2

Una caravana de nildores los trasladaría del puerto espacial al hotel: dos terráqueos por nildor, aunque Gundersen viajaría solo y Van Beneker, con el equipaje, abriría el camino en su coleóptero. Los tres nildores que pastaban en el linde del campo se acercaron lentamente para unirse a la caravana y del monte salieron otros dos. Gundersen se sorprendió de que los nildores aún estuviesen dispuestos a actuar como bestias de carga de los terráqueos.

—No les molesta —explicó Van Beneker—. Les gusta hacernos favores. Así se sienten superiores. De todas maneras, apenas notan que llevan un peso encima. Y no creen en que haya algo vergonzoso en permitir que las personas los monten.

—Mientras estuve aquí, tuve la impresión de que eso los ofendía —dijo Gundersen.

—Desde la retirada se toman todo con más calma. De todas maneras, ¿cómo puede estar seguro de lo que pensaban? Me refiero a lo que pensaban realmente.

Los turistas se alarmaron ligeramente ante la idea de montar a los nildores. Van Beneker intentó serenarles y les explicó que era una parte importante de la experiencia en Belzagor. Además, agregó, las máquinas se desmoronaban y apenas quedaban coleópteros que funcionaran. En beneficio de los temerosos recién llegados, Gundersen mostró cómo se debía montar. Golpeó el colmillo izquierdo del nildor y éste se arrodilló con su estilo mastodóntico, dobló pesadamente las rodillas delanteras y después las traseras. El nildor sacudió los hombros, los dislocó para formar la profunda depresión redondeada en la que una persona podía montar cómodamente y Gundersen subió, cogiendo los cortos cuernos curvados hacia atrás como si fueran pomos. La cresta erizada de púas que recorría el centro del ancho cráneo del nildor comenzó a crisparse. Gundersen reconoció en ese movimiento un gesto de bienvenida; los nildores poseían un rico lenguaje gestual, que no sólo hacía uso de las púas sino también de sus trompas largas y pegajosas y de sus orejas de muchos pliegues.

¡Sssukh!—dijo Gundersen y el nildor se levantó.

—¿Estás bien sentado? —preguntó el nildor en su propio idioma.

—Perfectamente —respondió Gundersen y sintió una oleada de placer cuando el lenguaje no olvidado surgió de sus labios.

A su manera torpe y vacilante, los ocho turistas repitieron sus movimientos y la caravana emprendió el camino del río hacia el hotel. Las polillas nocturnas emitían un leve resplandor bajo el dosel de los árboles. Una tercera luna había aparecido en el cielo y las luces mezcladas penetraban a través del follaje, mostrando el río oleoso y veloz que corría a la izquierda de ellos. Gundersen se colocó en la retaguardia del cortejo ante la eventualidad de que algún turista sufriera un accidente. Sin embargo, sólo hubo un momento difícil, cuando uno de los nildores se detuvo y abandonó la fila. Hundió las puntas triples de sus colmillos en la orilla del río para desenterrar un bocado y después volvió a su sitio. Gundersen sabía que otrora eso no habría sucedido. Entonces no se permitía que los nildores tuviesen caprichos.

Disfrutó de la cabalgada. El vaivén producido por el veloz trotecillo resultaba placentero y no fatigaba a los pasajeros. Qué buenas bestias son los nildores, pensó Gundersen. Fuertes, dóciles e inteligentes. Estuvo a punto de estirarse para acariciar las púas de su montura pero en el último momento llegó a la conclusión de que parecería un movimiento protector. Los nildores no son elefantes estrafalarios, se recordó. Son seres inteligentes, la forma de vida dominante de su planeta, un pueblo, y será mejor que no lo olvides.

Poco después Gundersen percibió el estrépito del oleaje. Se acercaban al hotel.

El sendero se ensanchó hasta convertirse en un claro. Más adelante, una de las turistas señaló con el dedo hacia el monte; su marido se encogió de hombros y meneó la cabeza. Cuando llegó a ese sitio Gundersen vio qué era lo que les preocupaba. Unas sombras negras se agazapaban entre los árboles y las oscuras figuras se movían lentamente de un lado a otro. Apenas resultaban visibles en la penumbra. Cuando el nildor de Gundersen pasó por allí, dos de las formas difusas se asomaron y se detuvieron al borde del sendero. Eran bípedos fornidos, de cerca de tres metros de altura, y estaban cubiertos por una espesa capa de pelo de color rojo oscuro. Agitaban lentamente sus impresionantes colas en medio de la penumbra verdosa. Sus ojos encapuchados, apenas abiertos a pesar de la poca luz, observaban el cortejo. Los hocicos caídos y elásticos, largos como los de un tapir, olfateaban audiblemente.

