Dos veces al año, Akmaro iba a visitar las siete Casas del Guardián. Cuando él llegaba, todos los sacerdotes y maestros de esa región del imperio de Darakemba iban a la Casa y allí él predicaba, escuchaba sus problemas y les ayudaba a tomar decisiones. Se cuidaba de no permitir que los sacerdotes lo trataran como los sacerdotes de antes trataban a los reyes. No había reverencias ni formalidades; se tocaban los brazos o las alas en un saludo igualitario, se sentaban en círculo, y Akmaro podía designar a cualquiera para que dirigiera la reunión y concediera la palabra.
Llegó, como de costumbre, a la Casa del Guardián de Bodika, la zona de más reciente anexión al imperio de Darakemba. La tierra estaba en paz, pues ya no tenía voluntad para oponerse al gobierno de Motiak. Pero las enseñanzas de Akmaro eran harina de otro costal.
—Debéis dejar claro que éstas no son mis enseñanzas —dijo Akmaro—. Aprendí todo lo que sé de Binare, o de sueños que me envió el Guardián… no sólo a mí, sino también a otros.
—Ése es el problema, padre Akmaro —dijo Didul. Los hijos de Pabulog se habían convertido en sacerdotes o maestros y consagrado su vida a servir al Guardián que los había liberado de los embustes y el odio de su padre—. O parte del problema. Mucha gente afirma haber recibido sueños verdaderos que dicen que, en Bodika al menos, el Guardián no desea que se mezclen la gente del suelo, la gente del cielo y la gente media.
—Son sueños falsos —dijo Akmaro.
—Ellos afirman que los falsos son los tuyos —dijo Didul—. En definitiva, no debemos pedirles que crean en el Guardián, sino en tus palabras acerca del Guardián.
—Hay leyes sobre el fraude —intervino otro sacerdote—. ¡La gente no puede atacar las enseñanzas de las Casas de los Guardados!
—Didul no nos permite llevarlos ante el subrey de Bodika —terció otro.
Akmaro miró a Didul.
—Sospecho que el subrey simpatiza secretamente con quienes enseñan que la gente del suelo es esclava por naturaleza, aunque la ley les haya liberado.
—Sea como sea, no conviene que estas cosas vayan a juicio —dijo Akmaro.
—¿Cómo puede estar unido el reino si cualquiera puede afirmar que habla en nombre del Guardián? —preguntó una maestra, una mujer del cielo—. Tiene que haber algún límite.
—No nos corresponde decir al Guardián a quién debe hablarle.
—¿Y cuándo prohibiremos que las mujeres le digan «ella» al Guardián? —preguntó un anciano.
—Cuando el Guardián nos permita saber si su cuerpo tiene vientre o no, diremos a un grupo o al otro que modifique su concepción. ¿Tú le has visto? —preguntó Akmaro.
El anciano masculló que no.
—Entonces no te apresures a controlar las ideas ajenas —dijo Akmaro—. Tal vez seas tú quien deba aprender a decir «ella».
Didul rió, y también muchos otros, en general jóvenes como él. Pero luego, recobrando la seriedad, añadió:
—En los trece años transcurridos desde que eres sumo sacerdote de Darakemba, padre Akmaro, muchos se han obstinado en rechazar los cambios. Participan en esta reunión mujeres que se resisten a predicar en congregaciones donde hay hombres, y hombres que detestan predicar entre las mujeres. Participan ángeles que detestan predicar entre humanos, y humanos que detestan predicar entre ángeles. ¿Es así en todas partes, o sólo en Bodika, donde ni siquiera el corazón de los sacerdotes y maestros es uno con el del Guardián?
—¿Siguen predicando en esas congregaciones mixtas? —preguntó Akmaro.
—Sí —afirmó Didul—. Pero algunos han renunciado a su puesto porque no podían soportarlo.
—¿Designasteis a otros para reemplazarlos?
—Sí —confirmó Didul.
—Entonces aquí pasa lo mismo que en todas partes. La mezcla de hombres y mujeres, de gente del suelo, gente media y gente del cielo en un solo pueblo, el de los Guardados del Guardián, no es algo que se logre en un año, ni siquiera en trece.
—Nuestras riñas a veces son enconadas —dijo Didul.
—¡Y tú siempre tomas partido por quienes se oponen a nosotros! —exclamó un joven ángel.
—¡Tomo partido por el Guardián! —declaró Didul. Akmaro se puso de pie.
—Recordad, amigos míos, que el Guardián nos pide mucho más que limitarnos a asociarnos como iguales.
—Pues concentrémonos en esas cosas y olvidemos la mezcla de especies —exclamó una mujer ángel.
—Pero si nosotros, que somos sacerdotes y maestros, no podemos ser un solo pueblo —dijo Akmaro—, ¿cómo podemos esperar que los demás crean en lo que decimos? Mirad cómo os habéis colocado: las hembras humanas separadas de las hembras ángeles, ahí los varones humanos y aquí los varones ángeles. ¿Y dónde están los cavadores? ¿Todavía os sentáis atrás, en el lugar más apartado?
Un cavador se levantó con nerviosismo.
—No nos gusta imponer nuestra presencia, Akmaro.
—No debería ser necesario —dijo Akmaro—. ¿Cuántos de vosotros conocéis el nombre de ese hombre? —Didul iba a responder, pero Akmaro alzó la mano—. Claro que tú lo conoces, Didul. ¿Pero hay alguien más?
—¿Cómo vamos a conocerlo? —replicó un ángel—. Se pasa el tiempo celebrando reuniones en las cuevas y túneles de los cavadores.
—¿Es el único en hacerlo? ¿Acaso ningún humano o ángel enseña a los cavadores? Didul habló.
—Es difícil, padre Akmaro. Hay mucho resentimiento hacia los humanos y los ángeles entre los ex esclavos. No se sienten seguros entre los cavadores. Los Guardados del pueblo del suelo no matarían una mosca, pero hay otros…
—¿Y los cavadores se sienten seguros entre los humanos y los ángeles? —preguntó Akmaro.
Los cavadores miraron de aquí para allá con embarazo.
—Aquí sí —dijo al fin uno de ellos. Akmaro rió amargamente.
—No me extraña que a quienes mienten acerca de los deseos del Guardián les sea tan fácil convertir a la gente a su manera de pensar. ¿Qué clase de ejemplo les dan los Guardados?
Pasaron a otros asuntos, exponiendo muchos problemas a Akmaro, pero el tono de inquietud se prolongó durante toda la reunión, y aunque algunos procuraban trasponer las fronteras que separaban a un grupo de otro, los demás se refugiaban aún más entre los suyos.
Oscureció, y mientras el canto nocturno de ángeles y humanos poblaba el aire de la ciudad de Bodika, Akmaro acompañó a Didul a su casa.
—¿Todavía no te has casado? —preguntó—. ¿Después de todos mis consejos?
—Sólo tengo veinte años —dijo Didul. Akmaro lo miró a los ojos.
—Me ocultas algo. Didul sonrió tristemente.
—Hay muchas cosas que los hombres y las mujeres callan, porque decirlas sólo traería desgracias. Akmaro le palmeó el hombro.
—Es cierto. Pero a veces la gente se atormenta sin necesidad, temiendo que la verdad haga sufrir a otros, cuando la verdad los haría libres.
—Quisiera contártelo —dijo Didul—. Sueño con contártelo.
—Adelante, pues.
