8. JUICIOS

En cuanto Didul llegó al tribunal, Pabul lo condujo a sus aposentos privados.

—¿Has visto cuántos guardias estaban apostados alrededor del tribunal?

—Supongo que has recibido amenazas de muerte.

—Las amenazas me halagan… ni un solo soborno. Saben que no pueden comprarme. Y pronto sabrán que no pueden intimidarme.

—Yo puedo.

—Sé a qué te refieres —dijo Pabul—. Sí, tengo miedo, desde luego, pero mi temor no incidirá en mi juicio.

—Este juicio ya es famoso —dijo Didul—. Y no comenzará hasta mañana. Pabul suspiró.

—Todos saben lo que está en juego. Todas las leyes que protegen el viejo orden se utilizan para bloquear el nuevo. Ignoro qué clase de defensa planea Shedemei, pero no me imagino qué podrá decir para contrarrestar la simple y llana verdad de que es culpable.

—Culpable —dijo Didul—. Culpable de ser una mujer excepcional. Los Guardados de Bodika ya la consideran una mártir.

—Sigo esperando que Motiak me saque el asunto de las manos simplemente diciendo que las viejas leyes son caducas.

—No lo hará. Él trata de mantenerse al margen de este asunto.

—Pero sabe que no podrá, Didul. —Pabul tocó las cortezas que había sobre su mesa—. Al margen de mi decisión, la parte perdedora apelará.

—¿Aunque no impongas a Shedemei ninguna pena?

—¿Te la han presentado? —preguntó Pabul abruptamente. Didul rió.

—Esta mañana, antes de venir aquí.

—Entonces sabes que apelará aunque yo pague una multa. Creo que está disfrutando de la situación.

—Pobre Pabul. Pabul hizo una mueca.

—Hemos consagrado la vida a ser lo contrario de Padre. Y ahora debo juzgar a una adepta de Binaro, tal como Padre debió juzgar a Binaro mismo.

—Esta vez nadie arderá en la hoguera.

—No… puedo desestimar fácilmente el cargo de traición. Pero tendré que condenarla por todos los demás.

—¿No existe una ley contra la presentación malintencionada de acusaciones falsas? —preguntó Didul.

—La palabra clave es falsas. Estas acusaciones son ciertas.

—Perjuicio premeditado. Intento de atentar contra el orden público del reino. Como has dicho, el cargo de traición sólo se incluye para convertirlo en delito capital.

—¿Qué estás sugiriendo? ¿Que presente cargos contra la gente que acusa a Shedemei? Didul se encogió de hombros.

—Tal vez los induzca a retirar la denuncia.

—No lo creo muy probable. Pero si encontrara una manera de complicar más las cosas, para que no haya una posibilidad de victoria o derrota tajante para nadie…

Didul aguardó un rato, mientras Pabul leía una corteza tras otra. Al final palmeó el hombro de su hermano mayor y se dirigió hacia la casa de Akmaro. Entró por el fondo, como de costumbre, y aguardó en silencio a la sombra de un árbol hasta que alguien de la casa reparó en él. Fue Luet quien salió a saludarlo.

—Didul, ¿por qué no entras por la parte delantera y bates palmas como todo el mundo?

—¿Y si sale Akma?

—El nunca está aquí. ¿Y si estuviera?

—No quiero una riña. No quiero enfrentamientos.

—No creo que Akma los quiera, tampoco. Todavía te odia, naturalmente…

—Naturalmente… —dijo secamente Didul.

—Pero… se está concentrando en otras cosas.

—Lo que quiero saber es si tiene algo que ver con esas acusaciones contra Shedemei.

—¿No es maravillosa? ¿La has conocido?

—Esta mañana. Fue bastante agotador, en realidad. Prácticamente me arrinconó hasta convencerse de que yo no era un jaguar disfrazado de pavo.

—¿Sabía algo sobre tu pasado?

—Como si me hubiera observado constantemente. Lo sabía todo. Era escalofriante, Luet. Me preguntó…

—¿Qué?

Didul se estremeció.

—Me preguntó si había disfrutado cuando te golpeaba. Luet le apoyó una mano en el hombro.

—Fue cruel de su parte. Yo te he perdonado… ¿qué le importa a ella?

—Dijo que estaba comprobando si una persona podía cambiar de veras. Trataba de averiguar si antes yo era realmente malvado, y ahora un hombre realmente virtuoso, o si antes era malvado y ahora fingía ser bueno, o si era bueno siempre y sólo estaba mal aconsejado.

—¿De qué le serviría a ella averiguarlo?

—Oh, se me ocurren varias cosas. En todo caso, es una filósofa moral. Uno de los grandes interrogantes es si los seres humanos son realmente capaces de cambiar o si todos los cambios aparentes sólo consisten en una adaptación del carácter ya existente a otra situación moral… ya sabes. Filosofía. Pero nunca conocí a alguien que intentara medir sus ideas contra el mundo real de esta manera. Al menos, nunca he sido yo el mundo real que servía de medida.

—No se caracteriza por sus buenos modales, ¿verdad?

—Es mejor que tú —dijo Didul—. Me invitó a comer con ella al mediodía.

—Sabes muy bien que ya estás invitado a cenar con nosotros —dijo Luet, dándole un suave empellón.

Él le cogió la mano, riendo, pero de inmediato la soltó y procuró disimular su embarazo.

—Didul —dijo ella—, a veces eres muy raro. —Luego, mientras lo conducía a la casa, comentó por encima del hombro—. No te molesta que venga Edhadeya, ¿verdad?

—No, a menos que yo sea un estorbo.

Luet respondió con una carcajada.

En la cocina, Didul y Luet hablaron con Chebeya mientras la ayudaban a preparar la cena. Akmaro llegó a casa con tres jóvenes cavadores, dos varones y una muchacha, que trataban de convencerlo de que los aceptara como discípulos.

—No me bastan las horas del día —dijo él, y obviamente no era la primera vez, mientras lo seguían por la casa.

—No queremos que interrumpas tus actividades. Sólo déjanos seguirte.

—Como sombras.

—No diremos ni una palabra.

—A lo sumo te haremos una pregunta de vez en cuando.

Akmaro los interrumpió para presentarles a su esposa y a su hija. Antes de que pudiera mencionar a Didul, la joven cavadora retrocedió un paso y dijo:

—Tú debes ser Akma.

—No, no soy Akma —dijo Didul. La joven cavadora se relajó y se acercó.

—Lo lamento —dijo—. Supuse…

—Y ahora veis por qué no puedo consentir que me sigáis a todas partes —dijo Akmaro—. Akma es mi hijo. Si creéis en esos malignos rumores que habéis oído, no puedo permitir que os instaléis en mi casa.

—Lo siento —dijo ella.

—No lo sientas. Lamentablemente, algunos de esos rumores son ciertos. Pero debéis permitirme cierta intimidad, y si no habéis pensado en cenar aquí…

El joven cavador parecía dispuesto a aceptar la invitación, pero las dos muchachas se lo llevaron.

—Estudiad con los maestros —les dijo Akmaro—. Nos veremos con frecuencia si lo hacéis.

—Lo haremos —dijo uno de los jóvenes, remedando un tono amenazador—. Estudiaremos con tanto empeño que lo sabremos todo.

—Bien. Entonces yo iré a estudiar con vosotros, porque sé muy pocas cosas. —Akmaro cerró la puerta sonriendo.

—Ahora me siento culpable —dijo Didul—. Parece que continuamente obtengo aquello que ellos imploran. Si tener cavadores en casa causaría problemas con Akma, piensa cómo reaccionaría si intentaras tenerme a mí.

—Oh, tu caso es distinto —dijo Akmaro—. Por lo pronto, sabes tanto como yo.

—De ningún modo.

—Y podemos discutir como iguales. Eso no sería posible con ellos. Son demasiado jóvenes. No han vivido.

—Hay muchas cosas que yo no he hecho —dijo Didul.

—Como casarte… eso es verdad.

Didul se sonrojó y se puso a llevar los tazones de arcilla a la habitación de delante. Oyó que Luet reprendía en voz baja a su padre.

—¿Era preciso que lo avergonzaras de esa manera? —susurró.

—A él le agrada —respondió Akmaro en voz alta.

—Claro que no —dijo Luet.

Pero le agradaba.

Edhadeya llegó antes de la hora convenida. Didul la había visto un par de veces, y siempre en las mismas circunstancias, cenando con la familia de Akmaro.

