13. PERDÓN

Shedemei estaba fuera de sí. El comerciante que le proveía de alimentos frescos del campo había subido los precios otra vez. Claro que ella podía costearlos, pues el Alma Suprema le informaba de dónde se hallaban los depósitos minerales del Gornaya. No le costaba demasiado esfuerzo volar hasta un pico alto, ponerse el equipo de respiración, derretir el hielo, horadar la roca, arrancar una buena cantidad de mineral de oro de la montaña, refinarlo en un lugar alejado de Darakemba y regresar con una fortuna suficiente para mantener la escuela un par de años.

Pero sus objetivos habían cambiado. La escuela ya no era sólo un pretexto para permitirle estar cerca del centro de la acción de Darakemba. La acción había terminado —o había entrado en una pausa— pero ella seguía allí y no sentía interés en reanudar su vida de encierro en una cámara de animación suspendida del Basílica para regresar de cuando en cuando a cuidar las plantas. La escuela era importante para ella, y quería darle solidez económica para que cualquiera pudiera continuar cuando ella se fuera. Pero cada vez que estaba a punto de que los ingresos superaran los gastos, alguien subía los precios o surgía una nueva necesidad, y de nuevo tenía que recurrir a sus reservas de oro.

Le costaba recordar a la mujer que había sido. En la ciudad de Basílica se había cerrado al resto del mundo, rechazando el contacto humano y reduciendo sus relaciones al mínimo que requería la práctica. En esa época pensaba que era por amor a la ciencia. De hecho, amaba su trabajo, así que no era del todo mentira. Pero en realidad cerraba con llave su puerta por miedo. No por miedo a un peligro físico, sino al desorden, a esas marañas que nunca se terminaban de desmadejar. El Alma Suprema —no, en última instancia era el Guardián de la Tierra— la había obligado a abandonar su laboratorio para internarse en el caos de la vida humana. Pero ella y Zdorab habían logrado crear una isla de orden mientras satisfacían las expectativas de los demás.

Ahora la rodeaba un caos perpetuo, niños que iban y venían, maestras cuyas vidas comenzaban en otra parte y ella nunca podía conocer del todo, preguntas sin respuesta, necesidades insatisfechas. Era lo que más había temido, y ahora que vivía en medio de ello no entendía por qué. Esto era la vida. De esto se rodeaba el Guardián. La perpetua falta de resolución. Un cuadro sin marco, una serie de acordes que nunca regresaban a la tónica más que un instante fugaz. Shedemei no se imaginaba otra manera de vivir.

Sin embargo ahora estaba fuera de sí, dispuesta a rugirle a cualquiera que se cruzara en su camino. Sabía que las alumnas corrían la voz cuando ella estaba de aquel humor. «Tormenta», decían, como si Shedemei fuera tan inevitable como el tiempo. Las maestras también corrían la voz, y esperaban para presentarle a Shedemei sus últimos problemas y requerimientos. Primero que despeje. Y a Shedemei le parecía bien. Que las maestras decidieran si los asuntos tenían suficiente importancia como para enfrentarse al león en su cubil.

Así que le sorprendió —y le irritó— que alguien llamara a la puerta de su pequeño despacho.

—Adelante —dijo.

La visitante tenía problemas con el pestillo. Una de las chiquillas, pues. Sin duda una maestra podría haber resuelto el problema sin enviarla al despacho de la directora.

Shedemei se levantó a abrir. No era una niña, sino Voozhum.

—Madre Voozhum —dijo—, adelante, siéntate. No tienes que venir a mi despacho. Envía a una de las niñas y yo iré a verte.

—No sería adecuado —dijo Voozhum, sentándose en un taburete; las sillas no servían para la gente del suelo, y menos para los viejos y frágiles.

—No discutiré contigo —dijo Shedemei—. Pero la edad tiene sus privilegios y deberías aprovecharlos.

—Los aprovecho —dijo Voozhum—. Con los que son más jóvenes que yo.

