6

Gundersen despertó poco después del mediodía. El campamento había reanudado su vida normal; un numeroso grupo de nildores se había metido en el lago, unos pocos mascaban la vegetación de la cumbre de la pendiente y la mayoría descansaba a la sombra. El único indicio del frenesí de la noche anterior se veía en la turba esponjosa cercana a la orilla del lago, la cual estaba muy desgastada y rasgada.

Gundersen se sentía rígido y embotado. También estaba avergonzado, con la perplejidad de alguien que se ha metido demasiado ávidamente en la diversión de otro ser. Apenas podía creer que había hecho lo que sabía que había hecho. Preso de semejante vergüenza, sintió el impulso de abandonar de inmediato el campamento, antes de que los nildores pudieran mostrar su desprecio por un terráqueo capaz de dejarse esclavizar por sus ritos, de quedar seducido por sus conjuros. Pero puso trabas a esa idea y recordó que su presencia allí tenía un objetivo. Cojeó hacia el lago y vadeó las aguas hasta que le llegaron al pecho. Se mojó frotándose el sudor de la noche anterior. Al salir encontró su ropa y se vistió.

Un nildor se acercó y le dijo:

—Vol'himyor hablará ahora contigo.

El nacido muchas veces se encontraba en la mitad de la pendiente. Al llegar ante él, Gundersen no logró recordar las palabras de ninguna de las fórmulas de saludo, por lo que miró ásperamente al anciano nildor hasta que éste dijo:

—Bailas bien, mi amigo nacido una vez. Bailas con alegría. Bailas con amor. Bailas como un nildor, ¿lo sabes?

—No me resulta fácil comprender lo que me ocurrió anoche —se justificó Gundersen.

—Nos demostraste que nuestro mundo ha atrapado tu espíritu.

—¿Fue ofensivo que un terráqueo bailara entre vosotros?

—Si hubiese sido ofensivo —replicó Vol'himyor lentamente—, no habrías bailado entre nosotros. —Se produjo un prolongado silencio y a continuación el nildor dijo—: Nosotros dos haremos un trato. Te daré permiso para ir a la región de las brumas. Permanece allí hasta que estés listo para volver. Pero cuando regreses, trae contigo al terráqueo conocido con el nombre de Cullen y ofrécele el campamento de nildores más septentrional, el primero de mi pueblo que encontrarás. ¿Queda acordado?

—¿Cullen? —preguntó Gundersen. Por su mente pasó la imagen de un hombre bajo, delgado, de cara ancha, pelo dorado y ojos de color verde claro—. ¿Cedric Cullen? ¿El que estuvo aquí mientras yo estuve aquí?

—El mismo.

—Trabajó conmigo cuando estuve en la estación del Mar de Polvo.

—Ahora vive en la región de las brumas —dijo Vol'himyor— y ha ido sin permiso. Lo buscamos.

—¿Qué ha hecho?

—Es culpable de un delito grave. Se ha refugiado entre los sulidores, donde no podemos acceder a él. Si nosotros mismos lo recogiésemos, violaríamos nuestro pacto con los sulidores. Pero podemos pedirte que lo hagas.

Gundersen frunció el ceño.

—¿No me explicarás la naturaleza de su delito?

—¿Tiene importancia? Lo buscamos. Nuestros motivos no son insignificantes. Te pedimos que nos lo traigas.

—Pides a un terráqueo que coja a otro y lo entregue para ser castigado —dijo Gundersen—. ¿Cómo puedo saber de qué lado está la justicia?

—¿Acaso no somos los jueces de este planeta, según el tratado de retirada? —inquirió el nildor. Gundersen reconoció que sus palabras se atenían a la verdad— Entonces tenemos derecho a tratar a Cullen como se merece —agregó Vol'himyor.

Desde luego, ello no volvía correcto el hecho de que Gundersen actuase como intermediario en la entrega de su viejo camarada a los nildores. Pero la amenaza implícita de Vol'himyor era evidente: haz lo que queremos o no te otorgaremos favores.

Gundersen preguntó:

—¿Qué castigo recibirá Cullen si queda bajo vuestra custodia?

—¿Castigo? ¿Castigo? ¿Quién habla de castigo?

—SÍ el hombre es un delincuente…

—Deseamos purificarlo —explicó el nacido muchas veces—. Queremos purificar su espíritu. No creemos que eso sea un castigo.

