1. CAUTIVERIO

Akma nació en casa de un hombre rico. Tenía pocos recuerdos de esa época. Recordaba que Akmaro, su padre, lo había llevado a una torre alta y lo había entregado a otro hombre, que lo sostuvo sobre el parapeto de la torre hasta que él gritó de terror. El hombre que lo sostenía rió hasta que su padre recobró a Akma y lo abrazó. Luego Madre contó a Akma que el hombre que lo había atormentado en la torre era Nuak, rey de la tierra de Nafai.

—Era muy mal hombre —dijo Madre—. A la gente no le importaba mientras fuera buen rey, pero cuando llegaron los elemaki y conquistaron la tierra de Nafai, el pueblo odió tanto a Nuak que lo quemó en la hoguera.

Cuando ella le contó esa historia, el recuerdo de Akma cambió; ahora, al soñar con el hombre que lo sostenía riendo en lo alto de la torre,' se lo imaginaba envuelto en llamas. La torre ardía y Akmaro, en vez de rescatar al niño, saltaba y caía al abismo, y Akma no sabía qué hacer, si quedarse en la torre y arder o saltar con su padre. Despertaba de aquel sueño gritando aterrorizado.

También recordaba a Padre irrumpiendo en casa mediado el día, mientras Madre supervisaba el trabajo de dos cavadoras que preparaban una fiesta para esa noche. Akmaro tenía un aspecto desastroso, y aunque hablaba en susurros y Akma no sabía lo que decía, evidentemente algo malo sucedía y le daba miedo. Padre se marchó al instante, y Madre ordenó a las cavadoras que interrumpieran la preparación de la fiesta y reunieran provisiones para un viaje. Al cabo de un momento, cuatro humanos armados con espadas entraron por la puerta y exigieron ver al traidor Akmaro. Madre fingió que Padre estaba al fondo de la casa y trató de impedir que entraran. El hombre más corpulento la derribó y le apoyó una espada en la garganta mientras los demás registraban la casa. El pequeño Akma se enfureció y atacó al hombre que amenazaba a su madre. El hombre se rió de él cuando Akma se cortó con una de las piedras de su espada, pero su madre no se rió.

—¿De qué te ríes? —dijo—. Este chiquillo ha tenido agallas para atacar a un hombre armado con espada, mientras que tú sólo tienes coraje para atacar a una mujer desarmada.

El hombre se enfadó, pero cuando los demás regresaron sin haber hallado a Padre, todos se marcharon.

Y además estaba la comida. Akma estaba seguro de que en otra época abundaban los alimentos, preparados por esclavos cavadores. Pero ahora, de tan hambriento, no lograba recordarla. No recordaba haberse sentido saciado. En los maizales, bajo el tórrido sol, no recordaba un tiempo en que no tuviera sed, en que no sintiera el dolor de la fatiga en los brazos, la espalda, las piernas, y esa palpitación detrás de los ojos. Quería llorar, pero sabía que avergonzaría a su familia. Quería gritarle al capataz cavador que necesitaba beber, descansar y comer, y que era estúpido hacerlos trabajar sin comida porque los agotarían. El viejo Tiwiak había muerto el día anterior; de repente se había desplomado sobre el maíz sin ni siquiera susurrarle un adiós a su esposa; ella se había arrodillado llorando en silencio frente al cuerpo, pero el capataz la había azotado por interrumpir el trabajo. ¡Y se trataba de su esposo!

Akma odiaba a los cavadores. Sus padres habían cometido un error al conservarlos como criados en la tierra de Nafai. Habría sido mejor exterminarlos, sin permitir jamás que se acercaran a las verdaderas personas. Su padre alegaba que los cavadores se desquitaban por el prolongado y cruel gobierno de Nuak. De noche susurraba que el Guardián de la Tierra no quería que la gente del suelo, la gente del cielo y la gente medía fueran enemigos. Pero Akma sabía la verdad. No habría seguridad en el mundo mientras no hubieran muerto todos los cavadores.

Cuando llegaron los cavadores, su padre impidió que su gente opusiera resistencia.

—No me seguisteis al desierto para convertiros en asesinos, ¿verdad? —dijo—. Recordad al Guardián. Él no desea la muerte de sus hijos.

La única protesta que oyó Akma fue el susurro de su madre:

—Ella.