Una mujer se volvió cautelosamente y preguntó a Gundersen:

—¿Qué son?

—Sulidores, la especie secundaria. Provienen de la región de las brumas. Éstos son norteños.

—¿Son peligrosos?

—Yo diría que no.

—Si son animales norteños, ¿por qué están aquí? —inquirió e marido.

—No lo sé con certeza —replicó Gundersen. Preguntó a su montura y supo la respuesta—. Trabajan en el hotel —gritó a los que cabalgaban más adelante—. Botones, ayudantes de cocina.

Le pareció extraño que los nildores hubiesen convertido a los sulidores en criados domésticos de un hotel para terráqueos. Los sulidores no fueron utilizados como criados ni siquiera antes de la retirada. Claro que entonces habían contado con suficientes robots. El hotel se alzaba al frente. Estaba en la costa: una brillante cúpula geodésica que no mostraba señales exteriores de decadencia. Antes de la retirada, había sido un elegante balneario para uso exclusivo de los altos ejecutivos de la Compañía. Gundersen había pasado allí muchas horas felices. Desmontó y en unión de Van Beneker se dispuso a ayudar a los turistas. En la entrada del hotel se encontraban tres sulidores. Van Beneker hizo unos gestos enérgicos en dirección a ellos y los bípedos comenzaron a retirar el equipaje de la bodega de almacenamiento del coleóptero.

En el interior del hotel, Gundersen percibió de inmediato los síntomas de decadencia. Una alfombra de musgo atigrado había rebasado una franja de jardín decorativo para deslizarse a lo largo de la pared del vestíbulo y ya llegaba a las hermosas losas negras del suelo del salón principal; vio las boquitas dentonas que chasqueaban esperanzadas a medida que caminaba. Sin duda alguna, otrora los robots de mantenimiento del hotel fueron programados para mantener el musgo decorativo en la jardinera, pero el programa debió alterarse sutilmente con el paso de los años y ahora el musgo también penetraba en el interior del edificio. Probablemente los robots habían desaparecido y los sulidores que los reemplazaron eran negligentes en la tarea de la poda. También percibió otros indicios de que el control se estaba perdiendo.

—Los muchachos les mostrarán las habitaciones —dijo Van Beneker—. Pueden bajar a tomar un cóctel cuando les apetezca. La cena se servirá dentro de hora y media.

Un sulidor altísimo condujo a Gundersen hasta una habitación del tercer piso con vista al mar. Los reflejos condicionados le llevaron a ofrecer una moneda a la enorme criatura pero el sulidor se limitó a mirarlo estúpidamente y no se atrevió a cogerla. Gundersen creyó notar una tensión reprimida en el sulidor, una furia interior, pero quizá sólo existía en su imaginación. En épocas pasadas, los sulidores rara vez habían salido de la zona de las brumas y Gundersen no se sentía cómodo en su presencia.

Le preguntó en lenguaje nildororu:

—¿Cuánto tiempo llevas en el hotel?

Pero el sulidor no respondió. Gundersen ignoraba el idioma de los sulidores, aunque sabía que supuestamente todos los sulidores hablaban con fluidez el nildororu y el sulidororu. Repitió la pregunta, enunciándola con más claridad. El sulidor se rascó el pellejo con las brillantes garras pero no dijo nada. Pasó junto a Gundersen, desempañó la pared-ventana, ajustó los filtros atmosféricos y se retiró solemnemente.

Gundersen frunció el ceño. Se desnudó rápidamente y se metió bajo la limpiadora. Un rápido zumbido vibrátil lo libró de la mugre de un día de viaje. Deshizo la maleta y se puso ropa de noche: túnica gris ceñida, botas lustradas y un espejo para la frente. Rebajó un tono el color de sus cabellos y lo pasó de rubio oscuro a castaño rojizo.

Súbitamente se sintió muy fatigado.