—No se trata de sueños verdaderos, padre Akmaro. Sólo de… sueños. —Parecía muy incómodo.
—¿Qué hay de cena? —preguntó Akmaro—. Estoy muerto de hambre. Hablar me fatiga y me deja vacío.
—Tengo tortas. Podemos freír algunas. Permíteme calentar la piedra.
—Didul, la regla es que los sacerdotes trabajen para mantenerse, no que vivan en extrema pobreza. ¿Cocinas sobre una piedra?
—Es todo cuanto necesito. Y además trabajo… bien, no poseo tierras. Las cedí a los cavadores que antes eran esclavos en ellas. No quería vivir de rentas.
—¿Las regalaste? ¿No podías habérselas vendido, dejando que pagaran un poco cada año…?
—A mí me las habían regalado —dijo Didul—. Yo no me las gané, y ellos las habían trabajado toda su vida.
—Bien, ¿cómo te has ganado tus míseras tortas? —preguntó Akmaro.
—También tengo frijoles, y buenas especias, y verdura y fruta fresca todo el año.
—¿Y cómo? Por favor, no me digas que aceptas regalos de tus alumnos. Eso está prohibido, aunque la gente los ofrezca de buena fe.
—¡De ninguna manera! ¡No, jamás los aceptaría! Presto servicios. Trabajo durante el día para los que habrían sido mis arrendatarios. Y también para otros. Tengo los brazos más largos que un cavador o que un ángel. Sé manejar una guadaña, sé trazar surcos rectos, y nadie tala un árbol ni prepara la madera con mayor destreza que yo. Aun los que se niegan a aceptar mis enseñanzas me contratan cuando necesitan talar un árbol.
—Un jornalero —dijo Akmaro—. Los jornaleros son los más pobres entre los pobres.
—¿Eso tiene algo de malo?
—En absoluto. Haces que me avergüence de mis rentas.
—Aquello que elijo voluntariamente para mí no es obligado para los demás —dijo Didul. Sacó la harina de maíz y comenzó a mezclarla con agua y sal.
—Pero hablas, y sin duda los cavadores y los ángeles te escuchan —dijo Akmaro. Ayudó a Didul a moldear y aplanar las bolas de masa.
Didul se encogió de hombros.
—Algunos. La mayoría.
—¿Es tan grave la situación como parecía hoy en la reunión?—preguntó Akmaro.
—Peor.
—No quiero valerme de la fuerza de la ley para imponer obediencia.
—De todos modos no daría resultado. La ley obliga a la gente a cambiar de conducta… si alguien está mirando, nada más. Como me enseñaste en la tierra de Chelem, la fuerza del látigo nada puede contra un corazón empecinado.
—En efecto —convino Akmaro—. ¿Pero qué puedo decirle a Motiak? ¿Que debemos reinstaurar las viejas costumbres porque la gente no respeta un sacerdocio cuya máxima autoridad no sea el rey?
—No, no es eso —dijo Didul.
—¿O, peor aún, decirle que debemos desistir de predicar las enseñanzas del Guardián? He releído esos antiguos sueños de los Héroes, tal como Nafai y Oykib los consignaron en los libros antiguos, y el único sentido que les veo es que el Guardián desea que seamos un solo pueblo: las tres especies, los dos sexos, los ricos y los pobres. ¿Cómo puedo retractarme de eso?
—No puedes —dijo Didul, aplastando un disco de masa contra la piedra caliente.
—Pero si obligamos a todos a convivir…
—Sería absurdo. Los ángeles no pueden vivir en las cuevas de los cavadores, y los cavadores no pueden dormir cabeza abajo en los árboles.
—Y los humanos sienten terror de los espacios cerrados y las alturas.
—Así que seguiremos tratando de convencerlos —le dijo Didul.
—Entonces no hay esperanzas —dijo Akmaro, poniendo otra torta—. Ni siquiera logro convencerte a ti de que tomes esposa, o de que me cuentes por qué no lo haces.
—¿No entiendes el porqué? Ya ves la pobreza en la que vivo.
—Entonces desposa a una mujer que esté dispuesta a trabajar con empeño y a quien interesen las riquezas tan poco como a ti.
—¿Cuántas mujeres así existen? —preguntó Didul.
—Yo conozco a muchas. Mi esposa es así. Mi hija es así. Didul se sonrojó, y de pronto Akmaro comprendió.
—Mi hija. De eso se trata, ¿verdad? Vienes cuatro veces al año a Darakemba para reunirte conmigo… ¡y te has enamorado de Luet!
Didul intentó negarlo con un gesto.
—Pues bien, chico necio, ¿no has hablado con ella? Ella no es tonta, así que habrá notado que eres inteligente y bondadoso y, según murmuran las mujeres, uno de los jóvenes más apuestos de Darakemba.
—¿Cómo puedo hablar con ella? —dijo Didul.
—Yo sugeriría que uses el chorro de aire que sale de tus pulmones, modelando vocales y consonantes con los labios, la lengua y los dientes —dijo Akmaro.
—Cuando éramos pequeños, yo la atormenté —dijo Didul—. La humillé a ella y humillé a Akma delante de todo el mundo.
—Ya lo ha olvidado.
—No, no lo ha olvidado. Y yo tampoco. No pasa un día sin que recuerde lo que yo era y lo que hice.
—De acuerdo, no cabe duda de que lo recuerda. Quería decir que te perdonó hace tiempo.
—Me perdonó. Pero eso ni siquiera se acerca al amor que una esposa debe sentir por su esposo. —Didul meneó la cabeza—. ¿Quieres pasta de judías? Tiene bastantes especias, pero la mujer cavadora que me la preparó es la mejor cocinera que conozco.
Akmaro extendió su torta, y Didul vertió pasta sobre ella con una cuchara de madera.
Akmaro la enrolló, dobló su extremo inferior y se puso a comer por el otro.
—Está tan buena como prometías —comentó—. A Luet también le gustaría. Le gustan mucho los condimentos. Didul rió.
—Padre Akmaro, ¿no conoces a tu propia familia? Supongamos que yo hablara con ella. De esto, del matrimonio. Hablamos continuamente cuando yo voy allí, de otras cosas… de historia y ciencia, política y religión, de todo menos de temas personales. Luet es brillante. Demasiado buena para mí; pero aunque yo osara hablarle, y aunque ella llegara a amarme, y aunque tú dieras tu consentimiento, seguiría siendo imposible.
Akmaro enarcó las cejas.
—¿Qué? ¿Hay algún problema de consanguinidad que yo desconozca? No tengo hermanos, y mi esposa tampoco, así que no puedes ser mi sobrino sin que yo lo sepa.
—Akma —dijo Didul—. Akma nunca me ha perdonado. Y si Luet me amara, para él sería como una bofetada en la cara. Y si tú aceptaras esa boda, no habría perdón. Se volvería loco. No sé lo que haría.
—Tal vez despertaría y superaría ese pueril afán de venganza —dijo Akmaro—. Sé que no ha sido el mismo desde entonces, pero…
—Pero nada —dijo Didul—. Lo traté cruelmente, ¿no lo entiendes? El odio de Akma tiene su fuente en las humillaciones que le infligí entonces, un día tras otro…
—Entonces eras un niño.
—Mi padre no me amenazaba con un látigo, Akmaro. Yo disfrutaba. ¿No lo comprendes? Cuando veo a esa gente que se burla de los cavadores por su pobreza, porque viven en sucios agujeros… lo entiendo. Yo fui uno de los torturadores. Sé lo que significa tener un corazón vacío de compasión y reírse del dolor ajeno.