A Didul le gustaba que ella y Luet fueran buenas amigas. Le agradaba que Luet no fuera servil, que ni siquiera fuera más respetuosa de la cuenta, aparte de la cortesía normal de la amistad. Era evidente que Luet conocía a Edhadeya como persona y que no pensaba en ella como en la hija del rey. Y Edhadeya, por su parte, se portaba con total espontaneidad en casa de Akmaro, sin el menor indicio de afectación, prepotencia o condescendencia. Su experiencia siempre había sido diferente de la de otras personas, pero parecía fascinada con los pensamientos y observaciones de los demás, y no se daba aires de superioridad.

La conversación pronto quedó encauzada hacia el tema del juicio, y Akmaro les suplicó que hablaran de otras cosas. Pasaron gran parte de la cena hablando de Shedemei. Didul escuchaba fascinado lo que decían de la escuela, y Edhadeya tenía tanto que decir que al fin él comprendió que ella, a diferencia de los otros, no recordaba una única visita.

—¿Cuántas veces has estado allí? —preguntó.

—¿Yo? —dijo Edhadeya, sonrojándose.

—No es que me importe —comentó Didul—. Pero hablas como si estuvieras… muy comprometida.

—Bien, he ido varias veces.

—¡Sin mí! —exclamó Luet.

—No era una visita de cortesía —dijo Edhadeya—. He ido a trabajar.

—Pero ella dijo que no podías.

—También me dijo que no esperara.

—¿Conque te ha dejado ayudar? —preguntó Luet—. Si lo ha hecho, nunca le perdonaré que no me haya aceptado.

—Nunca me ha permitido hacer nada —dijo Edhadeya.

—Pero sigues yendo —dijo Didul.

—Entro a hurtadillas —explicó Edhadeya—. No es difícil. La escuela no está vigilada. Entro en el patio si Shedemei no está allí, y ayudo a las niñas con sus lecturas. A veces cojo una fregona y un cubo de agua y limpio el suelo de un pasillo mientras los demás comen. En ocasiones he entrado y salido sin que Shedemei me viera, pero suele pillarme.

—Es raro que las alumnas y maestras no te denuncien en cuanto te ven —comentó Akmaro.

—En absoluto. Las niñas valoran mi ayuda. Y creo que las maestras también.

—¿Qué dice Shedemei cuanto te expulsa? —preguntó Didul.

—Es muy pintoresca. Me explica que cuando me dijo que no debía esperar quería decirme que no debía limitarme a esperar. Que debo vivir activamente, obteniendo experiencias que me ayuden a poner en perspectiva mi aprendizaje académico.

—¿Y por qué no haces lo que te pide? —preguntó Akmaro.

—Creo que entrar a hurtadillas en su escuela y enseñar sin que ella me pille es una experiencia excelente.

Todos rieron. Al fin dejaron de hablar de Shedemei para especular sobre cómo habría sido la Casa de Rasa, en el planeta Armonía, y de allí pasaron a hablar de la gente que había tenido sueños verdaderos del Guardián.

—Seguimos hablando de los soñantes verdaderos como si todos fueran antiguos o remotos —dijo Luet—, pero vale la pena recordar que aquí todos hemos tenido por lo menos un sueño verdadero. Yo no tengo ninguno desde que era muy pequeña, pero tampoco he necesitado algo tanto como entonces. ¿Has soñado desde esos días, Didul?

Didul meneó la cabeza, pues no deseaba hablar de «esos días».

—En realidad yo no sueño —puntualizó Chebeya—. No es el don de una descifradora.

—Pero el Guardián te muestra cosas —dijo Luet—. Eso es lo que debemos recordar. El Guardián no es sólo algo en lo que creían nuestros antepasados. No es sólo un mito. —Para sorpresa de todos, acudieron lágrimas a sus ojos—. Akma sostiene que nos engañamos, pero no es así. Yo recuerdo la sensación; mi sueño era diferente de los demás sueños. Era real. ¿No es así, Edhadeya?

—Lo era —dijo Edhadeya—. No escuches a tu hermano, Luet. Él no sabe nada.

—Sí que sabe —la contradijo Luet—. Es la persona más inteligente que he conocido. Y es tan elocuente en sus actos y palabras… fue mi maestro cuando era pequeña, y todavía lo es, salvo por este detalle…

—Este detalle —murmuró Akmaro.

—¿No puedes hacerle entender, Padre? —preguntó Luet.

—No puedes obligar a la gente a creer —dijo Chebeya.

—¡El Guardián puede! ¿Por qué el Guardián no le envía otro sueño verdadero?

—Tal vez lo haga —intervino Didul. Todos lo miraron sorprendidos.

—¿Acaso el Guardián no enviaba sueños a los hermanos mayores de Nafai?

—No sé si tiene alguna importancia —señaló Edhadeya—, pero era el Alma Suprema.

—Creo que Edhadeya tuvo al menos un sueño verdadero del Guardián —dijo Didul—. Y también estaba Moozh. Ese hombre de quien escribió Nafai, el padre de Luet y Hushidh. El que luchaba continuamente contra el Alma Suprema, y sin embargo siempre cumplía la voluntad del Alma Suprema.

—¡No creerás que Akma está haciendo la voluntad del Guardián! —exclamó Edhadeya—. ¡Odiar a la pobre gente del suelo y desear que la expulsen del reino!

—No, no me refiero a eso. Es que… puedes resistirte al Guardián si lo deseas. ¿Cómo sabemos que Akma no tiene sueños verdaderos cada noche y que al levantarse por la mañana niega el sentido de dichos sueños? El Guardián no puede obligarnos a hacer nada si nos empeñamos en luchar contra él.

—Es verdad —convino Akmaro—. Pero no creo que Akma esté soñando.

—Tal vez tiene tantos sueños verdaderos que no se da cuenta de que los demás no los tienen —dijo Didul—. Tal vez debe su inteligencia en parte al Guardián, que le presenta la verdad en la mente. Tal vez es el mayor servidor que ha tenido el Guardián, pero se niega a servirle.

—No exageres —protestó Chebeya.

—Sólo quiero decir que Akma no cambiaría necesariamente de opinión si tuviera un sueño verdadero, nada más. —Didul siguió comiendo la fruta azucarada que Edhadeya había traído de postre.

—Bien, lo cierto es que la persuasión no ha servido de nada —dijo Akmaro.

Chebeya emitió un sonido agudo y gutural.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Akmaro.

—He sido yo —dijo Chebeya—. Me reía en voz baja.

—¿Por qué?

—Akmaro, Didul me ha hecho ver las cosas de otra manera. No sé si alguna vez hemos intentado persuadir a Akma.

—Pues yo sí —dijo Akmaro.

—No, has intentado enseñarle, lo cual es muy diferente.

—Toda enseñanza es persuasión —sentenció Akmaro—. Y toda persuasión es enseñanza.

—¿Entonces por qué nos molestamos en inventar dos palabras para decir lo mismo? —bromeó Chebeya—. No te acuso de nada, Akmaro.

—Me acusas de no tratar de persuadir a mi hijo, cuando sabes que lo he intentado hasta que se me ha roto el corazón. —Akmaro trataba de no ofuscarse, pero Didul notaba que su sonrisa ocultaba una gran emoción.

—No te sientas herido —dijo Chebeya—. Todos sabemos que lo has intentado. Pero también lo hemos dejado en tus manos, ¿verdad? Yo me he contentado con ser la madre afectuosa que trataba de mantener el contacto con Akma. He dejado para ti las discusiones.

—No todas —dijo Luet.

—Akma viene tan poco que he temido discutir con él por temor a perderlo del todo —dijo Chebeya—. Pero precisamente por eso, tal vez piensa que esto es algo entre él y su padre. Que Luet y yo somos neutrales.

—Sabe que yo no lo soy —puntualizó Luet. Akmaro meneó la cabeza.

—Chebeya, esto no es necesario. Akma lo superará. Rodaron lágrimas por las mejillas de Chebeya.

—No —negó—. No es tan fácil. Este asunto de Shedemei…

—Akma no tiene nada que ver con ello, ¿o sí? —preguntó Didul.