Apenas había entrado en la edad madura, sólo tenía cuarenta y ocho años y los viajes normalmente no le afectaban. En consecuencia, ¿a qué se debía ese cansancio? Comprendió que había estado excepcionalmente tenso desde que volviera a posar los pies sobre el planeta. Rígido, inflexible, tenso… sin certeza sobre los motivos de su regreso, inseguro de la recepción que le darían, quizás algo afectado por viejas culpas y ahora la tensión se notaba. Accionó un conmutador y convirtió la pared en un espejo. Sí, su rostro estaba tenso; los pómulos, siempre prominentes, ahora asomaban como cuchillas, tenía los labios apretados y la frente arrugada. El delgado bloque de la nariz se veía dilatado por las ventanas inflamadas de tensión. Gundersen cerró los ojos y se sometió a uno de los ejercicios de relajación. Treinta segundos después tenía mejor aspecto y decidió que un trago podría ayudarlo. Bajó al salón.

Ninguno de los turistas había llegado. Las persianas estaban abiertas y oyó el rugido y el estrépito del mar, olió su salobridad. A lo largo de la orilla habían dejado que se formara una línea blanca y cuajada de sal acumulada. Había pleamar; sólo se veían las puntas de las piedras dentadas que enmarcaban la zona dedicada a los baños. Gundersen observó las aguas manchadas por la luz de las lunas y fijó la mirada en la negrura del horizonte oriental. También habían salido tres lunas la última noche que estuvo allí, cuando le ofrecieron una fiesta de despedida. Acabada la jarana, Seena y él fueron a darse un baño de medianoche a los bancos ocultos por la marea en los que apenas hacían pie y cuando regresaron a la orilla, desnudos y cubiertos de sal, hicieron el amor detrás de las rocas y él la abrazó con la certeza de que lo hacía por última vez. Pero ahora había regresado.

Sintió una nostalgia tan poderosa que se estremeció.

Gundersen contaba treinta años de edad cuando llegó al Planeta de Holman como asistente del agente de estación. Tenía cuarenta y era administrador de sector cuando se marchó. En cierto sentido, sus primeros treinta años de vida fueron un preludio sin importancia de esa década y los últimos ocho años un epílogo vacío. Había vivido su vida en ese continente silencioso, rodeado por bruma y hielo al norte, por bruma y hielo al sur, por el océano de Benjamini al este, por el Mar de Polvo al oeste. Durante un tiempo, había gobernado medio mundo, al menos en ausencia del residente principal, y ese planeta se lo había quitado de encima como si él nunca hubiese estado. Gundersen se apartó de las persianas y tomó asiento.

Van Beneker apareció con su ropa de faena sudorosa y arrugada. Guiñó cordialmente un ojo a Gundersen y revisó un armario.

—También soy el camarero, señor Gundersen. ¿Qué desea beber?

—Alcohol —replicó Gundersen—. Lo que usted recomiende.

—¿Botella o jeringa?

—Botella. Me agrada el sabor.

—A sus órdenes. Pero para mí, la jeringa. Es el efecto, señor, el efecto.

Van Beneker colocó un vaso vacío ante Gundersen y le entregó una botella que contenía tres onzas de un líquido de color rojo oscuro: aguardiente de las tierras altas, un producto local. Hacía ocho años que Gundersen no lo probaba. La botella contaba con su propia heladora por condensación; Gundersen la agitó con un movimiento rápido y breve y observó tranquilamente los copos de hielo que se formaban en el interior. Correctamente enfriado, se sirvió su trago y se llevó rápidamente el vaso a los labios.

—Son existencias anteriores a la retirada —comentó Van Beneker—. No queda mucho, pero sabía que usted lo apreciaría. —Sostenía un tubo ultrasónico sobre su antebrazo izquierdo. Sonó un zumbido y la jeringa envió el alcohol directamente a sus venas. Van Beneker sonrió—. Así llega más rápido. La taberna del obrero. ¿No? ¿No? ¿Quiere otro aguardiente, señor Gundersen?

—Todavía no. Van, será mejor que atienda a los turistas.

Los turistas, cuatro matrimonios, habían entrado en el bar: primero los Watson, luego los Miraflores, los Stein y, por último, los Christopher. Evidentemente, esperaban encontrar el bar rebosante de vida, lleno de otros turistas que se llamaban atolondradamente de una punta a otra y de camareros con chaquetas rojas que servían las copas. En su lugar vieron paredes de plástico descascarado, una escultura sónica que ya no funcionaba y estaba totalmente cubierta de telarañas, mesas vacías y ese desagradable señor Gundersen que observaba melancólicamente un vaso. Los turistas se miraron defraudados. ¿Para ver eso habían recorrido años luz? Van Beneker se acercó a ellos y les ofreció alcohol, tabaco, todo lo que los limitados recursos del hotel podían proporcionar. Los turistas formaron dos grupos cercanos a las ventanas y conversaron en voz baja, visiblemente cohibidos delante de Gundersen. Seguramente percibían la estupidez de sus papeles: esas personas suaves y pudientes cuyo aburrimiento les había llevado a atisbar los extremos de la galaxia. Stein dirigía una tienda de venta de hélices en California, Miraflores una cadena de casinos lunares, Watson era médico y Christopher… Gundersen no logró recordar a qué se dedicaba Christopher. Tenía algo que ver con el mundo de las finanzas.

