A primeras horas de la tarde se acercaron al campamento nildor que constituía el objetivo inmediato de Gundersen. Durante la mayor parte del día habían atravesado la amplia llanura costera, pero ahora el terreno se hundía bruscamente, ya que tierra adentro existía una larga y estrecha depresión que iba de norte a sur, una profunda hendidura entre la meseta central y la costa. En el acceso a esa grieta, Gundersen vio la inmensa devastación del follaje que indicaba la presencia de un numeroso rebaño de nildores a pocos kilómetros de distancia. Una cicatriz dentada atravesaba el bosque desde el suelo hasta una altura de aproximadamente el doble de la estatura de un hombre.
Ni siquiera la desbordante fertilidad tropical de la región podía hacer crecer la vegetación al mismo ritmo que el apetito de los nildores; esas zonas de defoliación necesitaban un año o más tiempo para recuperarse después de la partida del rebaño. A pesar del impacto de éste, el bosque que rodeaba la cicatriz era aún más tupido que en la llanura costera del este. Se trataba de una selva húmeda, vaporosa y oscura que se elevaba junto a la potencia vecina. En el valle la temperatura era notoriamente superior a la de la costa y, a pesar de que la atmósfera no podía ser más húmeda, en el aire se percibía una acuosidad casi tangible. La vegetación también era distinta. En la llanura, los árboles solían tener hojas puntiagudas, en ocasiones peligrosamente puntiagudas. Aquí el follaje era redondeado y carnoso: pesados discos combados de color azul oscuro que resplandecían voluptuosamente cuando unos extraviados rayos de luz solar se filtraban por el techo del bosque.
Gundersen y su montura prosiguieron el descenso y siguieron lía línea de la cicatriz de pastoreo. Avanzaron por el lecho de un torrente que corría serpenteante hacia el interior; el terreno era esponjoso y blando y la mayor parte del tiempo Srin'gahar caminaba con el barro hasta las rodillas. Entraban en una amplia cuenca circular que parecía ser el punto más deprimido de toda la región. Tres o cuatro arroyos corrían hacia ésta y alimentaban un lago oscuro y cubierto de malezas situado en el centro. A orillas del lago se encontraba el rebaño de Srin'gahar. Gundersen vio varios cientos de nildores pastando, durmiendo, acoplándose y caminando.
—Bájame —pidió y se sorprendió a sí mismo—. Caminaré a tu lado.
Sin decir palabra, Srin'gahar lo dejó desmontar.
Gundersen se lamentó de su impulso igualitario en cuanto tocó el suelo. Las anchas patas del nildor podían hacer frente al terreno fangoso y Gundersen descubrió que empezaba a hundirse si permanecía en el mismo sitio unos instantes. Pero ahora no volvería a montar. Cada paso era una batalla, pero combatió. Además, estaba tenso e inseguro pues ignoraba qué acogida tendría, y también tenía hambre, ya que durante el largo viaje no había comido nada a excepción de unas cuantas frutas amargas que arrancó de los árboles. La pesadez de la atmósfera le dificultaba la respiración. Se sintió muy aliviado cuando, ladera abajo, la caminata se tornó más fácil. Allí, una trama de plantas esponjosas que se extendían desde el lago se entrelazaba con el fango y formaba una plataforma firme, aunque no totalmente tranquilizadora, de algunos centímetros de espesor. Srin'gahar levantó la trompa y envió un trompetazo de saludo en dirección al campamento. Algunos nildores respondieron del miso modo. Srin'gahar se dirigió a Gundersen:
—Amigo de mi viaje, el nacido muchas veces se encuentra a orillas del lago. ¿Lo ves? ¿Lo ves en medio de aquel grupo? ¿Te llevo ahora hasta él?
—Por favor —repuso Gundersen.