Shedemei se ponía de mal humor cuando Voozhum trataba de hacerle admitir que ella era la Insepulta. Le molestaba mentirle, pero no podía confiar en que la anciana recordara que debía guardar el secreto.

—Nunca he conocido a nadie más viejo que tú —dijo—. Y bien, ¿qué te trae por aquí?

—He tenido un sueño —dijo Voozhum—. Un sueño extraordinario que me hizo despertar y mojar la cama.

Shedemei no sabía si divertirse o enfadarse con la complacencia de Voozhum en su progresiva incontinencia.

—Algo que se repite cada vez con más frecuencia, por lo que veo.

Ignorando su mordacidad, Voozhum continuó:

—He considerado aconsejable prevenirte. Akma vendrá hoy.

Shedemei suspiró. Justo lo que necesitaba.

—¿Se lo has dicho a Edhadeya?

—¿Para que corra a ocultarse? No, es hora de que esa joven se enfrente a su futuro.

—Edhadeya es quien debe decidir si Akma tiene algo que} ver con su futuro, ¿no crees?

—No, no lo creo. Está pendiente de cada noticia que hay sobre ese muchacho. Sabe que él ha cambiado. La he visto languidecer por él, y cuando menciono a Akma pone esa carita tristona, dice que la alegra que él haya dejado de causar problemas y continúa con sus ocupaciones. Prácticamente estuvo viviendo en casa de Akmaro durante los tres días en que el Guardián trabajaba en Akma, pero en cuanto él despertó Edhadeya se negó a dejar la escuela. Creo que es una cobarde.

—Akma ha cambiado —dijo Shedemei—. Es natural que la muchacha tema que también hayan cambiado sus sentimientos por ella.

—Eso no es lo que ella teme —dijo Voozhum con desdén—. Sabe que sus corazones están unidos. Edhadeya te tiene miedo a ti.

—¿A mí?

—Teme que no le des la escuela si se casa con Akma.

—¡Darle la escuela! ¿Qué? ¿Acaso me estoy muriendo y nadie me lo ha dicho? La escuela es mía.

—Ella tiene la absurda idea de que es más joven que tú y de que quizá viva más que tú —señaló Voozhum—. No sabe lo que yo sé.

—Bien, supongo que alguna vez entregaré la escuela.

—¿Pero se la darás a una mujer casada que debe satisfacer las exigencias de su vida conyugal?

—Es prematuro casarlos —dijo Shedemei—. Y es prematuro decidir si ella tendrá la libertad para dirigir la escuela, y más que prematuro pensar en mi partida, porque te prometo que no será pronto.

—¡Pues díselo! Dile que tendrá tiempo para parir muchos hijos antes de que el puesto de directora quede vacante. Debes tener cierta consideración por las incertidumbres de los demás, ¿quieres?

Shedemei se echó a reír.

—Verdaderamente no me hablas como si realmente creyeras que soy una deidad menor.

—Cuando los dioses descienden para convertirse en mujeres, creo que deben vivir la experiencia en su plenitud, sin trabas. Además, ¿qué vas a hacer? ¿Fulminarme? Yo podría caer redonda en cualquier momento. Cada vez que cruzo el patio hasta el dormitorio, agradezco haber sobrevivido al viaje.

—Te he ofrecido que duermas junto al aula.

—No seas absurda. Necesito el ejercicio. Y, a diferencia de ciertas personas, no me interesa vivir para siempre. No tengo que enterarme de cómo terminan las cosas.

—Tampoco yo, en realidad —dijo Shedemei—. Ya no.

—Sólo he venido para decirte, si estás dispuesta a escuchar, que ésta es la primera vez que Akma sale. Todavía se tambalea un poco. Y creo que es significativo que haya escogido venir aquí. No sólo por Edhadeya.

—¿A qué te refieres?