—Ya no eres la misma persona.
—He rechazado esa parte de mí, pero soy la misma persona.
—Cuando pasas por las aguas…
—Sí, lo sé, me convierto en un hombre nuevo. Soy un hombre que no hace esas cosas, sí. Pero soy y seré el hombre que una vez las hizo.
—No ante mis ojos, Didul. Y diría que no ante los de Luet.
—Para Akma, padre Akmaro, soy el mismo que lo destruyó ante su hermana, su madre, su padre, sus amigos, su gente. Y si alguna vez Luet y yo nos casáramos… qué va, sólo con que él supiera que yo deseo hacerlo, o que Luet está dispuesto, o que tú lo apruebas… estallaría. No sé qué haría, pero haría algo.
—No es un hombre violento —dijo Akmaro—. Es tranquilo, aunque abrigue viejos rencores.
—No temo por mi vida. Sólo sé que alguien tan listo como Akma, de tanto talento, tan inteligente, tan atractivo… encontraría un modo de hacernos lamentar el atrevimiento de ofenderlo de tal modo.
—¿Te niegas a dar a mi hija la posibilidad de casarse con uno de los mejores jóvenes que conozco en todo el imperio, sólo porque su hermano no puede superar su rabia infantil?
—No tenemos manera de saber qué ha sucedido en el interior de Akma, padre Akmaro. Aunque fuera un niño, eso no significa que lo que sentía entonces fuera pueril.
Akmaro se terminó la torta. Una vez terminada la pasta de judías, resultaba seca y salada.
—Necesito un sorbo de agua —dijo.
—El Milirek no tiene fuentes puras —dijo Didul—, y desciende de montañas bajas, algunas de las cuales pierden la nieve gran parte del año.
—Bebo el agua que el Guardián me da en cada comarca —dijo Akmaro. Didul rió.
—¡Entonces espero que no salgas del Gornaya! Las lentas aguas de la selva no son seguras. Son lodosas y sucias, y viven criaturas en ellas. Sé de un hombre que una vez bebió de esa agua sin hervirla, y sus tripas no dejaron de moverse hasta que perdió un tercio de su peso. Su esposa ya estaba dispuesta a sepultarlo, con tal de ahorrarse la molestia de cavar otra letrina.
Akmaro hizo una mueca.
—Yo también oigo esas historias. Pero tenemos que aprender a vivir en el desierto. Aquí la paz ha durado tanto que viene gente de todas partes. Ex elemaki, gente de ocultos valles de montaña, todos vienen a Darakemba porque bajo el gobierno de Motiak hay paz y abundancia. Bien, espero que la paz dure. Pero la abundancia… tenemos que encontrar un modo de explotar la selva.
—Allí los cavadores no pueden abrir túneles. Todo se inunda —dijo Didul—. Y los ángeles no pueden posarse porque las ramas de los árboles son muy gruesas y están tan juntas que los jaguares pueden atacarlos.
—Entonces debemos pensar en una manera de construir casas sobre postes —dijo Akmaro—. Necesitamos más tierra. Y tal vez, mi joven amigo, si colonizáramos nuevas tierras donde cavadores, ángeles y humanos tuvieran que compartir la misma clase de vivienda, podríamos lograr la armonía que es tan difícil de conseguir en el Gornaya.
—Pensaré en ello. Pero espero que plantees esta cuestión a hombres y mujeres más listos que yo.
—Créeme, lo he hecho y lo haré de nuevo. Y a personas más listas que yo. Lo aprendí de Motiak: no pierdas el tiempo pidiendo consejo a gente más estúpida que tú.
—Es un consejo que me anima —dijo Didul.
—¿En qué sentido?
—Puedo pedirle consejo a cualquiera —dijo Didul, riendo.
—La falsa modestia es falsa, por encantadora que resulte.
—De acuerdo, soy más listo que algunas personas —admitió Didul—. Como ese maestro que dice que los ángeles tienen miedo de meterse en los agujeros de los cavadores.
—¿Y no es así?
—Conozco a tres médicos ángeles que lo hacen continuamente, y nunca han sufrido ningún percance.
—Tal vez nuestros maestros serían menos timoratos si creyeran que sus enseñanzas son un servicio tan valioso como las hierbas del galeno.
—Tú lo has dicho. Si los creyentes no dudaran tanto tendrían más éxito en la conversión de los incrédulos.
—Oh, no me importan sus dudas. Bastaría que actuaran como si creyeran, para ser más persuasivos.
—Si no te conociera mejor —dijo Didul—, pensaría que estás alabando la hipocresía.
—Prefiero vivir entre gente que se comporta correctamente que entre gente que tiene opiniones correctas —dijo Akmaro—. No he notado más manifestaciones de hipocresía entre los primeros que entre los segundos, y al menos los que se portan bien no te hacen perder tanto tiempo en discusiones.
Bego trajinaba detrás de Akma y Mon, quejándose sin cesar.
—No veo por qué no podernos conversar en mi estudio. Soy demasiado viejo para esto, y habréis notado que mis piernas son más cortas que las vuestras.
A lo cual Akma replicó cruelmente:
—Pues vuela.
Mon le dio un empellón a Akma, haciéndolo rodar sobre los arbustos que bordeaban el camino. Akma se enfrentó a él, dispuesto a enfurecerse o a reírse, según la intención que viera en los ojos de Mon.
—Ten respeto por un amigo mío —murmuró Mon—, aparte de por su edad y su prestigio.
Akma puso su sonrisa más seductora, y obtuvo el resultado de siempre, pues irradiaba humildad, inocencia y benevolencia. Todas lo bueno que la otra persona deseaba ver. Mon dudaba siempre de aquella sonrisa, a pesar de que acababa triunfando sobre su enojo o su envidia. ¿De dónde podía venir semejante poder sobre los demás?
—Ah, Bego, te habrás dado cuenta de que sólo bromeaba —dijo Akma—. Perdóname, viejo amigo.
—Siempre te perdono —jadeó Bego—. Todos lo hacen, así que no sé por qué te molestas en preguntar.
—¿Acaso ofendo con tanta frecuencia que perdonarme se ha convertido en hábito? —preguntó Akma con su sonrisa compungida. Mon sintió deseos de abrazarlo con fuerza, de asegurarle que nadie se sentía ofendido.
¿Cómo lo consigue?
—No ofendes con mayor frecuencia que cualquier otro joven brillante, indisciplinado y perezoso de veinte años —dijo Bego—. Aquí, en la hierba. Si lo que pretendéis es que nadie nos oiga, aquí estaremos bien.
—Ah —dijo Mon, señalando el cielo—. ¿Te has olvidado de esos ojos fisgones de allá arriba?
—La estrella fija —dijo Bego—. Sí, es verdad. Dicen que el Alma Suprema ve a través de los techos, las hojas y la tierra, así que tanto da.
Akma se arrojó al suelo y aterrizó en la hierba con una pose elegante que habría parecido muy ensayada en alguien menos ágil y espontáneo.
—Quién sabe cuántos cientos de túneles cavadores convergen bajo este prado —comentó.
—No es un prado —dijo Mon—. Es el parque de mi padre, y no está permitido cavar debajo de él.
—Oh, entonces seguro que hasta las lombrices respetan sus límites —dijo Akma.
Mon se rió contra su voluntad.