El lago estaba cubierto de vegetación a la deriva. De la superficie sobresalían masas encorvadas de vegetales: hojas semejantes a cuernos de la abundancia, cuerpos de esporas en forma de copa, tallos pegajosos y enmarañados; todo era de color azul oscuro y destacaba contra el fondo verdiazul más claro del agua. En medio de ese laberinto de tupida flora se movían lentamente enormes mamíferos semiacuáticos: media docena de malidares cuyos cuerpos tubulares y amarillentos estaban sumergidos casi por completo. Sólo quedaban a la vista los bultos redondos de sus espaldas, los periscopios salientes de sus ojos entallados y, de vez en cuando, una nariz cavernosa y refunfuñante. Gundersen pudo ver las enormes ringleras que los malidares habían abierto en la vegetación para alimentarse ese día, pero en el otro extremo del lago las heridas comenzaban a cicatrizar a medida que nuevos crecimientos cubrían rápidamente las brechas trazadas recientemente.
Gundersen y Srin'gahar descendieron hacia el lago. La dirección del viento cambió súbitamente y Gundersen respiró la fragancia que emanaba del lago. Tosió: era como respirar los vapores de una destilería. El lago fermentaba. El alcohol era un derivado de la respiración de esas plantas acuáticas y, dado que no tenía salida, el lago se había convertido en una enorme tina de aguardiente. Tanto el agua como el alcohol se evaporaban rápidamente, de modo que la atmósfera circundante no solo era húmeda sino embriagante; puesto que durante siglos la evaporación del agua había superado la entrada de ésta procedente de los arroyos, la graduación alcohólica del líquido restante había aumentado constantemente. Gundersen sabía que, mientras la Compañía gobernó el planeta, esos lagos fueron la perdición de más de un agente.
AI parecer, los nildores le hicieron poco caso mientras se acercaba. Gundersen reparó en que, en realidad, todos los miembros del campamento le observaban con atención, pero fingían indiferencia mientras parecían atareados. Se desconcertó al ver una docena de refugios de monte a la orilla de uno de los arroyos. Los nildores no utilizaban cobijos de ningún tipo pues por el tórrido clima eran innecesarios y, además, eran incapaces de construir nada ya que carecían de órganos de manipulación salvo los tres «dedos» situados en la punta de sus trompas. Estudió azorado los toscos colgadizos y un momento después comprendió que había visto antes estructuras de ese tipo: se trataba de las chozas de los sulidores. El acertijo se hizo más difícil. Gundersen ignoraba la existencia de una relación tan íntima entre los nildores y los bípedos carnívoros de la región de las brumas. En ese momento vio a los sulidores, alrededor de veinte, sentados con las piernas cruzadas en el interior de las chozas. ¿Esclavos? ¿Cautivos? ¿Amigos de la tribu? Ninguna de esas hipótesis tenía sentido.
—Éste es nuestro nacido muchas veces —dijo Srin'gahar y señaló con un movimiento de la trompa a un venerable nildor cubierto de cicatrices que se encontraba en medio de un grupo, junto a la orilla del lago. Gundersen sintió una oleada de respeto, inspirado no sólo por la edad de ese ser sino por la certeza de que esa bestia anciana, gris azulada por los años, debió de participar varias veces en los ritos inimaginables de la ceremonia de renacimiento. El nacido muchas veces había viajado más allá de la barrera espiritual que contenía a los hombres. Cualquiera que fuese el nirvana que la ceremonia de renacimiento ofrecía, ese ser lo había conocido y Gundersen no, y esa distinción crucial de la experiencia hizo que al terráqueo le abandonara el valor a medida que se acercaba al jefe del rebaño.
Un círculo de cortesanos rodeaba al anciano. Éstos también tenían la piel gris y arrugada: un consejo de ancianos. Los nildores más jóvenes, los de la generación de Srin'gahar, guardaban una respetuosa distancia. No había un solo nildor inmaduro en el campamento. Ningún terráqueo había visto a un joven nildor. A Gundersen le habían contado que los nildores siempre nacían en la región de las brumas, en la patria natal de los sulidores, y al parecer permanecían firmemente recluidos allí hasta alcanzar el equivalente nildor de la adolescencia, momento en que emigraban a las selvas de los trópicos. También se había enterado de que todos los nildores abrigaban la esperanza de retornar a la región de las brumas cuando les llegara el momento de morir. Pero ignoraba si esas afirmaciones eran ciertas. Nadie lo sabía.
