7. LA ESCUELA DE RASARO

La luz se colaba por las altas y anchas ventanas, reflejándose en las desnudas y encaladas paredes de argamasa del salón de invierno. A Mon le costaba imaginar que afuera el resplandor pudiera ser mayor. Si él y sus hermanos podían reunirse allí para escuchar el sermón de Akma —no, para conversar con él— era porque nadie usaba el salón de invierno en verano. Era demasiado tórrido, demasiado luminoso. A Mon le costaba mantener los ojos abiertos. Si no hubiera sido por las moscas zumbonas que insistían en beberse las gotas de su sudor, se habría adormilado hacía rato.

No es que no le interesaran las ideas de Akma. Pero los dos habían hablado de todo aquello antes de compartirlo con Aronha, Ominer y Khimin, así que pisaba terreno conocido. Y era natural que Akma dirigiera las sesiones, pues Mon no tenía paciencia con las preguntas de Khimin, que nunca venían al caso, ni con la obstinada negativa de Aronha a aceptar puntos ya demostrados y más que demostrados. Sólo Ominer pareció comprender de inmediato de qué hablaba Akma, y alargaba las sesiones y las hacía más tediosas de lo necesario, porque cuando entendía alguna cuestión se la repetía a Akma con otras palabras. Entre la falta de luces de Khimin, la estolidez de Aronha y el entusiasmo de Ominer, se necesitaban horas para cada pequeño avance, o eso le parecía a Mon. Akma podía soportarlo. Akma podía actuar como si las preguntas y comentarios no fueran intolerablemente estúpidos.

De pronto Mon tuvo una sospecha. ¿Akma lo trataba a él de la misma manera? ¿Las ideas que habían elaborado «juntos» pertenecían en realidad sólo a Akma? ¿Hasta dónde llegaba su capacidad de persuasión?

Mon descartó esta idea de inmediato, pues implicaba que él era intelectualmente inferior a Akma y, naturalmente, no era así. Bego siempre recalcaba que Mon era el mejor alumno que había tenido.

—Los humanos y los ángeles pueden vivir juntos —decía Akma— porque el hábitat natural de ambas especies es el aire libre y el sol. Los humanos no pueden volar, pero nuestra estructura bípeda nos eleva por encima de los demás animales. Nos concebimos como gente que ve desde arriba, lo cual nos vuelve compatibles en espíritu con la gente del cielo. Los cavadores, en cambio, son criaturas de la oscuridad, y lo natural en ellos es arrastrar el vientre por cavernas subterráneas. Los cavadores aman aquello que las criaturas inteligentes y refinadas aborrecen, aquello que repugna a las criaturas sensibles.

Mon cerró los ojos debido a la insoportable luz blanca de la habitación. En el fondo de su mente palpitaba una sensación intensa, una certeza que había aprendido a respetar en su infancia y que en aquellos últimos años había aprendido a ignorar, algo que le había resultado difícil. La sensación nacía por debajo del nivel de formación de las palabras. Pero, así como la mente brinda palabras para melodías inexplicables, su mente también conocía las palabras que acompañaban aquella sensación. «Está mal. Esto está mal. Mal, mal, mal.» Aunque cerrara los ojos, no lograba ahuyentarla.

Esto no quiere decir nada, pensó Mon. Esta sensación es una secuela de mi infancia. Es sólo el Guardián de la Tierra tratando de convencerme de que Akma no dice la verdad.

¿En qué estoy pensando? Ni siquiera creo en el Guardián de la Tierra, y ahora le echo la culpa de este canto palpitante, insensato, estúpido y descabellado que me late en la cabeza. No puedo librarme de mis supersticiones ni siquiera mientras trato de librarme de ellas. Se rió de sí mismo.

Rió en voz alta, o tal vez respiró como si riera. No se necesitaba mucho para que Akma se enfadara.

—Pero tal vez yo me equivoque —dijo Akma—. Mon es el único que lo entiende de veras. ¿Por qué te reías, Mon?

—No me reía —negó Mon. Mal, esto está mal, mal.

—Quiero decir que mi idea inicial, Mon, como tú recordarás, mi idea inicial era que las tres especies debían vivir separadas, pero tú insististe en que los humanos y los ángeles podían convivir a causa de estas afinidades.

—¿Quieres decir que esta idea ha sido de Mon? —preguntó Aronha—. ¿Mon, que a los tres años saltó desde una pared porque quería volar como un ángel?

—Sólo pensaba —dijo Mon— que los ángeles podrían decir de nosotros las mismas cosas que tú dices de los cavadores: criaturas viles y reptantes. Ni siquiera sabemos colgarnos de una rama. Seres mugrientos, agazapados en la roña…

—¡Pero no velludos! —exclamó Khimin.

—Nadie nos escuchará si decimos que los ángeles son mejores que los humanos —dijo Ominer—. Y el reino se desmoronaría si dijéramos que los humanos y los ángeles deben separarse. Si queremos que esto funcione, tenemos que excluir a los cavadores y únicamente a los cavadores.

Mon lo miró sorprendido. También Akma.

—¿Si queremos que funcione qué? —preguntó Akma.

—Esto. Lo que estamos preparando —dijo Ominer.

Mon y Akma se miraron.

Ominer comprendió que había dicho algo equivocado.

—¿Qué pasa?

Nadie respondió.

Aronha, en un tono mesurado, dijo:

—No sabía que tuviéramos un plan para exponer públicamente estas ideas.

—¿Qué? ¿Vamos a esperar hasta que seas rey? —preguntó Ominer con desdén—. Tanta urgencia, tanto secreto… yo suponía que Akma nos preparaba para comenzar a hablar en contra de eso que Akmaro llama religión: su intento de controlar y destruir nuestra sociedad y de entregar el reino a los elemaki. Pensé que hablaríamos en contra de eso ahora, antes de que él logre que los cavadores sean aceptados como hombres y mujeres verdaderos en todo Darakemba. De lo contrario, ¿para qué perder el tiempo? Vamos a trabar amistad con los cavadores, así al menos no nos harán a un lado cuando se adueñen del poder.

Akma rió entre dientes. Aunque eso le daba un aire de suficiencia, Mon le conocía desde hacía tiempo y sabía que aquella risa denotaba temor.

—Supongo que ése era nuestro objetivo en términos generales, pero no creo que tuviera las características de un plan. Ominer rió despectivamente.

—Nos dices que no hay Guardián, y creo que las pruebas que aportas son concluyentes. Nos dices que los humanos nunca abandonaron la Tierra, que no somos más antiguos que la gente del cielo y la gente del suelo, que sólo evolucionamos en lugares distintos… y lo acepto. Nos dices que, en vista de todo esto, las enseñanzas de tu padre son erróneas. Lo único que importa es qué cultura sobrevivirá y prevalecerá. Y la única solución es expulsar a los cavadores de Darakemba y preservar esta civilización que los humanos y ángeles han creado en conjunto, la civilización de los nafari. Mantener a los elemaki confinados en el Gornaya, con su repulsiva alianza con esas gordas ratas reptantes, mientras hallamos el modo de colonizar las grandes planicies del Severless, el Vostoiless y el Yugless y multiplicar tanto nuestra población que podamos dominar a los elemaki… ¿Teniendo tantos planes maravillosos, nunca pensaste en hacerlos públicos? Vamos, Akma y Mon, no somos estúpidos.

Por la expresión de Khimnin y Aronha se veía que era la primera vez que ellos se planteaban tales ideas pero que, dada la exasperación de Ominer, no estaban dispuestos a admitir su vergonzosa estupidez.

—Sí —dijo Akma—, con el tiempo habríamos empezado a hablar con otros.

Muchos otros —dijo Ominer—. No te creas que harás cambiar a Padre de parecer. Akmaro tiene a Padre en el bolsillo. Y ningún consejero nos apoyará para oponerse a la voluntad del rey. Y si hablamos de esto a escondidas, parecerá una conspiración y cuando se descubra quedaremos como viles traidores. Así que el único modo de impedir que Akmaro destruya Darakemba es oponerse a él abierta y públicamente. ¿Estoy en lo cierto?

Mal. Esto está mal, mal.

Por instinto, Mon a punto estuvo de responder con el mensaje que le latía en la mente, pero ese mensaje era una secuela de su fe infantil en el Guardián; debía superar y rechazar esa superstición si deseaba ganarse el respeto de Akma. Y de Bego, y de sus hermanos, de quien fuera. El respeto de Akma.

En vez de decir lo que creía su corazón, respondió sólo con la mente.

—Sí, Ominer, tienes razón. Y es verdad que Akma y yo no hemos hablado de esto. Tal vez Akma haya pensado en ello, pero yo no. Sin embargo, ahora que lo dices, sé que tienes razón.

Aronha lo miró gravemente.

¿Sabes que tiene razón?

Mon comprendió el significado de la pregunta. Aronha quería tener la certeza de que el don de discernimiento de Mon estaba consagrado a esta lucha. Pero Mon se negaba a considerar esas sensaciones como «conocimiento». El conocimiento era aquello que se descubría con la razón, aquello que se defendía con la lógica, aquello que exigía pruebas concretas. Y aunque Aronha formulaba una pregunta específica, Mon pudo responder con franqueza usando el único sentido de la palabra «conocer» en el que ahora creía.

—Sí, Aronha. Sé que tiene razón, y sé que Akma tiene razón, y sé que yo tengo razón. Aronha cabeceó serenamente.

—Somos los hijos del rey. No tenemos más autoridad que la que él nos otorga, pero gozamos de enorme prestigio. Asestaríamos un golpe fatal a las reformas de Akmaro si nos opusiéramos a ellas públicamente. Y no somos sólo los motiaki los dispuestos a hacerlo, sino también el hijo de Akmaro…

—Quizá la gente nos escuche —dijo Akma.

—La gente se caerá de espaldas —afirmó Ominer.

—Pero eso es traición —apuntó Khimin.