—Bueno, la autoridad de Padre no es universal.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Bego—. Me fastidia estar sentado.
—Pero Bego —dijo Akma—, ahora humanos, ángeles y cavadores somos iguales, ¿no lo sabías? El Guardián ha hablado.
—Bien, será mejor que el Guardián me dé nuevas posaderas si pretende que las acomode en sillas u otros lugares igualmente incómodos —dijo Bego.
—Mon y yo hemos estado pensando —dijo Akma.
—¿Los dos juntos? Entonces es posible que hayáis formulado un pensamiento, siempre que hayáis trabajado con empeño.
—Hemos estudiado las historias de los Héroes. Y la crónica que los zenifi encontraron hace trece años.
—La de los rasulum —dijo Bego.
—Queríamos conocer tu opinión sobre una idea —dijo Mon.
—¿Y no podíais pedírmela en mi estudio, al terminar mis clases con los hijos más pequeños del rey?
—Nuestra pregunta puede oler a traición —dijo Akma. Bego guardó silencio.
—Sabemos de tu respeto por la investigación científica y que nunca nos denunciarías. Pero quién sabe qué diría otra persona si nos oyera. Podría exagerar nuestras palabras.
—¿Qué traición puede haber en los documentos antiguos? —preguntó Bego.
—Si estamos en lo cierto —señaló Akma—, creo que hace diez años que tú intentas insinuarlo.
—Yo no hago insinuaciones —dejó claro Bego—. Y si queréis saber si estáis en lo cierto, Mon tiene el don de la certidumbre.
—Ahí está el problema —dijo Mon—. Si estamos en lo cierto, no tenemos motivos para confiar en ese presunto don. Y si nos equivocamos, la respuesta es la misma… para mí no hay certidumbre.
—Por eso acudimos a ti —añadió Akma.
—¿Crees que el don que te dio el Guardián pueda ser imaginario? —preguntó Bego con incredulidad.
—Creo que la simple histeria puede hacer que muchas cosas acudan a nuestra mente —dijo Mon.
—E incluso cierta perspicacia natural —añadió Akma—. Por ejemplo, en esa famosa e inolvidable ocasión en que Mon te ayudó a traducir las planchas de los rasulum. ¿No es posible que él haya deducido tus aciertos y errores interpretando inconscientemente tus gestos, movimientos, entonación vocal, expresiones faciales?
—¿Y de qué le hubiera servido? —dijo Bego—. Yo no lo sabía.
—Tal vez lo sabías, pero no sabías que lo sabías —dijo Akma.
Bego agitó las alas en un gesto de indiferencia.
—Akma y yo hemos intentado ver si hay algo en los antiguos documentos que constituya una prueba concreta de que existe un Guardián de la Tierra.
—Nadie pone en duda que hay un Guardián —dijo Bego.
—Mira las crónicas —dijo Akma—. En todos los documentos de los primeros Héroes se afirma que la vida humana había desaparecido de la Tierra, que hasta que el Guardián trajo a los Héroes desde ese lugar llamado Armonía o Basílica… los registros son ambiguos…
—Basílica es el nombre de la estrella fija —dijo Bego—, y Armonía el nombre del planeta que está en órbita de esa estrella.
—Eso dicen los eruditos —dijo Akma—. Que no saben más que nosotros, pues llegan a sus conclusiones a partir de las mismas fuentes. Y yo digo que la crónica de los Héroes no es correcta. Había gente aquí: los rasulum.
Bego se encogió de hombros.
—Eso ha causado cierta consternación entre los estudiosos.
—Vamos —dijo Mon—. Es el dato que siempre nos restriegas por la cara cuando hablamos de historia. Quieres que descubramos algo, así que no te hagas el inocente.
—¿Y si los humanos nunca se fueron de este mundo? —intervino Akma—. ¿Y si los humanos sólo tuvieron que permanecer alejados del Gornaya en la época de los volcanes y terremotos? Los Héroes mencionan que hubo un tiempo en que las masas terrestres se plegaron y elevaron, formando las montañas más altas del mundo. ¿Y si fue entonces cuando nació la leyenda de la dispersión? Se dice que no había humanos en el Gornaya, y que no había humanos en el mundo… pero de hecho había humanos al norte, en las praderas. Luego hay una guerra devastadora, y muchos humanos huyen de los rasulum. Algunos de ellos rompen el viejo tabú y vienen al Gornaya. Tal vez llegan incluso en barco, pero temen que los dioses que adoran, el Alma Suprema y el Guardián de la Tierra, se encolericen con ellos, así que alegan que han venido de las estrellas y no de Opustoshen.
—¿Entonces por qué el idioma de las planchas es tan diferente del nuestro? —preguntó Bego.
—Porque no han pasado sólo cuatrocientos o quinientos años desde la época de los Héroes. En realidad se separaron de los rasulum hace mil años, tal vez más. Y las lenguas se diferencian cada vez más, hasta no parecerse en nada.
—¿Y eso qué tiene que ver con los ángeles y los cavadores? —preguntó Bego.
—Nada —exclamó Mon—. ¿No lo entiendes? Los humanos llegaron y dominaron a todos los demás, e impusieron sus dioses a todo el mundo. ¿Pero acaso los cavadores no adoraban los dioses que los ángeles creaban para ellos? ¿Y los ángeles no tenían sus propios dioses? Nadie hablaba del Guardián. Ángeles y cavadores evolucionaron por separado en el Gornaya mientras los humanos habitaban las tierras del norte.
—¿Y qué hay de esa historia según la cual Shedemei descubrió un extraño órgano que obligaba a la gente del cielo y a la gente del suelo a permanecer cerca? —observó Bego.
—La historia dice que ella os hizo enfermar y provocó la desaparición de esos órganos en vuestra prole —dijo Akma—. Así que ahora, convenientemente, no tenemos el menor indicio de que esos órganos hayan existido.
—Todas las historias se valen de elementos que no se pueden verificar —dijo Mon—. Es un truco retórico típico… un truco que cualquier necio puede exponer en un debate o juicio público. La nueva estrella del cielo es Basílica… ¿pero cómo sabemos que esa estrella no existió siempre?
—La documentación es ambigua en ese sentido —dijo Bego.
—La única prueba concreta que tenemos —dijo Akma— es la flagrante contradicción que existe en los documentos de los Héroes. Ellos afirmaron que no había otros humanos en la Tierra cuando llegaron. Pero tenemos los huesos de Opustoshen y las planchas de los rasulum para demostrar lo contrario. ¿No lo entiendes? La única prueba concreta que tenemos niega todo lo demás.
Bego los miró plácidamente.
—Bien, verdaderamente, esto huele a traición —sentenció al fin.
—Lo que no significa precisamente que lo sea —dijo Akma—. Se lo estaba explicando a Mon. Su padre tiene autoridad por ser un descendiente directo del primer Nafai. Esa parte de la historia no se cuestiona. El reino no se cuestiona.
—No —dijo Bego—, sólo se cuestiona a tu padre. Akma sonrió.
—Si mi padre enseña a la gente a hacer tonterías sólo porque lo dice el Guardián, y luego resulta ser que no hay Guardián, entonces mi padre intenta imponer la voluntad de alguien sobre los demás.
—Yo creo que tu padre es un hombre sincero —dijo Bego.
—Sincero pero equivocado. Y la gente odia sus enseñanzas.
—Los ex esclavos las adoran —dijo Bego.
—La gente —recalcó Akma.