Como si importara que el Guardián tuviera un arado o una argolla entre las piernas. Las mujeres insistían en llamarle ella, pero Akma ni siquiera se lo planteaba. El Guardián —fuera masculino o femenino— era un dios lamentable si no podía impedir que sus adeptos fueran esclavizados por roñosos, bestiales, estúpidos y crueles cavadores.

Pero Akma no expresaba tales ideas, pues la única vez que lo había hecho su padre se había callado y pasado el resto de la noche sin hablarle. Eso era insoportable. El silencio diurno ya era agobiante. Que su padre le obligara a callar de noche era lo peor del mundo. Así que Akma se guardaba su odio a los cavadores, así como su desprecio por el Guardián, y de noche hablaba en voz baja con sus padres, saboreando aquellos murmullos como si fueran aguas cristalinas de un arroyo de montaña.

Un día un chico nuevo apareció en la aldea. No era delgado y bronceado como los demás, y vestía ropa fina, de colores vivos, sin remiendos. Su cabello limpio y largo ondeó al viento cuando el niño se plantó en la cima de la colina que se erguía en medio del ejido. A pesar de todo lo que habían dicho sus padres sobre el Guardián de la Tierra, Akma no estaba preparado para la visión de un dios, y dejó de trabajar para contemplar el espectáculo.

El capataz le gritó, pero no le oyó. Aquella visión anulaba todos los sonidos, todos los sentidos, salvo la vista. Sólo cuando la sombra del capataz se irguió sobre él, alzando el brazo para golpearlo con la vara, Akma reaccionó y se atemorizó. Entonces, instintivamente, le gritó al joven que tenía la imagen de un dios en el rostro:

—¡No dejes que me pegue!

—¡Alto! —exclamó el joven con voz segura y firme, bajando la colina. Increíblemente, el capataz le obedeció.

Padre estaba lejos de Akma, pero Madre estaba cerca y le susurró algo a Luet, la hermana de Akma, y Luet se aproximó unos pasos y murmuró:

—Es el hijo del enemigo de Padre.

Akma la oyó, y de inmediato adoptó una actitud cauta. Pero la belleza del joven era deslumbrante.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó sonriente el joven, con amabilidad.

—Que tu padre es el enemigo de mi padre.

—Ah, sí. Pero no por elección de mi padre.

Akma no supo qué responder. Nadie se había molestado en explicarle a él, un chico de siete años, cómo su padre se había ganado tantos enemigos. Akma nunca se había planteado que quizá fuera culpa de su padre. Pero tenía sus sospechas. ¿Cómo podía creer al hijo del enemigo de su padre? Y aun así…

—Has impedido que el capataz me golpeara —dijo. El joven miró al capataz, cuyo rostro era inescrutable.

—De ahora en adelante —ordenó—, no castigarás a este niño ni a su hermana sin mi consentimiento. Mi padre lo ordena.

El capataz inclinó la cabeza. Pero Akma notó que no le agradaba recibir semejantes órdenes de un joven humano.

—Mi padre es Pabulog —explicó el joven—, y mi nombre es Didul.

—Yo soy Akma. Mi padre es Akmaro.

—¿Ro-Akma? ¿Akma el maestro? —Didul sonrió—. ¿Qué puede enseñar ro que no haya aprendido de og? Akma no sabía qué significaba og. Didul pareció comprender su confusión.

—Og es el guardián del día, el jefe de los sacerdotes. Después de ak, el rey, nadie es más sabio que og.

Rey significa poder matar a cualquiera que no agrade, a menos que posea un ejército, como los elemaki. —Akma le había oído decir aquello a su padre, muchas veces.

—No obstante, ahora mi padre gobierna a los elemaki de esta tierra —señaló Didul—. Mientras que Nuak está muerto. Lo achicharraron, como ya sabrás.

—¿Tú lo viste? —preguntó Akma.

—Camina conmigo. Por hoy has terminado de trabajar. —Didul miró al capataz. El cavador, erguido en toda su altura, apenas alcanzaba la talla de Didul; cuando Didul llegara a la madurez, se elevaría sobre el cavador como una montaña sobre un cerro. Pero en el caso de Didul y el capataz, la talla no tenía nada que ver con su muda confrontación. El cavador se marchitó bajo su mirada.