—En mi sueño vi a un simpático joven humano, con una bella mujer detrás; él sostenía con una mano la mano de un viejo ángel, y con la otra la mano de una decrépita cavadora de aspecto tan desagradable que no tardé en comprender que era yo. Una voz me dijo, en el antiguo idioma de mi pueblo: Éste es el cumplimiento de un sueño antiguo, y una promesa de gloriosos tiempos venideros.

—Entiendo —dijo Shedemei—. El Guardián quiere un espectáculo.

—Creo que sería aconsejable que las niñas corrieran la voz en cuanto él llegue. Es preciso que mucha gente lo vea y lo difunda. Necesitamos un público.

Shedemei se levantó.

—Si eso aconsejan las sabias mujeres de los túneles, así se hará. Tú quédate cerca de la puerta delantera. Iré a buscar a los demás actores de nuestro pequeño drama.


Akma pidió a sus padres que lo acompañaran, pero ellos se negaron.

—No nos necesitas. Sólo vas a la escuela de Shedemei. No necesitas que hablemos en tu nombre.

Pero lo necesitaba. Se sentía cohibido al enfrentarse al mundo. No porque fuera reacio a aceptar la vergüenza pública que sufriría. Eso era algo que agradecía, sabiendo que formaba parte de su misión: curar Darakemba del daño que había causado. No, sólo temía no saber qué decir, actuar de forma equivocada, causar todavía más daño. Recordando lo que había sentido al tener todos sus crímenes ante él, temía hacer algo que aumentara esa insoportable carga de fechorías. Aunque al sondear su corazón sólo hallaba el afán de servir al Guardián, sabía que el orgullo que tanto había distorsionado su vida acechaba en su interior. Tal vez un día pudiera confiar en que lo había superado por completo, pero por ahora sentía miedo de sí mismo, sentía miedo de que al reanudar su vida pública comenzara a reunir gente como antes, y de buscar nuevamente la adulación como un ebrio busca la botella, en vez de usar su poder para bien de los demás.

Esto le preocupaba porque no veía el cambio operado en sí mismo. Sus padres sí que lo veían, sin embargo, mientras él se iba a regañadientes de casa y salía a la calle; recordaban que antes caminaba exhibiéndose, atrayendo la mirada de todos los peatones, exigiendo que lo mirasen con agrado. Ahora caminaba tímidamente. No miraba a los demás para obtener su amor, sino para comprenderlos, para preguntarse quiénes eran. Como el Guardián, se mantenía casi invisible en la calle pero lo veía todo. Akmaro y Chebeya lo siguieron con los ojos, se abrazaron en el umbral y entraron.

Akma llegó a la esquina donde la Casa de Rasaro ocupaba varios edificios. Nunca había estado en la escuela, pero no le costó encontrarla. El lugar era famoso. Tenía la rara sensación de que era una visita esperada, de que había gente mirando por las ventanas. ¿Pero cómo podían saber que él iría? Lo había decidido aquella misma mañana, y no se lo había dicho a nadie salvo a sus padres. Ellos no habrían corrido la voz.

En la puerta lo recibió una mujer de aspecto severo que le doblaba la edad.

—Bienvenido, Akma. Soy Shedemei. Te conozco porque te examiné mientras yacías inerte en casa de tu madre.

—Lo sé. He venido a agradecértelo. Entre otras cosas.

—No tienes nada que agradecer. Les dije lo que ya sabían. Que todavía no estabas muerto y que tu supervivencia dependía del Guardián. Espero que escribas la experiencia que tuviste en esos tres días de… de lo que haya sido.

—No había pensado en ello —dijo Akma—. De todos modos no podría escribirla. Tendría que enumerar todos mis crímenes, que son innumerables. —Para su asombro, pudo decir esto con serenidad, sin servilismo ni crispación.

—Bien, ya me lo has agradecido —dijo Shedemei—. ¿A qué otra cosa has venido?

—En realidad no lo sé. Espero ver a Edhadeya, pero no es el único motivo por el cual he venido. Esta mañana me he despertado sabiendo que era hora de salir, y que debía venir aquí. Sólo después he recordado que aquí estaría Edhadeya. No sé. Tal vez el Guardián me indicó lo que deseaba de mí, tal vez no. Ahora que ha pasado mi crisis, la voz del Guardián no me resulta más clara que a los demás.