—Debo entender, pues, que no consideras que los cavadores sean gente.
—Considero que son los enemigos naturales de los humanos y los ángeles. Y también creo que no hay motivos para que los humanos gobiernen a los ángeles.
—Esto huele definitivamente a traición —dijo Bego.
—¿Por qué no establecer una alianza? —dijo Mon—. Un rey de los humanos y un rey de los ángeles, ambos gobernando sobre pueblos que ocupan un mismo territorio.
—No es posible —dijo Bego—. Un territorio, un rey. De lo contrario habría guerra y se extendería el odio entre humanos y ángeles. Los elemaki aprovecharían la oportunidad para destruirnos.
—Pero no se nos debe exigir que vivamos juntos —dijo Akma.
Bego miró a Mon.
—¿Eso es lo que deseas? —preguntó—. ¿Tú, que de niño soñabas con ser…?
—¡Ya he renunciado a mis sueños infantiles! —exclamó Mon—. Y te digo más; si no hubiera estado viviendo entre ángeles no habría tenido ese deseo.
—A mí me parecía conmovedor. Y un tanto adulador, considerando que muchos ángeles crecen deseando ser humanos.
—¡Ninguno! —exclamó Mon—. ¡Ni uno solo!
—Muchos.
—Están locos, entonces —replicó Mon.
—Es muy probable. Pero veamos si lo he entendido. No hay Guardián, y nunca lo hubo. Los humanos nunca abandonaron la Tierra, sólo el Gornaya. Los cavadores y los ángeles nunca se necesitaron unos a otros y no existía un órgano diminuto que Shedemei extrajo de nuestros cuerpos con una enfermedad. Y en consecuencia no hay motivos para cambiar nuestro modo de vida, nuestras costumbres, sólo porque Akmaro nos dice que es la voluntad del Guardián que las tres especies se conviertan en un pueblo, los Hijos del Guardián, el Pueblo de la Tierra.
—Exacto —dijo Akma.
—¿Y qué? —preguntó Bego. Akma y Mon se miraron.
—¿A qué te refieres? —preguntó Mon.
—¿Por qué me lo contáis a mí?
—Porque tal vez quieras hablar con Padre sobre esto. Convencerlo de que deje de imponer estas leyes.
—Y de que arrebate a mi padre su posición de autoridad —añadió Akma.
Bego parpadeó al oír aquello.
—Si yo le dijera al rey estas cosas, queridos amigos, me destituiría inmediatamente. Es el único cambio que conseguiría.
—¿Entonces mi padre controla totalmente al rey? —preguntó Akma.
—Cuidado —dijo Mon—. Nadie controla a mi padre.
—Sabes a qué me refiero —dijo Akma con impaciencia.
—Y yo conozco a Motiak —dijo Bego—. El no cambiará de parecer porque, en lo que a él concierne, no tenéis la menor prueba. Para él, el hecho de que los sueños verdaderos condujeran a los soldados de Ilihiak hacia las planchas de los rasulum es prueba de que el Guardián deseaba que las hallaran. Por tanto es el Guardián quien corrige los errores de los Héroes… otra prueba de que el Guardián vivía entonces y de que vive ahora. No disuadiréis a alguien que anhela desesperadamente creer en el Guardián.
Akma dio un malhumorado puñetazo en el suelo.
—¡Es preciso impedir que mi padre siga propagando estas mentiras!
—Esos errores —dijo Bego—. ¿Recuerdas? Tú nunca serías un hijo tan desleal como para acusar a tu padre de mentir. ¿Quién te creería entonces?
—Que él crea en ello no significa que no sean mentiras —dijo Akma.
—Ah, pero no son sus mentiras, ¿verdad? Así que debes llamarlas errores cuando dices que son de tu padre. Mon rió entre dientes.
—¿Has oído, Akma? Él está con nosotros. Esto es lo que él pretendía que comprendiéramos.
—¿Por qué lo crees así? —preguntó Bego.
—Porque nos estás aconsejando una estrategia. Akma se incorporó, sonriendo.
—Así es. ¿O no, Bego? Bego se encogió de hombros.
—Ahora no podéis seguir una estrategia. Akmaro depende demasiado de la política del rey, y viceversa. Pero tal vez llegue un momento en que las Casas de los Guardados estén separadas de la casa del rey con más claridad.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Akma.
—Sólo esto. Hay quienes desean derrocar a tu padre, pues están muy en desacuerdo con estas medidas.
—¡Nosotros no pretendemos eso! —exclamó Mon.
—Claro que no. Nadie que esté en su sano juicio lo pretende. Si no tenemos invasiones elemaki todos los años, es porque el imperio de Darakemba está unido, posee un ejército y espías que patrullan continuamente en nuestras fronteras. Sólo una pequeña minoría de fanáticos y locos quiere derrocar al rey. Sin embargo, el apoyo a esa pequeña y traicionera minoría irá en aumento a medida que tu padre impulse las reformas de Akmaro. Tarde o temprano, eso conducirá a una guerra civil, y la gane quien la gane nos debilitará. Hay gente que no desea tal cosa, que quiere que todo vuelva a ser como antes.
—Los viejos sacerdotes —dijo Mon con desdén.
—Algunos de ellos, sí —dijo Bego.
—¿Y tú? —preguntó Akma—. ¿Tú quieres que las cosas vuelvan a ser como antes?
—No opino sobre política —dijo Bego—. Soy un estudioso, y os expongo los datos que describen la situación actual del reino. Hay quienes desean evitar la guerra civil, proteger el trono e impedir que Akmaro siga imponiendo estas leyes demenciales, ultrajantes e imposibles que anulan toda distinción entre hombres y mujeres, humanos, cavadores y ángeles. Toda esta cháchara sobre perdón y comprensión.
Akma lo interrumpió, lleno de amargura.
—Es sólo una máscara para quienes desean que transformemos esta tierra en un lugar donde los cavadores se paseen con armas en las manos, atormentando a quienes son mejores que ellos…
—Hablas como los que desean destruir este reino —dijo Bego—. En tal caso, Akma, no serás de utilidad para quienes procuran proteger el trono.
Akma guardó silencio, tironeando de la hierba. Un terrón se desprendió, salpicándole la cara. Se limpió con enfado.
—Pero si los que procuran proteger el trono pudieran persuadir al pueblo de ser paciente, asegurándole que los hijos de Motiak no creen en este disparate de que los miembros de todas las especies son hijos del Guardián por igual, de que los hijos de Akma no tienen la intención de seguir las alocadas medidas de su padre… asegurándole que, en el momento oportuno, todo volverá a ser como antes.
—Yo no soy el heredero —dijo Mon.
—Entonces debes tratar de persuadir a Aronha —recomendó Bego.
—Aunque lo hiciera, Padre le entregaría el reino a Ominer, pasando por encima de ambos.
—Entonces debes tratar de persuadir a Ominer y también a Khimin. —Bego se echó a reír ante la mueca de disgusto de Mon—. Es bastante brillante. Será hijo de su madre, pero también es hijo de tu padre. ¿Qué podrá hacer tu padre si todos sus hijos rechazan estas medidas?
—A mi padre no le importaría —dijo Akma—. El escogería a uno de sus favoritos para que le sucediera como sumo sacerdote. No creo que ni siquiera me tenga en cuenta para ese puesto.
—¡Didul!—exclamó Mon despectivo. Akma enrojeció de furia al oír ese nombre.
