Era un caserío importante de cuarenta o más chozas dispuestas en dos hileras, flanqueadas a un lado por un bosquecillo de encumbrados árboles y al otro por un ancho lago de superficie plateada. Gundersen llegó a la aldea a través del bosquecillo y vio brillar el lago a lo lejos. Ligeros copos de nieve brujuleaban por el aire calmo. En ese momento las brumas eran altas y se espesaban hasta formar un techo impenetrable a unos quinientos metros de altura.
—¿El hombre Cullen…? —inquirió Gundersen.
Cullen se encontraba en una de las chozas contiguas al lago. Los dos sulidores que protegían la entrada se apartaron cuando Yi-gartigok les habló; otros dos se encontraban al pie del jergón de ramas y pellejos en el que descansaba Cullen. Estos también se apartaron y dejaron ver un hombre quemado, un desperdicio, una brasa.
—¿Has venido a buscarme? —preguntó Cullen—. Es una pena, Gundy, llegas demasiado tarde.
Los cabellos rubios de Cullen habían encanecido y se habían vuelto gruesos: era un felpudo enmarañado y nevado a través del cual se divisaban puntos del cuero cabelludo claro y cubierto de ronchas. Sus ojos, otrora de un color verde suave y claro, ahora se veían irritados y opacos, con marcadas líneas inyectadas de sangre en los blancos amarilleados. Su cara, escamosa y áspera, era una máscara de piel sobre los huesos. Una manta le cubría desde el pecho hasta los pies, pero el profundo adelgazamiento de sus brazos indicaba que el resto del cuerpo también estaba erosionado. Del viejo Cullen parecía quedar muy poco con excepción de la voz apacible y agradable y de la alegre sonrisa que ahora surgía grotescamente del rostro asolado. Parecía un hombre de cien años.
—¿Cuánto tiempo hace que estás así? —quiso saber Gundersen.
—Dos, tres meses, no lo sé exactamente. El tiempo se funde aquí, Gundy. Pero ya no hay camino de retorno para mí. Aquí me quedo. Es irreversible, irreversible.
Gundersen se arrodilló junto al jergón del enfermo.
—¿Tienes dolores? ¿Puedo darte algo?
—Ningún dolor —respondió Cullen—. Nada de medicamentos. Es el final.
—¿Qué tienes? —preguntó Gundersen y pensó en Dykstra y en su mujer yaciendo carcomidos por unas larvas extrañas en un charco de porquerías, pensó en Kurtz angustiado y transfigurado en las Cataratas de Shangri-la, pensó en Seena cuando contó que Gio' Salomone se convirtió en cristal—. ¿Una enfermedad originaria de aquí? ¿Algo que te contagiaste en esta zona?
—No es nada exótico —replicó Cullen—. Diría que se trata de la vieja podredumbre interior, del enemigo de siempre. El cangrejo, Gundy. El cangrejo. En las entrañas. Tengo las pinzas del cangrejo en las entrañas.
—¿Entonces tienes dolores?
—No —respondió Cullen—. El cangrejo se mueve lentamente. Una dentellada aquí y otra allá. Cada día queda un poco menos de mí. Algunos días siento que no queda nada de mí, pero hoy es uno de los mejores.
—Escucha —agregó Gundersen—, en una semana podría llevarte por el río hasta la estación de Seena. Seguramente ella dispone de equipo médico y puede proporcionarte un tubo de anticarcinógeno. No estás tan carcomido para que nos resulte imposible lograr una remisión si actuamos de inmediato y, además, podemos enviarte a la Tierra para una renovación del modelo y…
—No, olvídalo.
—¡No seas obstinado! Ced, no vivimos en la Edad Media. Un cáncer no es motivo para que un hombre se acueste en una choza inmunda y espere la muerte. Los sulidores te construirán una camilla. Puedo arreglarlo en cinco minutos. Y después…
—Ni siquiera llegaría a lo de Seena y tú lo sabes —le interrumpió Cullen con delicadeza—. Los nildores me cogerían en cuanto saliera de la región de las brumas. Lo sabes, Gundy, tienes que saberlo.