—Nada de lo que decimos niega la autoridad del rey —dijo Ominer—. ¿No escuchas o qué? Afirmamos la antigua alianza entre humanos y ángeles. Afirmamos la decisión ancestral de que los descendientes de Nafai deben reinar sobre los nafari. Sólo rechazamos estas pamplinas supersticiosas según las cuales el Guardián ama a los cavadores tanto como a la gente del cielo y a la gente media.

—Pensándolo bien —dijo Khimin—, los ángeles son la gente del cielo, los humanos somos la gente del suelo y los cavadores no son gente.

—No obtendremos mucho apoyo —dijo Akma secamente— si llamamos «gente del suelo» a los humanos. Khimin rió nerviosamente.

—No, supongo que no.

—Ominer tiene razón —dijo Akma—. Pero yo también tengo razón cuando digo que no estamos preparados. Tenemos que prepararnos para hablar de este tema, todos, en cualquier momento.

—¿Yo? —exclamó Aronha—. Yo no soy como Mon o como tú, no puedo abrir la boca y perorar durante horas.

—Ese talento es propio de Akma —dijo Mon. Ominer resopló.

—Vamos, Mon. Siempre hacíamos la misma broma. ¿Mon está despierto? No sé. ¿Está hablando? Entonces está despierto.

Aquellas palabras le dolieron, aunque era evidente que Ominer no quería herirlo. Mon cerró la boca, decidido a callar hasta que le rogasen que hablara.

—Insisto —dijo Akma—, tenemos que obrar con total solidaridad. Si todos los hijos de Motiak y el hijo de Akmaro se unen para oponerse a la nueva política, todos comprenderán que, al margen de lo que decida el rey actual, los cavadores no serán ciudadanos en el reino del próximo rey. Esto alentará a los cavadores liberados a marcharse y a regresar a territorio elemaki, donde deben estar. Y nadie podrá decir que nos oponemos a la libertad, porque nuestro plan consiste en liberar a todos los esclavos de inmediato, pero liberarlos en la frontera, para que no engendren más cavadores libres que querrán ser ciudadanos de una nación donde no encajan. Es una política benévola, en realidad, reconocer las insuperables diferencias entre nuestras especies y despedirse amable pero enérgicamente de los cavadores que se creen civilizados.

Los otros aceptaron. Era un buen programa. El respaldo era unánime.

—Pero si uno solo de los hijos de Motiak parece estar en desacuerdo con cualquier aspecto de este programa, si uno solo de los hijos de Motiak demuestra que aún cree en esas tonterías que Akmaro predica sobre el Guardián…

Que nuestra gente creyó siempre desde los días de los Héroes, pensó Mon.

—… entonces todos supondrán que Motiak designará sucesor a ese hijo y desheredará a los demás. ¿El resultado? Mucha gente poderosa se nos opondrá por simples razones políticas, para estar con el bando ganador. Pero si saben que no hay sucesor posible excepto los que repudian a Akmaro y su amor por los cavadores, entonces recordarán que los reyes no viven para siempre, y cerrarán el pico, pues no querrán enemistarse con el futuro rey.

—No seas modesto —dijo Mon—. Todos esperan que el puesto de sumo sacerdote sea tuyo cuando tu padre deje caer su espíritu como una túnica vieja. —Los otros rieron entre dientes al oír aquel anticuado eufemismo.

Pero Aronha parecía haber detectado el destello de una idea en el rostro de Khimin, y cuando las risas cesaron dirigió un mordaz comentario al hijo menor.

—Y si alguien piensa desertar para convertirse en heredero, os aseguro que el ejército no respetará a ningún sucesor que no sea yo, mientras yo viva y quiera el trono cuando mi padre cese en sus funciones. Si vuestra motivación es el anhelo de poder, sólo lo obtendréis permaneciendo a mi lado.

Mon se quedó atónito. Era la primera vez que Aronha amenazaba a alguien con su poder futuro, o que hablaba tan crudamente de lo que podía suceder una vez muerto su padre. Y no le gustó que Aronha dijera «mi padre» en vez de «nuestro padre», o simplemente «Padre».

—¡No, no, no! —gimió de pronto Akma, doblándose en la silla y hundiendo el rostro entre las manos.

—¿Qué sucede? —Todos se le acercaron como si sufriera un ataque.

Akma se irguió, se levantó de la silla.

—Yo he provocado esto. He sembrado cizaña entre vosotros. He logrado que Aronha dijera cosas terribles. Nada de esto lo merece. Si yo no hubiera trabado amistad con Mon, si no hubiéramos regresado a Darakemba, si hubiéramos tenido la dignidad de morir bajo el látigo de los cavadores y sus prepotentes amos humanos en Chelem, Aronha jamás habría dicho semejante cosa.

—Lo lamento —dijo Aronha, sinceramente compungido.

—No, yo lo lamento —le contestó Akma—. Acudí a vosotros como amigo, con la esperanza de ganaros para la causa de la verdad y de salvar a este pueblo de las descabelladas teorías de mi padre. Pero en cambio he vuelto a un hermano contra otro, y no puedo soportarlo.

Se marchó de la habitación tan precipitadamente que tumbó la silla.

Los cuatro guardaron silencio un buen rato, y entonces Khimin y Aronha hablaron al mismo tiempo.

—¡Aronha, yo nunca me pondría en tu contra! ¡Nunca se me ha pasado por la cabeza! —exclamó Khimin. Y al mismo tiempo Aronha gritó:

—Khimin, perdóname por imaginar siquiera que harías semejante cosa… eres mi hermano, hagas lo que hagas, y yo…

El bueno de Aronha, torpe con las palabras. El tierno e hipócrita Khimin. Mon tenía ganas de reír.

Ominer se rió.

—Escuchad vuestras palabras. «Yo nunca pensé mal de ti.» «Yo pensé mal de ti pero lo lamento muchísimo.» Venga, lo único que pide Akma es que permanezcamos unidos antes de hacer declaraciones públicas. Hagámoslo, ¿vale? No es difícil. Sólo debemos guardarnos nuestra opinión acerca de las cosas que puedan irritar a los demás. Lo hacemos continuamente en presencia de Padre… por eso él no sabe cuánto odiamos a la reina.

Khimin palideció, se sonrojó.

—Yo no la odio.

—¿Veis? —dijo Ominer—. Está bien que no estés de acuerdo, Khimin. Aronha sólo pide que guardemos silencio sobre el asunto. Así podremos lograr todo lo que sea necesario.

—Estoy de acuerdo con vosotros en todo, excepto en lo de mi madre —comentó Khimin.

—Sí, sí —dijo Ominer con impaciencia—, lo lamentamos muchísimo por ella, pobre desgraciada, muñéndose como está de la enfermedad más lenta del mundo.

—Basta —terció Aronha—. Tú hablas de mantener la paz, Ominer, y provocas a Khimin como si ambos fuerais chiquillos.

—Nunca hemos sido chiquillos al mismo tiempo —dijo Ominer ácidamente—. Yo dejé de serlo antes de que él naciera.

—Por favor —murmuró Mon, aprovechando una pausa para que todos le oyeran. Con su tono moderado se ganó la atención de los demás—. Cualquiera que nos oyese pensaría que realmente hay un Guardián, y que nos idiotiza a todos para que no podamos unirnos en su contra.

Aronha, como de costumbre, se tomó sus palabras demasiado al pie de la letra.

—¿Hay un Guardián? —preguntó.

—No, no hay un Guardián —dijo Mon—. ¿Cuántas veces tenemos que demostrártelo para que dejes de preguntarlo?

—No lo sé —dijo Aronha. Miró a Mon a los ojos—. Tal vez cuando olvide que cada vez que me decías que algo era correcto y verdadero, desde que eras pequeño, resultaba ser correcto y verdadero.

—¿Nunca me equivoqué en tales ocasiones? —preguntó Mon—. ¿O estabas tan ávido como yo de creer que los niños de nuestra edad podían saber algo?

Mal. Esto está mal, mal, mal…

Mon se mantuvo impasible.

Aronha sonrió de mala gana.

—Ve a buscar a Akma —dijo—. Si no le conozco mal, no andará muy lejos, esperando que uno de nosotros vaya a buscarlo. Ve tú, Mon. Tráelo de vuelta. Nos uniremos a él. Por el bien del reino.


Khideo saludó a Ilihiak con un abrazo. No, no a Ilihiak, a Ilihi. Un hombre que había sido rey y ahora recalcaba que no había en él nada de extraordinario, que no estaba tocado por la mano del Guardián. Resultaba tan raro, era como una especie de fracaso. Pero no el fracaso de Ilihi, sino el fracaso del universo.

—¿Y cómo está tu esposa? —preguntó Khideo.

Estas vacías formalidades solían ser breves, pero en aquel caso lo eran todavía más porque la esposa de Khideo había muerto muchos años antes, tratando de dar a luz su primer hijo. Habría sido varón. La comadrona dijo que el niño era tan corpulento como el padre y que su cabeza desgarró a la madre al atravesar el canal de la vida. Khideo sabía que había matado a su esposa, porque cualquier hijo suyo sería demasiado corpulento para que lo pariese una mujer. El Guardián lo había condenado a no tener descendencia, pero al menos Khideo no tenía que matar a más mujeres tratando de oponerse a la voluntad del Guardián. Ilihi, sabiendo todo esto, evitó hacer preguntas sobre la familia.

—Sostienes con elegancia el peso del gobierno, Khideo. Khideo rió. O quiso reírse. Emitió un ruido seco y gutural. Carraspeó.

—Noto que se me aflojan los músculos. El soldado que fui se hace viejo y se está poniendo fofo. Me estoy secando por dentro. Al menos no seré uno de esos vejetes gordos. En vez de eso, seré frágil.

—¡Yo no viviré para verlo!

—Soy mayor que tú, Ilihi, y te aseguro que verás mi muerte. Un viento llegará del este, un terrible huracán, y me arrojará por encima de las montañas hasta el mar, pero estaré tan seco que flotaré en su superficie como una hoja hasta que el sol me pulverice y me disuelva.

