9. PERSECUCIÓN

Al principio Didul creyó que sus temores eran exagerados. La asistencia a la Casa del Guardián de Bodika no disminuyó. Más aún, los rumores que circulaban por la provincia eran favorables. Habían juzgado a Shedemei por enseñar que todos los pueblos eran hermanos a ojos del Guardián, y sobre todo por permitir que las hijas de los pobres, las hijas de los ex esclavos, asistieran a la escuela, comieran y trabajaran con las hijas de los humanos y de los ángeles. Que se desestimaran los cargos y los demandantes fueran acusados resultó alentador.

Pero poco a poco la comunidad comprendió que Akma-ro, al negarse a ejecutar a los herejes que habían acusado a Shedemei, había cambiado la ley. La pena por una ofensa contra la religión oficial del estado consistía únicamente en la expulsión de la Casa del Guardián. ¿Pero qué clase de pena era ésa para quienes no creían? Akmaro quedaba confirmado como arbitro de la doctrina de la religión estatal, pero la pena que protegía la ley era tan poco severa que no creer ni siquiera era delito.

¿Qué significaba aquello? La mayoría de la gente sólo había conocido una clase de religión, la consistente en los ritos oficiales celebrados por los sacerdotes del rey en cada ciudad. Esos sacerdotes se habían quedado sin trabajo hacía trece años; los había reemplazado una mezcolanza de sacerdotes y maestros que, en vez de limitarse a los rituales públicos, se dedicaban a recoger comida para ayudar a los pobres y a enseñar extrañas y nuevas doctrinas acerca de la igualdad de todos los pueblos, algo que era claramente antinatural. Como decía la mayoría, estaba bien liberar a los cavadores esclavos que habían trabajado diez años, estaba bien decir que los hijos de los esclavos nacían libres, pero todos sabían que los cavadores eran aborrecibles, estúpidos e incivilizados. Educarlos para algo que no fuera el trabajo manual era un derroche de dinero. Era incomprensible que la religión estatal se obstinara en ir contra el funcionamiento obvio del mundo.

Pero nadie decía nada, salvo algunos fanáticos que odiaban a los cavadores y murmuraban en secreto. A fin de cuentas, la ley establecía que uno no debía hablar en contra de la religión de los sacerdotes del rey.

Y ahora la única pena que se le imponía a uno por hablar en contra de los sacerdotes consistía en ser expulsado de la Casa del Guardián. ¿Entonces cuál era el problema?

Aunque quizás hubiera penas no confesadas. A fin de cuentas, los extranjeros que aspiraban a la ciudadanía plena tenían que pasar por las aguas, y de eso se encargaban los sacerdotes. ¿Tenían pues los extranjeros que sumarse a los Guardados y luego dejarlos? ¿Y si el rey ahora sólo hacía negocios con los comerciantes que asistían a la Casa del Guardián o enviaban a sus hijos a las escuelas que las Casas de los Guardados mantenían en las aldeas y que un par de maestras administraban? No, más valía no abrir la boca para que a uno lo expulsaran. Convenía ver primero de dónde soplaba el viento.

Así pensaba la mayoría, pero los fanáticos comenzaron a crearles problemas a Didul y sus sacerdotes. No les bastaba con poder reunirse abiertamente. Habían esperado que miles de personas renunciaran a los Guardados y se les unieran, pero en cambio las cosas seguían más o menos como antes. Aquello era intolerable. Así que comenzaron a buscar modos de convencer a los indecisos de que era conveniente alejarse de los sacerdotes del Guardián.

Primero la expresión «agujero de cavadores» apareció escrita con excrementos en la pared de la Casa del Guardián, en Bodika. Era un juego de palabras escatológico. La primera palabra, la forma vulgar de designar el ano, combinada con «cavadores», era un término muy ofensivo para designar un túnel donde habitaba el pueblo del suelo. Al llamar así la Casa del Guardián, los vándalos no podían ser más explícitos.

Fue fácil borrar esa inscripción, pero aquello fue apenas el comienzo de los problemas. Grupos de anticavadores —que preferían autodenominarse los No Guardados— celebraban rituales al aire libre y cantaban obscenidades para ahogar la voz del sacerdote. Cuando alguien pasaba por las aguas, arrojaban al río animales muertos o estiércol, aunque aquello fuera delito. Alguien irrumpió en la Casa del Guardián y rompió todo cuanto pudo romper. Se declaró un incendio durante una reunión matinal de sacerdotes; lo apagaron, pero la intención era clara.

La asistencia comenzó a ser menor. Varios maestros de las comunidades apartadas recibieron mensajes —animales descuartizados en el umbral, o un saco sobre la cabeza y una paliza— y renunciaron o solicitaron un puesto en la ciudad, donde por ser más se sentían más a salvo. Didul no tuvo más remedio que cerrar las escuelas apartadas. La gente comenzó a asistir en grupo a las reuniones y a las clases.

Entretanto, Didul iba de localidad en localidad para presentar denuncias ante las autoridades locales.