—En la playa hay algunos de esos animales, los elefantes verdes —comentó la señora Stein.

Todos miraron. Gundersen pidió otro trago y se lo sirvieron. Van Beneker, ruborizado y sudoroso, volvió a guiñar el ojo y acercó una segunda jeringa a su brazo. Los turistas rieron entre dientes.

—¿No tienen vergüenza? —preguntó la señora Christopher.

—Ethel, quizá sólo están jugando —opinó Watson.

¿Jugando? Bueno, si eso te parece un juego…

Gundersen se estiró y miró por la ventana sin levantarse. En la playa se acoplaba una pareja de nildores: la hembra estaba arrodillada donde la sal era más espesa, el macho la montaba, le agarraba los hombros, apretaba firmemente el colmillo central contra el copete erizado de púas de su cráneo y maniobraba hábilmente sus cuartos traseros a medida que se acercaba al empujón de la consumación. Los turistas reían, hacían torpes comentarios y parecían sobresaltados y excitados. Considerablemente sorprendido, Gundersen se dio cuenta de que él también estaba sorprendido, aunque los nildores que copulaban no eran una novedad; cuando un feroz bramido orgásmico llegó desde la playa, Gundersen apartó la mirada, perturbado sin saber el motivo.

—Parece molesto —comentó Van Beneker.

—No necesitaban hacerlo aquí.

—¿Por qué no? Lo hacen en todas partes. Ya sabe cómo son las cosas.

—Vinieron deliberadamente aquí —murmuró Gundersen—. ¿Para exhibirse ante los turistas? ¿O para molestarlos? No deberían reaccionar de ninguna manera ante los turistas. ¿Qué intentan demostrar? Supongo que el hecho de que sólo son animales.

—Usted no comprende a los nildores, Gundy.

Gundersen levantó la mirada, sorprendido tanto por las palabras de Van Beneker como por el súbito descenso de «señor Gundersen» a.«Gundy». Van Beneker también parecía sorprendido, pues pestañeó rápidamente y se acomodó un mechón caído de pelo descolorido.

—¿Así que no los comprendo? —preguntó Gundersen—. ¿Ni siquiera después de pasar diez años aquí?

—Discúlpeme, pero creo que nunca los comprendió, ni siquiera cuando estaba aquí. Solíamos ir mucho a las aldeas cuando trabajaba para usted. Y lo vi.

—Van, ¿en qué sentido cree que no logré comprenderlos?

—Los despreció. Los consideró meros animales.

—¡No es verdad!

—Claro que sí, Gundy. Jamás reconoció que tuvieran el menor indicio de inteligencia.

—Eso es absolutamente falso —aseguró Gundersen. Se levantó, cogió otra botella de aguardiente del armario y regresó a la mesa.

—Se la habría traído —dijo Van Beneker—. Bastaba con que me lo pidiese.

—Da igual. —Gundersen enfrió la bebida y la tomó velozmente—. Van, está diciendo muchas tonterías. Hice todo lo que podía por esta gente. Para que progresaran, para exaltarlos hacia la civilización. Solicité para ellos cintas, cápsulas de sonido, cultura a toneladas. Hice promulgar nuevos reglamentos relativos al trabajo máximo. Insistí en que mis hombres respetaran sus derechos en tanto cultura indígena dominante. Yo…

—Los trató como animales muy inteligentes. No como a personas extrañas inteligentes. Gundy, quizás usted no se dio cuenta, pero yo sí y Dios sabe que ellos también. Los degradó al hablar de ellos. Fue amable con ellos de un modo equívoco. Todo su interés por elevarlos, por hacerlos progresar… caca, Gundy, poseen su propia cultura. ¡No querían la suya!

—Mi deber consistía en guiarlos —sostuvo Gundersen con rigidez—. Aunque era inútil pensar que un puñado de animales que carece de un lenguaje escrito, que no posee… —Se detuvo, horrorizado.

—Animales —repitió Van Beneker.

—Estoy cansado. Quizás he bebido demasiado. Se me escapó.

—Animales.