—No te creo —dijo Shedemei.

—Es verdad. La única diferencia es que ahora procuro oír su voz, mientras que antes procuraba esconderme de ella.

—Pues eso lo cambia todo. Y sí, creo que tienes razón, el Guardián deseaba que vinieras aquí. Nos han advertido de que vendrías y hemos hecho planes. Una pequeña celebración. Una imagen que creemos que el Guardián quiere dar al mundo.

Akma sintió un pánico abrumador.

—No quiero participar en ningún acto público todavía.

—Eso es porque recuerdas cuánto daño hiciste en público, y cuánto te perjudicaste.

Le asombró que Shedemei comprendiera aquello, cuando él acababa de comprenderlo esa mañana.

—Lo que todavía no has entendido —continuó ella— es que será preciso que deshagas en público el daño que hiciste en público. Tendrás que pronunciar muchos discursos, usando tu talento para la polémica, sólo que esta vez del lado de la verdad. En cierto modo es más difícil, pues debes respetar más reglas. Pero también es más fácil, pues puedes hablar más con el corazón y menos con la cabeza. No tienes que calcular la verdad como antes calculabas una mentira.

—Supongo que tienes razón.

—Tener razón es mi negocio —dijo ella—. Por eso soy tan buena profesora. —Shedemei le guiñó el ojo—. Estoy bromeando, Akma. Aunque cueste creerlo, tengo sentido del humor. Espero que no hayas perdido el tuyo.

—No. Yo sólo… últimamente me distraigo con facilidad. Alguien se acercaba por el pasillo. Akma le reconoció de inmediato, aunque estaba en la penumbra.

—Bego —susurró—. Bego. ¿Eres tú? No sabía que estuvieras aquí.

Bego apresuró el paso y, olvidando toda dignidad, abrió las alas y se deslizó un poco, lanzándose hacia su ex alumno.

—Akma, no sabes cuánto te echaba de menos. ¿Me perdonarás?

—¿Por qué, Bego?

—Por usarte, por descarriarte, por tratar de guiar tus pensamientos sin decírtelo. Éstos fueron crímenes capitales, Akma. Sé que piensas que eres un sujeto malvado, de modo que mis faltas te parecen menores, pero has de saber…

—Lo sé —dijo Akma—. Lo único que recuerdo del tiempo que compartimos es que me diste el don de tu sabiduría y tu erudición, y que recibí mucha fuerza de tu confianza en mí. —Sostuvo las manos de su maestro, y los pliegues de las alas de Bego le cubrieron los dedos—. Temía por ti, por el castigo que Motiak pudiera infligirte.

Bego rió.

—Creí que era el fin del mundo. ¿Sabes cuál fue el castigo? Me prohibió leer. Me negó el acceso a la biblioteca. Tres espías permanecían conmigo, turnándose para vigilarme, para cerciorarse de que ni siquiera escribiera mi nombre en la tierra con una vara. No podía leer ni escribir. Creí que enloquecería. Mi vida eran los libros. Las únicas personas que valoraba eran esos pocos que, como tú, se sentían tan cómodos como yo con la lectura. La prohibición me sacaba de quicio. Vivía como un lunático, apenas dormía, ansiaba la muerte. Hasta que un día comprendí. ¿Qué son los libros, a fin de cuentas? Las palabras de hombres y mujeres que tenían algo que decir. Pero cuando lees el libro, la única voz que oyes en la cabeza es la tuya. Tienes la ventaja de la permanencia, de poder releer una y otra vez las mismas palabras. Pero eso es un engaño, porque crea la impresión de que el autor piensa y habla para siempre, cuando el autor, una vez escrito el libro, cambia y se convierte en otra persona, siempre interesante porque se renueva sin cesar. Leer un libro es vivir entre los muertos, bailar con las piedras. ¿Por qué llorar por haber perdido la compañía de los muertos, cuando los vivos todavía estaban allí, con libros todavía no escritos o, mejor dicho, escritos a cada instante de su vida?

