores entraban y salían. En un momento en que el pellejo que cubría la puerta quedó apartado, divisó a sus nildores sentados afuera. Un animal pequeño y de rostro feroz, blanco como la niebla y mustio, se deslizó saltando hacia él y le observó con desdén; supuso que era alguna bestezuela norteña que los sulidores preferían como animales de compañía. El animal tironeó de la ropa todavía empapada de Gundersen y emitió un sonido cacareante. Crispó sus orejas copetudas; sus dedos pequeños y filosos tantearon la manga de Gundersen; enroscó y desenroscó su larga cola prensil. Luego saltó sobre las piernas de Gundersen, le cogió el brazo con sus rápidas garras y mordisqueó su carne. El pinchazo no era más doloroso que la picadura de un mosquito pero Gundersen se preguntó qué infección horrorosa y extraña podría contraer. De todos modos, no intentó apartar al animalillo. Súbitamente descendió una enorme pata de sulidor, con las garras retraídas, y de un golpe arrollador lanzó al animalillo hasta el otro extremo de la habitación. El cuerpo macizo de Na-sinisul bajó hasta agacharse junto a Gundersen; el animal expulsado parloteaba su ira desde el rincón más lejano.
—¿El munzor te mordió? —preguntó Na-sinisul.
—No mucho. ¿Es peligroso?
—No sufrirás ningún daño —le tranquilizó el sulidor—. Le castigaremos.
—No quiero que lo hagáis. Sólo estaba jugando.
—Debe aprender que los huéspedes son sagrados —agregó Na-sinisul con firmeza. Se acercó a Gundersen. Éste reparó en el aliento a pescado del sulidor. Los enormes colmillos se entreabrían en la boca profunda. Na-sinisul agregó en voz baja—: Esta aldea te albergará hasta que estés en condiciones de continuar. Debo partir con los nildores y llegar a la montaña del renacimiento.
—¿Es la gran montaña roja que se encuentra al norte de aquí?
—Sí. El tiempo de ellos está muy próximo y el mío también. Llevaré a cabo su renacimiento y después me tocará el turno.
—¿Entonces los sulidores también se someten al renacimiento?
Na-sinisul parecía sorprendido.
—¿De qué otro modo podría ser?
—No lo sé. Sé tan poco sobre todo esto.
—Si los sulidores no renacieran —agregó Na-sinisul—, los nildores tampoco podrían renacer. Lo uno es inseparable de lo otro.
—¿En qué sentido?
—Si el día no existiera, ¿podría existir la noche?
Era una expresión demasiado misteriosa. Gundersen intentó pedirle una explicación, pero Na-sinisul quería hablar de otras cuestiones. El sulidor eludió las preguntas del terráqueo y dijo:
—Me dicen que has venido a nuestra región para hablar con uno de los tuyos, el hombre Cullen. ¿Es verdad?
—Sí. Es uno de los motivos por los que estoy aquí.
—El hombre Cullen vive tres aldeas al norte y una al oeste desde aquí. Ha sido informado de tu llegada y te llama. Los sulidores de esta aldea te conducirán a su presencia cuando lo desees.
—Me iré por la mañana —informó Gundersen.
—Antes debo decirte algo. El hombre Cullen se ha refugiado entre nosotros y, en consecuencia, es sagrado. No puedes abrigar esperanzas de llevártelo para entregarlo a los nildores.
—Sólo pido hablar con él.
—Puedes hacerlo. Pero estamos enterados de tu acuerdo con los nildores. Debes recordar que sólo podrás cumplirlo si infringes nuestra hospitalidad.
Gundersen no respondió. No comprendía cómo podía prometer algo así a Na-sinisul sin abjurar al mismo tiempo de la palabra que había dado al nacido muchas veces Vol’himyor. En consecuencia, se aferró a su particular tratado: hablaría con Cedric Cullen y después decidiría cómo actuar. Pero le perturbó el hecho de que los sulidores conocieran el verdadero propósito de la búsqueda de Cullen.