—Deje de presionarme, Van. Hice cuanto podía y si me equivoqué, lo siento. Intenté hacer lo que era correcto. —Gundersen empujó el vaso vacío por encima de la mesa—. Déme otro trago, por favor.

Van Beneker llenó el vaso y cogió otra jeringa para él. Gundersen aceptó de buena gana la interrupción de la conversación y al parecer Van Beneker también, pues permanecieron en silencio largo rato y evitaron mirarse. Un sulidor entró en el bar y recogió los recipientes vacíos, agachado para no rozar el techo a escala terráquea. La charla de los turistas se apagó a medida que el ser de aspecto feroz se movía por la sala. Gundersen observó la playa. Los nildores se habían ido. Una de las lunas se ponía en el este y dejaba una encendida estela en las aguas agitadas. Descubrió que había olvidado los nombres de las lunas. No importaba, ahora los viejos nombres dados por los terráqueos eran historia muerta. Finalmente decidió preguntar a Van Beneker:

—¿Por qué decidió quedarse aquí después de la retirada?

—Me sentía cómodo. Sí, hace veinticinco años que estoy aquí. ¿Para qué irme a otra parte?

—¿No tiene lazos familiares en otra parte?

—No. Además, aquí estoy cómodo. Recibo una pensión de la Compañía. Los turistas me dejan propinas. También cuento con el salario del hotel. Es suficiente para cubrir mis necesidades. Y lo que más necesito son jeringas. ¿Por qué habría de irme?

—¿Quién es el propietario del hotel? —preguntó Gundersen.

—La confederación de los nildores del continente occidental. La Compañía se lo cedió.

—¿Y los nildores le pagan un salario? Creí que no formaban parte de la economía monetaria galáctica.

—Así es. Arreglaron algo con la Compañía.

—Pero lo que usted está diciendo es que la Compañía aún dirige este hotel.

—Si es posible afirmar que alguien lo dirige, sí, la Compañía se ocupa de ello —reconoció Van Beneker—. Pero no se trata de una violación de la ley de retirada. Sólo hay un empleado: yo. Obtengo el salario de lo que los turistas pagan por el alojamiento. El resto lo gasto en artículos importados de la esfera monetaria. Gundy, ¿no se da cuenta de que es una gran broma? Es una rutina destinada a permitirme traer alcohol, eso es todo. El hotel no es un asunto comercial. La Compañía se ha ido realmente de este planeta. Se ha ido por completo.

—Está bien, está bien, le creo.

—¿Qué busca en la región de las brumas? —inquirió Van Beneker.

—¿Realmente le interesa saberlo?

—El momento de hacer preguntas pasa.

—Quiero presenciar la ceremonia del renacimiento. Nunca la vi mientras estuve aquí.

Los ojos saltones de Van Beneker parecieron sobresalir aún más.

—Gundy, ¿por qué no puede hablar en serio?

—Es lo que hago.

—Resulta peligroso meterse con el ritual del renacimiento.

—Estoy dispuesto a correr los riesgos.

—Primero debería hablar de este asunto con alguna gente de aquí. No debemos entrometernos en eso.

Gundersen suspiró.

—¿La ha visto?

—No. Nunca. Jamás me interesó verla. Cualquier cosa que los salidores hagan en las montañas, que la hagan sin mí. Sin embargo, le diré con quién tiene que hablar: con Seena.

—¿Ha presenciado el renacimiento?

—Su marido lo ha visto.

Gundersen se sintió acongojado.

—¿Quién es su marido?

—Jeff Kurtz. ¿No lo sabía?

—Que me cuelguen —musitó Gundersen.

—Se pregunta qué vio ella en él, ¿no?

—Me pregunto cómo pudo decidirse a vivir con un hombre así. ¡Y usted habla de mi actitud hacia los nativos! Aquí tiene a alguien que los trató como a su propiedad personal y…

—Hable con Seena sobre el renacimiento. Vaya a las Cataratas de Shangri-la. —Van Beneker rió.

—. Está jugando conmigo, ¿no? Sabe que estoy borracho y se divierte.

—No. En absoluto. —Gundersen se puso de pie trabajosamente—. Ahora yo debería descansar.

Van Beneker lo acompañó hasta la puerta. En el momento en que Gundersen salía, el hombrecillo se le acercó y dijo:

—Gundy, sabrá que lo que los nildores hicieron antes en la playa… no lo hicieron por los turistas. Lo hicieron por usted. Ése es su sentido del humor. Buenas noches, Gundy.

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