—Bueno…
—No tengo energías para participar en estos juegos. ¿Acaso no estás enterado de que soy el hombre más buscado del planeta?
—Sí.
—¿Te enviaron a buscarme?
—Los nildores me pidieron que te llevara de regreso —reconoció Gundersen—. Tuve que acceder a ello a fin de que me autorizaran a venir.
—Por supuesto —comentó Cullen amargamente.
—Pero planteé que no te llevaría a menos que estuvieses dispuesto a hacerlo voluntariamente. También mencioné otras estipulaciones. Escucha, Ced, no estoy aquí como Judas. Viajo por cuestiones personales y verte a ti es un asunto estrictamente secundario. Pero me gustaría ayudarte. Déjame llevarte hasta la estación de Seena para que puedas seguir el tratamiento que necesitas…
—Ya te dije que los nildores me atraparán en cuanto puedan —insistió Cullen.
—¿Crees que lo harían si supieran que estás gravemente enfermo y que te llevamos a las cataratas para proporcionarte atención médica?
—Sobre todo en ese caso. Les encantaría salvar mi alma mientras agonizo. Pero no les daré esa satisfacción, Gundy. Me quedaré aquí, a salvo y fuera del alcance de ellos, y aguardaré hasta que el cangrejo me liquide. Ya no falta mucho. Dos, tres días, una semana, quizás esta misma noche. De todas formas, te agradezco mucho tu deseo de rescatarme, pero no me iré.
—Si los nildores me prometieran dejarte en paz hasta que pudieras someterte a un trata…
—No me iré. Tendrías que obligarme. Eso está al margen de la promesa que hiciste a los nildores, ¿verdad? —Cullen sonrió por primera vez después de varios minutos—. En aquel rincón hay una botella de vino. Sé bueno y tráela.
Gundersen se levantó a buscarla. Tuvo que pasar junto a varios sulidores. Su coloquio con Cullen había sido tan intenso y personal que olvidó por completo que la choza estaba llena de sulidores: sus dos guías, los guardianes de Cullen y, como mínimo, media docena más. Encontró el vino y lo llevó hasta el jergón. A pesar de todo, Cullen no derramó una sola gota con su mano temblorosa. Después de beber, le ofreció la botella a Gundersen y le invitó con tanta insistencia que no pudo rechazar el ofrecimiento. El vino era tibio y dulce.
—¿Queda acordado que no intentarás sacarme de esta aldea? —preguntó Cullen—. Sé que nunca pensarías entregarme a los nildores, pero quizá decidieras sacarme de aquí para salvarme la vida. Tampoco lo hagas, ya que el resultado sería el mismo: los nildores me cogerían. Me quedo aquí. ¿De acuerdo?
Gundersen guardó silencio unos instantes.
—De acuerdo —replicó por último.
Cullen parecía aliviado. Se recostó con la cara hacia la pared y agregó:
—Me has hecho gastar muchas energías en este asunto. Tenemos que hablar de muchas cosas y ahora no tengo fuerzas.
—Volveré más tarde. Ahora descansa.
—No, quédate aquí y háblame. Cuéntame dónde has pasado todos estos años, por qué has regresado, a quién has visto, qué has hecho. Relátame toda la historia. Descansaré mientras te escucho. Y después… y después…
La voz de Cullen se apagó. A Gundersen le pareció que había perdido el conocimiento o quizá sólo dormía. Cullen tenía los ojos cerrados y su respiración era lenta y dificultosa. Gundersen permaneció callado. Caminó inquieto por la choza y estudió los pellejos sujetos a las paredes, los toscos muebles, los restos de comidas anteriores. Los sulidores le ignoraron. Ahora había ocho en la choza y guardaban cierta distancia del agonizante pero, a la vez, concentraban toda su atención en él. Gundersen se sintió momentáneamente alterado en presencia de aquellas gigantescas bestias bípedas, esos seres de pesadilla con colmillos, garras, cola gruesa y hocico caído que iban de un lado a otro y se movían como si él significara menos que nada para ellos. Bebió más vino, a pesar de que la textura y el sabor le resultaban desagradables.
Cullen dijo con los ojos cerrados:
—Estoy esperando. Cuéntame cosas.