—No importa quién sea el sucesor de tu padre —dijo Bego—. Si su propio hijo se opone públicamente a sus medidas, perderá credibilidad. No hay consenso y existe recelo aun entre sus sacerdotes y maestros. Algunos de ellos te escucharán, otros no. Pero los Guardados se debilitarán.
—Vaya, Akma, ya te imagino predicando —comentó Mon con desdén.
—Creo que lo haría bien —dijo Akma—. Sólo que es muy probable que me arresten por traición. Bego asintió.
—Ahí está el problema, ¿verdad? Por eso es preciso que esperéis el momento oportuno. Trabaja con tus hermanos, Mon. Ayúdale, Akma. No seas insistente, limítate a hacer sugerencias, a plantear preguntas. Con el tiempo los conquistarás.
—¿Tal como tú hiciste con nosotros? —preguntó Akma. Bego lo miró con indiferencia.
—Nunca os sugerí la traición, ni lo hago ahora. Quiero que descubras la verdad por ti mismo. No puedo atragantarte con ella, como hacen otros.
—¿Pero qué garantía tenemos de que algo cambiará?
—Creo que al librarse de los sacerdotes designados por el rey, Akmaro y Motiak escogieron un rumbo que no admite marcha atrás —dijo Bego—. Con el tiempo, la religión quedará separada del gobierno. Y cuando llegue ese día, mis jóvenes amigos, la ley ya no se interpondrá entre vosotros y vuestras prédicas.
Mon lanzó un hurra.
—Si todavía creyera en mi don, diría que Bego tiene toda la razón. Eso ocurrirá muy pronto. Tiene que ocurrir.
—Y ahora que habéis planeado cómo salvar el reino de las ideas excesivamente tolerantes de Akmaro, ¿puedo volver bajo techo y encontrar un sitio de donde colgarme para estirar mis doloridos músculos?
—Podemos llevarte, si quieres —se ofreció Mon malicioso.
—Me ahorrarías problemas cortándome la cabeza y llevándola adentro. El resto de mi cuerpo no me sirve de mucho últimamente, de todos modos.
Se rieron y se levantaron. Caminaron más despacio de regreso a la casa del rey, pero había una cadencia, un contoneo en el andar de los jóvenes. Y cuando pasaron junto a Khimin, que intentaba memorizar un largo poema con gran dificultad, lo sorprendieron por completo al invitarlo a acompañarlos.
—¿Por qué? —preguntó Khimin con suspicacia.
—Porque aunque tu madre es una idiota rematada —le respondió Mon—, sigues siendo mi hermano y te he tratado de forma vergonzosa durante muchos años. Dame la oportunidad de enmendar mis errores.
Mientras Khimin se les acercaba con cautela, Akma le susurró a Mon:
—Ahora ya te has comprometido, ¿sabes?
—Quién sabe —dijo Mon—. Tal vez sea buena compañía a pesar de todo. Edhadeya siempre dice que es buena persona, que sólo necesita una oportunidad.
—Entonces Edhadeya se alegrará mucho —dijo Akma. Mon le guiñó el ojo.
—Si quieres, le diré que incluir al vástago de Dudagu Dermo fue idea tuya.
Akma puso los ojos en blanco.
—No miro a tu hermana con ojos lascivos, Mon. Es tres años mayor que yo.
—Aunque mi don no provenga del Guardián —dijo Mon—, todavía sé distinguir una mentira.
Khimin se les había acercado y cambiaron de conversación para incluirlo. Cuando llegaron a la casa del rey, Akma y Mon habían prodigado sus encantos de tal modo que el pobre joven de dieciocho años estaba embelesado con ellos, y les habría creído aunque le hubiesen dicho que tenía tocones por pies y por nariz un nabo.
Bego se marchó en cuanto entraron, y mientras recorría los pasillos usó un poco las alas, patinando por el suelo y cantando alegremente. Niños listos, se dijo. Lo lograrán, si les damos la oportunidad. Lo lograrán.
Luet lo pasaba bien cuando Madre visitaba a Dudagu en la casa del rey, porque al cabo de unos instantes de cortesía con la reina, que no envejecía bien y se pasaba los días quejándose de sus achaques, siempre la excusaban y le permitían ir a encontrarse con Edhadeya. La costumbre se había iniciado cuando ella tenía cinco años y Edhadeya era una altiva niña de diez; ahora se asombraba de que la hija del rey hubiera sido tan amable con una chiquilla que, no hacía mucho, era esclava de los cavadores. Aunque quizás ése fuese el motivo de su amabilidad. Edhadeya se había apiadado de ella al oír la historia de sus sufrimientos. Bien, de un modo u otro, su amistad florecía ahora que Edhadeya tenía veintitrés años y Luet dieciocho.
Encontró a su amiga trabajando con los músicos, enseñándoles una nueva composición. Los tambores no atinaban a captar el ritmo.
—No es difícil —les decía Edhadeya—. Tratad de ver cómo armoniza con la melodía…
Edhadeya se puso a cantar con su voz dulce y aguda, y los tambores comenzaron a percibir que el ritmo que ella les indicaba armonizaba con la melodía que entonaba. Sin pensarlo siquiera, Luet se puso a girar, a alzar los brazos y a brincar en una danza improvisada.
—¡Te burlas de mi pobre melodía! —exclamó Edhadeya.
—¡No te detengas, era hermosa!
Pero Edhadeya se detuvo al instante, dejando que los músicos trabajaran en la canción mientras ella caminaba con Luet hasta el huerto.
—Hay gusanos por todas partes. En los viejos tiempos, teníamos esclavos cuya única tarea era arrancarlos de las hojas. Ahora no podemos pagarle a nadie lo suficiente para que lo haga, así que nuestras plantas tienen agujeros y en ocasiones la ensalada se mueve sola. Todos fingimos que es un milagro y seguimos comiendo.
—Debo contarte que Akma sufre una de sus crisis de mal humor últimamente —dijo Luet.
—No me importa —dijo Edhadeya—. Es demasiado joven para mí. Siempre lo ha sido. Fue una locura pensar que estaba enamorada de él.
Luet miró el cielo.
—¿Qué? ¿Con todas esas nubes? Pensaba que amabas a mi hermano cada vez que llovía.
—De momento no llueve —dijo Edhadeya—. ¿Y hoy es uno de esos días en los que estás enamorada de Mon?
—No lo estoy de nadie —dijo Luet—. Creo que no sería una buena esposa.
—¿Por qué no?
—No quiero quedarme en casa y ordenar el trabajo todo el día. Quiero salir como Padre, enseñar y hablar y…
—Él trabaja.
—En los campos, lo sé. ¡Pero yo lo haría! Lo único que no quiero es quedarme en casa. Tal vez se deba a mi infancia de trabajo en los campos. Tal vez siento la necesidad de trabajar porque me parece que si no lo hago un cavador dos veces mayor que yo vendrá a…
—Oh, Luet, tengo pesadillas cada vez que hablas así.
—Aquí hay uno —dijo Luet, sosteniendo un gusano.
—Qué encantador —dijo Edhadeya. Luet aplastó el gusano entre los dedos, estrujó los restos y los arrojó al suelo.
—Una ensalada que no se moverá —sentenció.
—Luet —dijo Edhadeya, y en ese momento cambió el tono de la conversación. Ya no eran niñas juguetonas. Eran mujeres, y la cuestión era seria—. ¿Qué pretende tu hermano últimamente? ¿Qué ocurre entre él y mi hermano?