—¿Le haréis daño físicamente?

—Ni pensarlo.

—¿Pondréis fin a su vida?

—¿Hablas en serio? Claro que no.

—¿Lo encarcelaréis?

—Lo tendremos bajo custodia mientras dure el rito de purificación —respondió Vol'himyor—. Creo que no llevará mucho tiempo. Será rápidamente liberado y nos estará agradecido.

—Te pido una vez más que me expliques la naturaleza de su delito.

—El mismo te lo dirá —contestó el nildor—. No es necesario que yo confiese por él.

Gundersen evaluó todos los aspectos de la cuestión. Poco después dijo:

—Acepto tu propuesta, nacido muchas veces, pero sólo si me permites agregar algunas cláusulas.

—Adelante.

—Si Cullen no me explica la naturaleza de su delito, quedo libre de la obligación de entregarlo.

—Aceptado.

—Si los sulidores ponen reparos a que me lleve a Cullen de la región de las brumas, también quedo libre de mis obligaciones.

—No pondrán reparos, pero acepto.

—Si Cullen ha de ser sometido por la violencia a fin de traerlo, quedo libre.

El nildor vaciló un instante y finalmente respondió:

—Aceptado.

—No tengo nada más que plantear —terminó por aceptar Gundersen.

—Entonces trato hecho —dijo Vol'himyor—. Puedes iniciar hoy tu viaje al norte. Cinco de nuestros nacidos una vez también han de viajar a la región de las brumas pues les ha llegado el momento del renacimiento y, si lo deseas, te acompañarán y protegerán a lo largo del camino. Entre ellos está Srin'gahar, al que ya conoces.

—¿Les resultará molesto tenerme con ellos?

—Srin'gahar ha pedido especialmente el privilegio de servirte como protector —respondió Vol'himyor—. Pero no te obligaremos a aceptar su ayuda si prefieres hacer el viaje solo.

—Será un honor para mí contar con su compañía —afirmó Gundersen.

—Entonces, así sea.

Un nildor viejo llamó a Srin'gahar y a los otros cuatro que emprenderían el camino del renacimiento. Gundersen se alegró al confirmar los datos existentes: una vez más, la danza frenética de los nildores había precedido a la partida de un grupo para la ceremonia de renacimiento.

También le satisfizo el hecho de que contaría con una escolta de nildores en el viaje hacia el norte. El tratado sólo contenía un aspecto oscuro: el que implicaba a Cedric Cullen. Deseó no haber prometido cambiar la libertad de otro terráqueo por su salvoconducto. Pero quizá Cullen había hecho algo realmente aborrecible, algo que merecía castigo… o purificación, como decía Vol'himyor. Gundersen no comprendía de qué modo ese hombre normalmente risueño pudo convertirse en un delincuente y un fugitivo, pero Cullen había vivido mucho tiempo en ese planeta y la rareza de los mundos extraños finalmente corroía hasta a las almas más despiertas. De todos modos, Gundersen sentía que había abierto bastantes salidas honrosas para sí mismo en el caso de que necesitara eludir su pacto con Vol'himyor.

Srin'gahar y Gundersen se apartaron para organizar la marcha.

—¿A qué lugar de la región de las brumas te propones ir? —preguntó el nildor.

—A ninguno en especial. Sólo quiero entrar en la región. Supongo que tendré que ir a donde está Cullen.

—Sí, pero como no sabemos exactamente dónde está; tendremos que esperar a llegar para enterarnos. ¿Piensas visitar algunos lugares en especial durante la marcha hacia el norte?

—Quiero detenerme en las estaciones terráqueas —repuso Gundersen—. Especialmente en las Cataratas de Shangri-la. Mi idea consiste en seguir el río Madden en dirección noroeste y…

—Esos nombres me resultan desconocidos.