Gundersen comenzó a hablar. Se refirió a sus ocho años en la Tierra y los resumió en seis frases concisas. Habló de la inquietud que se había apoderado de él en la Tierra, de su ansiedad tétrica y confusa por regresar a Belzagor, del sentido de la necesidad de encontrar una nueva estructura para su vida ahora que había perdido el andamiaje que la Compañía significó para él. Mencionó su viaje por el bosque hasta el campamento de la orilla del lago, contó cómo había avanzado entre los nildores y de qué modo le arrancaron la relativa promesa de llevarles a Cullen. Se refirió a Dykstra y a su mujer en las ruinas del bosque y alteró algo el relato por respeto al estado de Cullen, aunque sospechaba que dicha caridad era innecesaria. Contó que había vuelto a estar con Seena durante la Noche de las Cinco Lunas. Habló de Kurtz y de lo que había cambiado a través del renacimiento. Aludió a su propia peregrinación a la región de las brumas. En tres ocasiones tuvo la certeza de que Cullen se había dormido y una vez pensó que el enfermo había dejado de respirar por completo. Sin embargo, cada vez que Gundersen se detenía Cullen emitía algún débil indicio —una crispación de la boca, un chasquido de las puntas de los dedos— de que debía continuar. Al final, cuando no le quedó nada que decir, Gundersen permaneció en silencio largo rato a la espera de una señal de Cullen y por último éste preguntó débilmente:
—¿Y después?
—Después vine aquí.
—¿Y adonde irás después?
—A la montaña del renacimiento —repuso Gundersen serenamente.
Cullen abrió los ojos. Pidió con un movimiento de la cabeza que le acomodara las almohadas, se irguió y entrelazó los dedos sobre el cobertor.
—¿Por qué quieres ir allí? —inquirió.
—Para averiguar qué es el renacimiento.
—¿Has visto a Kurtz?
—Sí.
—El también quería saber más cosas sobre el renacimiento —explicó Cullen—. Ya había comprendido la mecánica de la cuestión pero también necesitaba conocer su esencia. Probarlo por sí mismo. Obviamente, no sólo era por curiosidad. Kurtz tenía problemas espirituales. Buscaba la autoinmolación pues se había convencido a sí mismo de que necesitaba expiar toda su vida. Totalmente cierto. Totalmente cierto. De ahí que fuera en busca del renacimiento. Los sulidores le dieron el gusto. Bien, contempla al hombre. Le vi antes de venir al norte.
—Durante un tiempo, pensé que yo también podía probar el renacimiento —comentó Gundersen, cogido de sorpresa por las palabras que surgían de su mente—. Por los mismos motivos. Una mezcla de curiosidad y culpa. Pero creo que ahora he renunciado a esa idea. Iré a la montaña para ver qué hacen pero no creo que les pida que me lo hagan a mí.
—¿Debido al aspecto de Kurtz?
—En parte, pero también porque mis proyectos originales parecen demasiado… bueno, demasiado organizados. Demasiado carentes de espontaneidad. Una elección intelectual en lugar de un acto de fe. No puedes subir a la montaña y ofrecerte como voluntario para el renacimiento de un modo fríamente científico. Tienes que sentirte impulsado a ello.
—¿Como lo estaba Kurtz? —preguntó Cullen.
—Exactamente.
—¿Y tú no lo estás?
—Ya no lo sé —respondió Gundersen—. Creí que yo también estaba concienzado. Le dije a Seena que así era. Pero ahora que estoy tan cerca de la montaña, toda la búsqueda comienza a parecerme artificial.
—¿Estás seguro de que no se trata simplemente de miedo a someterte a la experiencia?
Gundersen se encogió de hombros.
—Kurtz no era una visión agradable.
—Hay renacimientos buenos y malos —dijo Cullen—. Tuvo un mal renacimiento. Tengo entendido que el resultado depende de la calidad del alma de cada uno y de otro montón de cosas. ¿Bebemos un poco más de vino?
Gundersen le ofreció la botella. Cullen, que al parecer recuperaba las fuerzas, bebió copiosamente.