Ilihi lo miró con una expresión tan extraña que Khideo tuvo que darle una palmada en el hombro, como hacía cuando siendo Ilihi el tercer hijo de Nuak, el menos preferido, Khideo se apiadó de él y le enseñó lo que significaba ser un hombre y un soldado. Estaban juntos el día en que Khideo se hartó, el día en que juró matar al rey. Le había dado ese día una palmada suave, como ésta, y había visto lágrimas en los ojos de Ilihi. Al preguntarle Khideo qué sucedía, el abatido Ilihi rompió a llorar y le contó lo que Pabulog le hacía desde que era un chiquillo.

—Hacía años desde la última vez —dijo Ilihi—. Ahora estoy casado. Tengo una hija. Pensaba que esto había terminado. Pero me ha sacado de la presencia de mi padre durante el desayuno y me lo ha hecho de nuevo. Dos guardias me han sostenido mientras lo hacía.

Khideo se quedó estupefacto.

—Tu padre no sabe que Pabulog ha abusado de ti, verdad?

—Claro que lo sabe —dijo Ilihi—. Se lo dije. Me respondió que eso me pasaba por ser débil, que el Guardián me había destinado a ser niña.

Khideo sabía que muchas cosas atroces habían ocurrido en el reino de Nuak. Hervía de rabia al ver que Nuak maltrataba a quienes lo rodeaban, que toleraba vicios indecibles entre sus allegados y que quedaban pocos hombres decentes entre los dirigentes del reino, pero al menos quedaban esos pocos, y Nuak era el rey. Pero aquello era intolerable. Rey o no rey, ningún hombre podía permitir que semejante cosa le sucediera a su hijo sin castigar al culpable. Según Khideo, no le correspondía a él matar a Pabulog. Eso le correspondía a Nuak, o en todo caso a Ilihi una vez que encontrara su torturada senda hacia la virilidad. Pero Khideo era soldado. Había jurado proteger el trono y al pueblo contra sus enemigos. Ahora sabía quién era el enemigo. Era Nuak. Si lo abatía, los demás caerían también. Así que juró matar al rey con sus propias manos. Dispuesto a eviscerarlo con la espada corta como se mata a un enemigo cobarde, lo tenía en sus manos en la azotea de la torre cuando Nuak miró a su alrededor y vio que un numeroso ejército de elemaki atacaba la frontera.

—Debes dejarme vivir, así podré encabezar la defensa de nuestro pueblo —imploró Nuak.

Y Khideo, que sólo actuaba por el bien del pueblo, comprendió que Nuak tenía razón.

Nuak había ordenado la retirada de todo su ejército, y dejado sólo un puñado de valientes para defender a las mujeres y a los niños. En pleno desierto, los mismos hombres que él había conducido en una cobarde retirada lo torturaron hasta la muerte.

Y en la ciudad, Khideo tuvo que soportar la humillación de permitir que la esposa de Ilihi condujera a las jóvenes que suplicaron por la vida de los habitantes, porque no había suficientes espadas para contener a los elemaki.

En todo esto pensaba Khideo cuando estaba con Ilihi. Había visto al muchacho en su momento de mayor debilidad. Lo había visto convertirse en rey y gobernar un reino. Pero el daño estaba hecho. Ilihi seguía afectado. ¿Por qué otra razón había renunciado al trono?

Pero aun así, al oír su traviesa alusión a la muerte —pues se proponía ser traviesa—, Ilihi miró a Khideo con extraña preocupación.

—Hablas como si anhelaras la muerte, pero sé que no es cierto —dijo Ilihi.

—Anhelo la muerte, Ilihi. No sólo la mía. Ambos rieron a carcajadas.

—Ah, Lihida, mi viejo amigo. Debí haber sido tu padre.

—Khideo, créeme, lo fuiste en todos los sentidos, salvo en el biológico. Lo eres.

—¿Así que has venido en busca de consejo paternal? —preguntó Khideo.

—Mi esposa ha oído rumores —dijo Ilihi. Khideo puso los ojos en blanco.

—Sí, ella sabe que no quieres oírlo de sus labios, pero en cuanto yo te cuente lo que oímos, sabrás que vino de sus labios. Ningún hombre me contaría esto a mí.

Se sabía que Ilihi rechazaba la negativa absoluta de los zenifi a convivir con la gente del cielo. Se sabía que los ángeles visitaban a menudo su hogar y que eran sus amigos. Por eso ningún hombre de las tierras de Khideo le habría hablado de cosas secretas. No era de fiar.

Con las mujeres era diferente. Los hombres no podían dominar a sus esposas, era así de simple. Ellas hablaban. Y no tenían tino suficiente para saber quién era de fiar y quién no. Ilihi y su esposa eran personas buenas y decentes. Pero cuando se trataba de proteger el modo de vida zenifi —el modo de vida humano—, no se podía confiar en Ilihi. Pero Khideo nunca le mentiría. Si Ilihi quería saber si los rumores eran ciertos, sabía que podía acudir al gobernador de la tierra de Khideo.

—¿Rumores?

—Ella ha oído decir que hombres importantes de la tierra de Khideo alardean de que el hijo de Akmaro y los hijos del rey se han vuelto zenifi de corazón.

—No es verdad —dijo Khideo—. Te aseguro que ni siquiera los más optimistas de nosotros abrigan la esperanza de que ese grupo de jóvenes declare que ángeles y humanos no deben convivir.

Ilihi reflexionó en silencio unos instantes.

—Entonces dime qué declarará ese grupo de jóvenes —dijo al fin.

—Tal vez nada —dijo Khideo—. ¿Cómo puedo saberlo?

—No me mientas, Khideo. No empieces a mentirme ahora.

—No te estoy mintiendo. Debería golpearte por acusarme de esa manera.

—¿Qué? ¿El hombre que cree estar seco como una hoja muerta se atrevería a golpearme?

—Son habladurías —dijo Khideo.

—Lo cual significa que tienes una fuente fiable en cuya veracidad crees.

—¿Por qué no pueden ser meras habladurías?

—Porque, Khideo, conozco tus métodos para obtener información. Nunca aceptarías ser gobernador de este lugar si no tuvieras un amigo bien situado en el consejo de Motiak.

—¿Cómo obtendría semejante amigo, Ilihi? Todos los que rodean al rey han estado con él desde siempre, desde mucho antes de nuestra llegada. De hecho, tú eres el único hombre que conozco que sea amigo de Motiak.

Ilihi lo miró con los ojos entornados, y meditó un instante. Sonrió. Luego rió.

—Espía viejo y escurridizo —dijo.

—¿Yo?

—¡Oh zenifi de corazón puro, denodado defensor de la ley de segregación, ningún hombre del consejo del rey habla contigo! Eso podría significar que tienes una informadora, pero creo que no es así, porque durante tu breve estancia en la capital te las apañaste para ofender a todas las mujeres encumbradas que hubiesen podido ayudarte. Así que… tu informador tiene que ser un ángel.

Khideo sacudió la cabeza en silencio. La gente subestimaba a Ilihi. Siempre lo había subestimado. Y aunque Khideo conocía sus virtudes, se sorprendía cuando Ilihi llegaba a la conclusión aceitada a partir de un puñado de datos.

—Conque te has aliado con un ángel —dijo Ilihi.

—Lo nuestro no es una alianza.

—Existe un interés mutuo. Khideo cabeceó.

—Posiblemente.

—Akma y los hijos de Motiak están tramando algo.

—No una traición. Nunca harían nada para debilitar el poder del trono. Los hijos de Motiak nunca harían nada que perjudicara al rey.

—Y tú no quieres que derroquen a Motiak, de ningún modo. Ni tú ni los demás zenifi. No, estás conforme con este arreglo, con vivir en estas tierras pantanosas…

—¿Conforme? Debemos extraer del lodo cada terrón que cultivamos y traerlo aquí para que el suelo quede por encima del nivel de inundación. Tenemos que construir diques con troncos y piedras traídos a flote desde tierras más altas…

—Todavía estáis en el Gornaya.

—Llana, así es esta tierra. Llana y pantanosa.

—Estáis conformes —dijo Ilihi— porque contáis con la protección de los ejércitos de Motiak, que mantienen a raya a los elemaki, mientras que Motiak os permite vivir sin ángeles en vuestro cielo.

—Los tenemos en el cielo todo el tiempo. Pero no viven entre nosotros. Nosotros no les hacemos daño y ellos no nos molestan.

—Tu problema es Akmaro, ¿verdad? Enseña las cosas que predicaba Binaro.

—Binadi —puntualizó Khideo.

—Binaro, el cual dijo que el gran mal de los zenifi consistía no sólo en rechazar a los ángeles, sino también a los cavadores. Que el Guardián no estaría contento con nosotros hasta que en cada aldea del mundo humanos, cavadores y ángeles vivieran juntos en armonía. Ese día el Guardián vendría a la Tierra en forma humana, de ángel o de cavador, y…

—¡No! —exclamó Khideo con exasperación, dando un manotazo en el aire. Si le hubiera asestado el golpe a Ilihi lo habría tumbado, pues lo cierto era que Khideo no había perdido su enorme fuerza—. No me recuerdes las cosas que dijo.

—Tu cólera todavía es temible, Khideo.

—Binaro tendría que haber sido ejecutado antes de que convirtiera a Akmaro. Nuak esperó demasiado, eso es lo que pienso.

—Nunca nos pondremos de acuerdo sobre esto, Khideo. No discutamos.

—No, mejor que no.

—Dime sólo una cosa, Khideo. ¿Hay un plan para utilizar la violencia contra Akmaro? Khideo sacudió la cabeza.

—Se habló de ello. Hice saber que si algún hombre alzaba la mano contra Akmaro, yo le sacaría el corazón por la garganta.

—Tú y él fuisteis amigos, ¿verdad? Khideo cabeceó, asintiendo.

—Ahora cada palabra que él dice es veneno para ti, pero sigues siéndole leal.

—Los amigos son más importantes que las ideas —dijo Khideo.