—Las personas que presentaron cargos contra ella no están dispuestas a ceder —dijo Chebeya—. No pueden ignorar cuál es la opinión del hijo del sumo sacerdote en estas cuestiones. Encontrarán un modo de usarlo. Cuando menos, lo adularán, estarán de acuerdo con él. Akma ansia amor y respeto…

—Como todos —murmuró Edhadeya.

—Akma más que la mayoría, pues cree que nunca ha tenido amor y respeto en su hogar. —Chebeya tendió una mano hacia el esposo, como para aplacarlo—. No es culpa tuya. Así le han parecido las cosas a él, desde el principio, desde esos espantosos días de Chelem.

Didul miró las sobras de su comida, sonrojándose al recordar cómo había tratado a Akma. La imagen acudía fácilmente a su memoria, tal vez más real que en su día. El pequeño Akma llorando y rabiando mientras Didul y sus hermanos se reían. Akma gimiendo de dolor, un sonido muy distinto, un sonido terrible. Y ellos aún reían. Yo reía, pensó Didul. ¿Akma todavía oye ese sonido? Si lo recuerda con tanta nitidez como yo… Sintió una mano sobre la suya. Por un instante pensó que era la de Luet, y quiso apartar la mano, avergonzado de su indignidad. Pero era Chebeya.

—Por favor, Didul. Eres tan parte de esta familia que a veces olvidamos que oyes las cosas con otros oídos. Nadie te acusa de nada.

Didul cabeceó, sin molestarse en discutir. Chebeya encauzó la conversación hacia otros temas, y el resto de la comida transcurrió en paz.

Cuando Edhadeya debía marcharse, pidió a Didul que la acompañara. Didul rió con aire burlón, pero no pudo ocultar su nerviosismo.

—Es como si quisieras decirme algo, o como si todos quisieran decir algo sin que yo estuviera presente.

—Qué tierno, ¿verdad? —dijo Edhadeya—. ¡Ni se le ocurre la idea de que yo podría disfrutar de su compañía!

Una vez en la oscura calle, mientras caminaban a la luz de la antorcha que llevaba Didul, Edhadeya dijo:

—De acuerdo, sí. Quería decirte algo.

—Pues bien, aquí me tienes. ¿O es algo tan terrible que prefieres esperar a que estemos más cerca de la casa de tu padre, por si rompo a llorar, arrojo la antorcha y echo a correr?

—Tú sabes de qué quiero hablar.

—No debería ir más a casa de Akmaro, ¿verdad? Edhadeya rió de puro asombro.

—¿Qué? ¿Por qué iba a decirte eso? Ellos te aman… ¿Eres tan tímido que no te das cuenta?

—Por Akma. Para que puedan recobrarlo.

—No es por ti, Didul. No, quería decirte lo contrario. En realidad, primero quería pedirte algo, y luego decirte algo… Didul, ojalá te comprendiera mejor.

—¿Mejor que en este momento? ¿Mejor que en otros? ¿O mejor de lo que entiendes a otras personas?

Ella rió entre dientes, como una niña. Una imagen relampagueó en la mente de Didul. Edhadeya y Luet sentadas en un banco, riéndose de esa manera. Chiquillas.

—Te escucho —dijo—. Seré serio.

—Didul, tu vida ha sido muy extraña —dijo Edhadeya—. Tuviste mala suerte con tu padre, pero mucha suerte con tus hermanos.

—A Pabul le va bien. Los demás nos las apañamos.

—Tú has mejorado con la edad… más que la mayoría de nosotros. La mayoría comenzamos siendo inocentes y nos estropeamos.

—Con un comienzo tan bajo, Edhadeya, no podía ir sino hacia arriba.

—Creo que no. Pero escucha, por favor. No quiero hablar de tu pasado. Sólo digo que gozas de gran admiración. Muchos lo dicen… Padre recibe informes de Bodika. Gozas de gran prestigio, y no sólo entre los Guardados.

—Eres amable al mencionarlo.

—Sólo repito lo que dicen otros. Que eres un hombre compasivo.

—Digan lo que digan, siempre puedo afirmar que yo hice algo peor, y que el Guardián puede aceptarte si cambias.

—Por favor, Didul, escucha. Tengo que saber algo de tus propios labios. Parece que amas a todo el mundo, que demuestras compasión por todo el mundo, que eres ingenioso y espontáneo… todos se sienten cómodos contigo.

—Salvo tú.

—Porque cuando estás conmigo, o cuando estás con Akmaro, eres tímido, y no te encuentras a tus anchas. Te sientes…

—Como un advenedizo.

—Fuera de lugar.

—Sí.

—Así que alguien podría preguntarse qué sientes en realidad por la familia de Akmaro. ¿Los amas? ¿,O sólo buscas constantemente su perdón?

Didul reflexionó.

—Los amo. Tengo su perdón desde hace años. El de los padres… el de Luet, cuando tuvo edad suficiente para entender. Ella era muy pequeña, y los niños suelen perdonar.

—Entonces alguien podría preguntarse, si confías en su perdón, por qué eres tan tímido, tan reservado cuando estás con ellos.

—¿Y quién se hace tantas preguntas, Edhadeya?

—Yo, y cállate. Alguien podría preguntarse, Didul, si parte de tu timidez se debe a que sientes algo especial por una persona de la familia pero no te atreves a hablar de ello.

—¿Me estás preguntando si amo a Luet?

—Gracias —dijo Edhadeya—. Sí, eso te estoy preguntando.

—Claro que la amo. Todo el que la conozca debe amarla. Edhadeya resopló de frustración.

—No juegues conmigo, Didul.

Didul alzó la antorcha para alumbrarse el rostro mientras hablaba.

—¿Puedes imaginar algo peor que el día en que Akma descubra que me casaré con Luet?

—Sí, claro que puedo. Lo peor sería que Luet se pasara la vida esperándote, día tras día, año tras año, y tú nunca fueras a buscarla.

—Ella no me espera.

—¿Se lo has preguntado?

—No hemos hablado de ello.

—Y Luet nunca lo hará, pues teme que no sientas nada por ella. Pero ella siente algo por ti. Soy indiscreta al contarte esto. Pero debes tomar una decisión basándote en toda la información disponible. Sí, Akma detestaría que fueras su cuñado. Pero Akma ya es enemigo de todo lo que defiende su padre. ¿Y por no lastimar sus sentimientos romperás el corazón de Luet, que te espera? ¿Cuál es el mayor mal? ¿Lastimar al que no ha perdonado, o lastimar a quien lo ha perdonado todo?

Didul siguió caminando en silencio. Llegaron a la puerta de la casa del rey.

—Eso era cuanto tenía que decirte —dijo Edhadeya.

—¿Puedo creerte? —susurró él—. ¿Puedo creer que ella se interesa por mí? ¿Después de lo que le hice?

—Muchas mujeres se comportan sin demasiada cordura cuando eligen a quien amar.

—¿También tú?

—Y te diré hasta qué punto, Didul. Cuando Luet y yo éramos más pequeñas, cada cual se enamoró del hermano de la otra. Ella se decidió por Mon, porque era el más cercano a mí. Y por supuesto yo amé a Akma desde lejos. —Edhadeya sonrió misteriosamente—. Luego Luet superó ese amor juvenil y encontró algo mucho más exquisito en su amor por ti. —Edhadeya rió ligeramente—. Buenas noches, Didul.

—¿No piensas terminar tu historia?

—Ya he terminado. —Edhadeya caminó hacia la puerta, y el guardia le abrió.

Didul se quedó bajo la trémula luz de la antorcha mientras cerraban la puerta.

Al fin el guardia le preguntó:

—¿Eres forastero? ¿Necesitas indicaciones?

—No, no… conozco el camino.

—Entonces será mejor que te largues. Tu antorcha no arderá para siempre, a menos que pienses quemarte el brazo con la llama.

Didul se lo agradeció con una sonrisa y se dirigió hacia la posada donde se alojaba. Akmaro y Chebeya lo invitaban a cenar, pero nunca a pernoctar. No era conveniente que estuviera allí, aunque fuese durmiendo, si Akma optaba por volver a casa.

Luet dejó de amar a Mon, pero Edhadeya nunca superó su amor juvenil por Akma. Debía de ser una situación difícil para ella. Al menos el hombre que amaba Luet era leal a la causa del Guardián. Edhadeya, una soñante verdadera, la hija del rey, amaba a un hombre que no creía en el Guardián y que despreciaba a los Guardados.