—Siempre está aquí con Mon —respondió Luet—. Creo que están estudiando con Bego, o algo parecido.
—¿Y no habla contigo? Con ellos habla.
—¿Ellos?
—No sólo con Mon. Habla con Aronha, Ominer y Khimin.
—Bien, es agradable que tenga en cuenta a Khimin. No creo que el chico sea tan insoportable como…
—Oh, es insoportable, ya lo creo, aunque potencialmente rescatable. Y si pensara que se trata de eso, de salvarlo, me alegraría —dijo Edhadeya—. Pero no es así.
—¿No?
—Ayer alguien mencionó los sueños verdaderos y me miró. No era nada, sólo un comentario de pasada. Ni siquiera recuerdo… Un consejero iba a reunirse con Padre, y me miró. Pero en ese momento yo miré hacia otra parte y vi que Ominer hacía una mueca de burla. Así que lo seguí, y cuando estuvimos solos en el patio lo arrojé contra la pared y le pregunté por qué se burlaba de mí.
—Siempre tan dulce —murmuró Luet.
—Ominer no te escucha si no le haces daño —dijo Edhadeya—. Y todavía soy más fuerte que él.
—Bien, ¿qué dijo?
—Negó que se burlara de mí. Entonces le pregunté de quién se burlaba. De él, me respondió.
—¿De quién? —preguntó Luet.
—Del consejero que me miraba. Y le dije: No puedes culpar a la gente por pensar en mi sueño de los zenifi cuando me ve. No todos tienen sueños verdaderos. Y entonces él dijo… escúchame bien… me dijo que nadie tiene sueños verdaderos.
—¿Nadie? —Luet se echó a reír, pero notó que a Edhadeya no le hacía gracia—. Dedaya, yo he tenido sueños verdaderos, y también tú. Madre es descifradora. Mon tiene su sentido de la verdad. Padre tiene sueños y… esto es absurdo.
—Ya lo sé. Así que le pregunté por qué lo decía, y se negó a contármelo. Lo pellizqué, le hice cosquillas… Luet, Ominer no puede ocultarme un secreto. Siempre he podido sonsacárselos con torturas en cinco minutos. Pero esta vez fingió que no sabía de qué le hablaba.
—¿Y crees que es algo que tiene relación con Akma y Mon?
—Sé que es así. Luet, Ominer sólo podría ocultarme un secreto si temiera más a otra persona. Y las únicas dos personas a las que teme más que a mí son…
—¿Tu padre?
—No seas boba. Padre es pura ternura cuando le presta atención a Ominer, aunque no sea con frecuencia. No, Mon y Aronha. Creo que son ambos. Esta mañana he estado atenta: mis cuatro hermanos se han reunido con tu hermano, y se traen algo entre manos…
—Algo relacionado con la idea de que no hay sueños verdaderos.
Edhadeya asintió.
—No puedo decirle esto a Padre, pues lo negarían.
—¿Mentirle a tu padre?
—Algo ha cambiado. Me tiene preocupada; sospecho que están tramando algo.
—No digas eso. Estás hablando de nuestras familias.
—Ya no son niños. Como todavía estudiamos, a veces nos olvidamos de que ya no estamos en la escuela, salvo Khimin. Somos hombres y mujeres. Si Akma no fuera el hijo de tu padre, se estaría ganando el sustento. Aronha juega al soldado, pero disfruta de mucho tiempo libre, y lo mismo ocurre con mis otros hermanos… Los sacerdotes deben trabajar, pero no los hijos del rey.
Luet asintió.
—Padre intentó que Akma se ganara el sustento desde los quince años. La edad en que lo hacen todos los hijos de los jornaleros…
—Ya sé a qué edad empiezan —dijo Edhadeya.
—Akma dijo simplemente: «¿Piensas castigarme con un látigo si no lo hago?» Fue realmente malvado.
—Tu padre no era su capataz en esos días espantosos —dijo Edhadeya.
—Pero Padre perdonó a los capataces. Los pabulogi. Akma no los ha perdonado, y todavía les guarda rencor.
—¡Durante trece años! —exclamó Edhadeya.
—Akma se alimenta del rencor como el embrión se alimenta de la clara del huevo. Aunque esté pensando en otra cosa, aunque no se dé cuenta, hierve por dentro. Fue mi maestro. Nos hicimos muy íntimos. Durante un tiempo lo amé más que a nadie. Pero si yo me acercaba demasiado, si tocaba su afecto de manera indebida, él reaccionaba con violencia. A veces me dejaba tan atónita como se deben de haber sentido Elemak y Mebbekew cuando Nafai los abatía con los relámpagos de sus dedos.
—Melancolía. Pensaba que simplemente era un malhumorado —dijo Edhadeya.
—No cabe duda de que lo es —dijo Luet—. Pero es mi padre el objeto de su rabia.
—Y los pabulogi.
—Ellos no vienen a menudo. Cuando los sacerdotes vienen a reunirse con Padre, Akma procura estar en otra parte. Creo que no ha visto a ninguno durante años.
—Pero tú los has visto. Luet sonrió vagamente.
—Lo menos posible.
—Aun desde su lecho de muerte, como ella lo llama, Madre se entera de todos los chismes, y dice que Didul te mira como…
—Como si fuera mi peor pesadilla.
—No lo dirás en serio, amiga mía.
—No es nada personal. ¿Pero qué sucedería si él me amara? ¿O si yo lo amara? Sería más rápido y benévolo degollar a Akma mientras duerme.
—¿Quieres decir que esta pueril melancolía de Akma te alejaría del hombre que amas?
—No amo a Didul. Sólo hablaba de una situación hipotética.
—Lutya, ¿no es complicada la vida en casa del rey?
—Tal vez sea igualmente complicada para los campesinos más pobres. Es probable que en sus agujeros los más desvalidos ex esclavos tengan exactamente los mismos problemas. Rencor, amor, cólera, temor, odio…
—Pero cuando riñen en sus túneles, no tiembla todo el reino —dijo Edhadeya.
—Bien, hablas de tu familia, no de la mía. Edhadeya cogió otro gusano de otra hoja.
—Hay gente abriendo agujeros en el reino, Lutya. ¿Qué pasará si nuestros hermanos se encuentran entre los gusanos?
—Eso temes, ¿verdad? Si niegas al Guardián, no tenemos por qué asociarnos con cavadores y ángeles…
—Mon ama a los ángeles. Sería muy desdichado lejos de ellos.
—¿Pero ama a la gente del cielo más de lo que Akma odia a la gente del suelo?
—Llegado el caso, Mon no renunciará a su amor por los ángeles.
—Aun así, sería terrible que comenzaran a…
—Ni siquiera lo pienses —dijo Edhadeya—. Nuestros hermanos no cometerían traición.
—Entonces no tienes miedo —dijo Luet. Edhadeya se sentó en un banco y suspiró.
—Sí, tengo miedo.
Una nueva voz se oyó a sus espaldas.
—¿De qué?
Miraron y era Chebeya, la madre de Luet.
—¿Ya has terminado? —preguntó Luet.
—La pobre Dudagu está exhausta —dijo Chebeya. Edhadeya resopló.
—No hagas ese ruido en la selva —dijo Chebeya—, porque un jaguar te encontrará.
—No veo por qué consideras tan antinatural que desprecie a mi madrastra —dijo Edhadeya.
—Tu padre la ama —dijo Chebeya.