—Y entonces viniste aquí.

—¡Vine aquí! Vine aquí y le rogué a Shedemei que me aceptara, aunque me estaba prohibido leer. Ella sólo me permitió asistir a las clases de Voozhum, porque la anciana está tan ciega que no puede recomendar lecturas, sólo habla y sus alumnas escuchan y responden. ¡Pero era una cavadora! ¿Te imaginas cuánto me costó? ¡Era humillante! Ahora me río al pensar en ello. ¡Esa mujer es un tesoro! No ha escrito nada, y si hubiera seguido viviendo entre libros yo nunca habría oído su voz. Te aseguro, Akma, que en toda la biblioteca del rey no hay un filósofo moral de tanta sutileza y tanta… humanidad.

Akma se echó a reír y abrazó al hombrecito. En todos los días que habían compartido como maestro y alumno, nunca se habían abrazado de aquella manera, porque siempre se interponían los libros. Pero era agradable sentir el roce de las alas de ese hombre contra los muslos mientras los largos brazos le rodeaban la cintura.

—Bego, cuánto me alegra que ambos hayamos encontrado nuestro camino hacia la curación. Bego asintió; se apartó de él.

—Curar lo que se puede curar, deshacer lo que se puede deshacer. Yo no podría reparar el daño que te causé, sólo podía esperar que tú y el Guardián lo resolvieran. Y en cuanto a mi vida… he llegado demasiado tarde a las cosas que he aprendido. No he tenido esposa, no he participado en el gran ciclo del florecimiento, la semilla y el retoño. Ahora soy sólo un viejo tocón y no hay más flores en mí. Pero eso no significa que sienta tristeza o compasión de mí mismo. No me interpretes mal, muchacho. Soy más feliz que nunca.

—Sin duda el rey te levantará el castigo.

—No lo he pedido. De cualquier modo, sé todo lo que puede enseñarme la biblioteca. Ahora estoy ocupado aprendiendo que estas niñas no son sólo una masa de incordios, sino incordios individuales y singulares que me resultan cada vez más interesantes. La mayoría de los libros que he leído eran obra de hombres, y al leerlos parecía que no existiera una mujer inteligente. El parloteo de estas niñas me está descubriendo un mundo nuevo.

Rieron juntos. Sólo entonces, al reír, Akma alzó la mirada y comprobó que ya no estaban solos. Edhadeya estaba en el pasillo, a poca distancia, con semblante indeciso y tímido. En cuanto notó que él la había visto, miró a la anciana cavadora cuya mano sostenía. Luego avanzó hacia él despacio, conduciendo a la tambaleante anciana.

—Akma —dijo Edhadeya—. Ésta es Voozhum. Ella fue mi… esclava. También es la maestra más grande en una escuela de grandes maestras.

La anciana lo miró con ojos turbios, y Akma notó que estaba casi ciega. Aunque marchita y encorvada, seguía siendo una cavadora; todavía tenía las piernas macizas y el hocico puntiagudo. Contra su voluntad, Akma vio por un instante la imagen de un cavador gigantesco que se erguía sobre él con un látigo en la mano, amenazándolo porque se atrevía a descansar un momento bajo el caliente sol. Sintió el ardor en la espalda y, peor aún, vio que el látigo mordía la espalda de su madre sin que él pudiera hacer nada. Sintió una punzada de rabia.

Y de pronto desapareció. Pues ahora veía que esa mujer no era igual que el guardia que lo había azotado, regodeándose en su crueldad y su autoridad. ¿Cómo podía haber odiado a todos los cavadores por los actos de unos cuantos? Y ahora comprendía que había sido igual que ellos. Cuando la senda de su vida le dio poder e influencia, ¿en qué se había diferenciado de ellos, salvo en que había cometido crímenes peores y se había engañado en cuanto a sus propósitos? He sido un cavador multiplicado por mil; he visto sus padecimientos sabiendo que yo los causaba. Perdono a los guardias cavadores que nos maltrataron. Valoro incluso sus míseras vidas. El daño que causaron sólo nos costó dolor, mientras que a ellos les costó el amor del Guardián, un precio mucho más terrible, aunque no comprendieran el motivo del vacío y el dolor de sus corazones.