—Lo siento. Supongo que han vuelto a adoptar los nombres en nildororu. No los conozco. Espera… —Gundersen cogió un palo y trazó en el barro un mapa apresurado pero útil del hemisferio occidental de Belzagor. En la cintura del disco dibujó la gruesa ringlera de los trópicos. A la derecha abrió una curva para señalar el océano y a la izquierda esbozó el Mar de Polvo. Por encima y por debajo de los trópicos trazó unas líneas más delgadas que representaban las regiones norteña y sureña de las brumas y después de éstas marcó los gigantescos casquetes de hielo. Señaló con una X el puerto espacial y el hotel de la costa y desde allí trazó una serpenteante línea ascendente que cruzaba los trópicos hasta internarse en la región norteña de las brumas con el fin de indicar el río Madden. En la mitad de esa línea marcó un punto para señalar las Cataratas de Shangri-la—. Bien —dijo Gundersen— si sigues la punta del palo…

—¿Qué son esas marcas en el suelo? —preguntó Srin'gahar.

Un mapa de tu planeta, deseó responder Gundersen. Pero mentalmente no encontró ninguna palabra en nildororu que quisiera decir «mapa». También descubrió que no había vocablos que representaran «imagen», «dibujo» y conceptos semejantes. Dijo débilmente:

—Éste es tu planeta. Es Belzagor, o mejor dicho, la mitad de Belzagor. Mira, éste es el océano y el sol sale por aquí y…

—¿Cómo es posible que esto, que esas marcas sean mi mundo si mi mundo es tan grande?

—Es como tu mundo. Cada una de estas líneas representa un lugar de tu mundo. Mira, aquí está el gran río que nace en la región de las brumas y baja hasta la costa, donde está el hotel, ¿comprendes? Y esta marca es el puerto espacial. Esas dos líneas separan la parte superior e inferior de la región norteña de las brumas. El…

—Un sulidor fuerte ha de realizar una marcha de muchos días para atravesar la región norteña de las brumas —le interrumpió Srin'gahar—. No comprendo cómo puedes señalar un espacio tan pequeño y decirme que es la región norteña de las brumas. Discúlpame, amigo de mi viaje, soy muy estúpido.

Gundersen hizo un nuevo esfuerzo e intentó comunicarle el significado, de las marcas en el terreno. Pero Srin'gahar era incapaz de asimilar la idea de un mapa y no podía darse cuenta de que unas líneas garabateadas representasen lugares. Gundersen pensó en pedir ayuda a Vol'himyor pero renunció a la idea cuando comprendió que quizás éste tampoco comprendiera; sería un desatino poner de relieve la ignorancia del nacido muchas veces. El mapa era una metáfora de lugar, una abstracción de la realidad. Evidentemente, incluso los seres que poseían g'rakh podían carecer de la capacidad del pensamiento abstracto.

Pidió disculpas a Srin'gahar por su incapacidad para expresar claramente los conceptos y borró el mapa con la bota. Sin éste, la planificación de la marcha se tornó algo más difícil, pero encontraron formas de comunicarse. Gundersen aprendió que el gran río en cuya desembocadura se alzaba el hotel se llamaba Seran'nee en nildororu y que el sitio donde éste caía de las montañas hasta la llanura costera —que los terráqueos conocían como Cataratas de Shangri-la— era Du'jayukh para los nildores. Entonces les resultó fácil ponerse de acuerdo para seguir el Seran'nee hasta su nacimiento, haciendo una parada en Du'jayukh y en cualquier otro poblado de terráqueos que encontrasen en el camino hacia el norte.

Mientras decidían este asunto, varios sulidores llevaron a Gundersen un desayuno tardío de frutas y pescado del lago, exactamente como si reconocieran su autoridad bajo el gobierno de la Compañía.

Fue un gesto curiosamente anacrónico, casi servil, que en modo alguno se parecía a la forma en que el día anterior le habían arrojado un trozo de carne cruda de malidar. Entonces lo habían puesto a prueba, incluso se habían burlado de él, pero ahora le presentaban sus respetos. Se sintió incómodo, pero estaba muy hambriento y pidió a Srin'gahar que le enseñara a decir gracias en solidororu. De todos modos, no vio indicios de que los potentes bípedos se sintieran satisfechos, halagados o divertidos cuando utilizó su idioma.