El círculo se abrió y Gundersen se encontró frente al nacido muchas veces. El protocolo exigía que Gundersen fuese el primero en hablar, pero vaciló, mareado quizá por la tensión o por los vapores del agua, y transcurrieron unos instantes eternos hasta que logró reunir fuerzas. Por último dijo:
—Soy Edmund Gundersen del primer nacimiento y te deseo la alegría de muchos renacimientos, oh, sabio entre los sabios.
Sin ninguna prisa, el nildor ladeó su enorme cabeza, absorbió un trago de agua del lago y se la introdujo en la boca. Luego rugió:
—Te conocemos, Edmundgundersen, de días pasados. Te ocupabas de la gran casa de la Compañía en Punta de Fuego, en el Mar de Polvo.
La memoria del nildor le sorprendió y acongojó. Si le recordaba tan bien, ¿qué posibilidades tenía de ganar el favor de esas personas? No le debían ninguna amabilidad.
—Sí, estuve allí hace mucho tiempo —respondió tensamente.
—No tanto. Diez giros no es mucho tiempo. —Los ojos de gruesos párpados del nildor se cerraron y pareció que el nacido muchas veces se había dormido. Poco después agregó, con los ojos aún cerrados—: Soy Vol'himyor, del séptimo nacimiento. ¿Entrarás en el agua conmigo? En este nacimiento actual, me canso rápidamente en tierra.
Sin esperar, Vol'himyor entró en el lago, nadó lentamente hasta unos cuarenta metros de la orilla y permaneció flotando allí, hundido hasta los hombros. Un malidar que había ramoneado las malezas de esa zona del lago se sumergió con un burbujeante murmullo de descontento y volvió a aparecer más lejos. Gundersen comprendió que no le quedaba más alternativa que seguir al nacido muchas veces. Se quitó la ropa y avanzó.
El agua tibia comenzó a cubrirlo. No muy lejos, la trama esponjosa de tallos fibrosos dejó paso a un fango suave y tibio bajo los pies desnudos de Gundersen. Ocasionalmente, sintió en las plantas de los pies los movimientos de ciertos pequeños seres con muchas patas. Las raíces de las plantas acuáticas se agitaban como un látigo alrededor de sus piernas y las burbujas negras cargadas de alcohol que subían desde lo más profundo y estallaban en la superficie estuvieron a punto de ahogarlo con su liberación de vapor. Empujó las plantas, se abrió paso a la fuerza entre ellas con suma dificultad y sintió un gran alivio cuando sus pies no tocaron más el fango. Chapoteó rápidamente hacia Vol'himyor. Gracias al malidar, en ese punto la superficie del lago era diáfana. Sin embargo, en las oscuras profundidades de las aguas se movían otros animales desconocidos y casi incesantemente algo resbaladizo y rápido se escurría por el cuerpo de Gundersen. Se obligó a ignorar esas cosas.
Vol'himyor, que todavía parecía dormido, murmuró:
—Has estado fuera de este mundo durante muchos giros, ¿no?
—Después de que la Compañía cedió sus derechos aquí, regresé a mi planeta —contestó Gundersen.
Gundersen se dio cuenta de que había cometido un error incluso antes de que el nildor abriera los párpados y le mirara fríamente con sus ojos redondos y amarillos.
—Aquí tu Compañía nunca tuvo derechos que ceder —dijo el nildor con su acostumbrado tono llano y neutral—. ¿No es así?
—Así es —reconoció Gundersen. Buscó una corrección airosa y finalmente agregó—: Después de que la Compañía renunció a la posesión de este planeta, regresé a mi propio mundo.
—Esas palabras son más veraces. ¿Por qué has vuelto?
—Porque amo este lugar y deseo volver a verlo.
—¿Es posible que un terráqueo sienta amor por Belzagor?
—Sí, es posible que un terráqueo lo sienta.
—Un terráqueo puede quedar atrapado por Belzagor —dijo Vol'himyor con más lentitud que de costumbre—. Un terráqueo puede descubrir que su alma ha sido cogida por las fuerzas de este planeta y que la retiene en la esclavitud. Pero dudo de que un terráqueo pueda sentir amor por este planeta, tal como yo comprendo vuestro concepto del amor.
—Te concedo la razón, nacido muchas veces. Mi alma ha quedado atrapada por Belzagor. No podía dejar de regresar.