—¿Qué puedo hacer yo? —le respondía el comandante de la guardia civil—. La pena por no creer está en vuestras manos. Averiguad quiénes son y entregadlos. Esa es la nueva ley.

—Darle una tunda a una maestra no es descreimiento —decía Didul—. Es agresión.

—Pero la maestra tenía la cabeza tapada y no pudo identificar a los culpables. Además, nunca ha sido buena idea permitir que una mujer enseñara, y menos a los cavadores junto con la otra gente.

Didul comprendía así que el comandante de la guardia civil tal vez fuera uno de los fanáticos que más odiaba a los cavadores. La mayoría de ellos eran soldados retirados para quienes los cavadores eran elemaki: guerreros crueles, conspiradores nocturnos. Sólo merecían la esclavitud, y ahora que por accidente eran libres, les resultaba intolerable que aquellos ex enemigos tuvieran los mismos derechos que los ciudadanos.

—No son animales —decía Didul.

—Claro que no —respondía el guardia civil—. La ley los considera ciudadanos. Pero no es buena idea educarlos con la gente, eso es todo. Hay que adiestrarlos para los trabajos que pueden hacer.

Cuando los No Guardados veían que las autoridades locales no se esforzaban para proteger a los Guardados, se envalentonaban. Pandillas de jóvenes prepotentes se acercaban a la gente del suelo, o a sus hijos, o a los sacerdotes y las maestras que atendían sus asuntos. Los empujaban, los golpeaban, les daban puñetazos o puntapiés.

—¿Y pretendéis que no nos defendamos? —preguntaron los padres en una reunión, en una aldea cuya población de cavadores era numerosa. La mayoría de ellos no descendían de esclavos, sino que eran aborígenes que habían vivido allí tanto tiempo como un antiguo linaje de ángeles, y mucho más que los humanos—. ¿Entonces para qué nos enseñáis esta religión? ¿Para debilitarnos? Nunca nos habíamos sentido inseguros en esta ciudad. Teníamos prestigio, ciudadanía plena, pero cuanto más predicáis la igualdad, menos igualitario es el trato que recibimos.

Didul señaló elocuentemente que era un síntoma de su impotencia que ahora culparan a sus amigos de provocar a sus enemigos.

—Los que pegan, despotrican y destruyen son vuestros enemigos. Y si os armáis les seguiréis el juego. Entonces podrán decir a todo el mundo que los cavadores se están armando, que hay espías elemaki entre nosotros.

—Pero antes éramos ciudadanos de pleno derecho y…

—Nunca habéis sido tal cosa. Si no, ¿dónde están los jueces cavadores de esta ciudad? ¿Dónde están los soldados cavadores en el ejército? Los siglos de guerra con los elemaki os han despojado de vuestra plena ciudadanía. Por eso Akmaro regresó de la tierra de Nafai con las enseñanzas de Binare, según las cuales el Guardián no desea que haya diferencias entre sus hijos. Por eso debéis tener coraje, el coraje de soportar los golpes. Permaneced siempre agrupados, pero no os arméis. Si lo hacéis, pronto tendréis que enfrentaros al ejército en vez de a estos matones.

Los persuadió, o al menos logró zanjar la discusión. Pero contenerlos era cada vez más difícil. Enviaba cartas todas las semanas, a Akmaro, a Motiak, a Pabul, a cualquiera que pudiera ayudar. Incluso escribió a Khideo, suplicándole que se pronunciara en contra de aquella violencia. «Gozas de gran prestigio entre los que odian a la gente del suelo —decía en la carta—. Si condenas abiertamente a quienes golpean a niños indefensos, tal vez les inspires vergüenza y se detengan. Quizá la guardia civil comience a imponer la ley y a proteger a los Guardados de sus perseguidores.» Pero Khideo no envió respuesta. En cuanto a Motiak, su respuesta consistió en despachar mensajes a la guardia civil recordando que era responsabilidad suya imponer las leyes con toda igualdad. La guardia civil de todas las localidades alegó que eso era precisamente lo que hacía. Somos impotentes. No hay testigos. Nadie ve nada. ¿Estás seguro de que estas denuncias no son artimañas destinadas a obtener simpatizantes?

En cuanto a Akmaro, aunque le ofrecía consuelo, no podía hacer mucho más. El problema era el mismo en todas partes, y en la tierra de Khideo hubo que retirar a todos los sacerdotes y maestras. Le escribió: «Sé que me culpas de esto, Didul, aunque eres demasiado amable para decírmelo. Yo me culpo a mí mismo. Pero también debo recordar, y espero que tú recuerdes, que la alternativa era asumir, en mi persona y en las de los otros sacerdotes de las Casas del Guardián, el poder de matar para ahogar el disenso. Es lo contrario de lo que desea el Guardián. El temor nunca convertirá a las personas en hijos del Guardián. Sólo el amor puede lograrlo. Y el amor sólo se puede enseñar, predicar, alentar y ganar por medio de la bondad, de la dulzura, incluso de la mansedumbre ante los enemigos. Nuestros enemigos están llenos de odio, pero sin duda muchos de ellos sienten repugnancia cuando golpean a un niño, cuando patean entre seis a un sacerdote con la cabeza tapada, cuando hacen llorar a la gente en la calle. Con el tiempo rechazarán esos actos y se arrepentirán, y cuando busquen el perdón, allí estarás tú, sin armas en las manos, sin odio en el corazón.» Así eran sus argumentos. Eran acertados, y Didul lo sabía. Pero también recordaba que él mismo había perseguido a otros durante meses, aporreando y humillando a niños sin sentir nada salvo orgullo, odio, rabia y diversión. Se podía causar mucho daño mientras uno esperaba que la misericordia tocara el corazón de los enemigos. Y algunos eran como el padre de Didul. Era inmune a la misericordia. Le indefensión de sus víctimas le provocaba más deseos de infligir dolor. Disfrutaba con los gritos.