Akma quedó estupefacto. Mientras Didul lo cogía de la mano y se alejaba con él, Akma preguntó:

—¿ Cómo lo haces ?

—¿Qué? —preguntó Didul.

—Lograr que el capataz parezca tan…

—¿Inútil? —preguntó Didul—. ¿Tan inútil, estúpido e indigno?

¿Los humanos que eran amigos de los cavadores también los odiaban?

—Es sencillo —dijo Didul—. Él sabe que si no me obedece se lo contaré a mi padre y él perderá su cómodo trabajo y volverá a trabajar en fortificaciones y túneles, y a salir en campañas. Y si me levantara la mano, mi padre lo haría descuartizar.

Akma sintió gran satisfacción imaginando que descuartizaban al capataz… a todos los capataces.

—Vi cómo quemaban a Nuak, sí. El era rey, así que conducía a nuestros soldados en la guerra. Pero se había vuelto un viejo blandengue, estúpido y timorato. Todos los sabían. Mi padre trató de compensarlo, pero og tiene sus limitaciones cuando ak es débil. Un gran soldado, Teonig, juró matarlo para que lo reemplazara un verdadero rey, tal vez su segundogénito Ilihi… Pero tú no conoces a esas personas, ¿verdad? Debías de tener… ¿qué, tres años? ¿Qué edad tienes ahora?

—Siete años.

, —Tenías tres, entonces, cuando tu padre cometió traición, huyó como un cobarde al desierto y comenzó a conspirar contra los humanos nafari puros, procurando que humanos, cavadores y reses del cielo convivieran como iguales.

Akma calló. Eso era lo que enseñaba su padre. Pero él nunca lo había considerado una traición contra el reino puramente humano donde había nacido.

—¿Qué sabías tú? Apuesto a que ni siquiera recuerdas haber estado en la corte, ¿verdad? Pero estuviste. Yo te vi, cogido de la mano de tu padre. Él te presentó al rey.

Akma meneó la cabeza.

—No lo recuerdo.

—Era día de familia y todos estábamos allí. Pero tú eras muy pequeño. Sin embargo, yo te recuerdo, porque no demostraste timidez. Estabas tan ancho. El rey comentó: «Ese niño será un gran hombre, si ya ahora es tan valeroso.» Mi padre lo recordó. Por eso me ha enviado a buscarte.

Akma sintió una oleada de deleite en el pecho. Pabulog había enviado a su hijo a buscarle porque de chiquillo había sido valiente. Recordó que había atacado al soldado que amenazaba a su madre. Hasta aquel momento nunca se había considerado valiente, pero ahora veía que era cierto, lo era.

—De cualquier modo, Nuak estaba a punto de morir a manos de Teonig. Dicen que Teonig exigió a Nuak que luchara con él, pero que Nuak repetía: «¡Soy el rey! ¡No tengo por qué luchar contigo!» Y Teonig gritaba: «No me avergüences obligándome a matarte como un perro.» Nuak huyó a lo alto de la torre, y Teonig iba a matarlo cuando el rey miró en dirección a la frontera del territorio elemaki y vio el mayor ejército de cavadores que jamás haya sido visto, asolando la comarca como una tormenta. Teonig le dejó vivir para que el rey pudiera dirigir la defensa. Pero Nuak, en cambio, ordenó a su ejército que huyera, para que no lo destruyeran. Fue un acto cobarde y vergonzoso, y los hombres como Teonig no le obedecieron.

—Pero tu padre sí —dijo Akma.

—Mi padre tenía que seguir al rey. Es el deber de los sacerdotes. El rey ordenó a los soldados que abandonaran a sus esposas e hijos, pero mi padre se negó, o al menos me llevó a mí. Me cargó a hombros y no se rezagó, aunque yo no era tan pequeño ni él tan joven. Por eso yo estaba presente cuando los soldados comprendieron que era muy probable que estuvieran exterminando a sus esposas e hijos en la ciudad. Así que desnudaron al viejo Nuak, lo amarraron a una estaca y le apoyaron leños ardientes contra la piel. El no dejaba de gritar. —Didul sonrió—. Es increíble cuánto gritaba aquel viejo inútil.

Era espantoso imaginarlo. Era estremecedor que Didul, que recordaba la escena, pudiera contarla tan tranquilo.