—¿Has pasado por el renacimiento? —inquirió Gundersen.
—¿Yo? Jamás. Nunca sentí la tentación. Pero sé mucho sobre ese asunto. Desde luego, Kurtz no fue el primero en probarlo. Como mínimo, doce personas lo pasaron antes que él.
—¿Quiénes?
Cullen mencionó algunos nombres. Se trataba de hombres de la Compañía y todos figuraban en la lista de los que habían muerto mientras cumplían su servicio de campaña. Gundersen había conocido a algunos de ellos y los demás eran figuras del pasado lejano, anteriores a su llegada o a la de Cullen al Planeta de Holman.
—También hubo otros —agregó Cullen—. Kurtz los buscó en los archivos y los nildores le contaron el resto de la historia. Ninguno de ellos regresó de la región de las brumas. Cuatro o cinco se tornaron como Kurtz… se transformaron en monstruos.
—¿Y los otros?
—Supongo que en arcángeles. Los nildores fueron imprecisos en este sentido. Una especie de fusión trascendental con el universo, una evolución al nivel corporal siguiente, una ascensión sublime… ese tipo de cosas. Lo único cierto es que jamás regresaron al territorio de la Compañía. Kurtz esperaba un resultado semejante. Pero, por desgracia, Kurtz era Kurtz, mitad ángel y mitad demonio y así renació. Y eso es lo que Seena cuida. Gundy, en cierto sentido es una pena que hayas perdido tu impulso. Podría ser que tuvieras un buen renacimiento. ¿Puedes llamar a Hor-tenebor? Supongo que necesitaremos aire fresco si seguimos hablando largo y tendido. Hor-tenebor es el sulidor que está apoyado contra aquella pared. Es quien me cuida y quien acarrea de un lado a otro mis viejos huesos. Me llevará afuera.
—Ced, hace unos minutos nevaba.
—Muchísimo mejor. ¿Acaso un agonizante no debe ver la nieve? Éste es el lugar más hermoso del universo —afirmó Cullen—. Aquí mismo, delante de esta choza. Quiero verlo. Llama a Hor-tenebor.
Gundersen llamó al sulidor. Cullen pronunció una palabra y Hor-tenebor cogió al frágil y encogido inválido con sus inmensos brazos, lo hizo pasar por el pellejo que servía como puerta de la choza y lo acomodó en una estructura semejante a un camastro que daba al lago. Gundersen los siguió. Una densa bruma había caído sobre la aldea y ocultaba hasta las chozas más próximas, pero el lago era claramente visible bajo el cielo plomizo. Unos fugitivos manojos de bruma pendían por encima de la superficie opaca del lago. Un frío hiriente dominaba la atmósfera pero Cullen, abrigado tan sólo con un delgado pellejo, no parecía incómodo. Extendió la mano con la palma hacia arriba y vio la caída de los copos de nieve con el mismo asombro de un niño.
Finalmente, Gundersen preguntó:
—¿Responderás a una pregunta?
—Si puedo…
—¿Qué hiciste para que los nildores se ofuscaran tanto contigo?
—¿No te lo contaron cuando te pidieron que me buscaras?
—No —repuso Gundersen—. Dijeron que tú me lo contarías y que, de todos modos, no les importaba que yo lo supiese o no. Seena también lo ignora. No puedo ni imaginármelo. Tú nunca fuiste el tipo de persona que se dedicara a la matanza o a la tortura de especies inteligentes. Es imposible que hayas jugado con el veneno de las serpientes como Kurtz… él lo hizo durante años y nunca intentaron cogerlo. En consecuencia, ¿qué puedes haber hecho para causar tanto… ?
—El pecado de Acteón —respondió Cullen.
—¿Qué has dicho?
—El pecado de Acteón, que en realidad no fue un pecado sino un accidente. Según la mitología griega, es un cazador que tropezó con Diana mientras ella se bañaba y vio lo que no debía. Diana le convirtió en un venado y sus propios sabuesos lo destrozaron.
—No comprendo qué tiene que ver esto con…
Cullen respiró profundamente.