Tal vez yo no sea el peor esposo que cabe concebir. Tal vez pueda ofrecer algo a Luet, aparte de mi pobreza, de la furia de su hermano y del recuerdo de lo cruel que fui con ella de pequeña. ¿Le debía a Luet la oportunidad de oírle hablar de su amor y de pedirle que fuera su esposa, para que ella pudiera rechazarlo e infligirle un mínimo de la humillación y el dolor que él le había infligido?

Al instante se despreció por pensar eso. ¿Acaso no conocía a Luet? ¿Cómo podía pensar que ella querría hacerle daño a él o a cualquier otro? Edhadeya decía que Luet lo amaba. Y Didul sabía que él la amaba a ella. Akmaro, según decía, lo aprobaba. También Chebeya, siempre dando a entender que él formaba parte de la familia.

Hablaré con ella, decidió. Le hablaré mañana.

Apagó la antorcha en el cubo que había a la puerta de la posada y entró para tratar de dormir unas horas en vez de ensayar una y otra vez qué le diría a Luet, de imaginar una y otra vez la sonrisa y el abrazo de ella, o su sollozo y su huida precipitada, o su cara horrorizada y boquiabierta al preguntarle cómo osaba pedirle tal cosa.

Al fin se durmió. Y en sueños se vio a sí mismo de pie bajo un árbol, con Luet. El árbol estaba cargado de frutos blancos, pero quedaban fuera de su alcance. Ninguno de los dos llegaba tan arriba. «Álzame —decía Luet—. Álzame, y cogeré suficientes para los dos.»

Didul la alzaba, y ella se llenaba las manos de fruta, y cuando él la bajaba al suelo ella daba un mordisco y lloraba debido a la intensa dulzura del fruto. «Didul —susurraba—, no soporto que tú no lo pruebes. Muerde aquí, al lado de donde he mordido yo, para que puedas saborear exactamente lo que he saboreado.»

Pero en el sueño él no mordía la fruta, sino que besaba a Luet, y de sus propios labios saboreaba exactamente lo que ella había saboreado, y sí, era dulce.


El juicio era tan famoso que aun antes de que Didul se durmiera la gente ya se congregaba en el gran tribunal abierto. Al amanecer, cuando llegaron los guardias, condujeron a los madrugadores a las primeras filas. El asiento del juez estaba en la sombra, y así permanecería todo el día. Algunos pensaban que era para comodidad del juez, para protegerlo durante la canícula; pero en invierno podía hacer mucho frío a la sombra, sin un rayo de sol para calentarse. No, la sombra era para contribuir al anonimato del juez. La gente podía ver claramente dónde estaba la luz; los demandantes y el acusado estaban siempre a la luz, y si uno de ellos tenía un abogado que lo representara, éste recorría la zona soleada a lo largo y a lo ancho. Pero ningún abogado se internaba en la zona de sombra del juez. Algunos pensaban que era por respeto al honor del rey, encarnado en el juez, su representante. Pero los abogados sabían que si salían de la luz parecerían torpes, débiles, distantes, y que predispondrían al pueblo en su contra. El pueblo no tenía voz en la decisión, oficialmente, aunque en el pasado habían existido juicios famosos en los que al parecer el juez había llegado a un veredicto que le permitiera salir vivo del tribunal. Pero los abogados sabían que su reputación, que sus probabilidades de que los contrataran para otros casos dependían de la impresión causada en los asistentes.

El sol se elevaba hacia el mediodía cuando llegaron los denunciantes con su abogado, un elocuente ángel llamado kRo. Estaba prohibido que un ángel volara en el tribunal, pero kRo tenía un modo especial de abrir las alas y deslizarse mientras caminaba de aquí para allá, enfervorizándose y enfervorizando al público. Eso le hacía parecer más grande y elegante que su oponente, y muchos abogados humanos se negaban a aceptar casos en los que tuvieran que enfrentarse a kRo.

Con los acusadores ya en su sitio y la galería llena, con cientos de personas más fuera, gritando, exigiendo un espacio que no había —«¡No soy corpulento! ¡Hay lugar para mí!» —, Pabul entró, flanqueado por los guardias. Si la multitud se rebelaba contra el juez, aquellos guardias no serían una protección demasiado efectiva, aunque tal vez gracias a ellos tuviera tiempo de huir a su cámara. En realidad, estaban allí para protegerlo de un conspirador solitario. Hacía un siglo que no mataban a un juez en el tribunal abierto, y hacía más todavía que la muchedumbre no se rebelaba, pero la protección se mantenía. Nadie esperaba que aquel caso tuviera un desenlace violento, pero el apasionamiento era mucho y la gente veía a los guardias de otro modo debido a la controversia. No eran una simple formalidad, no. Iban armados, y eran humanos fuertes y corpulentos.

No estaba presente ningún miembro de la familia del rey. Tradicionalmente, si estaba presente alguien de la realeza, esa persona se sentaba junto al juez e indicaba al juez la voluntad del rey en lo concerniente al asunto tratado. La sentencia de un juicio al que asistía un allegado del rey, en consecuencia, no admitía apelación. Así que, para defender los derechos de los acusados, Ba-Jamim, el padre de Motiak, había dado pie a una nueva tradición: la no asistencia de miembros de su familia a los juicios menores para garantizar el derecho de todas las partes a apelar la sentencia. Lo que a su vez tenía el feliz efecto de aumentar la independencia y el prestigio de los jueces.

Akma, sin embargo, acudió como espectador, y su hermana Luet lo acompañó. Llegaron tarde y sólo consiguieron asientos en la parte trasera, detrás de la acusada, desde donde no verían los rostros. Pero dos simpatizantes de los demandantes, que tenían asientos de primera fila desde los que podían ver el rostro de todos, reconocieron a Akma e insistieron en que él y su hermana fueran a ocupar sus lugares. Akma se fingió sorprendido y honrado, pero Luet recordó que había permanecido de pie hasta que repararon en él; él sabía que los simpatizantes de los demandantes le reservaban aquellos asientos. Era evidente que Akma había tomado partido.

Bien, ¿por qué no? Luet también.

—¿La conoces? —preguntó.

—¿A quién? —preguntó Akma.

—A Shedemei. La acusada.

—No. ¿Debería conocerla?

—Es una mujer brillante y notable.

—Bien, supongo que nadie le habría prestado atención si fuera tonta —respondió él.

—Sabes que yo estaba en su escuela con Madre y Edhadeya cuando le presentaron la lista de cargos —dijo Luet.

—Sí, he oído comentarlo.

—Ella ya conocía los cargos. ¿No es raro? Se los enumeró a Husu antes de que él pudiera leerlos.

—También estoy enterado de eso —dijo Akma—. Me imagino que kRo aprovechará ese dato. Demuestra que ella infringió la ley a sabiendas.

—Claro que lo hará —dijo Luet—. Imagínate, acusarla de traición por dirigir una escuela.

—Oh, sin duda con ese cargo sólo pretendían darle importancia al caso. No creo que el juez, un títere de Padre, permita siquiera que se plantee esa acusación.

Luet se asombró del tono malicioso de Akma.

—Pabul no es el títere de nadie, Akma.

—¿De veras? ¿Entonces lo que le hizo a nuestra gente en Chelem fue por voluntad propia?

—Entonces sí era un títere, de su padre. Era un niño. Menor que nosotros ahora.

—Pero ambos hemos superado esa edad, ¿verdad? Tenía diecisiete años. Cuando yo tenía diecisiete años, no era el títere de nadie. —Akma sonrió con malicia—. Así que no me digas que Pabul no era responsable de sus actos.

—Muy bien. Lo era. Pero ha cambiado.

—Supo ver hacia dónde soplaba el viento, querrás decir. Pero no discutamos.

—No, mejor que no discutamos —le dijo Luet—. ¿Hacia dónde soplaba el viento en Chelem? ¿Quién tenía soldados allí?

—Si mal no recuerdo, nuestro joven juez estaba al mando de una pandilla de matones cavadores siempre dispuestos a azotar y a herir a mujeres y a niños.

—Pabul y los otros arriesgaron la vida para acabar con esa crueldad. Y renunciaron a sus futuros puestos de poder junto a su padre para escapar al desierto.

—Y para venir a Darakemba, donde, para sorpresa de todos, ocupan nuevamente puestos de poder.

—Que se han ganado.

—Sí, ¿haciendo qué? No discutas conmigo, Luet. Fui tu maestro demasiado tiempo. Sé lo que vas a decir antes de que lo digas.