—Si me gustaran más tus ideas, Khideo, tal vez no me alegraría tanto de que valores más la amistad. Pero eso no importa. Dices que Akma y los hijos de Motiak no planean nada violento, ni contra sus padres ni contra nadie.

—Así es.

—Pero planean algo.

—Piensa en ello —dijo Khideo—. Lo que Akmaro teje puede ser destejido. Ilihi cabeceó.

—Motiak no se atreverá a juzgar a sus propios hijos por traición.

—No creo que pudiera, aunque se atreviese.

—¿Por oponerse al sumo sacerdote designado por el rey?

—No creo que tengamos un sumo sacerdote —dijo Khideo.

—El hecho de que Akmaro rechace el título de og…

—Motiak abolió el sacerdocio por designación del rey. Akmaro vino desde fuera, presuntamente designado por el mismísimo Guardián de la Tierra. Su autoridad no procede del rey, así que cuestionar sus enseñanzas no es traición.

Ilihi rió.

—¿Crees que Motiak se dejará enredar por tecnicismos legales?

—No —dijo Khideo—. Y por eso aún no has oído las voces de esos nobles jóvenes de sangre real que se rebelan contra la vil mezcla de especies de Akmaro y contra su trastrocamiento del gobierno de los hombres sobre las mujeres.

—Pero algo se avecina.

—Digamos que habrá un caso de prueba. No sé de qué se trata, pues no es asunto mío, pero será un caso de prueba que formará un nudo que a Akmaro y Motiak les resultará difícil desatar. Sin embargo, cualquier solución a la que lleguen, nos aclarará la situación.

—Me has dicho más de lo necesario.

—Porque aunque acudas a Motiak y le cuentes todo lo que te he dicho, de nada servirá. Él ya ha sembrado las semillas. Akmaro perderá su condición de líder de la religión de Darakemba.

—Si crees que Motiak faltará a su palabra y destituirá a Akmaro…

—Piensa en lo que te he dicho, Ilihi. —Khideo sonrió—. El resto vendrá por sí solo, y al final Akmaro ya no será el líder religioso de Darakemba. Sucederá, y ninguna advertencia puede impedirlo, porque el rey mismo ha sembrado las semillas.

—Eres demasiado listo, Khideo. No entiendo lo que dices.

—Lo he sido siempre, y no has podido nunca —le dijo Khideo.

—Todos los padres suponen lo mismo —dijo Ilihi—. Y todos los hijos se niegan a creerlo.

—¿Y qué es más acertada, la suficiencia del padre o la negativa de los hijos?

—Creo que los padres son demasiado listos. Tan listos que cuando llega el día en que quieren contárselo todo a sus hijos, sus hijos no les creen, porque todavía esperan una artimaña.

—Cuando quiera revelarte todo cuanto sé —dijo Khideo—, lo sabrás, y me creerás.

—Voy a contarte un secreto, Khideo. Ya me has enseñado todo cuanto sabes, y ya he visto lo que planeas para el pobre Akmaro.

—¿Crees que puedes inducirme a contártelo fingiendo que ya lo sabes? Desiste de eso, por favor. No funcionaba cuando tenías quince años y no funcionará ahora.

—Déjame decirte algo que tal vez no sepas. Aunque Akmaro era tu amigo…

—£5 mi amigo.

—Es más fuerte que tú. Es más fuerte que yo. Es más fuerte que Motiak. Es más fuerte que todos. Khideo soltó una carcajada.

—¿Akmaro? Es pura palabrería.

—Es más fuerte que todos nosotros, porque, amigo mío, él está haciendo la voluntad del Guardián de la Tierra, y el Guardián de la Tierra se saldrá con la suya. Cumpliremos el propósito que nos tiene reservado, o nos apartará y preparará el camino para otro grupo de hijos suyos. Quizás esta vez desciendan de jaguares y cóndores, o tal vez se sumerjan en el mar y escoja a los hijos de los calamares o los tiburones. Pero el Guardián de la Tierra prevalecerá.

—Si el Guardián es tan poderoso, Ilihi, ¿por qué no nos convierte en apacibles, felices y conformes cavadores, ángeles y humanos que convivan en un perverso zoológico?

—Porque quizá no desee que formemos un zoológico. Tal vez desee que entendamos su plan y que lo apreciemos en lo que vale, y que lo sigamos porque creemos que es bueno.

—¿Qué estúpida religión es ésa? ¿Cuánto tiempo duraría Motiak si esperase que su pueblo lo obedeciera porque ama la ley y desea obedecerla?

—Pero de hecho, por eso le obedecen, Khideo.

—Le obedecen porque hay hombres con espadas, Ilihi.

—¿Pero por qué le obedecen los hombres con espadas? No tienen por qué hacerlo. En cualquier momento, uno de ellos podría irritarse tanto que…

—No me vengas con esto sólo por bromear —dijo Khideo—. No después de tantos años.

—No es sólo por bromear. Sólo señalo que un buen rey como Motiak es obedecido, en última instancia, porque los mejores y los más fuertes saben que la continuidad de su gobierno es buena para ellos. Su reino trae paz. Aunque no les gusten todas sus reglas, pueden encontrar una manera de ser felices en el imperio de Darakemba. Por eso le obedeces tú, ¿verdad?

Khideo asintió.

—He pensado en esto mucho tiempo. ¿Por qué el Guardián de la Tierra no impidió que mi padre hiciera las cosas que hizo? ¿Por qué el Guardián no nos condujo a la libertad en vez de obligarnos a servir tantos años en el sometimiento, hasta que llegó Monush? ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Cuál era el plan? Eso me tenía inquieto hasta que un día lo comprendí…

—¡Qué alivio! Creía que ibas a decirme que tu esposa te dio la respuesta.

Ilihi lo miró, herido, pero continuó.

—Comprendí que para el Guardián no tendría sentido tener marionetas que cumplieran su voluntad. Él desea compañeros. ¿Entiendes? Desea que seamos como él, que deseemos lo mismo que él desea, que busquemos los mismos objetivos, libre y voluntariamente, porque así lo queremos. Entonces se cumplirán las palabras de Binaro, y el Guardián vendrá a morar entre la gente de la Tierra. Khideo se estremeció.

—Si eso es verdad, Ilihi, soy enemigo del Guardián de la Tierra.

—No, amigo mío. Sólo tus ideas son enemigas del Guardián. Afortunadamente, eres más leal a tus amigos que a tus ideas… eso es parte de lo que el Guardián desea de nosotros. Más aún, me atrevo a decir que en el futuro, a pesar de que aborreces la mezcla de especies, serás recordado como uno de los mayores defensores de los amigos del Guardián.

—Ja.

—Mírate, Khideo. Toda esta gente comparte tus ideas, ¿pero quiénes son tus amigos? ¿A quiénes amas? A mí, a Akmaro.

—Amo a mucha gente, no sólo a vosotros.

—A mí, a Akmaro, a mi esposa…

—Detesto a tu esposa.

—Morirías por ella.

Khideo no supo qué responder.

—Y ahora, incluso a ese ángel informador. También morirías por él, ¿o no?

—Con tanta gente por la cual crees que moriría, es asombroso que todavía siga vivo —dijo Khideo.

—¿No es exactamente que otro te conozca mejor de lo que tú mismo te conoces?

—Sí —dijo Khideo.

—Sé que te exaspera. Pero una vez hubo un hombre que me conoció mejor de lo que yo mismo me conozco. Que vio en mí una fuerza cuya existencia yo desconocía. ¿Y sabes qué?

—Te exasperaba.

—Agradecí al Guardián la existencia de ese hombre. Y todavía ruego al Guardián que lo proteja. Todavía le digo al Guardián: él no es tu enemigo, aunque crea serlo. Cuídalo.

—¿Hablas con el Guardián?

—Continuamente, en la actualidad.

—¿Y él te responde?

—No —dijo Ilihi—. Pero a fin de cuentas no le he formulado ninguna pregunta. Así que la única respuesta que necesito es ésta. Miro a mi alrededor y veo que su mano guía el mundo que me rodea.

Khideo apartó la mirada y se tapó el rostro. Ni siquiera sabía por qué lo hacía. No era que sintiera una emoción fuerte, pero en ese momento no podía mirar a Ilihi a los ojos.

—Ve a ver a Motiak —susurró—. Cuéntale lo que debas contarle. Nadie te detendrá.

—Tal vez no —dijo Ilihi—. Pero si nadie te detiene a ti, será porque, sin saberlo, estabas cumpliendo desde siempre la voluntad del Guardián.

Ilihi lo besó —en el hombro, pues Khideo apartaba el rostro— y salió del jardín del gobernador de la tierra de Khideo. El gobernador permaneció en el jardín otra hora, hasta la lluvia del anochecer. Entró en casa empapado. No tenía ningún criado a quien reprender. Desde que había sabido que Akmaro y su esposa se encargaban ellos mismos de lavar y cocinar, Khideo hacía otro tanto. Khideo estaba dispuesto a emular a Akmaro, virtud por virtud, aspiración por aspiración, sacrificio por sacrificio. Nadie podría decir jamás que, aunque Khideo tuviera la razón, Akmaro era mejor hombre. No, tendrían que decir: Khideo era igualmente noble y, además, tenía razón.

Igualmente noble, y dueño de la razón; pero era Akmaro quien había conquistado la libre obediencia de Ilihi. Akmaro le había robado incluso ese trofeo, al cabo de tantos años.


Darakemba era la capital de un gran imperio, pero en algunos sentidos seguía siendo como un pueblo. Ciertos chismes llegaban rápidamente a las casas más importantes, así que Chebeya tardó pocas semanas en enterarse de la inauguración de una nueva escuela.

—La llama la Casa de Rasaro, imagínate qué atrevimiento.

—Le pregunté quién era la maestra, y me dijo que era ella misma.

—Afirma que enseñará tal como enseñaba la esposa del Héroe Volemak, ¡como si alguien pudiera saber semejante cosa!