—¿Alguna vez estuviste en la meseta central? —inquirió en voz baja pero firme—. Sí, claro que sí. Recuerdo que Seena y tú tuvisteis que hacer un aterrizaje forzoso cuando regresabais a Punta de Fuego después de unas vacaciones en la costa y estuvisteis varados unas horas y algunos animales raros os molestaron y fue entonces cuando Seena comenzó a odiar la meseta, ¿Fue así? Entonces sabes que se trata de un lugar extraño y misterioso, un lugar separado del resto del planeta al que ni siquiera los nildores les gusta ir. Bien. Un año o dos después de la retirada, comencé a ir a la meseta. Se convirtió en mi refugio personal. Los animales, las plantas, los insectos, todo lo de la meseta me interesaba. Hasta el aire tenía un sabor especial: dulce y puro. Como sabes, antes de la retirada se habría considerado excéntrico visitar la meseta cuando uno tenía tiempo libre o en cualquier otro momento. Más tarde, nada importaba a nadie. El mundo me pertenecía. Hice algunos viajes a la meseta. Cogí insectos. Llevé algunas rarezas a Seena y terminó por encariñarse con ellas antes de comprender que provenían de la meseta. Poco a poco, la ayudé a superar su temor irracional a la meseta. Seena y yo fuimos a menudo y a veces también venía Kurtz. En la estación de Shangri-la hay una buena muestra de la flora y la fauna mesetarias; quizá las hayas visto. ¿Correcto? Nosotros recogimos todas esas cosas. La meseta llegó a parecerme como cualquier otro lugar, no había nada sobrenatural ni extraño en ella, sólo se trataba de una zona atrasada y descuidada. Era mi rincón favorito, al que iba siempre que me sentía vacío, aburrido o harto. Hace un año, o quizás un poco menos, visité la meseta. Kurtz acababa de volver de su renacimiento, Seena estaba muy deprimida por lo que le había ocurrido y él quería hacerle un regalo, algún animal, para ayudarla a levantar su espíritu. En esa ocasión bajé un poco más al sudoeste de mi zona acostumbrada de aterrizaje, hasta una parte en la que nunca había estado, en donde se unen dos ríos. Una de las primeras cosas que noté fue cuán destrozados estaban los arbustos. ¡Nildores! ¡Centenares de nildores! Una inmensa superficie estaba arrasada y sabes cómo pastan los nildores. Eso despertó mi curiosidad. De vez en cuando, había visto algún que otro nildor en la meseta, siempre a la distancia, pero jamás un rebaño entero. Por eso seguí la línea de devastación. Esa cicatriz que atravesaba el bosque seguía y seguía y se veían ramas rotas y maleza pisoteada: los indicios de siempre. Cayó la noche, hice campamento y me pareció oír tambores. Pero era una estupidez, pues los nildores no utilizan tambores; un rato después comprendí que los oía bailar, aporrear el terreno, y la tierra transportaba su trepidación. También percibí otros sonidos: gritos, bramidos, los chillidos de animales asustados. Tenía que averiguar qué ocurría. En consecuencia, levanté el campamento en medio de la noche y avancé por la selva, oyendo esos ruidos cada vez más fuertes hasta que finalmente llegué al linde de los árboles, donde la selva se convertía en una especie de amplía pradera que bajaba hasta el río y allí, al descubierto, había alrededor de quinientos nildores. Tres lunas brillaban en el cielo y no tuve dificultades para ver. Gundy, ¿puedes creer que se habían pintado? Como salvajes, como algo surgido de una pesadilla. En medio del claro se veían tres fosos profundos. Uno de ellos estaba lleno de una especie de barro rojo y húmedo y los otros dos contenían ramas, bayas y hojas que los nildores habían pisoteado para extraer los pigmentos oscuros: uno negro y otro azul. Los nildores bajaban hacia esos pozos y primero se revolcaban en el de barro rojo y salían embadurnados de un color totalmente escarlata; luego se acercaban a los pozos contiguos y se pintaban franjas oscuras encima del rojo, recogiendo los colorantes con la trompa. Un espectáculo bárbaro: tanto color, tanta carne. Una vez que se habían pintado como