—Eres rápido para dar la razón.
—No deseo ofender.
—Intento loable. ¿Y qué harás aquí, en este mundo que se ha apoderado de tu alma?
—Viajar a muchos sitios de tu mundo —replicó Gundersen—. Tengo especial interés en visitar la región de las brumas.
—¿Por qué?
—Es el lugar que me atrapa más profundamente.
—No has dado una respuesta informativa —puntualizó el nildor.
—No puedo ofrecer otra.
—¿Qué te ha atrapado allí?
—La belleza de las montañas que se elevan desde las brumas. El resplandor de los rayos del sol en un día despejado, frío y brillante. El esplendor de las lunas contra un campo de nieve trémula.
—Eres muy poético —opinó Vol'himyor.
Gundersen no supo si le alababa o se burlaba de él.
—Según las leyes actuales, debo tener el permiso de un nacido muchas veces para entrar en la región de las brumas. He venido a solicitarte ese permiso.
—Eres melindroso en el respeto de nuestras leyes, mi amigo nacido una vez. Antaño eras distinto.
Gundersen se mordió el labio. Sintió que algo reptaba por su pantorrilla desde la profundidad del lago pero se obligó a mirar serenamente al nacido muchas veces. Escogió cuidadosamente las palabras y dijo:
—A veces tardamos en comprender la naturaleza de otro y le ofendemos sin saber lo que hacemos.
—Así es.
—Pero luego llega la comprensión —agregó Gundersen— y uno siente remordimientos por los actos del pasado y espera perdón para sus pecados.
—El perdón depende de la calidad de los remordimientos —observó Vol'himyor — y también de la calidad de los pecados.
—Creo que conoces mis fallos.
—No han sido olvidados —dijo el nildor.
—También creo que para tu credo no es desconocida la posibilidad de la redención personal.
—Es verdad, es verdad.
—¿Me permitirás enmendar mis pecados del pasado contra tu pueblo, tanto los conocidos como los desconocidos?
—Enmendar los pecados desconocidos es cosa insensata —afirmó el nildor—. De todos modos, nosotros no buscamos una disculpa. Tu redención del pecado es asunto tuyo, no nuestro. Quizás encuentres aquí esa redención, tal como esperas. Percibo un grato cambio en tu alma y ello pesará enormemente a tu favor.
—¿Entonces cuento con tu permiso para ir al norte? —inquirió Gundersen.
—No tan rápido. Quédate un tiempo con nosotros como invitado. Debemos pensar en esto. Ahora puedes volver a la orilla.
La despedida era evidente. Gundersen agradeció al nacido muchas veces su paciencia, no sin cierta autosatisfacción por la forma en que había llevado la entrevista. Siempre había mostrado la deferencia correspondiente a los nacidos muchas veces —incluso un imperialista realmente kiplinguesco sabía que le convenía mostrar respeto hacia los venerables líderes tribales—, pero en la época de la Compañía sólo era una burla para él, una muestra fingida de humildad ya que el poder fundamental correspondía al agente de sector de la Compañía y no a ningún nildor, por muy sagrado que fuese. Ahora el viejo nildor tenía realmente el poder de impedirle entrar en la región de las brumas y quizá viera incluso cierta justicia poética en el hecho de impedírselo. Pero Gundersen sintió que ahora su actitud deferente y apologética había sido bastante sincera y que había transmitido a Vol'himyor parte de esa sinceridad. Sabía que no podía engañar al nacido muchas veces haciéndole creer que un antiguo servidor de la Compañía como él súbitamente deseaba arrastrarse ante las ex víctimas del expansionismo terrestre, pero a menos que hiciese alguna muestra de sinceridad, no tenía la menor posibilidad de conseguir el permiso que necesitaba.
Repentinamente, mientras aún se encontraba bastante lejos de la orilla, algo dio a Gundersen un golpe terrible entre los hombros y lo lanzó, atontado y jadeante, de cara al agua.
Al sumergirse, le pasó por la cabeza la idea de que Vol'himyor le había seguido traicioneramente y golpeado con la trompa. Un golpe de ese tipo podía resultar fatal si se aplicaba con verdadera malicia. Atragantado, con la boca llena del licor del lago y los brazos entumecidos por el impacto del golpe, Gundersen salió cautelosamente a la superficie, dispuesto a encontrar al anciano nildor sobre él, preparado para lanzar el golpe de gracia.
