17

Apoyado en el brazo del sulidor, Gundersen salió con dificultad de la cámara del renacimiento. En el oscuro pasadizo, preguntó:

—¿He cambiado?

—Sí, mucho —replicó Ti-munilee.

—¿Cómo? ¿En qué sentido?

—¿No lo sabes?

Gundersen sostuvo una mano ante los ojos. Sí, cinco dedos como antes. Observó su cuerpo desnudo y no percibió ninguna diferencia. Sintió una confusa decepción; quizás, en realidad no había ocurrido nada en la cámara. Sus piernas, sus pies, sus costillas, su estómago… todo estaba como antes.

—No he cambiado nada —barbotó.

—Has cambiado muchísimo —insistió el sulidor.

—Me miro y veo el mismo cuerpo de antes.

—Vuelve a mirar —aconsejó Ti-munilee.

En el pasadizo principal, Gundersen se vio pálidamente reflejado en las paredes brillantes gracias a la luz de los fungoides. Retrocedió azorado. Sí, había cambiado, había superado a Kurtz en su renacimiento. Lo que le observaba desde el resplandor ondeante de las paredes apenas era humano. Gundersen fijó la mirada en el rostro semejante a una máscara con ranuras apenas abiertas en lugar de ojos, en la nariz hendida, en las bolsas de agallas que caían hasta sus hombros, en los brazos multiarticulados, en la hilera de sensores del pecho, en los órganos de asir situados en las caderas, en la piel cubierta de cráteres, en los órganos de brillo de las mejillas. Volvió a mirarse a sí mismo y no vio nada de eso. ¿Cuál era la falsa imagen?

Salió apresuradamente a la luz del día.

—¿He cambiado o no? —preguntó al sulidor.

—Has cambiado.

—¿De qué manera?

—Los cambios son interiores —repuso el anterior Srin'gahar.

—¿Y la imagen?

—A veces las imágenes engañan. Mírate a ti mismo a través de mis ojos y verás lo que eres.

Gundersen volvió a estirarse. Se miró a sí mismo y vio su viejo cuerpo; luego parpadeó, se sometió a un cambio de fase, contempló al ser de sensores y ranuras y después volvió a ser él mismo.

—¿Estás satisfecho? —preguntó Ti-munilee.

—Sí —contestó Gundersen.

Caminó lentamente hacía el borde de la plaza que se extendía más allá de la boca de la caverna. Las estaciones habían cambiado desde que entrara en la caverna: ahora un férreo invierno cubría la región, las brumas se acumulaban en el valle y donde se abrían divisaba voluminosos montículos de nieve y hielo. A pesar de que sólo veía a Ti-munilee, sentía a su alrededor la presencia de nildores y sulidores. Reparó en el alma del anciano Na-sinisul en el interior de la montaña, mientras atravesaba las últimas etapas de un renacimiento. Rozó el alma de Vol'himyor situada más al sur. Tocó suavemente el alma del torturado Kurtz. Súbita y sorprendentemente sintió que cerca revoloteaban otras almas nacidas en la Tierra, tan libres como la de él y abiertas.

—¿Quiénes sois? —preguntó.

Ellos respondieron:

—No eres el primero de nuestra especie que supera intacto el renacimiento.

Sí. Recordaba. Cullen había dicho que hubo otros hombres, que algunos se transformaron en monstruos y que de otros no se volvió a tener noticia.

—¿Dónde estáis? —les preguntó.

Le respondieron pero no comprendió porque lo que decían era que habían dejado sus cuerpos detrás.

—¿Yo también he dejado mí cuerpo detrás? —preguntó.

Le respondieron que no, que aún usaba su carne porque así lo había elegido y que ellos habían escogido otra cosa. Después se apartaron de él.

—¿Percibes los cambios? —preguntó Ti-munilee.

—Los cambios son interiores —replicó Gundersen.

—Sí. Ahora estás en paz.

Gozosamente sorprendido, Gundersen comprendió que así era. Los temores, los conflictos y las tensiones habían desaparecido. La culpa se había extinguido. El sufrimiento se había disuelto. La soledad ya no existía.

Ti-munilee preguntó:

—¿Sabes quién era mientras fui Srin'gahar? Estírate hacia mí.

Gundersen se estiró y unos instantes después dijo:

—Eras uno de los siete nildores a los que, hace muchos años, impedí que se dirigieran hacia el renacimiento.

—Sí.

—Y tú me llevaste a la región de las brumas.

—Otra vez me había llegado la hora —explicó Ti-munilee— y era feliz. Te perdoné. ¿Recuerdas que cuando entramos en la región de las brumas había un sulidor enojado?

—Sí —respondió Gundersen.

—Era otro de los siete. Era aquél al que tocaste con la antorcha. Finalmente tuvo su renacimiento pero todavía te odiaba. Ahora no es así. Cuando mañana estés preparado, estírate hacia él y te perdonará. ¿Lo harás?

—Lo haré —aseguró Gundersen—. Pero, ¿perdonará realmente?

—Has renacido. ¿Por qué no habría de perdonar? —agregó Ti-munilee y a continuación preguntó—: ¿Adónde irás ahora?

—Iré al sur. Para ayudar a mi gente. En primer lugar, para ayudar a Kurtz, para guiarlo a través de un nuevo renacimiento. Y después a los demás, a los que están dispuestos a abrir su alma.

—¿Puedo compartir tu viaje?

—Conoces la respuesta.

En la lejanía, el alma tenebrosa de Kurtz se agitaba y vibraba. Espera, le dijo Gundersen. Espera. No sufrirás mucho más.

Una ráfaga de aire frío chocó contra la ladera de la montaña. Los chispeantes copos de nieve se arremolinaban junto al rostro de Gundersen. Sonrió. Nunca se había sentido tan libre, tan etéreo, tan joven. La visión de la humanidad transformada resplandecía en su interior. Soy el emisario, pensó. Soy el puente por el cual ellos cruzarán. Soy la resurrección y la vida. Soy la luz del mundo: el que me siga no caminará en la penumbra sino que tendrá la luz de la vida. Os doy un nuevo mandamiento: amaos los unos a los otros.

Preguntó a Ti-munilee:

—¿Partimos ahora?

—Estoy preparado para cuando tú lo estés.

—Ahora.

—Ahora —repitió e sulidor e iniciaron juntos el descenso de la montaña barrida por el viento.

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