—Ninguna de las niñas pertenece a lo que llamaríamos una buena familia, pero lo más increíble es que las mezcla con las hijas de… de…

—Esclavos —dijo Chebeya. Necesitaba hacer un esfuerzo heroico para abstenerse de recordar a aquellos amigos que su esposo y ella habían pasado la última década enseñando que los niños del suelo no eran menos valiosos para el Guardián que los niños medios o los niños del cielo.

—Y dicen que con gusto enseñaría a varones y niñas juntos, si algún padre tuviera la falta de criterio y decencia suficientes para consentirlo.

Tras ciertas consideraciones, Chebeya escribió una nota, y pidió a una maestra que vivía cerca de la escuela que la entregara. Era una invitación para que la nueva directora fuera a visitarla.

Al día siguiente recibió la nota de respuesta. Al pie habían garrapateado una frase: «Gracias, pero la escuela me ocupa todo el tiempo. Ven tú a visitarme, si lo deseas.»

Al principio Chebeya quedó desconcertada y, tuvo que admitirlo, se ofendió un poco. Al fin de cuentas, era la esposa del sumo sacerdote. ¿Y esa mujer rechazaba su invitación y a su vez la invitaba a visitarla? Y a que lo hiciera en la escuela, ni siquiera en una casa.

Chebeya se avergonzó de inmediato de su orgullo. Además, la nueva directora le resultaba ahora más interesante. Le contó a Luet lo que había oído y lo que había sucedido con su invitación, y Luet insistió en acompañarla. Cuando fueron a hacer la visita, Edhadeya se las había apañado para que la incluyeran en el grupo.

—Quiero ver cómo era la antigua Rasa, como maestra —explicó.

—Pero no creerás que esta escuela es como la legendaria escuela antigua, ¿verdad? —preguntó Chebeya.

—¿Por qué no? —dijo Edhadeya—. Por el simple hecho de tener una mujer al frente ya se parece más a la escuela de Rasa que cualquier otra que yo conozca.

—Dicen que los cavadores siempre han tenido escuelas de mujeres dirigidas por mujeres —dijo Luet.

—Pero esta mujer es humana —le recordó Edhadeya—. ¿O no?

—Se llama Shedemei —dijo Chebeya—. El nombre antiguo completo, no Sedma, como decimos ahora.

Las mujeres más jóvenes intentaron pronunciar el nombre.

—En esos tiempos debían de tener la boca configurada de otra manera —dijo Luet—. ¿Tanto ha cambiado nuestro idioma?

—Debe de haber cambiado para que los ángeles y los cavadores pudieran pronunciarlo —explicó Edhadeya—. Dicen que existían sonidos que ni la gente del cielo ni la gente del suelo podían repetir, y que ahora no existen.

—¿Quién dice que el idioma ha cambiado? —preguntó Luet—. Tal vez aprendieron a emitir nuevos sonidos.

—No hay manera de saber cómo sonaba nuestro idioma en el pasado —dijo Chebeya—, así que no tiene sentido discutirlo.

—No discutíamos —dijo Luet—. Siempre hablamos así.

—Ah, sí —dijo Chebeya—, en tono moderadamente agresivo, con una pizca de irreverencia hacia tu madre.

Pero sonrió y ambas jóvenes rieron, y tras caminar un buen trecho por un viejo y decrépito vecindario llegaron a la avenida que buscaban. Un viejo ángel posado a la sombra de un porche observaba lo que sucedía en la calle.

—Anciano —dijo Luet—, ¿puedes indicarnos el camino hacia la nueva escuela?

—¿Una escuela para mujeres? —preguntó el viejo.

—¿Tantas hay en esta calle? —preguntó Luet en su tono más inocente.

—Toda aquella esquina, las tres casas juntas de este lado. —Y les dio la espalda, lo cual no era tan grosero viniendo de un anciano como habría sido viniendo de un joven. Pero aunque estaba de espaldas, le oyeron murmurar—: Escuela para ratas del lodo.

—Sin duda es uno de los Guardados —murmuró Edhadeya.

—Sí —susurró Luet—. Eso creo.

Eran demasiado bien educadas para reírse abiertamente del anciano, o al menos demasiado conscientes de las apariencias que debían guardar, ya que alguien podía reconocerlas como la hija del rey y la esposa y la hija del sumo sacerdote.

Cuando llegaron frente a las tres casas que albergaban la escuela, comprendieron por qué el lugar era ideal para una escuela donde convivirían las tres especies. Calle arriba había un terreno sin cultivar con un bosquecillo de árboles añejos junto al cauce de un antiguo riachuelo. Había en el lugar algunas chozas donde debían de vivir algunos humanos pobres, y también techos de paja en los árboles donde se instalaban los ángeles sin dinero. Eso habría bastado para considerar humilde la barriada, pero es que además vieron que ambas márgenes del riachuelo estaban llenas de túneles donde vivían los libertos que, después de derrochar rápidamente su prima, vivían ahora en la más extrema pobreza, trabajando como jornaleros si gozaban de buena salud, o mendigando y hambrientos si no conseguían ningún trabajo. Akmaro enseñaba que la existencia de lugares como aquél demostraba que la gente de Darakemba era indigna de la gran riqueza y de la prosperidad que le había concedido el Guardián. Muchos pobres sobrevivían sólo porque los Guardados llevaban comida a la Casa del Guardián, comida que los sacerdotes y maestros repartían en los túneles. Algunos tenían el descaro de quejarse de que habrían estado dispuestos a aportar más de no saber que los cavadores perezosos serían los primeros beneficiados. ¡Como si aquella gente no se hubiera pasado la mitad de la vida trabajando esclavizada en las casas de los ricos!

Si la tal Shedemei había optado por abrir la escuela cerca del lugar donde vivían los cavadores, entonces eso significaba que su propósito de aceptar a niñas del suelo iba en serio. Pero también que la brisa de las montañas del oeste llevaría el penetrante olor del riachuelo hasta la escuela. El río de las Ratas, lo llamaban algunos. Akmaro lo llamaba el río del Guardián. La gente fina nunca lo mencionaba.

Como las puertas de las tres casas estaban abiertas, y en los tres porches había muchachas jóvenes que recitaban en voz baja, memorizaban o simplemente leían, costaba distinguir la entrada principal. Pero tanto daba, pues Shedemei en persona salió a recibirlas.

Chebeya supo de inmediato que era Shedemei, por su aplomo y porque las saludó con un apresuramiento que poco respetaba las normas de cortesía.

—Las más pequeñas se están preparando para dormir la siesta —dijo—. Así que, por favor, hablad en voz baja en el corredor.

Dentro de la escuela, descubrieron que Shedemei debía de haber alquilado las casas vecinas y otras de la manzana, pues las niñas dormitaban a la sombra de unos viejos árboles en el patio central… las que no colgaban de sus ramas más bajas. Chebeya vio a varias mujeres adultas que se acercaban a cada una de las niñas, ayudándolas a acomodarse y dando de beber a algunas. ¿Esas mujeres eran maestras o criadas? ¿Esa distinción era válida en aquel lugar?

—No puedo creerlo —murmuró Edhadeya.

—Sólo son niñas que duermen —dijo Chebeya, sin entender la sorpresa de Edhadeya.

—No, quiero decir… ¿es posible que ésa sea la vieja Uss-Uss? Me parecía viejísima cuando era criada en mis aposentos, y no la he visto desde… oh, hace tanto tiempo que creía que había muerto; pero allí, caminando hacia esa puerta…

—Nunca conocí a tu legendaria Uss-Uss —dijo Luet—, así que no puedo ayudarte a reconocerla.

Chebeya vio a qué mujer se refería Edhadeya: una cavadora vieja y encorvada que arrastraba los pies con lentitud.

Shedemei regresaba del patio. Edhadeya le preguntó:

—Esa mujer del suelo que está entrando en la casa… no será Uss-Uss, ¿verdad?

—Te agradezco que no la hayas llamado —dijo Shedemei—. Un grito no habría servido más que para molestar a las niñas, porque tu vieja criada está completamente sorda. De paso, aquí la llamamos Voozhum.

—Voozhum, por supuesto. Yo también la llamaba así en los últimos meses, antes de su partida —dijo Edhadeya—. He pensado mucho en ella desde entonces.

—Es verdad —confirmó Luet.

Edhadeya se embarcó en sus remembranzas, con voz tierna y suave.

—Se fue de casa en cuanto Padre liberó a todos los esclavos que habían servido mucho tiempo. No me sorprendió que lo hiciera. Me dijo que soñaba con tener casa propia, aunque yo esperaba que se quedara como empleada libre. Fue bondadosa conmigo. Fue una amiga más que una criada. Ojalá se hubiese quedado.

Shedemei respondió con una voz que era como el graznido de un cuervo.

—No se fue, Edhadeya. La reina la despidió. Demasiado vieja. Una inútil. Y una mala influencia para ti.

—¡Jamás!

—Oh, Voozhum recuerda cada palabra. Las memorizó en el acto.

Edhadeya se negó a que la interpretaran mal.

—Quiero decir que nunca fue una mala influencia para mí. Me enseñó cosas: a ver más allá de mí misma, a… no sé todo lo que me enseñó. Está demasiado arraigado en mi corazón.

Shedemei se ablandó y cogió la mano de Edhadeya, que se sobresaltó, pues en teoría los extraños debían pedir permiso antes de tocar la persona de una hija del rey.

—Me alegra saber que la valoras —dijo Shedemei.

—Y a mí me alegra saber que está aquí —dijo Edhadeya. Chebeya sintió alivio cuando Edhadeya, lejos de protestar por la libertad que se tomaba Shedemei, aferró la mano de la directora—. En una buena casa, en el ocaso de su vida. Espero que sus deberes no sean pesados aunque sí verdaderos. Es demasiado orgullosa para no ganarse el sustento.

Shedemei rió entre dientes.

—Creo que sus obligaciones son bastante llevaderas, pero tan auténticas como las mías, ya que tenemos las mismas. Luet jadeó, se tapó la boca.

—Lo lamento —murmuró.