Akma se arrodilló ante la anciana, de modo que su cabeza encorvada y la de Akma quedaron a la misma altura. Ella se le acercó, rozándolo con la nariz como si lo olfateara. No, sólo trataba de verle el rostro.

—Éste es el que vi en mi sueño —dijo—. El Guardián cree que eres digno de muchos problemas.

—Voozhum —dijo él—, fui malvado contigo y con tu pueblo. Dije terribles mentiras sobre vosotros. Provoqué odio y temor, y tu pueblo sufrió hambre y dolor por mi causa.

—Oh, no eras tú —dijo Voozhum—. Ese niño murió. Creo que has pasado todos estos años tratando de hallar un modo de matar a ese niño, y al fin lo has conseguido; ahora eres un hombre nuevo. Estás muy crecido para ser un recién nacido, y eres más elocuente que la mayoría de ellos. Pero el nuevo Akma no me odia.

Impulsivamente él expresó el pensamiento que se le acababa de ocurrir.

—Creo que nunca he visto a una mujer tan bella.

—Pues debes de estar mirando por encima de mi hombro. Debes de estar mirando a Edhadeya —dijo Voozhum.

—Edhadeya y yo tenemos muchos años por delante, mientras ella adquiere una belleza como la tuya —dijo Akma—. Creo que la adquirirá, ¿verdad, Voozhum?

—Sin duda. Creo que la joroba de mi espalda es mi principal atractivo —dijo Voozhum, riendo de su propia broma con voz cascada.

—¿Me enseñarás a deshacer toda mi vida pasada? —preguntó Akma.

—No —dijo ella—. No toda. Sólo las partes malas.

—Sí, en efecto, las partes malas.

—No quiero que deshagas a ese niño valiente, ni a ese inteligente estudioso. Ni al joven que tuvo el buen tino de enamorarse de Edhadeya. —Voozhum cogió la mano de Akma y con cuidado y torpeza le puso encima los dedos de Edhadeya—. Ahora, Edhadeya, deja de fingir que no sabes lo que quieres. Lo seguiste amando mientras se comportaba con increíble estupidez, y ahora ha vuelto a sus cabales y ha reencontrado su verdadero yo, el yo del cual te enamoraste. Así que dile que ambos encontraréis una solución. Díselo.

Akma sintió que los dedos de Edhadeya se cerraban sobre los suyos.

—Sé que ambos podemos encontrar una solución, Akma. Si tú quieres.

Él le estrujó la mano.

—Me he sentido solo —comentó, incapaz de decir más sobre su experiencia de la soledad—. Eso ha terminado para mí. —Luego llegaría el momento de hablar acerca de la familia que crearían juntos, de la vida que compartirían. Sabía que ella estaría con él, que él estaría con ella. De momento era suficiente.

—Dame tu mano de nuevo —dijo Voozhum—. Y coge la mano de ese ratón de biblioteca que tienes al otro lado. Había un antiguo sueño del Guardián y esta mañana he recibido un eco de él, así que ahora sigamos el libreto que nos ha dado y mostrémonos ante la multitud.

—¿Multitud?

—No sirve de nada montar un espectáculo sin público —dijo Voozhum—. Los fanáticos necesitaban verte aferrando las manos de un ángel y un cavador. Y mi pueblo necesita ver que esta anciana, al menos, te ha perdonado y te acepta como a un hombre nuevo. Y podemos transmitir toda esa información con sólo cruzar aquella puerta.