correspondía, atravesaban corriendo…, no caminando sino corriendo…, el campo hasta el lugar de la danza y allí iniciaban el «paso de cuatro» de costumbre. Ya sabes: bum bum bum bum. Pero ahora era inenarrablemente más feroz y aterrador a causa de la pintura de guerra. Un ejército de nildores desenfrenados que golpeaban con las patas, agitaban sus tremendas cabezas, alzaban las trompas, bramaban, hundían sus colmillos en la tierra, daban cabriolas, cantaban, sacudían las orejas. Aterrador, Gundy, aterrador. La luz de las lunas en sus cuerpos pintados… Hundido en el bosque, tracé un círculo hacía el oeste para ver mejor. Lejos de los bailarines reparé en algo que era aún más raro que la pintura. Vi un inmenso corral cercado con troncos verticales; tres o cuatro veces mayor que esta aldea. Era imposible que los nildores lo hubiesen construido solos; quizás arrancaron los árboles y los acarrearon con las trompas, pero debieron necesitar a los sulidores para formar la valla. En el interior del corral había centenares de animales de la meseta, de todas las formas y tamaños imaginables. Los grandes comedores de hojas con cuello de jirafa, esos que parecen rinocerontes con astas, otros tímidos como gacelas y otros muchos que yo nunca había visto, todos apiñados como en un corral de ganado. Seguramente, los sulidores cazadores debieron recorrer el monte durante días para reunir esa colección de animales raros. Los animales se mostraban inquietos y asustados. Yo también. Me agazapé en la penumbra, expectante; al final todos los nildores quedaron correctamente pintados y en medio del grupo de bailarines se inició un ritual. Comenzaron a gritar, sobre todo en su lenguaje antiguo, el que no comprendemos, pero también hablaron en nildororu corriente y finalmente comprendí lo que ocurría. ¿Sabes quiénes eran esas bestias pintadas? ¡Se trataba de nildores pecadores, de nildores que habían caído en desgracia! Ése era el lugar de la expiación y la ceremonia de la purificación. Todo nildor que durante el año anterior había quedado manchado por la corrupción tenía que ir allí para ser purificado. Gundy, ¿sabes qué pecado habían cometido? Habían aceptado el veneno ofrecido por Kurtz. ¿Recuerdas el viejo juego, el que todos solíamos practicar en la estación de las serpientes, dándoles un trago a los nildores, bebiendo uno mismo y dejando que se presentaran las alucinaciones? Esos nildores pintados que daban cabriolas fueron corrompidos por Kurtz. Sus almas estaban manchadas. El demonio terráqueo había descubierto su punto vulnerable, la única zona de tentación que no podían resistir. Y por eso estaban allí, intentando purificarse. La meseta central es el purgatorio de los nildores. No viven allí, pues la necesitan para sus ritos, y, evidentemente, nadie monta un campamento en un lugar sagrado. Gundy, bailaron durante horas. Pero no fue ése el rito de expiación sino su preludio. Bailaron hasta que me mareé de verlos: los cuerpos rojos, las franjas oscuras, el retumbar de sus patas y más tarde, cuando ya no hubo lunas en el ciclo y se acercaba la alborada, se inició la verdadera ceremonia. La presencié y miré dentro de las tinieblas de la raza, dentro de la verdadera alma de los nildores. Dos nildores ancianos se acercaron al corral y patearon el portón. Hicieron una abertura de unos diez metros de ancho, retrocedieron y los animales enjaulados corrieron hacia la llanura. Estaban aterrorizados por el ruido y los bailes, por haber permanecido encerrados y corrieron en círculos, sin saber qué hacer ni adonde ir. El resto de los nildores arremetió contra ellos. ¿Te das cuenta de que estoy hablando de los nildores pacíficos, nobles y no violentos? Bufaron. Pisotearon. Alancearon con los colmillos. Alzaron los animales con sus trompas y los arrojaron contra los árboles. Una orgía de sangre. Me sentí descompuesto. Un nildor puede ser una terrible máquina de muerte. Toda su mole, los colmillos, la trompa, las grandes patas… todo estaba