Chebeya intervino para disimular el embarazo de su hija.

—¿Entonces es maestra?

—La gente del suelo siempre la ha considerado sabia —dijo Shedemei—, una preservadora de las antiguas historias. Era muy famosa entre los esclavos. Mediaba en sus disputas, bendecía a sus hijos y oraba por los enfermos. Sentía especial afecto por la Insepulta.

Edhadeya asintió.

—Sí, la persona cuyo nombre llevas. Shedemei pareció divertida con estas palabras.

—Sí, esa misma. Creo que soléis llamarla «la esposa de Zdorab».

—Por respeto —dijo Chebeya— tratamos de no decir en vano el nombre de las Mujeres Originales.

—¿Y es por respeto que los hombres hablan así de ellas? —preguntó Shedemei. Luet rió.

—No. Los hombres ni siquiera recuerdan los nombres de las mujeres.

—Entonces es una lástima —dijo Shedemei— que nunca digáis sus nombres para recordárselos.

—Hablábamos de Voozhum —dijo Edhadeya—. Si demuestra con sus alumnas la mitad de la capacidad que demostró conmigo, lo que paguen por su educación está bien invertido.

—¿Cuento con tu autorización para mencionar a la hija del rey cuando haga publicidad de la escuela? —preguntó Shedemei.

A Chebeya aquello le resultó intolerable.

—Ninguna de nosotras habría insistido en ser tratada con el respeto debido a nuestra posición, Shedemei, pero tu sarcasmo sería insultante para cualquiera, no sólo para la hija del rey.

—¿Acaso Edhadeya necesita que tú la protejas de una manera irónica? —preguntó Shedemei—. ¿Para eso habéis venido aquí, para comprobar mis buenos modales?

—Lo lamento —dijo Edhadeya—. He debido decir algo que te ha ofendido. Por favor, perdóname. Shedemei la miró con una sonrisa.

—Vaya, conque te disculpas aun sin tener idea de lo que me ha molestado. Eso es lo que enseña Voozhum. Algunos dicen que es la mentalidad del esclavo, pero ella dice que el Guardián le enseñó a hablar con todas las personas como si fueran amos, y a servir a todas las personas como si ella fuera su criada. De ese modo su amo no podía exigirle nada que ella ya no hubiera dado libremente a todos.

—Al parecer tu ex criada es realmente sabia —le dijo Chebeya a Edhadeya.

—Se comenta, no sólo en mi escuela sino entre la gente del suelo en general —dijo Shedemei—, que la hija de Motiak fue muy afortunada al haber pasado su infancia en compañía de Voozhum. Aunque la mayoría sospecha que no tenías sabiduría suficiente para valorarla. Me alegra enterarme de que tal sospecha es falsa.

Edhadeya sonrió y agachó la cabeza en respuesta al evidente esfuerzo de aquella mujer ruda por hacer las paces.

—¿Ella me recuerda? —preguntó.

—No lo sé —dijo Shedemei—. No habla mucho de sus días de cautiverio, y aquí nadie tendría la grosería de preguntarle nada.

Fin de la tregua, pensó Edhadeya. Esas palabras eran como una bofetada. Chebeya estaba a punto de sugerir a Shedemei que ya le habían robado demasiado de su valioso tiempo cuando la directora dijo:

—Adelante, pues. ¿Queréis conocer la escuela o no?

La curiosidad prevaleció sobre el orgullo herido, sobre todo porque Edhadeya parecía tomarlo con calma. Siguieron a Shedemei por diversas aulas, la biblioteca —con una cantidad asombrosa de libros para ser una escuela de nueva creación—, la cocina y los dormitorios de las niñas que vivían allí.

—Desde luego —dijo Shedemei—, todas las alumnas de Rasa eran pupilas. Las unían lazos tan íntimos como los familiares. La llamaban tía Rasa, y ella las llamaba sobrinas. Sus propias hijas recibían el mismo trato que las demás.

—Perdona que te lo pregunte —dijo Chebeya—, ¿pero dónde están consignados estos detalles acerca de la casa de Rasa?

Shedemei, sin responder, las guió a un dormitorio con aspecto de celda.

—Algunas maestras consideran esta habitación bastante ascética. Para otras es el sitio más lujoso donde han dormido. No importa. Si trabajan para mí y viven conmigo, dormirán en habitaciones como ésta.

—¿Y quién duerme aquí? —preguntó Luet.

—Yo —respondió Shedemei.

—Debo admitir —dijo Chebeya— que esta escuela respeta las enseñanzas de mi esposo tanto como si él mismo hubiera redactado las normas.

Shedemei sonrió fríamente.

—Pero él nunca ha redactado normas para una escuela de mujeres, ¿verdad?

—No —admitió Chebeya, sintiéndose como si confesara un crimen horrendo.

Habían recorrido las casas conectadas hasta llegar al lado opuesto del patio, cerca del lugar por donde Voozhum había entrado. Como era de prever, la encontraron enseñando en un aula de la planta baja.

—¿Os gustaría entrar y escuchar un rato? —susurró Shedemei.

—No si molestamos —dijo Edhadeya.

—Ella no os oirá, y su visión tampoco es muy buena —dijo Shedemei—. Dudo que te reconozca desde el otro lado del aula.

—Entonces sí, por favor —dijo Edhadeya, volviéndose hacia las demás—. No os molesta, ¿verdad?

No les molestaba, y Shedemei las condujo adentro y les ofreció taburetes como los que usaban las alumnas. Sólo Voozhum se sentaba en una silla con respaldo y brazos, y nadie tenía nada que objetar, débil como estaba.

Enseñaba a un grupo de niñas mayores, aunque no podía tratarse de estudiantes avanzadas, dado que la escuela era muy nueva.

—Así que Emeezem preguntó a Oykib: «¿Qué virtud valora más el Guardián de la Tierra? ¿Es la talla de los Antiguos? Pues así llamaban a la gente media cuando los humanos regresaron a la Tierra. «¿O son las alas de las reses del cielo?» Pues éste era el terrible nombre con que nombraban a la gente del cielo, y que Emeezem aún no había aprendido a no usar. «¿O es la devota adoración que ofrecemos a los dioses?» Bien, ¿qué creéis que le respondió Oykib?

Las niñas rechazaron todas las virtudes que sólo podía poseer una de las especies inteligentes, y Chebeya pensó: Esto no es más que adoctrinamiento. Pero las propuestas se volvieron más universales, e incluso más sutiles. Esperanza, inteligencia. Aprehensión de la verdad. Nobleza. Cada propuesta conducía al examen de una virtud en particular, y a la posibilidad de atentar contra las leyes del Guardián. Era evidente que hoy pasaban una especie de examen, que ya habían hablado antes de aquellas virtudes, que las habían explicado y comentado. Un malhechor podía tener esperanzas de evadir el castigo. La inteligencia se puede usar para minar y destruir a un hombre virtuoso. Comprender la verdad no equivale a valorarla o defenderla; los mentirosos tienen que aprehender la verdad para defender su mentira. Una mujer noble puede sacrificar todo lo que posee por una causa innoble, si la nobleza no va acompañada de sabiduría.

—La sabiduría, pues —dijo una niña—. ¿No es acaso la virtud de saber cuál será la voluntad del Guardián?

—¿Lo es? —preguntó Voozhum.

Hablaban a gritos, en parte porque así lo requería la sordera de Voozhum, y en parte porque las muchachas se comportaban con el fervor propio de la juventud. Pero Chebeya nunca había visto tanto fervor dentro de un aula. Y aunque había visto a maestros procurando inducir a sus alumnos a discutir los temas, no había visto resultados satisfactorios. Trató de entender por qué, y lo hizo. Es porque las niñas saben que Voozhum no espera que adivinen qué piensa ella, sino que defiendan y ataquen las ideas que ellas mismas conciben. Y porque trata sus respuestas con respeto. No, trata a las niñas con respeto, como si sus ideas fueran dignas de consideración.

Y lo eran. Más de una vez Chebeya sintió la tentación de sumarse a la discusión, y notó que Luet y Edhadeya estaban inquietas, sin duda por la misma razón.

Al fin Edhadeya intervino.

—¿No es ése el mismo punto que Spokoyro rechazó en su diálogo con los khrugi?

Un silencio mortal se hizo en el aula.

—Lo lamento —dijo Edhadeya—. Sé que no tenía derecho a hablar.

Chebeya miró a Shedemei para decirle algo que relajara la tremenda tensión, pero la directora parecía muy satisfecha de la situación.

Fue Voozhum quien habló.

—No es por ti, niña. Es por lo que has dicho. Una de las niñas —una niña del suelo— concluyó la explicación.

—Estábamos esperando que nos contaras la historia de Spokoyro y los khrugi. No la conocíamos. Deben de haber sido humanos. Y no antiguos. Y hombres.

—¿Eso está prohibido aquí? —preguntó Chebeya.

—No está prohibido —dijo la niña, desconcertada—. Pero la escuela se inauguró hace poco, y esta clase trata sobre los filósofos morales de la gente del suelo…

—Lo lamento —dijo Edhadeya—. He hablado por ignorancia. Mi ejemplo era irrelevante.

Voozhum habló de nuevo, con voz cascada, pero con la resonancia que a menudo tiene la voz de los sordos.

—Estas niñas no tienen educación clásica —dijo—. Pero tú sí. Eres muy afortunada, niña. Estas niñas deben conformarse con las pobres migajas que yo les ofrezco.

Edhadeya rió desdeñosamente, y de inmediato se arrepintió, pero era ya demasiado tarde.

—Conozco esa risa —dijo Voozhum.

—Me reía porque pensaba que te burlabas de mí —dijo Edhadeya—. Y además, yo también me «conformo» con tus «pobres migajas».

—Me parece que mis vulgares enseñanzas fueron una mala influencia —dijo Voozhum.

—No fui yo quien te dijo esas palabras. Y yo misma las desconocía hasta hoy.

—Nunca he hablado contigo como mujer libre —dijo Voozhum.