Iniciaron la travesía al caer la tarde. Los cinco nildores avanzaban en fila india y Srin'gahar cerraba la retaguardia con Gundersen en su lomo. Al parecer, el terráqueo no representaba la más mínima carga para él. El sendero que los llevaba al norte bordeaba la gran hendidura y las montañas que protegían la meseta central se alzaban a su izquierda. Gundersen observó la meseta a la luz del sol poniente. Allá abajo, en el valle, el entorno mostraba cierta familiaridad: al margen de las plantas y animales nativos, prácticamente podría estar en alguna selva húmeda de América del Sur. Pero la meseta parecía realmente extraña. Gundersen miró las densas marañas de musgo purpúreo y erizado que festoneaban y casi asfixiaban los árboles que bordeaban la parte superior de la pared de la grieta. La forma en que esa vegetación parasitaria ahogaba a sus anfitriones le resultó espantosa. La pared misma, de roca resbaladiza de color verdigris, cubierta con agresivas manchas de liquen carmesí y puntuada cada pocos centenares de metros por largos y pegajosos hilos de un hongo azul entumecido, voceaba su pertenencia a otro mundo: el mineral blando jamás había sentido el impacto de las gotas de lluvia, pero la humedad lo había tallado y modelado suavemente, de modo que con el correr de los milenios adquirió nudosidades y huecos extraños. En ningún lugar de la Tierra se podía ver una pared rocosa como esa: serpenteante, intrincada y grasienta.

El bosque que surgía más allá de la pared parecía impenetrable y remotamente siniestro. El silencio, la atmósfera cargada y pesada, la sensación de tenebrosa rareza, las ramas flexibles de los árboles lustrosos que el musgo inclinaba casi hasta el suelo y el bufido ocasional y lejano de alguna bestia gigantesca, daban un aspecto inabordable y hostil a la meseta central. Pocos terráqueos habían entrado allí y nunca se inspeccionó la zona en detalle. En una ocasión, la Compañía hizo planes para limpiar grandes superficies de selva y crear colonias agrícolas, pero nada plasmó en la realidad a causa de la retirada. Gundersen sólo había estado una vez en la región mesetaria, pero fue por accidente, cuando el piloto tuvo que realizar un aterrizaje forzoso viajando desde el cuartel general de la costa hasta el Mar de Polvo.

Seena estaba con él. Pasaron una noche y un día en ese bosque. Ella se mostró aterrorizada desde el momento del aterrizaje y Gundersen la consoló de un modo clásico y viril, pero descubrió que su terror era contagioso. La muchacha tembló cuando ocurrió una cosa extraña tras otra y poco después Gundersen también estaba a punto de temblar. Observaron fascinados y asqueados a un ejército de incontables insectos de cuerpos hexagonales e iridiscentes y patas largas y peludas que avanzó con maníaca persistencia por un extenso campo de musgo atigrado; las bocas salvajes de las plantas carnívoras destrozaron y devoraron durante horas a los insectos brillantes, pero la horda seguía avanzando hacia su propia destrucción. Al final, el musgo estaba tan harto que inició un proceso de esporulación, hinchándose cancerosamente y escupiendo al aire nubes lácteas de cuerpos reproductores. Por la mañana, el campo de musgo estaba desinflado y desvalido y unos minúsculos reptiles verdes de lengua raspante aparecieron para devorar hasta el último hilo, limpiando el terreno para el surgimiento de una nueva generación de flora. Después aparecieron las cosas plumadas parecidas a jalea, de rayas azules y rojas, que colgaban en ondeante cascada de los árboles más altos y atrapaban a los incautos animales voladores. Y corpulentas bestias de piel correosa, grandes como rinocerontes, que tenían laberintos de astas azules con púas entrelazadas, rascaban la tierra en busca de raíces a una docena de metros de su campamento y miraban agriamente a los extraños de la Tierra. Y apacentadores de cuello largo y ojos como balizas, que masticaban las hojas altas y lanzaban enormes chorros de orina púrpura por las aberturas situadas en la base de sus gargantas tensas. Y seres oscuros y gordos, semejantes a nutrias, que corrían parloteantes junto a los terráqueos varados y robaban todo lo que estuviese a su alcance. También los visitaron otros animales. Ese planeta, que no había conocido la mano del cazador, rebosaba de grandes mamíferos. En un día y una noche, Seena, el piloto y él vieron más cosas grotescas de las que esperaban cuando aceptaron cumplir un servicio extraterrestre.

—¿Has estado aquí alguna vez? —preguntó Gundersen a Srin'gahar cuando la noche comenzó a cubrir la pared de la hendidura.

—Nunca. Mi pueblo rara vez entra en esta zona.

—Alguna vez, al sobrevolar la meseta, vi algunos campamentos de nildores. No a menudo sino algunas veces. ¿Quieres decir que tu pueblo ya no viene aquí?