Luet tuvo ganas de hacerle daño. Cuando eran pequeños y se peleaban, ella juntaba el pulgar y dos dedos para formar un arma dura y punzante con la que incordiarlo. Pero eran peleas de broma, incluso cuando ella se enfurecía. Ahora no lo tocó, pues dudaba de su amor por él y llevada por la rabia podía hacerle verdadero daño.

Una expresión triste cruzó el rostro de Akma.

—¿Por qué no eres feliz? —lo provocó ella—. ¿No he dicho lo que esperabas que dijera?

—Esperaba que me pegaras como hacías cuando eras una mocosa.

—Pues ya he dejado de serlo.

—Ahora me juzgas —dijo Akma—. No porque esté equivocado, sino porque no soy leal a Padre.

—¿No lo eres?

—¿Alguna vez él me ha sido leal?

—¿Y alguna vez te curarás de las heridas de tu infancia? Akma adoptó una actitud distante.

—Me he curado de todas las heridas cerradas.

—Ahora nadie te hiere. Eres tú quien hiere a nuestros padres.

—Lamento herir a Madre —dijo Akma—. Pero ella hizo una elección.

—Didul, Pabul, Udad y Muwu nos rogaron perdón. Yo los perdoné entonces, y los perdono ahora. Se han convertido en hombres decentes, todos ellos.

—Sí, tú los perdonaste a todos.

—Sí —dijo Luet—. Lo dices como si fuera algo malo.

—Tenías derecho a perdonarlos por lo que te hicieron a ti, Luet. Pero no tenías derecho a perdonarlos por lo que me hicieron a mí.

Luet recordó a Akma, solo en una ladera, mirando mientras Padre enseñaba, con los pabulogi sentados en primera fila.

—¿De eso se trata? ¿De que Padre los perdonó sin esperar tu consentimiento?

—Padre los perdonó mucho antes de que ellos se lo pidieran —susurró Akma. Ella apenas le oía con los rugidos de la multitud, y luego sólo pudo distinguir las palabras leyéndole los labios—. Padre amó a mis torturadores. Los amó más que a mí. Nunca hubo una injusticia tan ruin, perversa, sucia y antinatural.

—No era una cuestión de justicia. Era una cuestión de educación. Los pabulogi sólo conocían el mundo moral que había creado su padre. Antes de que entendieran lo que hacían, era preciso enseñarles a ver las cosas tal como las ve el Guardián. Cuando lo comprendieron, suplicaron perdón y cambiaron su modo de ser.

—Pero Padre ya los amaba —susurró Akma—. Cuando te pegaban, cuando me torturaban, burlándose de ambos, manchándonos con heces de cavador, haciéndome tropezar y pateándome, desnudándome y colgándome cabeza abajo frente a todos mientras me ridiculizaban… mientras hacían esas cosas, Padre ya los amaba.

—Vio en qué podían convertirse.

—No tenía derecho a amarlos más que a mí.

—Su amor por ellos nos salvó la vida.

—Sí, Luet, y también los benefició a ellos. Prosperan, son felices. A ojos de Padre, ellos son sus hijos. Mejores hijos que yo.

Y Padre tiene razón, pensó Luet a su pesar.

—No hay nada que ellos hayan logrado, nada en su relación con Padre, que no estuviera a tu alcance.

—Mientras yo admitiera que no había diferencia de valor entre el torturado y el torturador.

—Qué tontería, Akma. Ellos tenían que cambiar para que Padre los aceptara. Tenían que convertirse en otras personas.

—Pues yo no he cambiado. Yo no he cambiado.

Era la conversación más personal que Luet había tenido con Akma en años, y deseaba continuar con ella, pero en ese momento la multitud lanzó un rugido porque traían a la acusada, protegida por ocho guardias. Era otra vieja tradición, iniciada después de que en varios casos el acusado fuera asesinado en el tribunal antes de la conclusión del juicio, o secuestrado para ser sometido a otra clase de juicio en otro lugar. Aquellos guardias aún cumplían una función práctica. Hacía menos de diez años que habían asesinado a un acusado en un tribunal, aunque en la incivilizada capital de la provincia de Trubi, en el extremo del valle del Tsidorek. Aun así, nadie pensaba que Shedemei corriera peligro. Se trataba de un caso de prueba, de una lucha de poder, y sus denunciantes no sentían por ella una especial inquina.

—Mira cuánto orgullo —dijo Akma, gritando para que su hermana le oyera.

¿Orgullo? Sí, pero no con esas ínfulas que algunos demostraban cuando los llevaban a juicio. Shedemei se comportaba con sencilla dignidad, mirando en torno serena, sin temor, sin vergüenza.

Luet había pensado que ningún acusado podía comparecer a juicio sin sentir al menos cierto embarazo por verse convertido en un espectáculo público; pero Shedemei parecía tan distante como un espectador poco interesado.

Y sin embargo aquel juicio le interesaba, pues lo había buscado. Quería que aquello sucediera. ¿Acaso sabía cuál sería el resultado, tal como conocía de antemano las acusaciones?

—¿Te ha dicho Padre qué decidirá su títere? —le gritó Akma al oído.

Luet lo ignoró. Los guardias avanzaban despacio por la galería atestada, obligando a la gente a sentarse. Tardarían un rato en silenciar a la bulliciosa muchedumbre.

Luet sintió ganas de abofetear a esa gente, porque la algarabía había impedido que Akma le desnudara su alma. Eso era lo que él hacía. Por alguna razón, había escogido aquel momento para… ¿para qué? Para buscar su comprensión. Eso era. Estaba a punto de llevar a cabo un acto, un acto público. Quería justificarse ante ella. Recordarle que Padre había sido el primero en cometer una deslealtad terrible. ¿Y por qué? Porque Akma estaba preparando su propio y terrible acto de deslealtad: una traición pública.

Akma testificaría. Lo convocarían como erudito, como experto en enseñanzas religiosas sobre los nafari. Ciertamente estaba cualificado, siendo como era el alumno preferido de Bego. Y aunque en su familia y en la casa real se sabía que Akma ya no creía en la existencia del Guardián, eso no impediría que testificara acerca de las antiguas creencias y costumbres.

Luet apoyó la mano en el brazo de Akma, le hundió los dedos en la muñeca.

El gritó de dolor, apartando el brazo. Ella se le acercó.

—¡No lo hagas! —le gritó al oído.

—¿Que no haga qué?

Ella sólo pudo entender las palabras leyéndole los labios.

—¡No puedes perjudicar al Guardián! —exclamó—. ¡Sólo perjudicarás a la gente que te ama!

Él sacudió la cabeza. No la oía. No entendía sus palabras.

La multitud empezaba a callar. Al fin murió el último murmullo. Luet podría haberle hablado de nuevo, pero Akma estaba atento al juicio. La oportunidad había pasado.

—¿Quién habla en nombre de los demandantes? —preguntó Pabul.

kRo se adelantó.

—KRo —dijo.

—¿Y quiénes son los demandantes?

Cada cual avanzó por turno, dando su nombre. Tres humanos y dos ángeles, todos hombres eminentes: uno retirado del ejército, los otros hombres de negocios o relacionados con la cultura. Todos de renombre en la ciudad, aunque ninguno ocupaba un puesto que un rey airado pudiera arrebatarle en represalia.

—¿Quién habla en nombre de la acusada? —preguntó Pabul.

—Yo hablaré en mi propio nombre —respondió Shedemei firme y claramente.

—¿Quién es la acusada? —preguntó Pabul.

—Shedemei.

—Tu familia no es conocida aquí —dijo Pabul.

—Vengo de una ciudad remota que fue destruida hace muchos años. Mis padres, mi esposo y mis hijos han fallecido.

Luet oyó esto boquiabierta. No había rumores sobre aquello en la ciudad. Shedemei nunca debía haber hablado de su familia. ¡Había tenido esposo e hijos, y habían fallecido! Tal vez eso explicaba el silencio que Shedemei parecía guardar en el lugar más profundo de su corazón. Su auténtica vida había terminado, no temía la muerte porque en cierto modo ya estaba muerta. ¡Sus hijos muertos antes que ella! No era así como debía ser el mundo.

—He vagado mucho tiempo —continuó Shedemei— hasta encontrar una tierra de paz donde pudiera enseñar aquello que los niños quisieran aprender, si sus padres estaban dispuestos a mandármelos.