Na-sinisul se fue. Gundersen intentó dormir y durante un rato logró dormitar inquieto. Las antorchas parpadearon toda la noche en la choza, los altos sulidores se movieron ruidosamente a su alrededor y los nildores que se encontraban en el exterior de la choza se enfrascaron en un prolongado debate del que Gundersen sólo captó algunos monosílabos carentes de significado. En cierto momento despertó y encontró al pequeño munzor de orejas largas sentado en su pecho y cacareando. Más tarde, tres sulidores trocearon una ensangrentada res muerta junto al sitio en el que Gundersen se había acurrucado. El ruido del desgarramiento de la carne le despertó fugazmente y volvió a dormirse perturbado, pero despertó de nuevo cuando se desencadenó una salvaje pelea por el reparto de la carne. Cuando llegó el desabrido y gris amanecer, Gundersen estaba más cansado que si no hubiera dormido.
Le dieron el desayuno. Dos sulidores jóvenes, Se-holomir y Yi-gartigok, anunciaron que habían sido elegidos para escoltarlo hasta la aldea en la que se encontraba Cullen. Na-sinisul y los cinco nildores se dispusieron a partir hacia la montaña del renacimiento. Gundersen se despidió de sus compañeros de viaje.
—Os deseo la alegría de vuestro renacimiento —dijo, y vio las enormes formas que se diluían en la bruma.
Poco después, reanudó el viaje. Sus nuevos guías eran taciturnos y huraños: mejor, ya que no quería conversar mientras avanzaba penosamente por aquella hostil región. Necesitaba pensar. No sabía con certeza qué haría después de ver a Cullen; ahora vio como un gran desatino su proyecto original de someterse al renacimiento, que en abstracto le había parecido tan noble: no sólo por aquello en lo que Kurtz se había convertido, sino porque lo consideraba una transgresión, una intromisión carente de convicción y espontaneidad en los ritos de una especie extraña. Ir a la montaña del renacimiento, sí. Satisface tu curiosidad. ¿Pero someterse al renacimiento? Por primera vez, dudó realmente si lo haría y sospechó que, finalmente, se volvería sin renacer.
Ahora la tundra de la zona fronteriza dejaba paso a una región boscosa que le pareció una llamativa transmutación: los árboles eran más grandes en altitudes superiores. Pero se trataba de árboles distintos. Los arbustos empequeñecidos y retorcidos que había dejado atrás eran oriundos de la selva y se adaptaban con dificultad a la bruma; aquí, más adentro de la región de las brumas, crecían los auténticos árboles norteños. Eran de tronco grueso y altísimos, con corteza oscura y corrugada y reducidas salpicaduras de hojas en forma de aguja. La niebla envolvía sus ramas superiores. En medio del bosque frío y brumoso también se veían animales enjutos y lentos, huesudos y de hocico largo, que surgían de agujeros en el suelo y subían corriendo por los árboles, evidentemente en busca de roedores y aves que moraran en las ramas. Había amplias manchas del terreno cubiertas de nieve, aunque parecía que el verano se acercaba a ese hemisferio. Durante la segunda noche de viaje hacia el norte se encontraron con una granizada cuando una tupida y agitada nube de hielo se deslizó hacia ellos impulsada por un viento ligero y gimiente. Mudos y huraños, los compañeros de Gundersen la atravesaron y él los siguió tristemente.
En general, ahora la bruma era ligera a nivel del suelo y a menudo no existía durante una hora o más tiempo, pero se congelaba en lo alto como un velo cerrado que ocultaba el cielo.
Gundersen se acostumbró al terreno yermo, a las ramas angulosas de tantos árboles desnudos, a la humedad gélida y penetrante que resultaba tan distinta a la acuosidad de la selva. Llegó a encontrar belleza en la rigidez. Cuando unas espirales aborregadas de bruma se deslizaron como fantasmas cruzando un ancho torrente grisáceo, cuando los animales peludos saltaron sobre los vidriosos campos de hielo, cuando algún grito ronco y quebrado rompía la inenarrable quietud, cuando los caminantes giraron en ángulo en el sendero y encontraron un cuadro blanco de áspera e invernal vacuidad, Gundersen reaccionó con un extraño deleite. Pensó que en el país de las brumas el tiempo presente corresponde a la hora posterior del amanecer, cuando todo es límpido y nuevo.
Llevaban cuatro días de viaje cuando Se-holomir dijo:
—La aldea que buscas se encuentra detrás de la próxima colina.