—Y yo nunca he hablado contigo salvo como una niña impertinente.

Al fin las alumnas comprendieron quién las visitaba aquel día, pues todas sabían que Voozhum había sido la criada personal de la hija del rey.

—Edhadeya —susurraron.

—Mi joven ama —dijo Voozhum—, ahora una dama. A menudo fuiste grosera, pero nunca impertinente. Cuéntanos, por favor, ¿cuál es la virtud que más valora el Guardián?

—No sé lo que dijo Oykib, porque esa historia no es conocida entre los humanos —dijo Edhadeya.

—Bien —dijo Voozhum—. Entonces no recordarás ni adivinarás, sino que razonarás.

—Creo que la virtud que más admira el Guardián es amar como él lo hace.

—¿Y cómo ama el Guardián?

—El amor del Guardián… —dijo Edhadeya, buscando, observando, analizando ideas que nunca había examinado tan seriamente—. El amor del Guardián es el amor de la madre que castiga al hijo travieso, pero luego abraza al mismo niño para consolarlo cuando llora.

Edhadeya aguardó la avalancha de objeciones que habían recibido las sugerencias anteriores, pero sólo hubo un gran silencio.

—Por favor —dijo—, aunque yo sea la hija del rey, podéis rebatirme tal como antes os rebatíais entre vosotras.

Ni una palabra, aunque tampoco inquietud ni embarazo.

—Tal vez no disientan de ti —dijo Voozhum—. Tal vez esperan que desarrolles esa idea. Edhadeya aceptó el desafío.

—Creo que el Guardián quiere que veamos el mundo a su manera. Que finjamos que somos el Guardián, y que tratemos de crear, donde sea posible, una pequeña isla donde todas las demás virtudes se puedan compartir entre la buena gente.

Las niñas murmuraron.

—Las palabras de una soñante verdadera —susurró una de ellas.

—Y yo creo —dijo Edhadeya— que si ésa es realmente la virtud más valorada por el Guardián, entonces aquí has creado una aula virtuosa, Voozhum.

—Hace tiempo —dijo Voozhum—, cuando vivía encadenada, a veces con cadenas de hierro, pero siempre de piedra en mi corazón, tenía una habitación a la que acudir, donde alguien que conocía mis virtudes escuchaba mis reflexiones como si yo estuviera realmente viva y fuera una criatura de luz en vez de un gusano del lodo y la oscuridad.

Edhadeya rompió a llorar.

—Nunca he sido tan buena contigo, Uss-Uss.

—Siempre lo has sido. ¿Mi niña aún recuerda cómo la sostenía cuando lloraba?

Edhadeya corrió a abrazarla. Las alumnas las miraban maravilladas.

Chebeya se inclinó hacia Shedemei para murmurarle:

—Esto es lo que esperabas, ¿verdad?

—Creo que es una buena lección —respondió Shedemei—. ¿Tú no?

Y ciertamente lo fue, ver que la hija del rey abrazaba a una anciana cavadora, y que ambas lloraban de alegría, evocando tiempos pasados, un amor antiguo.

—¿Y qué dijo Oykib? —le susurró Chebeya a Shedemei.

—En realidad no respondió —dijo Shedemei—. Dijo: «Para responder a eso tendría que ser el Guardián.» Chebeya reflexionó.

—Pero es una respuesta —dijo al fin—. La misma respuesta que ha dado Edhadeya. Shedemei sonrió.

—Oykib siempre fue un tramposo. Era muy hábil con las palabras.

Era perturbador que Shedemei hablara de los Héroes como si conociera todos sus secretos.


Pasaron el resto del día en la escuela y cenaron con Shedemei. La comida era sencilla. Más de una mujer rica habría fruncido la nariz, y Luet comprobó que, algunos platos, Edhadeya ni siquiera los conocía. Pero en casa de Akmaro, Luet y su madre siempre habían comido los sencillos guisos de la gente común, y comían con deleite. Luet notó que en la escuela de Shedemei —la «Casa de Rasaro»— todo era una lección. La comida, la conversación de sobremesa, el modo de cocinar, la higiene, los silenciosos correteos por los pasillos…, todo cumplía un propósito, todo expresaba un modo de vida, una manera de pensar, una forma de tratar a la gente.

Durante la cena, Edhadeya parecía alterada, algo que Luet comprendía, aunque la preocupaba un poco. Era como si Edhadeya hubiera perdido el sentido del decoro, su amable recato. Quería sonsacarle algo a Shedemei, pero Luet ignoraba qué.

—Hemos oído decir que eres peligrosa, que enseñas a los cavadores a rebelarse —dijo Edhadeya.

—Qué idea tan interesante —comentó Shedemei—. Al cabo de años de esclavitud, a los cavadores sólo se les ocurre rebelarse cuando una humana madura se lo sugiere. ¿Y rebelión contra qué, ahora que son libres? Creo que tus amigos están consumidos por la culpa, pues temen la rebelión ahora que ha desaparecido su causa.

—Lo mismo pensé yo —dijo Edhadeya.

—Pues cuéntame la verdad. Nadie te ha dicho eso, a ti. Edhadeya miró de soslayo a Chebeya.

—A la madre de Luet, sí.

—¿Y por qué no a ti? ¿Será porque eres la hija del rey, y tu padre fue el libertador de los esclavos? ¿Crees que alguna vez perdonarán a tu padre semejante error?

Edhadeya reprimió una carcajada.

—No debes hablarle así a la hija del rey. No debo escuchar a la gente que dice que mi padre cometió un error.

—¿Pero acaso no lo critican sin rodeos en el consejo real? Eso he oído.

—Sí, pero son sus hombres.

—¿Y qué eres tú, su pececito?

—¡Una mujer no juzga los actos de un rey! —Nuevamente Edhadeya reprimió una carcajada histérica.

—Me parece que sólo falta que una mujer no se acuclille para orinar a menos que un hombre le diga que tiene la vejiga llena —replicó secamente Shedemei.

Fue demasiado para Edhadeya. Soltó una sonora carcajada y se cayó del taburete.

Luet la ayudó a levantarse.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—No sé. Me siento tan…

—Tan libre —sugirió Shedemei.

—Tan como en casa —añadió Edhadeya, casi al mismo tiempo.

—¡Pero en casa no te comportas así! —protestó Luet.

—No —dijo Edhadeya, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se volvió hacia Shedemei—. ¿Así eran las cosas en casa de Rasa?

—Allí no había gente del suelo ni gente del cielo —dijo Shedemei—. Era otro planeta, y la única especie inteligente era la humana.

—Quiero quedarme aquí —dijo Edhadeya.

—Eres demasiado joven para enseñar —dijo Shedemei.

—He tenido una educación excelente.

—Quieres decir que te ha ido muy bien en la escuela —dijo Shedemei—. Pero todavía no has vivido. En consecuencia, no me sirves.

—Entonces deja que me quede como estudiante —rogó Edhadeya.

—¿No me has oído? Tus días de escuela ya han terminado.

—Entonces deja que me quede como criada. No puedes obligarme a regresar.

Chebeya no pudo más que interrumpir.

—Hablas como si en casa de tu padre te trataran monstruosamente mal.

—Allí me ignoran, ¿no te das cuenta? Realmente soy como un pececito para mi padre. Su mascota. Prefiero ser cocinera en este lugar…

—Aquí nos turnamos para cocinar —dijo Shedemei—. No hay lugar para ti. Todavía no, Edhadeya. Mejor dicho, hay un lugar para ti, pero todavía no estás preparada para ocuparlo.

—¿Cuánto debo esperar?

—Si esperas —dijo Shedemei—, nunca estarás preparada.

Edhadeya guardó silencio, y comió reflexivamente, limpiando la salsa del cuenco con la última migaja de pan.

Al fin Luet decidió mencionar aquello que le había estado molestando casi toda la tarde.

—Rechazaste la invitación de Madre porque estabas demasiado ocupada —dijo—. Pero esta escuela funciona sola. Podrías haber venido.

Madre se enojó con ella.

—Luet, ¿no te he enseñado modales?

—Está bien, Chebeya —dijo Shedemei—. Rechacé tu invitación porque yo he visto las casas de los ricos y de los reyes, pero tú nunca habías visto una escuela como ésta.

Madre puso mala cara.

—Nosotros no somos ricos.

—Pero disponéis del tiempo libre suficiente para venir de visita durante las horas de trabajo. Puede que viváis humildemente, Chebeya, pero no veo manchas de roña ni de sudor en tu cara.

Luet notó que a Madre aquello le dolía, y decidió encauzar la conversación hacia un tema menos espinoso.

—Nunca había oído de una mujer que dirigiera una escuela —dijo.

—Lo cual sólo demuestra la falta de sinceridad de los hombres que os han educado. Rasa no sólo dirigía la escuela, sino que fue maestra de Nafai e Issib, Elemak y Mebbekew, y de muchos otros jóvenes.

—Pero eso fue en tiempos antiguos —dijo Luet. Shedemei soltó una risotada.

—A mí no me parece que haya pasado tanto tiempo.

Terminada la cena, caminaron despacio por el patio. Las niñas cantaban en sus habitaciones o en la sala de baños, o leían a la evanescente luz del atardecer. Había algo raro en la canción, y Luet tardó un rato en comprender qué. De repente se detuvo y exclamó:

—¡No sabía que los cavadores pudieran cantar! Shedemei la rodeó con el brazo. Luet se sorprendió. No creía capaz a aquella mujer glacial de un gesto tan afectuoso.

No era un abrazo como el de algunos hombres, que rodeaban con el brazo a un hombre de menor rango para demostrar afecto pero también poder, superioridad, posesión. Era un gesto… fraternal.

—No, no sabías que podían cantar. Tampoco yo había oído su canto hasta que inauguré esta escuela. —Shedemei hizo una pausa—. Tengo entendido, Luet, que los cavadores nunca cantaron durante los años en que vivieron muy cerca de los ángeles. Porque siempre estaban en guerra. Tal vez el canto era cosa de las «reses del cielo», y por tanto atentaba contra su dignidad. Pero en la esclavitud perdieron su dignidad y aprendieron música. Sospecho que es toda una lección, ¿no crees?