—¡Amante de los cavadores! —gritó alguien desde el público.

Ya no era momento para el bullicio; dos guardias se acercaron al alborotador y lo expulsaron al instante. Alguien podría entrar para ocupar su lugar.

—El tribunal está listo para oír las acusaciones —dijo Pabul.

kRo se embarcó de inmediato en una enumeración de los presuntos delitos de Shedemei, y esta vez no se trataba de las escuetas declaraciones que constaban en la lista de cargos. No, cada cargo se convirtió en una narración, un ensayo, un sermón. Era una presentación muy vistosa, pensó Luet: Shedemei ofendiendo a las jóvenes ángeles y humanas de la ciudad obligándolas a asociarse con las mugrientas e ignorantes hijas de los cavadores del río de las Ratas. Shedemei atentando contra las antiguas enseñanzas de los sacerdotes.

—Y citaré testigos que explicarán por qué las enseñanzas de esta mujer constituyen una ofensa a la tradición de los nafari.

Akma, pensó Luet.

—Ella insulta la memoria de Madre Rasa, esposa del Héroe Volemak, el gran Wetchik, padre de Nafai e Issib…

Volemak también era padre de Elemak y Mebbekew, quería replicar Luet, y Rasa no tenía nada que ver con la concepción de aquellos dos. Pero se mordió la lengua. Sería escandaloso que expulsaran del tribunal a la hija del sumo sacerdote.

—… al declarar que Rasa necesita más honor que el que obtuvo mediante su matrimonio con Volemak. Y al conferirle este honor redundante, ella emplea un honorífico masculino, ro, que significa «gran maestro», y lo utiliza como sufijo de un nombre de mujer. ¡Llama a su escuela la casa de Rasaro! ¡Como si Rasa hubiera sido un hombre! ¿Qué aprenden sus alumnas con sólo trasponer la puerta? ¡Que no hay diferencias entre hombres y mujeres!

Para desconcierto de Luet, y de todos, Shedemei habló, interrumpiendo la perorata de kRo.

—Soy nueva en vuestro país —dijo—. Decidme el honorífico femenino que significa «gran maestra» y lo usaré con gusto.

kRo esperó a que Pabul la reprendiera.

—No es costumbre que el acusado interrumpa al acusador —dijo Pabul con voz contenida.

—No es costumbre —dijo Shedemei—. Pero tampoco es ley. Y hace sólo cincuenta años, en el reino de Motiak, el difunto abuelo del rey, era frecuente que el acusado pidiera aclaraciones si la declaración del acusador era confusa.

—¡Todos mis discursos son perfectamente claros! —replicó kRo.

—Shedemei invoca la antigua costumbre —dijo Pabul, complacido con la respuesta—. Te ha hecho una pregunta, kRo, y la costumbre exige que te expliques.

—No hay ningún honorífico femenino cuyo significado sea «gran maestra» —dijo kRo.

—¿Entonces cómo debo honrar a una mujer que fue una gran maestra? —preguntó Shedemei—. Quisiera evitar que las niñas ignorantes se confundan en cuanto a las diferencias entre hombres y mujeres.

Dijo esto con tono levemente irónico, sugiriendo que ningún honorífico podía inducir a confusión en un asunto tan obvio. Algunos espectadores de la galería rieron un poco. Esto irritó a kRo; era insultante que aquella mujer hubiera interrumpido un discurso que había memorizado escrupulosamente, obligándolo a improvisar respuestas.

Con un gesto de ostensible condescendencia, kRo le explicó a Shedemei:

—Las grandes mujeres pueden ser llamadas ya, que significa «mujer de gran compasión». Y como ella fue la esposa del padre del primer rey, no es inadecuado llamarla dwa, la madre del heredero.

Shedemei escuchó respetuosamente.

—Conque una mujer sólo puede ser valorada por su compasión —respondió luego—. ¿Todos los demás honoríficos se relacionan con su esposo?

—Así es —dijo kRo.

—¿Sugieres, pues, que una mujer no puede ser una gran maestra? ¿O que una mujer no puede ser llamada gran maestra?

—Sólo digo que, dado que el único honorífico para un gran maestro es masculino, el título «gran maestro» no se puede añadir al nombre de una mujer sin causar una ofensa contra natura —dijo kRo.

—Pero el honorífico ro viene de la palabra uro, que podía aplicarse tanto a un varón como a una mujer —puntualizó Shedemei.

—Pero uro no es un honorífico —dijo kRo.

—En todos los documentos antiguos, cuando comenzó la tradición de los honoríficos, lo que se agregaba al nombre era la palabra uro. Sólo hace trescientos años se elidió la u y el ro comenzó a añadirse al final del nombre, tal como se hace hoy en día. Sin duda habrás investigado todo esto.

—Nuestros testigos expertos lo hicieron —dijo kRo.

—Sólo trato de entender por qué una palabra que es demostrablemente neutra, y aplicable a ambos sexos, se debe considerar como una palabra estrictamente masculina —dijo Shedemei.

—Simplifiquemos las cosas, en bien de la acusada —dijo kRo—. Desestimemos la acusación concerniente a la confusión de sexos. Eso nos evitará enzarzarnos en una interminable discusión acerca de la aplicación de usos antiguos al derecho moderno.

—¿Entonces aceptas que continúe llamando «Casa de Rasaro» a mi escuela? —preguntó Shedemei. Se volvió hacia Pabul—. ¿Esta decisión tiene valor legal? ¿No deberé temer que me enjuicien de nuevo por esta causa?

—Así lo declaro —dijo Pabul.

—Ahora la situación queda aclarada —dijo Shedemei.

La galería rió estruendosamente. La aclaración de Shedemei había obligado a kRo a una retirada humillante. Había logrado bajarle las ínfulas. De ahí en adelante, todos los discursos del abogado quedarían teñidos de cierta ridiculez. Ya no era el formidable rival de antes.

Akma se inclinó hacia Luet.

—Alguien le ha enseñado mucha historia antigua —susurró.

—Tal vez la haya aprendido por su cuenta —respondió Luet.

—Imposible. Todos los documentos están en la biblioteca de Bego, y ella nunca ha estado allí —dijo Akma con enojo.

—Tal vez Bego la ayudó.

Akma puso los ojos en blanco, como diciendo que no podía haber sido Bego.

Bego debía de estar en el bando de Akma, pensó Luet. ¿O era al revés? ¿Era posible que Bego hubiera instigado aquella disparatada conspiración que afirmaba la inexistencia del Guardián?

kRo continuó y, como había previsto Akma, redondeó sus argumentos con la afirmación de que todas las infracciones de Shedemei eran premeditadas y deliberadas, pues ella había podido enumerar todos los cargos cuando Husu le presentó la lista.

kRo concluyó entre aplausos y ovaciones de la galería. Pero no era la entrega habitual. Shedemei había logrado humillarlo, y era obvio que kRo estaba furioso y defraudado.

Pabul sonrió, alzó una corteza de la mesa, y leyó:

—El tribunal ha llegado a un veredicto y… kRo se levantó de un brinco.

—Tal vez el tribunal haya olvidado que es costumbre oír a la parte acusada. —Se inclinó elegantemente hacia Shedemei—. Es evidente que ella ha estudiado mucho, y aunque su culpa es manifiesta, por deferencia deberíamos oír su discurso.

—Agradezco al abogado de los querellantes su deferencia hacia la acusada —respondió Pabul glacial—, pero también le recuerdo que otros abogados, al menos, no pueden leer la mente de los jueces, y en consecuencia es costumbre escuchar al juez antes de contradecirlo.

—Pero estabas declarando tu veredicto… —dijo kRo con gran embarazo.

—El tribunal ha llegado a un veredicto, y como éste se basa únicamente en las declaraciones del abogado de los demandantes, el tribunal debe preguntar a cada uno de ellos si el discurso que acaba de pronunciar el abogado representa sus palabras e intenciones tal y como si ellos mismos hubieran hablado.

Conque sondeaba a los acusadores. Esto era algo muy inusitado, e invariablemente significaba que el abogado había cometido algún burdo error que iba en contra de su causa. kRo plegó las alas y escuchó con estoico enfado mientras Pabul interrogaba a cada acusador. Aunque obviamente tenían sus reservas, kRo había pronunciado el discurso que había ensayado ante ellos el día anterior, y afirmaron que era como si ellos mismos hubieran dicho esas palabras.