—En ese momento mi padre comprendió que ya se estaba decidiendo quién ardería a continuación; evidentemente los sacerdotes serían las víctimas, así que pronunció algunas palabras en el lenguaje de los sacerdotes y nos condujo a un sitio seguro.

—¿Por qué no regresasteis a la ciudad? ¿Fue destruida?

—No, pero mi padre dice que la gente de allí no era digna de tener auténticos sacerdotes que conocieran el idioma secreto, el calendario y demás. Ya sabes. Lectura y escritura.

Akma quedó desconcertado.

—¿No todos saben leer y escribir? De pronto Didul se enfadó.

—Eso fue lo peor que hizo tu padre. Enseñar a todos a leer y escribir. A todos los que se creyeron sus mentiras y se largaron de la ciudad para unirse a él, aunque fueran simples labriegos. A todos. Había hecho votos solemnes. Al ordenarse, tu padre juró no revelar a nadie los secretos del sacerdocio. Y luego los difundió a los cuatro vientos.

—Mi padre dice que todas las personas deberían ser sacerdotes.

—¿Personas? ¿Eso es lo que dice? —Didul se echó a reír—. No sólo las personas, Akma. No se proponía enseñar a leer sólo a las personas.

Akma imaginó a su padre tratando de enseñar a leer al capataz. Imaginó a un cavador encorvado sobre un libro, tratando de coger una pluma y trazar los signos en la cera de las tablillas. Se estremeció.

—¿Tienes hambre? —preguntó Didul.

Akma cabeceó, asintiendo.

—Ven a comer conmigo y mis hermanos. —Didul lo condujo a la sombra de una arboleda, detrás de la colina del ejido.

Akma conocía el lugar. Antes de que los cavadores llegaran y los esclavizaran, era el sitio donde su madre reunía a los niños para enseñarles y jugar con ellos mientras su padre enseñaba a los adultos en la colina. Tuvo una sensación extraña al ver allí un gran cesto con fruta y pasteles y un tonel de vino; los cavadores servían comida a tres humanos, y parecían fuera de lugar en un sitio donde antes su madre jugaba con los niños.

Pero los humanos no parecían fuera de lugar. Al contrario, parecía que estarían a sus anchas en cualquier sitio. Uno era pequeño, de la edad de Akma. Los otros dos eran mayores que Didul, y más corpulentos. Hombres, no muchachos. Uno de los mayores se parecía mucho a Didul, aunque no era tan bello. Era cejijunto y de barbilla demasiado pronunciada; la imagen de Didul, pero distorsionada, inferior, inconclusa.

El otro hombre era todo lo contrario de Didul. Lo que en Didul era elegancia, en aquel joven era fuerza; si el rostro de Didul era franco y ligero, el de éste tenía un aspecto adusto y ensimismado. Era tan musculoso que Akma se maravilló que pudiera coger la fruta sin triturarla.

Didul pronto notó cuál de sus hermanos había llamado la atención de Akma.

—Ah, sí. Todos lo miran así. Pabul, mi hermano. Él conduce ejércitos de cavadores. Ha matado con sus propias manos.

Al oír estas palabras, Pabul miró a Didul de mal talante.

—A Pabul no le gusta que yo lo mencione, pero una vez le vi desnucar a un cavador corpulento como si quebrara una rama seca. ¡Crac! La bestia se orinó encima.

Pabul sacudió la cabeza y siguió comiendo.

—Sírvete algo —ofreció Didul—. Siéntate con nosotros. Hermanos, os presento a Akma, el hijo del traidor. El hermano más parecido a Didul escupió.

—No seas grosero, Udad —dijo Didul—. Dile que no sea grosero, Pabul.

—Díselo tú mismo —masculló Pabul. Pero Udad reaccionó como si Pabul hubiera amenazado con matarle. Guardó silencio y se concentró en la comida.

El hermano menor miraba a Akma como si lo evaluara.

—Podría darte una tunda —dijo al fin.

—Cállate y come, mico —repuso Didul—. Éste es el menor, Muwu, y no estamos seguros de que sea humano.

—Cállate, Didul —dijo el pequeñín, irritándose como si supiera lo que venía a continuación.

—Creemos que nuestro padre se embriagó y se apareó con una cavadora para engendrarlo. ¿Ves ese hocico de rata?

Muwu gritó con furia y se lanzó contra Didul, quien lo esquivó fácilmente.