—No —replicó Srin'gahar—. Unos pocos de nosotros necesitamos ir a la meseta, pero la mayoría no. A veces el alma se pone aceda y uno debe cambiar de entorno. Si no estás preparado para el renacimiento, vas a la meseta. Allí es más fácil confrontar tu propia alma y analizarla en busca de fallos. ¿Entiendes lo que digo?

—Creo que sí —dijo Gundersen—. Entonces es como un lugar de peregrinación… un lugar de purificación.

—En cierto sentido.

—¿Por qué los nildores nunca se establecieron de manera permanente allí arriba? Hay alimentos de sobra… el clima es cálido…

—No es un lugar donde gobierne la g'rakh —explicó el nildor.

—¿Es peligroso para los nildores? ¿Hay animales salvajes, plantas venenosas, algo por el estilo?

—No, yo no diría eso. No tememos a la meseta y en este planeta no hay ningún lugar peligroso para nosotros. Pero la meseta no nos interesa, salvo a aquellos que tienen esa necesidad especial de la que te he hablado. Como digo, la g'rakh es ajena a la meseta. ¿Para qué ir allí? Tenemos bastante espacio en las tierras bajas.

La meseta es demasiado extraña incluso para ellos, pensó Gundersen. Prefieren su pequeña y hermosa selva. ¡Qué curioso!

No se lamentó cuando la oscuridad ocultó la meseta.

Esa noche acamparon junto a una corriente de agua caliente y silbadora. Sin duda las aguas surgían de una de las calderas subterráneas comunes en esa zona del continente; Srin'gahar explicó que el nacimiento no estaba muy lejos, en dirección norte. Las nubes de vapor surgían de las aguas agitadas; el agua, rosada a causa de los microorganismos que viven a altas temperaturas, burbujeaba y hervía. Gundersen se preguntó si Srin'gahar había elegido esa parada especialmente para él, ya que los nildores no utilizaban agua caliente pero los terráqueos evidentemente necesitaban de ella.

Se lavó la cara, sintiendo un extraordinario placer al hacerlo, y después complementó su cena de cápsulas alimenticias y frutas frescas con un guiso de raíces de bayas verdes, deliciosas una vez hervidas y venenosas de otro modo. Para protegerse mientras dormía, Gundersen utilizó una manta monomolecular que había guardado en su mochila, su único equipaje para la travesía. Estiró la manta sobre un trípode de ramas a fin de ahuyentar a las polillas nocturnas y a otros insectos dañinos y se tumbó debajo. El terreno, tupidamente herboso, formaba un excelente colchón.

Los nildores no parecían predispuestos a la conversación. Le dejaron solo. Con excepción de Srin'gahar, todos se trasladaron varios cientos de metros corriente arriba para pasar la noche. Srin'gahar se acomodó protectoramente a poca distancia de Gundersen y le deseó un buen descanso.

—¿Te gustaría charlar un rato conmigo? —preguntó Gundersen—. Me interesa saber algunas cosas sobre el proceso de renacimiento. Por ejemplo, ¿cómo sabes que te ha llegado el momento? ¿Es algo que sientes en tu interior o sólo se trata de alcanzar cierta edad? ¿Tú has…? —Notó que Srin'gahar no le prestaba atención. El nildor había caído en lo que podía ser un profundo trance y yacía totalmente inmóvil.

Gundersen se encogió de hombros, se acomodó de lado y se dispuso a dormir, pero el sueño tardó mucho en llegar.

Meditó un buen rato en los términos según los cuales se le había permitido realizar ese viaje al norte. Tal vez otro nacido muchas veces le habría permitido ir a la región de las brumas sin estipular la condición de que trajese a Cedric Cullen; quizá no le habrían otorgado un salvoconducto. Gundersen sospechó que el resultado habría sido el mismo fuera cual fuese el campamento de nildores al que hubiese ido para solicitar el permiso de viaje. A pesar de que los nildores carecían de comunicación a larga distancia, de estructura gubernamental en el sentido terráqueo y de que, como raza, no tenían más coherencia que una población de bestias selváticas, eran excepcionalmente capaces de mantenerse en contacto y de asumir una política común.