Luet pensó que Shedemei había planeado contarle aquello y que la lección iba dirigida concretamente a ella, aunque luego comprendería que Shedemei sólo hacía una observación y que no tenía segundas intenciones.

—Creo que lo entiendo —dijo Luet—. Hace tiempo fui esclava. ¿Crees que todas las canciones de mi vida vienen de ese momento? ¿El cautiverio es una etapa que todos debemos atravesar?

Para su asombro, vio lágrimas en los ojos de Shedemei.

—No. Nadie debería sufrir cautiverio. Algunas personas encuentran música en él, como tú, como muchas de las personas del suelo que ves aquí, pero sólo porque la música ya estaba en ellas, aguardando la oportunidad de manifestarse. Pero tu hermano no encontró mucha música en el cautiverio, ¿verdad?

—¿Cómo conoces a mi hermano? —preguntó Luet.

—¿Es verdad o no? —insistió Shedemei, negándose a dejarse desviar.

—No lo sé —dijo Luet.

—¿Por qué no?

—Porque no creo que su cautiverio haya terminado aún. Otro silencio. Luego Shedemei respondió en voz baja:

—No. No, creo que tienes razón. Creo que cuando termine su cautiverio, también él podrá hallar una canción en su.

—Le he oído cantar —dijo Luet—. No vale demasiado.

—No, no le has oído. Y cuando cante de veras, si llega a hacerlo, la suya será una canción como nunca has oído.

—Sea como fuere, si Akma la canta, sin duda desafinará.

Shedemei rió y la abrazó.

Estaban cerca de la puerta principal, y una de las maestras ya la abría. Luet pensó que la había abierto para dejarlas pasar, pero no era así. Había tres hombres en el porche, y dos de ellos eran humanos de la guardia del rey. El tercero era un ángel, y al cabo de un instante Luet reconoció al viejo Husu, antiguo jefe de los espías, en la actualidad oficial de la guardia civil, una ocupación presuntamente menos dura. ¿Qué hacía allí?

—Tengo una lista de cargos contra la mujer llamada Shedemei —dijo, pronunciando el nombre con dificultad. Antes que Shedemei pudiera hablar, Madre intervino.

—¿De qué se trata?

Husu no supo cómo reaccionar.

—Chebeya —dijo. Y al ver a Edhadeya retrocedió un paso—. Nadie me dijo… supongo que me han informado mal.

—No, no te han informado mal —dijo Shedemei. Tocó levemente el hombro de Chebeya—. Serás una descifradora, pero no eres Hushidh, y yo no soy Rasa, y está claro que este buen hombre no es Rashgallivak.

En vano Luet hurgó en su memoria buscando detalles de la historia a la que aludía Shedemei. Hushidh la descifradora destruyendo el ejército de Rashgallivak. Pero Husu no tenía ejército. Luet no comprendía qué pasaba.

—Husu, ¿tienes una lista de cargos?

—¿Quieres que te los lea?

—No, yo te los diré —contestó Shedemei—. Supongo que un grupo de hombres de este vecindario me acusa de crear una molestia pública por la cantidad de gente pobre que visita mi escuela, de incitación a la violencia porque enseño a las hijas de ex esclavos junto con las demás niñas, de confusión de sexos por haber añadido el honorífico masculino ro al nombre de la Heroína Rasa en el nombre de mi escuela. ¿Qué más ? Ah, sí, sin duda hay una acusación de blasfemia porque digo que las esposas de los Héroes son Heroínas por derecho propio… ¿o es sólo una acusación de innovación doctrinaria impropia?

—Sí —tartamudeó Husu—, innovación doctrinaria… sí.

—Ah, y no nos olvidemos. Traición. Hay una acusación de traición, ¿verdad?

—Esto es absurdo —dijo Chebeya—. Y tú lo sabes, Husu.

—Si todavía estuviera en el consejo real —dijo Husu—, pues sí, diría lo mismo. Pero ahora estoy en la guardia civil, y cuando me dan una lista de cargos, debo presentarla. —Entregó la bruñida corteza a Shedemei—. Se juzgará en la corte de Pabul dentro de veinticuatro días. No creo que tengas inconveniente alguno para encontrar abogados que deseen hablar en tu nombre.

—No seas tonto, Husu —dijo Shedemei—. Yo misma hablaré.

—Las damas no hacen eso —dijo Chebeya, y se rió de sus propias palabras, comprendiendo con quién hablaba—. Supongo que eso no te importará demasiado, Shedemei.

—¿Ves? Hoy todos han aprendido algo —dijo Shedemei, riendo también.

Husu se quedó atónito ante tanta jovialidad.

—Estas acusaciones son graves.

—Vamos, Husu —dijo Shedemei—. Sabes tan bien como yo que estas acusaciones son deliberadamente estúpidas. Cada uno de los delitos de que se me acusa consiste en algo que el sumo sacerdote Akmaro ha enseñado a la gente durante trece años. Mezclar los pobres con los ricos, mezclar cavadores con humanos y ángeles, mezclar ex esclavos con ciudadanos libres, otorgar honores masculinos a las mujeres, negar la autoridad de los sacerdotes del rey sobre la doctrina… en eso se basa el cargo de traición, ¿verdad?

—Sí.

—Ahí tienes. Me imputan estas acusaciones por la sencilla razón de que, al juzgarme a mí, se juzga a Akmaro.

—Pero Pabul no te condenará si lo único que haces es seguir las enseñanzas de mi esposo —dijo Chebeya.

—Claro que no. No importará lo que él haga. A los enemigos del Guardián no les importa el resultado del juicio. Yo no les importo. Es posible que el simple hecho de que hoy me hayas visitado los haya decidido a presentar estos cargos. Tal vez esperen que os cite como testigos a mi favor. Y si no lo hago, os citarán como testigos de la fiscalía.

—No diré una palabra contra ti —insistió Luet. Shedemei le tocó el brazo.

—Lo que importa es el acto de citarte. Así Akmaro queda vinculado con el caso. Cuanto más defiendas a Shedemei, más simpatizará el público con los enemigos del Guardián. O al menos esa parte del público que no quiere dejar de odiar a los cavadores.

Husu estaba lívido.

—¿Cuál es tu fuente de información? ¿Cómo sabías cuáles serían las acusaciones ?

—No lo sabía —dijo Shedemei—. Pero como infringí deliberadamente cada una de esas leyes y aclaré a todo el mundo que lo hacía a sabiendas, no me sorprende descubrirlas en esta lista.

—¿Querías que te sometieran a juicio con peligro de tu vida? —preguntó Husu. Shedemei sonrió.

—Te aseguro, Husu, que suceda lo que suceda, lo único cierto es que yo no moriré.

Confundidos e irritados, Husu y los dos guardias humanos se marcharon.

—Sabes que, según la costumbre, no puedes irte de la ciudad —dijo Chebeya.

—Sí —asintió Shedemei—. Ya me han asesorado sobre eso.

—Tenemos que ir a casa, Madre —dijo Luet—. Tenemos que contar a Padre lo ocurrido. Madre se volvió hacia Shedemei.

—Esta mañana no te conocía. Esta noche estoy unida a ti por hebras de amor, como si hubiera sido tu amiga durante años.

—Estamos ligadas —dijo Shedemei— porque ambas servimos al Guardián.

Madre la miró con una sonrisa ambigua.

—Eso pensaba hasta el momento en que lo has dicho, Shedemei. Porque hay algo en tus palabras que… no es que hayas mentido, pero…

—Digamos que mi servicio al Guardián no siempre ha sido voluntario —dijo Shedemei—. Pero ahora lo es, y ésa es la pura verdad.

Madre sonrió.

—Pareces saber más que yo acerca de lo que puede ver una descifradora.

—Digamos sólo que no eres la primera que conozco. —Shedemei se echó a reír—. Ni siquiera la primera llamada Chveya.

—Nadie puede pronunciar su nombre a la antigua, de esa manera —dijo Luet—. ¿Cómo lo haces?

—Los humanos pueden decirlo —dijo Shedemei—. Chvuh. Cveya. Pero los ángeles no pueden, y por eso el nombre se modificó.

—Qué tontería, ¿verdad? —dijo Luet—. Las personas cuyos nombres heredamos mi madre y yo también eran madre e hija, sólo que a la inversa.

—No es una coincidencia —dijo Madre—. A fin de cuentas, fui yo quien te puso ese nombre.

—Lo sé —dijo Luet.

—Yo también creo que los nombres son apropiados —dijo Shedemei—. Como he dicho, una vez tuve queridas amigas con esos nombres. Las conocí hace tiempo y muy lejos, y ahora están muertas.

—¿De dónde eres? —preguntó Chebeya—. ¿Por qué has venido aquí?

—Soy de una ciudad que fue destruida, y he venido en busca del Guardián —dijo Shedemei—. Quiero saber quién es. Y cuanto más cerca esté de ti y de tu familia, Chebeya, más probabilidades tendré de encontrar al Guardián.

—Nosotras no sabemos más que tú —dijo Luet.

—Entonces quizá lo averigüemos juntas —dijo Shedemei—. Ahora id a casa antes de que oscurezca más. Las lluvias nocturnas están a punto de caer y os empaparán.

—¿Estarás bien? —preguntó Madre.

—Debes creerme cuando digo que soy la única que no corre el menor peligro. —Con eso, Shedemei se despidió. Impulsivamente, Luet se detuvo a último momento y le besó la mejilla. Shedemei la abrazó y la sostuvo un instante—. He mentido —susurró—. No he venido aquí sólo en busca del Guardián. También he venido en busca de una amiga.

—Yo soy tu amiga —dijo Luet.

Más tarde pensaría en la pasión que había puesto en aquellas palabras y le diría a Edhadeya que se había portado como una chiquilla. Pero en el momento de mirar a Shedemei a los ojos, le habían parecido las palabras más naturales del mundo.

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