—Basta, Muwu, llenarás la comida de tierra. ¡Basta!

—Basta —dijo serenamente Pabul, y Muwu desistió de su ataque.

—Come —dijo Didul—. Debes de tener hambre. Sí, Akma tenía hambre, y la comida tenía un aspecto apetitoso. Iba a sentarse cuando Didul añadió:

—Nuestros enemigos padecen hambre, pero nuestros amigos comen.

Akma recordó que sus padres también tenían hambre, y su hermanita Luet.

—Permite que lleve algo a mi hermana y a mis padres —dijo—. O deja que vengan a comer con nosotros. Udad soltó una carcajada.

—Estúpido —murmuró Pabul.

—Te he invitado a ti —murmuró Didul—. No me pongas en un aprieto tratando de hacerme alimentar a los enemigos de mi padre.

Sólo entonces Akma comprendió lo que sucedía. Didul podía ser bello y fascinante, con sus anécdotas, su afabilidad y su ingenio, pero no sentía el menor interés por Akma. Sólo trataba de conseguir que Akma traicionara a su familia. Por eso insistía en hablar así de su padre, tildándolo de traidor. Para que Akma se alzara contra los suyos.

Eso sería como… como hacerse amigo de un cavador. Era antinatural e indigno, y Akma comprendía que Didul era como un jaguar, astuto y cruel. Era atractivo y bello, pero te tumbaba de un zarpazo si te acercabas demasiado.

—No tengo hambre —dijo Akma.

—Mientes —repuso Muwu.

—No miento —replicó Akma. Pabul se enfrentó a él por primera vez.

—No contradigas a mi hermano —dijo. La voz era neutra, pero la amenaza era inequívoca.

—Sólo he dicho que no mentía —puntualizó Akma.

—Pero mientes —dijo Didul jovialmente—. Te estás muriendo de hambre. Las costillas te sobresalen tanto que te podrías cortar con ellas. —Rió satisfecho y le ofreció una torta de maíz—. ¿No eres mi amigo, Akma?

—No —negó Akma—. Y tú tampoco eres mi amigo. Sólo has venido a verme porque te ha enviado tu padre. Udad se rió de su hermano.

—Vaya, eres listo, Didul. Asegurabas que podías hacerte amigo suyo, que lo conquistarías el primer día. Bien, te ha calado enseguida.

Didul le puso mala cara.

—No habría sido así si supieras callarte. Akma perdió los estribos.

—¿Todo esto era un juego?

—Siéntate —dijo Pabul.

—No —se negó Akma. Muwu rió entre dientes.

—Rómpele la pierna, Pabul, como hiciste con aquel otro.

Pabul miró a Akma como si se lo pensara.

Akma quería suplicarle, rogarle que no le hiciera daño. Pero sabía por instinto que no podía mostrarse débil frente a una persona de esa clase. ¿Acaso su padre no se había enfrentado al mismísimo Pabulog sin pestañear?

—Rómpeme la pierna, si quieres —concedió—. No puedo impedírtelo, porque eres mucho más corpulento. Pero si estuvieras en mi lugar, Pabul, ¿te sentarías a comer con el enemigo de tu padre?

Pabul ladeó la cabeza y lo llamó con un ademán lánguido.

Akma sintió que la amenaza disminuía mientras Pabul lo aguardaba serenamente. Pero en cuanto Akma se le acercó, Pabul extendió aquella mano lánguida, le aferró la garganta y lo tiró al suelo, sofocándolo. Respirando entrecortadamente, Akma miró los ojos entornados de su enemigo.

—¿Por qué no te mato ahora y arrojo tu cuerpo a los pies de tu padre? —dijo Pabul—. O tal vez le arroje tu cuerpo a pedazos. Un pedazo cada día. Un dedo del pie, un dedo de la mano, una oreja, y luego trozos de pierna y brazo. Él podría reconstruirte, y cuando reuniera todos los trozos, todos seríamos felices de nuevo, ¿verdad?

Akma estaba deshecho de miedo; creía a Pabul muy capaz de cometer aquel acto monstruoso. Pensando en la pesadumbre que sentirían sus padres si vieran su cuerpo ensangrentado a trozos, se olvidó de la manaza que todavía le oprimía la garganta, aunque ahora le permitía respirar.

Udad rió.