en estado de frenesí, no había limitaciones. Desde luego, algunos animales escaparon, pero la mayor parte de ellos quedó atrapada en medio del caos. Por todas partes había cuerpos aplastados, ríos de sangre y los carroñeros salían del bosque para darse un festín mientras continuaba la matanza. Así expían los nildores: pecado por pecado. Así se purifican a sí mismos. En la meseta liberan su violencia, Gundy. Dejan de lado todas sus contenciones y sueltan a la bestia que está en su interior. Jamás he sentido tanto horror como cuando los vi purificar sus almas. Ya sabes cuánto respeto sentía por los nildores. Aún lo siento, pero contemplar algo así, una masacre, un espectáculo infernal… Gundy, quedé atontado de desesperación. Al parecer, los nildores no disfrutaban de la matanza pero no vacilaban; siguieron y siguieron porque tenían que hacerlo, porque así lo establece la ceremonia y no lo consideraban distinto de lo que Sócrates consideraría sacrificar un cordero a Zeus o un gallo a Esculapio. Creo que ése fue el auténtico horror. Vi a los nildores destruir la vida en nombre de sus almas y fue como caer por una trampilla y entrar en un mundo nuevo cuya existencia jamás había imaginado: un mundo nuevo y tenebroso bajo el viejo. Entonces amaneció. El sol se elevó hermoso y dorado y la luz resplandeció en los cuerpos aplastados y los nildores permanecían serenamente en medio de la devastación, descansando, serenos, purgados, concluidas todas sus tormentas interiores. Fue sorprendentemente pacífico. Habían luchado con sus demonios y habían ganado. Habían atravesado el horror nocturno, la palidez cadavérica y…, no sé cómo…, estaban realmente purgados y purificados. No puedo explicarte cómo hallar la salvación por medio de la violencia y la destrucción. Me es ajeno y probablemente lo sea para ti. Sin embargo, Kurtz lo sabía. Siguió el mismo camino que los nildores. Cayó, cayó y cayó a niveles cada vez más abyectos de maldad, gozó de su corrupción, se deleitó en la depravación y al final fue capaz de juzgarse a sí mismo y considerarse impuro y retirarse a su tiniebla interior y por eso fue a buscar el renacimiento y mostró que el ángel de su interior no estaba totalmente muerto. Este encuentro de la pureza a través del mal… Gundy, tú mismo tendrás que llegar a un acuerdo sobre esto. No puedo ayudarte. Sólo puedo hablarte de la visión que tuve al amanecer de aquella mañana, junto al campo ensangrentado. Estaba ante un abismo. Atisbé desde el borde y vi adonde había ido Kurtz, adonde habían ido esos nildores. Donde quizá vayas tú también. No podía seguir. En ese momento estuvieron a punto de cogerme. Percibieron mi olor. Supongo que, mientras duró el frenesí, no repararon en nada…, sobre todo porque los animales del corral despedían olor a causa del miedo. Pero empezaron a olisquear. Las trompas se alzaron y se movieron como periscopios. El olor a sacrilegio pendía del aire. El hedor de un terráqueo espía y blasfemo. Olisquearon cinco, diez minutos y continué en el bosque inmerso todavía en esa visión, sin tener la menor idea de que me olisqueaban, pero súbitamente reparé en que ellos sabían que estaba allí, de modo que me escabullí por el bosque y ellos me persiguieron. Eran muchos. ¿Puedes imaginar lo que se siente cuando un rebaño de nildores furiosos te persigue por la selva? Por suerte, podía refugiarme en sitios muy pequeños para ellos. Logré eludirlos. Corrí y corrí hasta que caí mareado en un matorral y vomité, descansé, luego los oí pisotear muy cerca y volví a correr. Llegué a una ciénaga y me zambullí con la esperanza de que dejasen de percibir mi olor. Me escondí entre las cañas y los fangales mientras seres que no podía ver me mordisqueaban por abajo. Los nildores rodearon toda la región. Sabemos que estás aquí, me gritaron. Sal. Sal. Te perdonamos y queremos purificarte. Me explicaron todo racionalmente. Yo había visto sin darme cuenta… ¡ah, por supuesto, sin darme cuenta, eran diplomáticos!