¿Qué había hecho Cullen para que lo buscasen con tanto afán?, se preguntó Gundersen. En otra época, Cullen había parecido abrumadoramente normal: un hombre alegre, afable y rubicundo que coleccionaba insectos, no hablaba groseramente y aguantaba bien la bebida. Doce años atrás, cuando Gundersen era agente principal en Punta de Fuego, en el Mar de Polvo, Cullen había sido su ayudante. Transcurrieron infinidad de meses en que ambos estaban solos y Gundersen supuso que había llegado a conocerlo bastante bien. Cullen no pensaba hacer carrera dentro de la Compañía; dijo que había firmado un contrato de seis años, que no lo renovaría y que después dé cumplir ese período en el Planeta de Holman pensaba aceptar un cargo universitario. Sólo estaba allí para ampliar conocimientos y por el prestigio que supone tener un historial de servicio extraterrestre. Pero cuando la situación política de la Tierra se tornó compleja y la Compañía se vio obligada a retirarse de la gran cantidad de planetas que había colonizado, Gundersen —al igual que la mayor parte de las quince mil personas de la Compañía que estaban allí— aceptó el traslado a otra misión. Para desconcierto de Gundersen, Cullen figuraba entre los pocos que eligieron quedarse, a pesar de que significaba cortar los lazos con el planeta natal. Gundersen no le preguntó por qué tomó esa decisión: uno no discutía esas cuestiones. Pero parecía extraña.

Vio claramente a Cullen en su memoria, persiguiendo bichos por el Mar de Polvo, la botella matadora rebotando en la cadera, saltando por los salientes rocosos: en realidad, parecía un muchacho demasiado crecido. La belleza del Mar de Polvo le pasó totalmente desapercibida. Ninguna zona del planeta era más profundamente extraña ni espectacular: un lecho oceánico seco, de mayor tamaño que el Atlántico, cubierto por una gruesa capa de pequeños fragmentos de mineral cristalino que brillaban como espejos cuando les daba el sol. Desde la estación de Punta de Fuego, se podía ver la luz matinal que avanzaba por el este como un río en llamas y se derramaba hasta que todo el desierto resplandecía. Los cristales absorbían energía durante todo el día y la emitían por la noche, de modo que incluso en el crepúsculo ese brillo extraño se alzaba nítidamente y, una vez caída la noche, un palpitante resplandor púrpura persistía durante horas. La Compañía había extraído una docena de distintos metales preciosos y una treintena de variedades de piedras preciosas y semipreciosas de ese desierto casi sin vida pero indescriptiblemente hermoso. Las máquinas extractoras salían de la estación para realizar rondas de largo alcance, molían la hermosura y retornaban con tesoros; poco era lo que un agente podía hacer allí salvo tener al día el inventario de las crecientes riquezas y recibir a los grupos de turistas que iban a contemplar el esplendor de la zona. Gundersen se había aburrido muchísimo y hasta las glorias del paisaje le resultaron tediosas, pero Cullen, para quien el desierto incandescente sólo era una brillante molestia, reanudó su pasatiempo a manera de entretenimiento y llenó una botella tras otra con insectos. ¿Acaso las máquinas extractoras seguían en el Mar de Polvo, a la espera de recibir la orden de reanudar las operaciones?, pensó Gundersen. Si la Compañía no se las había llevado después de la retirada, seguramente pasarían allí una eternidad, inútiles y sin oxidarse en medio de los horribles canales que habían abierto. Las máquinas habían excavado la capa cristalina hasta llegar a la capa inferior de basalto opaco y habían vomitado montones de desechos y escombros mientras extraían riquezas. Probablemente la Compañía había dejado esas cosas a modo de monumentos en homenaje al comercio. Dado que la maquinaria era barata y el transporte interestelar costoso, ¿para qué molestarse en retirarlas? En una ocasión, Gundersen había dicho: «Dentro de mil años, el Mar de Polvo estará destruido y aquí sólo habrá cascajos si esas máquinas siguen horadando la roca al ritmo actual». Cullen se había encogido de hombros, sonreído y dicho: «Bueno, uno no tendrá que usar gafas oscuras en cuanto el resplandor infernal haya desaparecido, ¿no?». Ahora la violación del desierto estaba consumada y las máquinas permanecían quietas; ahora Cullen era fugitivo en la región de las brumas y le buscaban por un delito tan terrible que los nildores ni siquiera lo nombraban.

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