—Si Akmaro se lleva tan bien con el Guardián de la Tierra, tal vez logre que ese viejo e invisible transmisor de sueños obre un milagro y convierta esos trozos en un niño. Otros dioses hacen milagros continuamente, ¿por qué no el Guardián?

Pabul ni siquiera se volvió hacia Udad. Era como si su hermano no existiera.

—¿No vas a rogar por tu vida? —murmuró—. ¿O al menos por tus dedos?

—Pídele que niegue por su pequeño grifo —sugirió Muwu.

Akma no respondió. Seguía pensando en la pesadumbre de sus padres, en el terror que debían de sentir, preguntándose adonde lo había llevado aquel niño. Su madre había intentado advertírselo enviando a Luet. Pero Didul era tan bello, tan afable, tan encantador… y ahora el precio que pagaba era esa manaza en la garganta. Bien, Akma podía soportarla en silencio. Hasta el rey gritó cuando lo torturaron, pero Akma aguantaría todo lo posible.

—Creo que ahora debes aceptar la invitación de mi hermano —dijo Pabul—. Come.

—No con vosotros —jadeó Akma.

—Es estúpido —dijo Pabul—. Tendremos que ayudarlo. Traedme comida, muchachos. Mucha comida. Tiene mucha, mucha hambre.

Pabul le obligó a abrir la boca y los otros lo atiborraron de comida, sin que Akma atinara a masticarla y tragarla. Cuando vieron que estaba respirando por la nariz, le metieron migajas en las fosas nasales, para que tuviera que respirar por la boca y se atragantara con la comida que le bajaba por el gaznate. Al fin Pabul le soltó el cuello y la mandíbula, pues Akma estaba tan inerme que podían hacer con él lo que quisieran; así que le rasgaron la ropa y le embadurnaron el cuerpo con fruta y comida.

Al fin terminó el suplicio. Pabul delegó en Didul, y Didul en su hermano Udad, la tarea de llevar al ingrato, traicionero y mal educado Akma al trabajo. Udad cogió las muñecas de Akma y tiró con tal fuerza que Akma no podía caminar, y terminó arrastrado por la hierba hasta la cima de la colina. Udad lo arrojó cuesta abajo, y Akma rodó mientras Udad lo celebraba con una risotada.

El capataz no permitió que los humanos interrumpieran su labor para ayudarlo. Avergonzado, herido, humillado y furioso, Akma se puso de pie y trató de limpiarse la suciedad de la nariz y los ojos.

—A trabajar —ordenó el capataz. Udad gritó desde la cima de la colina:

—¡Quizá la próxima vez invitemos a comer a tu hermana!

La amenaza hizo tiritar a Akma, pero aparentó no haberla oído. La única forma de resistencia que le quedaba, igual que a los adultos, era ese empecinado silencio.

Akma volvió a su puesto y trabajó el resto del día. Sólo cuando comenzó a anochecer y el capataz los dejó marchar, pudo contar a sus padres lo que había sucedido.

Hablaban en la oscuridad, cuchicheando, pues los cavadores patrullaban la aldea de noche, atentos a cualquier conspiración o reunión, y aun a las plegarias dirigidas al Guardián de la Tierra, pues Pabulog había declarado que era una traición punible con la muerte, ya que toda plegaria de un adepto del sacerdote renegado Akmaro era una afrenta a todos los dioses. Mientras su madre le limpiaba el cuerpo, sollozando, Akma refirió a su padre lo que había sucedido y lo que le habían contado.

—Conque así murió Nuak —dijo su padre—. En otros tiempos fue buen rey, pero nunca fue buen hombre. Y cuando le servía, tampoco yo era buen hombre.

—Tú nunca has sido uno de ellos —dijo su madre.

Akma quería preguntar a su padre si todo lo que decían los hijos de Pabulog era verdad, pero no se atrevía, pues no habría sabido qué hacer con la respuesta. Si tenían razón, su padre era un perjuro, ¿y cómo podía entonces confiar en su palabra?

—No puedes dejar a Akma así —murmuró su madre—. ¿No sabes cuánto lo han alejado de ti?

—Creo que Akma tiene edad suficiente para saber que no puede fiarse de un embustero.

—Pero ellos le dijeron que eras el embustero, Kmaro. ¿Cómo puede creerte?