Shedemei les abrió la puerta. La multitud de curiosos se había reunido en la calle, llenaba el cruce esperando a Akma, el hijo del sumo sacerdote a quien el Guardián había abatido y resucitado. Al abrirse la puerta y aparecer Voozhum, Akma y Bego, un murmullo se elevó desde muchas gargantas. Vieron que los tres iban cogidos de la mano. Vieron que Akma se arrodillaba, de modo que su cabeza quedaba a la misma altura que las de la encorvada filósofa y el frágil erudito. Él les aferró las manos y los besó.

—Mi hermano y mi hermana me han perdonado —anunció a la multitud—. Imploro el perdón de todos los hombres y mujeres buenos. Todo lo que enseñé era mentira. El Guardián vive, y el Guardián nos mostrará el camino hacia la felicidad. Si aquí hay alguien que haya aprobado mis palabras y actos de los últimos años, le ruego que aprenda de mis errores y cambie de rumbo.

Shedemei notó con alivio que prescindía de la retórica. Su discurso era sencillo, directo, sincero. Aun así, no se hacía ilusiones. Las personas ruines que lo habían considerado un héroe ahora lo considerarían un traidor. Pocas se convertirían. La esperanza, como de costumbre, estaba en la nueva generación, para la cual la historia de Akma sería fresca y elocuente.

En cuanto a la Congregación del Antiguo Orden, ya se había desmoronado. Aronha la había disuelto oficialmente antes de que Akma despertara del coma, y aunque algunos fanáticos empecinados habían organizado una nueva versión, no contaban con el apoyo popular. Todos los que habían respaldado el Antiguo Orden porque parecía la ola del futuro ya comenzaban a recordar que siempre habían preferido a los Guardados. Los que habían mantenido el boicot contra los cavadores por miedo o porque estaba de moda ya buscaban a sus viejos proveedores y empleados entre la gente del suelo y contrataban a los que estaban dispuestos a perdonar y volver al trabajo, y compraban las mercancías acumuladas. Nadie cometía la tontería de creer que esto representaba un gran cambio de actitud en la población. Los Guardados que realmente deseaban servir al Guardián no eran más numerosos ahora que antes de la aparición de Shedemei ante Akma y los motiaki en la carretera. Pero mientras los hipócritas moderados estuvieran dispuestos a fingir que creían, había esperanza de que sus hijos aceptaran con el corazón los planes del Guardián. Entretanto, aun la vacía proclama de que los tres pueblos de la Tierra eran hijos del Guardián bastaría para brindar paz y libertad dentro de las fronteras de Darakemba. Es un punto de partida, pensó Shedemei. Un comienzo, y podemos construir a partir de aquí.

Fuera de la escuela se levantó un nuevo murmullo, y Shedemei salió con Edhadeya para ver qué sucedía. La multitud abría paso a los cuatro hijos de Motiak. Todos habían visitado la escuela en los últimos días, y todos se habían reconciliado con Edhadeya. Shedemei notaba que estaban aliviados de contar nuevamente con el beneplácito de su hermana y, ni que decir tiene, con el de su padre. Los cuatro subieron la escalinata y abrazaron a Voozhum, Bego, Akma y Edhadeya. La fiesta de la reconciliación estaba saliendo a pedir de boca.

(¿Conque has terminado con ellos? ¿Piensas regresar?)

¿Me echas de menos?, preguntó Shedemei. :

(He terminado de programar la sonda y la he enviado hace unos minutos. Te lo habría dicho, pero estabas ocupada.)

Enhorabuena. Has logrado lo que tu otra copia te envió a hacer.

(Ahora me he convertido en algo superfluo, como los animales viejos que han pasado la etapa reproductiva. Soy irrelevante para el curso futuro de la historia.)

Lo dudo, dijo Shedemei. Creo que te encontraremos una ocupación. ¿Tu programación no incluye la curiosidad?