—Muy bien —dijo Pabul—. Durante su discurso, el abogado de los demandantes ha infringido en ocho ocasiones la ley que prohíbe la enseñanza de doctrinas contrarias a las que enseña el sumo sacerdote actualmente en funciones.

La muchedumbre murmuró, y kRo abrió las alas y se lanzó hacia la sombra del juez, deteniéndose a un paso de la línea de sombra en la arena del patio. Los guardias del juez avanzaron un paso, las armas preparadas. Pero kRo retrocedió, abriendo las alas, el vientre expuesto en la antigua postura ángel de sumisión.

—No he dicho nada que atente contra la ley —exclamó, y su tono no era precisamente sumiso.

—No hay en este tribunal una sola persona que ignore tus propósitos y los de los acusadores, kRo —dijo Pabul—. Esta farsa se organizó como un ataque contra las enseñanzas del hombre que Motiak ha nombrado sumo sacerdote. Tratas de usar las enseñanzas de ex sumos sacerdotes, y costumbres muy antiguas pero de escaso mérito, para destruir el proyecto de Akmaro de unir a todo el pueblo del Guardián en hermandad. Este tribunal no se deja engañar. Tu discurso pone de manifiesto tus malas intenciones.

—¡El derecho y los precedentes están de nuestra parte! —exclamó kRo, abandonando su postura sumisa y levantándose.

—La ley que afirma la autoridad del sumo sacerdote en todas las enseñanzas doctrinales concernientes al Guardián fue establecida por la voz del Héroe Nafai, primer rey de los nafari, cuando nombró a su hermano, el Héroe Oykib, primer sumo sacerdote. Esta ley tiene precedencia sobre las demás leyes que atañen a la correcta enseñanza. Y cuando Sherem desafió esta ley y se opuso a Oykib, el Guardián fulminó a Sherem mientras hablaba, y el rey declaró que la pena por desafiar las enseñanzas del sumo sacerdote sería la misma muerte que el Guardián escogió para Sherem.

Akma se inclinó hacia Luet y susurró furioso:

—¿Cómo se atreve Padre a usar esos antiguos mitos para silenciar a sus oponentes?

—Padre no sabe nada de esto —respondió Luet. Pero no habló en voz baja, y varios de los que estaban a su alrededor la oyeron. Todos sabían quiénes eran Akma y Luet, y se enteraron tanto de la desdeñosa incredulidad de Akma como de la negación de que Akmaro hubiera participado en la decisión de Pabul. Akmaro formaría parte de los rumores que empezarían a correr después del juicio.

—Como ésta es una antigua ofensa —dijo Pabul—, declaro que debe tener precedencia sobre las acusaciones contra Shedemei, pues si sus acusadores son culpables del crimen mayor, se les prohíbe acusarla por uno menor. Declaro nulos los cargos contra Shedemei; quedan viciados de nulidad y no pueden ser utilizados por nadie a menos que quienes los presentan queden eximidos de culpa y cargo. Y declaro que tú, kRo, y los acusadores que afirmaron que tú expresabas sus palabras e intenciones, sois culpables, y os sentencio a morir como la ley establece.

—¡Nadie ha aplicado esa ley desde hace cuatrocientos años! —exclamó uno de los demandantes.

—No quiero que nadie muera —dijo Shedemei, obviamente consternada por el giro de los acontecimientos.

—La compasión de Shedemei es loable pero no ha lugar —dijo Pabul—. Yo acuso a estos hombres, y todos los que están presentes en la galería son testigos. Decreto que todos los que están en la galería deben dar su nombre a los guardias al marcharse, para que puedan ser citados como testigos si, como espero, hay una apelación ante el rey. Declaro terminado el juicio.

Como estaban sentados en primera fila, Akma y Luet fueron de los últimos en marcharse. Tardaron casi una hora, pero durante ese tiempo callaron obstinadamente, sin hablar entre sí ni con nadie.

Ambos sabían, sin embargo, que si Akma hubiera podido prestar testimonio, sus palabras lo habrían hecho incurrir en la misma ofensa que ahora condenaba a muerte a kRo y a sus clientes.


—¿Qué me ha hecho Pabul? —rugió Motiak.

En la pequeña sala estaban reunidos Akmaro, Chebeya y Didul, en representación de la Casa de los Guardados, y Aronha y Edhadeya, Aronha porque era el heredero y no se le podía negar el acceso, y Edhadeya porque era… Edhadeya. Todos comprendían la consternación de Motiak, y nadie tenía una respuesta sencilla. Pero Aronha creía entenderlo y dio la suya.

—Debes revocar los cargos contra los demandantes de Shedemei, Padre.

—¿Y permitir que denuncien nuevamente a Shedemei? —preguntó Edhadeya.

—Entonces revoca todos los cargos —dijo Aronha, encogiéndose de hombros.

—Es un pésimo consejo —comentó Motiak—, y tú deberías saberlo, Aronha. Si hiciera eso, sería como repudiar a mi sumo sacerdote y despojarlo de toda autoridad.

Aronha calló.

Todos sabían que Aronha, como sus hermanos, como el hijo de Akmaro, estaba convencido de que aquélla sería una feliz solución.

—No puedes ejecutarlos —dijo Akmaro—. Así que tal vez Aronha tenga razón.

—¿También tú dices tonterías, Kmadaro? —preguntó Motiak—. Supongo que debería estudiar este problema en el consejo, oficialmente.

—No es la manera de hacer las cosas —dijo Aronha—. Se trata de un juicio, no de una guerra ni de un impuesto. El consejo no tiene competencia.

—Pero sí tiene la virtud de repartir un poco la responsabilidad —contestó secamente Motiak—. Recuérdalo, Aronha. Presiento que necesitarás hacer lo mismo cuando seas rey.

—Espero no ser rey nunca, Padre —dijo Aronha.

—Me consuela saber que ansias mi inmortalidad. ¿O simplemente esperas tu propia muerte? —Motiak se arrepintió al instante de su sarcasmo—. Perdóname, Aronha, estoy fuera de mí. Tener que decidir sobre cuestiones de vida o muerte siempre me saca de quicio.

Chebeya levantó la mano y murmuró:

—Tal vez debas hacer lo que hizo Pabul. Estudiar el caso de Sherem y Oykib.

—Ni siquiera era un caso judicial, de hecho —dijo Motiak—. Ya lo he leído. Lo que en realidad sucedió fue que Sherem se presentaba dondequiera que Oykib intentaba enseñar, para discutir con él. Lo cual, pensándolo bien, es lo que estos demandantes imbéciles están haciendo contigo, Akmaro.

—Usando a Shedemei como mi apoderada, claro —comentó Akmaro.

—En realidad sólo era una discusión pública entre Oykib y Sherem. Hasta que Sherem retó a Oykib pidiéndole una señal, y al parecer el Guardián de la Tierra fulminó a Sherem al instante, permitiéndole vivir sólo el tiempo suficiente para arrepentirse. Pero el rey, que era nieto de Nafai, pues Oykib vivió muchos años… el rey declaró que a partir de entonces la ley haría aquello que esa vez había hecho el Guardián. Todos los que obstaculizaran la prédica del sumo sacerdote serían fulminados como Sherem. La ley sólo se aplicó dos veces después de esa ocasión, la última vez fue hace cuatro siglos.

—¿Es así como te propones gobernar, Padre? —preguntó Aronha—. ¿Matando a quienes están en desacuerdo con tu sumo sacerdote? Me recuerda lo que Nuab hizo con Binaro. ¿O debo llamarlo Binadi, ya que al parecer él también infringió esta ley al rebelarse contra las enseñanzas de Pabulog, sumo sacerdote de Nuak?

La comparación entre Motiak y Nuak era intolerable.

—Fuera de aquí —ordenó Motiak. Aronha se puso de pie.

—Veo que este reino ha cambiado desde que yo era pequeño. Ahora me expulsan de la presencia del rey por mostrarle lo que está por hacer.

Motiak miró el vacío mientras Aronha se iba de la sala. Suspiró y sepultó la cara entre las manos.

—Esto es muy engorroso, Akmaro.

—Es inevitable —dijo Akmaro—. Te advertí desde un principio que sería muy difícil llevar a esta gente desde una situación en la que los cavadores son odiados y esclavizados, las mujeres no tienen voz en la vida pública y los pobres no tienen derechos frente a los ricos, a una situación en la que todos son iguales ante el Guardián y ante la ley. Lo que me sorprende es que hayan tardado tanto en manifestar su oposición.