A Akma le asombraba que su madre entendiera lo que pensaba mejor que él mismo. Pero también sabía que era vergonzoso dudar de su padre, y se estremeció al ver el semblante de Akmaro.

—Conque me han robado tu corazón, ¿verdad, Kmadis? —Lo llamaba dis, hijo bienamado, no ha, heredero honorable, la designación que usaba cuando sentía orgullo de Akma. Kmaha era el nombre que quería oír de labios de su padre, pero él no lo pronunció. Ha-Akma. Honor, no piedad.

—Él opuso resistencia —le recordó su madre—. Y sufrió por ello, y fue valiente.

—Pero sembraron la semilla de la duda en tu corazón, ¿verdad, Kmadis?

Akma no pudo contenerse. Era demasiado, y rompió a llorar.

—Tranquiliza su espíritu, Kmaro —dijo su madre.

—¿Y cómo, Chebeya? —preguntó su padre—. Nunca he roto mi juramento al rey, pero cuando me expulsaron y trataron de matarme, comprendí que Binaro tenía razón, que el único motivo para impedir que la gente corriente aprendiera a leer, escribir y hablar el idioma antiguo era que los sacerdotes conservaran el monopolio del poder. Si todos pudieran leer el calendario, si todos pudieran leer los documentos antiguos y las leyes, ¿para qué necesitarían someterse al poder de los sacerdotes? Así que rompí el juramento y enseñé a leer y escribir a todos los que acudían a mí. Les revelé el calendario. Pero no está mal romper un mal juramento. —Padre se volvió hacia Madre—. Creo que él no lo entiende, Chebeya.

—Silencio —dijo ella.

Guardaron silencio; sólo se oía el sonido de su respiración. Entonces oyeron el correteo de un cavador por la aldea.

—¿Cuál crees que es su misión? —susurró Madre. Padre le puso un dedo sobre los labios.

—Duerme —murmuró—. Ahora todos debemos dormir.

Su madre se recostó en la estera, junto a Luet, que ya se había dormido hacía un rato. Su padre se tendió junto a Madre, y Akma se puso al otro lado. Pero no quería que su padre lo abrazara. Quería dormir solo, asimilar su vergüenza. La peor humillación no había sido el sofoco y la asfixia, ni que lo embadurnaran de fruta, ni rodar colina abajo, ni enfrentarse harapiento y mugriento a todos. La peor humillación era que su padre fuera un perjuro, y que él hubiera tenido que enterarse por los hijos de Pabulog.

Todos sabían que un perjuro era la peor clase de persona. Decía una cosa y hacía otra, así que era indigno de confianza. ¿Acaso sus padres no le habían enseñado desde su más tierna infancia a cumplir su palabra, pues de lo contrario no tendría honor ni sería de fiar?

Akma trató de pensar en lo que había dicho su padre, que romper un mal juramento era bueno. Pero si era un mal juramento, ¿por qué lo había prestado? Akma no lo comprendía. ¿Su padre había sido malo cuando prestó el juramento, y luego dejó de serlo? ¿Cómo era posible dejar de ser malo? ¿Y quién decidía qué era el mal?

Ese soldado del que le había hablado Didul, Teonig, estaba en lo cierto. Matas a tu enemigo. No lo asaltas por la espalda, rompiendo promesas. Los niños no toleraban esa actitud esquiva. Si se peleaban, gritaban o luchaban hasta someter al otro. Uno podía enfrentarse con un amigo y conservar su amistad. Pero quien actuaba a sus espaldas, no era un amigo sino un traidor.

No le extrañaba que Pabulog estuviera enojado con su padre. Eso fue lo que nos provocó todo este sufrimiento. Padre actuó como un cobarde al ocultarse en el desierto y romper las promesas.

Akma se puso a llorar. Esos pensamientos eran terribles, y los odiaba. Su padre era bondadoso, y todos lo amaban. ¿Cómo podía ser un cobarde traidor? Los hijos de Pabulog sin duda mentían. Ellos eran los malvados, ellos eran quienes lo habían atormentado y humillado. Ellos eran los embusteros.

Pero su padre admitía que decían la verdad. ¿Cómo era posible que la gente mala dijera la verdad y que la gente buena rompiera un juramento? Tales ideas seguían rondando la cabeza de Akma cuando éste logró conciliar el sueño.

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