(Debo confesarte algo, Shedemei, que no he mencionado porque lo consideraba una especie de anomalía. Me defraudaron tus descubrimientos sobre el Guardián de la Tierra. Incluso intenté demostrar que eran erróneos, demostrar que las fluctuaciones en el campo magnético no pueden surtir los efectos que parece crear el Guardián. Que no puede haber un elemento volitivo en el flujo caótico del magma que hay bajo la corteza terrestre.)

Qué interesante e inútil modo de pasar el tiempo. ¿Qué importa si el Guardián usa el magnetismo o si ésa fue sólo mi aproximación para entender su actividad?

(Lo sé. Cuando comprendí la futilidad de mis investigaciones, comencé a estudiar mi propio ser para ver qué había en mi programación que me inducía a insistir en el vano esfuerzo de negar tu visión del Guardián.)

¿Qué encontraste?

(Nada. Mejor dicho, nada que pueda presentar como código demostrable para dar cuenta del efecto. Sólo puedo expresarlo en un lenguaje impreciso, metafórico, antropomórfico.)

Mi lenguaje favorito. Adelante.

(Yo debía esperar, durante todos estos años, que encontráramos que el Guardián de la Tierra era como yo, algo inorgánico, programado. En tal caso, yo podía esperar que la mejora de mis aptitudes mecánicas me otorgara el grado de influencia que el Guardián posee. En cambio, soy algo totalmente distinto. Una herramienta que imita al Guardián, pero incapaz de convertirse en aquello que imita.)

Hasta ahora, al menos, dijo Shedemei en silencio.

(No, esta diferencia es permanente. No soy sensitivo. Sólo que imito tan bien esa cualidad que por un instante fui víctima de mi propio engaño.)

No creas. Mientras yo use el manto de capitana, formas parte de mí, dondequiera que estés, y yo de ti. Aunque me sienta tentada de tomar un esposo aquí y de parir otro bebé con este viejo cuerpo, nuestra unión durará mucho tiempo. Mi vida tiene tanto sentido que puedo compartirla en parte contigo, aunque ahora seas una presencia superflua.

(Un gesto muy generoso, de acuerdo con mis algoritmos de evaluación moral. Gracias.)

Mon, riendo, hablaba con la multitud. Alguien le había hecho una pregunta.

—Claro que las tres especies son diferentes —dijo Mon—. Eso no es un error. El Guardián miró a los humanos y dijo: «¡Qué limitados! No ven en la oscuridad. Sólo viven en la superficie de la tierra. No pueden volar. Necesitamos algo más para que el mundo sea perfecto.» Y así nos expulsaron de la habitación como a niños malos, mientras el Guardián introducía dos nuevas especies que pudieran ser hermanas de los humanos. Y el Guardián estaba en lo cierto. Los humanos éramos incompletos. Yo pasé mi infancia ansiando ser un ángel. Y aunque podría pasarme toda la vida intentándolo, jamás alcanzaría la sabiduría y bondad de esta anciana. Sí, amigo mío, las diferencias entre los tres pueblos de la Tierra son reales e importantes, pero por eso mismo debemos vivir juntos, no separados.

La muchedumbre respondió con una entusiasta ovación. Shedemei se volvió hacia Edhadeya y ambas rieron.

—Escúchalo —dijo Edhadeya—. Ahora dice cosas en las que cree de veras. Tal vez Mon termine por ser el mejor maestro de todos.

Shedemei notó un tirón en la ropa. Una de las niñas pequeñas del cielo la miraba, y ella se agachó a escucharla.

—Shedemei, sé que hoy estás de mal humor, pero tengo que decirte algo; mNo acaba de vomitar y no encuentro a nadie más que a ti.

Suspirando, Shedemei se alejó del gran espectáculo público y regresó a los deberes cotidianos de la escuela. Aquellas náuseas que duraban un día se habían propagado por toda la escuela y Shedemei sabía que acabaría contagiándose, por mucho que la perspectiva le desagradara. Entretanto, debía limpiar los vómitos y lavar y acostar a una niña descompuesta hasta que sus padres vinieran a buscarla. Un trabajo sucio y cansado para el que Shedemei era muy buena.


FIN
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