—Eso no habría sucedido si mis hijos y el tuyo no hubieran insinuado que abolirán todas estas reformas en cuanto yo haya muerto.

—No han dicho nada públicamente —dijo Akmaro.

—Ilihi me trajo noticias de un hombre que está en el corazón de esto. Nunca habrían actuado así de no tener la garantía de que todos mis probables herederos se oponían a ti, Akmaro. Todos ellos. La única sorpresa es que no hayan atentado contra mi vida.

—¿Y convertirte en mártir? No, te aman… por eso han tardado tanto tiempo. Saben que tú eres la razón por la cual Darakemba está en paz, la razón por la cual los elemaki no se atreven a atacarnos más allá de sus incursiones fronterizas. Tratan de destruirme a mí sin perjudicarte a ti.

—Bien, no ha dado resultado. No pueden destruirte a ti sin perjudicarme a mí, porque sé que tus enseñanzas son ciertas. Sé lo que está bien, y no pienso echarme atrás.

Didul alzó una mano. Los otros le cedieron la palabra.

—Sé que soy sólo un sacerdote de provincias…

—Olvida las formalidades, Didul. Al grano —dijo Motiak con impaciencia—. Sabemos quién eres.

—Tú eres rey, señor. Debes decidir de tal modo que tu poder para gobernar y mantener la paz permanezca intacto.

—Espero que no te limites a señalarme lo obvio. Espero que tengas en mente un plan específico.

—Lo tengo, señor. Yo también he leído el libro de Oykib, y los otros dos casos que se juzgaron aplicando la ley de Sherem. En ambas ocasiones el rey puso el caso en manos del sumo sacerdote. Creo que fue el mismo antecedente que utilizó Nuab al consultar con sus sacerdotes durante el juicio de Binaro.

Akmaro se envaró.

—¡No estarás sugiriendo que yo juzgue a esos hombres y los sentencie a muerte!

Chebeya rió entre dientes.

—Didul te rogó que no le hicieras venir, Akmaro, pero tú dijiste que habías soñado que lo veías sentado contigo en el consejo real.

—¿Hubo un sueño verdadero relacionado con esto? —preguntó Motiak.

—¡Hubo un sueño! —exclamó Akmaro—. ¡No puedes hacerme esto!

—Es una ofensa contra la autoridad religiosa —dijo Motiak—. Que lo juzgue la autoridad religiosa.

—¡Esto no resuelve nada! —insistió Akmaro—. ¡El caso sigue siendo muy complicado!

—Pero, como bien ha señalado Didul —dijo Motiak—, de este modo no atentará contra la autoridad del rey y la paz del reino. Haré que se redacte mi decisión en una corteza de inmediato, Akmaro. Sólo el sumo sacerdote puede juzgar este caso; contarás con plenos poderes.

—No los condenaré a muerte —dijo Akmaro—. No lo haré.

—Creo que será mejor que medites sobre la ley con serenidad. Piensa en las consecuencias de tu decisión.

—¡Nadie puede pertenecer a los Guardados si sigue al Guardián por temor a la ejecución! —exclamó Akmaro.

—Estará en tus manos —dijo Motiak—. Akmaro, perdóname, pero en todo caso las consecuencias serán menos terribles si la decisión es tuya y no mía. —Motiak se levantó y salió de la sala.

Se hizo un silencio que Akmaro interrumpió con un susurro cortante.

—Didul, no me pidas que te perdone por volver esta situación en mi contra. Didul palideció.

—No pido tu perdón, pues no obré mal. Y estoy de acuerdo contigo. Nadie debe morir por hablar contra la doctrina que predicas.

—Pues bien, y en tu infinita sabiduría, Didul, ¿tienes alguna sugerencia acerca de lo que debo hacer?

—No sé qué debes hacer —dijo Didul—. Pero creo saber lo que harás.

—¿Y qué haré?

—Los declararás culpables, pero modificarás la pena.

—¿Y cuál impondré? ¿Descuartizamiento? ¿Corte de la lengua? ¿Flagelación pública? ¿Incautación de propiedades? Ah, ya sé… tendrán que vivir un año en un túnel con los cavadores que tanto desprecian.

—Con toda la autoridad del Guardián, no puedes devolver a alguien una mano o una lengua, no puedes sanar las heridas del látigo en la espalda, no puedes crear nuevas tierras o propiedades. Sólo tienes poder para enseñarles cómo desea el Guardián que vivan sus hijos, y luego hacerles atravesar las aguas y convertirlos en hombres y mujeres nuevos, hermanos y hermanas en la Casa del Guardián. Como eso es lo único que puedes darles, eso es lo único que tienes derecho a quitarles si rechazan tus enseñanzas.

Akmaro miró fijamente a Didul.

—Habías pensado en eso, ¿verdad? Lo tenías en mente antes de venir aquí.

—Sí —dijo Didul—. Pensé que así irían las cosas.

—Pero no te molestaste en decírmelo hasta que persuadiste al rey a echarme esta carga encima.

—Mientras el rey no pusiera el caso en tus manos, no tenía motivos para hacer sugerencias en cuanto a su resolución.

—He traído una serpiente a mi casa —dijo Akmaro. Didul tembló al oír estas palabras.

—Oh, no te ofendas, Didul. Las serpientes son sabias. También cambian de piel y se convierten en hombres nuevos de cuando en cuando. Algo que aparentemente yo necesito. Entonces declararé que la única pena por predicar contra el sumo sacerdote consiste en ser expulsado de la Casa del Guardián. ¿Y después qué, Didul? ¿Comprendes lo que sucederá?

—Sólo se quedarán en ella los creyentes.

—Subestimas la crueldad de los hombres y las mujeres, Didul. Sin la amenaza del castigo, los gusanos saldrán de debajo de las piedras. Los matones. Los torturadores.

—Conozco a esa gente —murmuró Didul.

—Debes partir de inmediato —dijo Akmaro—. Cuando este decreto se difunda mañana, querrás estar en Bodika para ayudar a los Guardados de allí a afrontar lo que sin duda sucederá.

—Hablas como si esto fuera culpa mía —protestó Didul—. Antes de irme, tengo derecho a que admitas en mi presencia que no hice más que expresar lo que inevitablemente habrías decidido tú mismo.

—¡Sí! —barbotó Akmaro—. Y no estoy enfadado contigo. Sí, habría tomado esta misma decisión porque es justa. Pero no sé qué pasará con los Guardados, con la Casa del Guardián. Tengo miedo, Didul. Por eso estoy furioso.

—Es la Casa del Guardián, no la nuestra. El Guardián nos mostrará una salida.

—A menos que el Guardián esté poniendo Darakemba a prueba, para ver si somos dignos. Recuerda que el Guardián también puede optar por rechazarnos tal como rechazó a los rasulum cuando el mal triunfó entre ellos. Sus huesos cubren kilómetros de arena en el desierto.

—Tendré en cuenta ese alegre pensamiento mientras regreso —dijo Didul.

Se levantaron de la mesa. Akmaro y Chebeya se marcharon. Edhadeya detuvo a Didul en la puerta.

—¿Has decidido algo sobre Luet? —preguntó.

Didul tardó un instante en comprender de qué hablaba.

—Oh. Sí. Anoche decidí que hoy hablaría con ella… pero ahora tengo trabajo que hacer. No es buen momento para el amor ni el matrimonio, Edhadeya. Tengo responsabilidades más importantes.

—¿Más importantes? —preguntó ella incisivamente—. ¿Más importantes que el amor?

—Si no creyeras que el servicio al Guardián es la más alta responsabilidad, hace tiempo que te habrías unido a Akma por amor a él. Pero no lo has hecho, porque sabes que a veces el amor está en segundo lugar.

Didul se marchó.

Edhadeya se apoyó en la jamba largo tiempo, reflexionando sobre aquellas palabras. Amo a Akma, y sin embargo nunca he pensado en unirme a él rechazando al Guardián. Pero no es porque ame más al Guardián, como Didul. Es porque sé lo que sé, y para estar con Akma tendría que mentir. No renunciaré a mi honestidad por un hombre. No hay nada de noble en eso y sí en el sacrificio de Didul. Tal vez mi honor también sea una manera de servir al Guardián.

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