… una ceremonia que nadie salvo los nildores estaba autorizado a ver y ahora sería necesario borrar de mi mente lo que había visto, lo cual podía realizarse mediante una simple técnica que no se tomaron la molestia de describirme. Supongo que mediante una droga. Me invitaron a borrar una parte de mi mente. No acepté. No dije nada. Siguieron hablando, me explicaron que no tenían malas intenciones, que comprendían que evidentemente no me había propuesto presenciar su ceremonia secreta pero que, como la había visto, ahora debían tomar medidas, etcétera, etcétera, etcétera. Comencé a arrastrarme corriente abajo, respirando a través de una caña hueca. Cuando salí a la superficie, los nildores seguían llamándome y parecían más furiosos, si es que es posible hacer semejante afirmación. Parecían molestos por el hecho de que me hubiese negado a salir. No me acusaban de espiarlos pero ponían reparos a que no permitiese que me purificaran. Ése era mi verdadero delito: no haberme ocultado para observarlos sino rechazar después el tratamiento. Aún me buscan. Permanecí en el agua todo el día y cuando oscureció me escabullí y capté el zumbido vector de mi coleóptero, que resultó hallarse a medio kilómetro de distancia. Esperaba encontrarlo rodeado de nildores pero no fue así, de modo que subí, me alejé rápidamente y a media noche aterricé en casa de Seena. Sabía que tenía poco tiempo. Los nildores me buscarían de un lado a otro del continente. Conté someramente a Seena lo que había ocurrido, cogí algunas provisiones y salí hacia la región de las brumas. Los sulidores me recibirían. Son celosos de su soberanía y, aunque resultara blasfemo, allí estaría a salvo. Llegué a esta aldea. Exploré bastante la región de las brumas. Un día sentí el cangrejo en mis entrañas y supe que todo había terminado. Desde entonces he esperado el fin, que no está lejano.
Cullen guardó silencio.
Después de una pausa, Gundersen preguntó:
—¿Por qué no corres el riesgo de regresar? Sea lo que fuere lo que los nildores quieren hacerte, no puede ser tan malo como sentarse en la entrada de la choza de un sulidor y morir de cáncer.
Cullen no respondió.
—¿Y si te dieran una droga que borra la memoria? —insistió Gundersen—. ¿No es mejor perder un fragmento del pasado que todo el futuro? Ced, si estuvieras dispuesto a regresar y nos dejaras ocuparnos de tu enfermedad…
—Gundy, tu problema consiste en que eres demasiado lógico —afirmó Cullen—. ¡Eres un tío tan sensato, prudente y racional! Dentro de la choza hay otra botella de vino. ¿Quieres traérmela?
Gundersen entró en la choza pasando junto a los sulidores agachados y durante unos instantes rondó la mohosa oscuridad en busca del vino. Al registrar la choza, se le apareció la solución de la situación de Cullen: en lugar de llevar a Cullen hasta las medicinas, llevaría las medicinas a Cullen. Abandonaría su viaje hacía la montaña del renacimiento, al menos de momento, y bajaría hasta la estación de Shangri-la para conseguirle una dosis de anticarcinógeno. Quizá no fuese demasiado tarde para detener el cáncer. Más tarde, una vez recuperada la salud, Cullen podría afrontar o no a los nildores, como él quisiera. Pensó: lo que ocurre entre él y los nildores no será un asunto que me concierna. Considero anulado mi trato con Vol'himyor. Dije que sólo llevaría a Cullen con su consentimiento y está claro que no lo hará voluntariamente. En consecuencia, ahora mi tarea consiste en salvarle la vida. Después podré ir a la montaña.
Gundersen encontró el vino y salió con la botella.
Cullen estaba recostado en el camastro, con el mentón sobre el pecho, los ojos cerrados y la respiración lenta, como si el largo monólogo le hubiese agotado. Gundersen no le molestó. Dejó el vino en el suelo y se alejó. Paseó durante más de una hora, meditabundo, pero no llegó a ninguna conclusión. Después regresó. Cullen no se había movido.
—¿Todavía duerme? —preguntó Gundersen a los sulidores.
—Es el sueño eterno —replicó uno de ellos.