Abrió los ojos y momentáneamente tuvo dificultades para centrar la mirada. No, el nacido muchas veces estaba lejos, en el lago, y miraba en otra dirección. En ese momento Gundersen tuvo una extraña y espinosa premonición y hundió la cabeza a tiempo para evitar que lo mismo que le había golpeado antes le decapitara. Se acurrucó en el agua cubierto hasta la nariz y lo vio girar en lo alto: una barra gruesa y amarillenta como un trueno descontrolado. En ese momento oyó violentos gritos de dolor y sintió que unas olas cada vez más altas recorrían el lago. Miró a su alrededor.
Doce salidores habían entrado en el lago y estaban matando a un malidar. Habían arponeado a la enorme bestia con palos aguzados; en ese momento el malidar se debatía y enroscaba en la agonía final y fue la poderosa cola del animal la que derribó a Gundersen. Los cazadores se habían desplegado en los bancos, hundidos hasta la cintura, con su grueso pelaje manchado de lodo y deslustrado. Cada grupo aferró el mástil de un arpón y gradualmente arrastraron al malidar hacia la orilla. Gundersen ya no corría peligro, pero siguió sumergido, recuperó la respiración y movió los hombros para comprobar que no tenía ningún hueso roto. La primera vez, la cola del malidar sólo debió rozarle; sin duda alguna, la segunda vez le habría destrozado si no se hubiese sumergido. Empezaba a sentir dolor y estaba medio ahogado a causa del agua que había tragado. Se preguntó cuándo comenzaría a estar borracho. Los sulidores habían arrastrado a la orilla a su presa. Sólo quedaban en el agua la cola y las gruesas patas traseras palmeadas del malidar, que se movían espasmódicamente. El resto del animal, de un peso de varias toneladas y su estatura cinco veces superior a la de un hombre, estaba en la orilla y los sulidores le clavaban metódicamente largas estacas, una en cada uno de los miembros delanteros y varias en la ancha cabeza en forma de cuña. Algunos nildores presenciaban la operación con ligera curiosidad. La mayoría de ellos la ignoraban. Los demás malidares siguieron ramoneando en el bosque como si no hubiese ocurrido nada.
Un último arponazo dividió en dos la columna vertebral del malidar. La bestia se estremeció y quedó inmóvil.
Gundersen nadó rápidamente, vadeó el fango desagradablemente voluptuoso y se dejó caer en la orilla. Súbitamente se le doblaron las rodillas y trastabilló hacia delante, tembloroso, atragantado y asqueado. Un delgado hilillo de líquido surgió de sus labios. Después se echó de lado y vio que los sulidores cortaban gigantescos trozos de carne de color rosa claro de los flancos del malidar y los repartían entre ellos. Otros sulidores salían de las chozas para participar del festín. Gundersen se estremeció. Sufría una especie de conmoción y transcurrieron algunos minutos hasta que comprendió que el motivo de su malestar no sólo se debía al golpe que había recibido y el agua que había tragado sino a la comprobación de que se había perpetrado un acto de violencia en presencia de un rebaño de nildores y éstos no parecían preocupados en lo más mínimo. Había supuesto que esos seres pacíficos y no beligerantes reaccionarían horrorizados ante la matanza de un malidar. Pero no les importaba. Lo que Gundersen sentía era el malestar de la desilusión.
Un sulidor se acercó y se detuvo ante él. Gundersen miró inquieto a la figura alta y peluda. El sulidor sostenía entre las patas delanteras un trozo de carne de malidar, del tamaño de la cabeza de Gundersen.
—Para ti —dijo el sulidor en el idioma de los nildores—. ¿Comes con nosotros?
No esperó respuesta. Arrojó el trozo de carne al suelo, junto a Gundersen, y se reunió con sus compañeros. Al terráqueo se le revolvió el estómago. La carne cruda no le apetecía.
Súbitamente el silencio reinó en la orilla.
Todos le miraban, tanto los sulidores como los nildores.