—Lo que indica su infinita capacidad de amar —comentó Edhadeya.
—¿De qué hablabais cuando he llegado? —preguntó Chebeya—. Y no neguéis que era importante, pues pude ver vuestro estrecho vínculo.
Luet y Edhadeya se miraron.
—¿Tratáis de decidir cuánto debéis contarme? Os facilitaré la tarea. Empezad por contármelo todo. Así que se lo contaron.
—Dejad que los observe un poco —dijo Chebeya cuando ellas concluyeron—. Si los veo juntos, puedo aprender mucho.
—¿Cómo es posible que Mon no crea en los sueños verdaderos? —preguntó Edhadeya—. Él sabe si las cosas son ciertas… él supo que mi sueño acerca de tu familia era verdadero.
—No subestimes la capacidad de persuasión de mi hijo —dijo Chebeya.
—Mon no es el títere de nadie —dijo Edhadeya—. Yo lo conozco.
—No, no es un títere. Pero conozco el talento de Akma.
—¿Tiene un don? —preguntó Luet.
—La hermanita es la última en enterarse —comentó Edhadeya.
—Tiene el mismo don que yo —dijo Chebeya.
—¡Nunca lo ha dicho! —exclamó Luet.
—No, porque no se da cuenta. Creo que es diferente en los hombres. Los hombres no forman comunidades con la misma facilidad que las mujeres. Me refiero a los hombres humanos, pues los ángeles son diferentes. O tal vez me equivoco… no tengo tanta experiencia. Sólo sé que cuando un hombre tiene el don de descifrar, no ve los vínculos que unen a las personas de la misma manera. Inconscientemente busca maneras de unir esas hebras dispersas con sus propias manos.
—Entonces no puede ver la telaraña de personas —dijo Luet—. ¿Se convierte en la araña? Chebeya se estremeció.
—Nunca le he explicado su poder. Me temo que será peor si cobra conciencia de él. Se volverá más poderoso y…
—Peligroso —concluyó Edhadeya. Chebeya se apartó de ella.
—Él congrega a las personas, todos quieren complacerle.
—¿Al extremo de que Mon renunciaría a su amor por la gente del cielo? —preguntó Edhadeya.
—Tendré que verlos juntos, con eso en mente. Pero si Akma se interesara en algo y necesitara la ayuda de Mon, creo que Mon lo ayudaría.
—Es terrible —dijo Edhadeya—. ¿Eso significa que las ocasiones en que yo creía amarlo…?
—No sé —respondió Chebeya—. Mejor dicho, sí que lo sé. En la medida en que tiene capacidad de amar, te ha amado, de cuando en cuando.
—No ahora.
—No últimamente.
A Edhadeya se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Qué tontería —dijo—. Ni siquiera lloro por él. Me paso días enteros sin ni siquiera pensar en él… pero es sólo este don, ;verdad?
Chebeya sacudió la cabeza.
—Cuando él anuda a la gente, el efecto sólo dura temporalmente. Un par de días. A menos que él se quede contigo, se esfuma. Hace una semana que no lo ves.
—Lo veo todos los días —dijo Edhadeya.
—Pero no has estado cerca de él —observó Luet.
—Tiene que hablar contigo, mirarte, estar contigo —dijo Chebeya—. Puedes confiar en tus sentimientos por él. Son reales.
—Más lo es la piedad —murmuró Edhadeya.
—Madre —dijo Luet—, creo que está sucediendo algo muy peligroso. Creo que Akma y los hijos de Motiak traman algo.
—Como he dicho, observaré para ver si así parece.
—¿Y si es así?
—Hablaré con tu padre. Y tal vez luego hablemos con el rey. Y tal vez él desee hablar con vosotras.
—Y cuando todos hayan hablado con todos, aún no podremos hacer nada —dijo Edhadeya. Chebeya sonrió.
—Siempre tan optimista, ¿verdad? Dedaya, ten confianza. Tu padre, mi esposo y yo tenemos nuestros años, pero todavía gozamos de cierto poder. Podemos cambiar las cosas.
—Noto que no incluyes a mi madrastra en ese grupo —dijo pérfidamente Edhadeya.
Chebeya sonrió con benigna inocencia.
—Pobre Dudagu. Es demasiado frágil para mencionarla en la misma frase en la que se habla de poder. Edhadeya se echó a reír.
—Ahora ven a casa conmigo, Luet. Hay trabajo que hacer.
Edhadeya las abrazó a ambas y las siguió con los ojos mientras se marchaban del patio. Luego se reclinó en el banco y miró el cielo. Pensó que cuando el sol alcanzara cierta posición podría ver la estrella Basílica a plena luz del día. Pero hoy estaba muy encapotado. Sin duda llovería.
—Insepulta —murmuró Edhadeya—. ¿Piensas hacer algo acerca de esto?
Shedemei cargó sus provisiones en la lanzadera de la nave mientras el Alma Suprema le murmuraba mentalmente una vez más.
(¿Estás segura de que esto es aconsejable?)
—¿Crees que no puedes protegerme? —preguntó Shedemei.
(Puedo impedir que te maten.)
—Es todo lo que pido.
(Todavía no entiendo qué puedes descubrir que yo no pueda averiguar más pronto y con mayor precisión.)
—Quiero conocer a estas personas, eso es todo. Quiero conocerlas personalmente.
(No puedes conocerlas tan bien conversando con ellas como yo las conozco examinando sus pensamientos.)
—¿Acaso tengo que decirlo? ¿No puedes escrutar mi mente y ver la verdad?
(La pregunta es si podrás.)
—Puedo. Iré allí abajo porque me siento sola. ¿Era eso lo que deseabas oír? (Sí.)
—Bien, ahora que lo has oído, quiero oír otra voz orgánica. No te ofendas, pero me agradaría tener la sensación de que otra gente me conoce.
(No me ofendo. Esperaba que hicieras algo así, pero hubiera preferido que escogieras un momento más apacible. Esta vez no podrás intervenir demasiado.)
—Lo sé. Y no alardeo de tener un propósito ambicioso y noble. Sólo deseo salir de esta cáscara de metal y codearme de nuevo con la gente. —Pensó en algo—. ¿Qué edad tengo? La gente me lo preguntará.
(¿Físicamente, quieres decir? El manto te mantiene en buen estado de salud. Aparentas unos cuarenta. No has llegado a la menopausia. En realidad nunca llegarás, a menos que me lo pidas.)
—¿Me estás sugiriendo que tenga otro hijo? (Sólo te digo que tengas cuidado con tu manera de combatir la soledad.)
Shedemei curvó los labios con disgusto.
—En esta sociedad existe un fuerte tabú contra las relaciones extramatrimoniales. No bajaré para estropearle la vida a un hombre solitario.
(Sólo era una sugerencia.)
—¿Estás segura de que estas advertencias no se deben a tus celos?
(Eso no forma parte de mi programación.)
—Puedo andar por la faz de este planeta y otras criaturas vivientes me reconocerán como una de ellas. ¿Nunca deseaste…?
(Yo no deseo.)
—Qué pena.
(Es muy tierno por tu parte compadecerte de mí de una manera tan antropomórfica. Pero si tuviera estos sentimientos que proyectas en mí, ¿estas frases que has dicho no serían, técnicamente hablando, un modo de herirme?)
—Forma parte de mi programación —dijo Shedemei. Las compuertas se cerraron. La lanzadera se alejó de la nave Basílica y se precipitó en la atmósfera.