Mucho tiempo atrás, el ordenador de la nave estelar Basílica había gobernado el planeta Armonía durante cuarenta millones de años. Ahora velaba por una población mucho menor, y también era menor su capacidad de intervención. Pero el planeta que cuidaba era la Tierra, antigua cuna de la especie humana.
La nave Basílica había llevado a un grupo de humanos de retorno al hogar. Dos nuevas especies habían alcanzado la cima de su capacidad intelectual durante la ausencia de la humanidad. Ahora los tres pueblos compartían un vasto macizo de altas montañas, valles exuberantes y un clima que variaba más con la elevación del terreno que con la latitud.
Los cavadores se llamaban a sí mismos gente del suelo y abrían túneles subterráneos que desembocaban en troncos de árboles ahuecados. Los ángeles eran la gente del cielo, y construían nidos en los árboles y se colgaban de las ramas cabeza abajo para dormir, para deliberar y para enseñar. Los humanos eran la gente media, pues vivían en casas sobre la superficie del terreno.
No había ciudades cavadoras sin casas humanas encima, ni aldeas de ángeles sin las cámaras amuralladas de las cuevas artificiales de la gente media debajo. Los extensos conocimientos que los humanos habían traído consigo desde el planeta Armonía eran ínfimos en comparación con los que sus antepasados habían reunido en la Tierra antes de su exilio, hacía cuarenta millones de años. Ahora, incluso eso se había perdido, pero lo que quedaba era tan superior a los conocimientos de la gente del suelo y la gente del cielo que la gente media, dondequiera que viviese, gozaba de gran poder y ascendencia.
En el cielo, el ordenador de la nave Basílica no olvidaba nada, y se valía de los satélites que había puesto en órbita alrededor de la Tierra para observar, reunir datos y memorizar todo lo que aprendía.
Y no estaba solo en su tarea. En la nave vivía una mujer llegada a la Tierra con los primeros colonos, pero que luego, vestida con el manto de capitana, había regresado al cielo, para dormir durante muchos años y despertar de vez en cuando. El manto mantenía la salud de su cuerpo, así que la muerte tardaría en visitarla, si alguna vez llegaba a sorprenderla. Ella recordaba todo cuanto le importaba; recordaba a gente que había vivido y muerto hacía tiempo. Nacimiento, vida y muerte: lo había visto tantas veces que apenas reparaba en ello. Para ella sólo existían las generaciones, las estaciones de su jardín, árboles y hierba y gente que se levantaba y caía, se levantaba y caía.
En la Tierra quedaban pocos recuerdos. Desde el retorno de los humanos se habían salvaguardado dos libros, escritos en delgadas planchas de metal. Uno estaba en manos del rey de los nafari, y se legaba de rey en rey. El otro, menos voluminoso, se había legado al hermano del primer rey, y de él a sus hijos, que no eran reyes, ni siquiera hombres famosos, hasta que al fin, el último de ese linaje, ya incapaz de leer la antigua escritura, entregó el libro de metal más pequeño al hombre que era rey en sus tiempos. Sólo en las páginas de esos libros constaba un recuerdo que perduraba inmutable, de año en año.
En el corazón de aquellos libros, en las profundidades de los archivos de la nave y en la memoria de esa mujer, el principal recuerdo era que los seres humanos habían regresado a la Tierra, convocados por una entidad que no comprendían y que llamaban Guardián de la Tierra. La voz del Guardián no era clara, ni el Guardián resultaba tan inteligible como el ordenador de la nave en los tiempos en que lo llamaban Alma Suprema y la gente lo adoraba como a un dios, El Guardián hablaba por medio de sueños, y aunque muchos captaban aquellos sueños, y muchos creían que significaban algo, sólo unos cuantos sabían quién los había enviado, o lo que el Guardián deseaba de la gente de la Tierra.