Luet llegó a Bodika el día que tuvo lugar el peor episodio. Tres niños, dos ángeles y un cavador fueron atacados cuando se dirigían a la escuela de los Guardados, situada en las afueras de la ciudad. A los ángeles les desgarraron salvaje e irreparablemente las alas, en vez de limitarse a rasgárselas, una lesión que en un niño podía sanar. Les arrancaron un buen trozo, y nunca sanarían. Y el niño cavador sufrió aún más. Le partieron cada hueso de las piernas y de los brazos, y le patearon tanto la cabeza que no había recobrado la conciencia. Cuidaban a los tres niños en la escuela. Los padres se reunieron, y muchos amigos, incluidos muchos que no eran Guardados pero repudiaban aquel acto. Oraron pidiendo al Guardián que sanara a los niños, que les impidiera odiar a sus enemigos, y que ablandara el corazón de éstos y les inspirase remordimiento, compasión, misericordia.

El Guardián no obra de ese modo, pensaba Didul. El Guardián no vuelve buena a la gente. El Guardián sólo enseña qué es la bondad y la decencia, y se regocija con quienes creen y obedecen. Los esposos que son bondadosos con sus esposas, los niños que respetan a sus padres, los cónyuges que son fieles al pacto del matrimonio. El Guardián se alegra con ellos, pero no envía ninguna plaga contra quienes golpean a sus esposas, contra quienes se mofan de sus padres, contra quienes se acuestan con cualquiera y se olvidan de la lealtad hacia su afligido cónyuge. Esto es lo que no logro hacerles entender. El Guardián no cambiará el mundo. Nos pide que nosotros lo cambiemos. En vez de orar, deberíamos estar afuera hablando, hablando con todos.

Eso debería hacer yo. Y aquí estoy, vendando heridas y consolando a niños que no tienen el menor motivo para consolarse. Aun así los consolaba, les aseguraba que sus sufrimientos no serían en vano, que la visión de sus alas desgarradas instaría a mucha gente escandalizada a acudir en defensa de los Guardados. Y en vez de decir a los demás que dejaran de rezar, se sumaba a sus plegarias, porque sabía que eso los consolaba. Sobre todo a los padres del pequeño cavador, que tal vez no sobreviviera hasta el día siguiente.

—Al menos, estando inconsciente, los huesos no le duelen.

¿De veras he dicho eso?, pensó Didul. ¿De veras he dicho semejante tontería? El niño está en coma porque tiene una lesión cerebral, ¿y yo he dicho que es misericordioso que no sienta dolor?

En estas condiciones se encontraba Didul cuando Luet traspuso la puerta de la escuela, seguida por Shedemei. Su primer pensamiento fue: Qué momento más inadecuado para una visita. Luego comprendió que no era una visita de cortesía. Venían a ayudar.

—Padre está afligido porque no puede hacer nada por ti —dijo Luet, saludándolo con un abrazo fraternal—. Shedemei nos ha enseñado a Edhadeya y a mí algo de medicina que aprendió en su país de origen. Se trata de lavar y usar hierbas y líquidos pestilentes, pero las heridas no se infectan. Cuando decidí venir aquí para enseñároslo a ti y a tu gente, Shedemei insistió en acompañarme. No lo creerás, Didul. Dejó a Edhadeya a cargo de la escuela en su ausencia. «Que se atrevan a atacar la Casa de Rasaro cuando la hija del rey está a su cargo», dijo. Cogió sus medicinas y vino conmigo.

—Es un momento terrible —dijo Didul—. Dudo de que haya medicinas capaces de ayudar a estos niños.

Luet demostró su tristeza y su cólera cuando vio las alas destrozadas de los niños ángeles.

—El Guardián nunca enviará a su hijo verdadero al mundo si todavía hacemos estas cosas. —Abrazó a los niños—. Tenemos algo que os calmará un rato el dolor. Y podemos lavar las heridas para que no se infecten. Os escocerá unos segundos. ¿Podréis soportarlo?

Sí, podían, y sí, lo soportaron. Didul observó admirado cómo Luet realizaba su trabajo hábilmente. Aquello sí que era algo concreto. Mejor que las vacías palabras de consuelo. Trató de decírselo, pero ella lo reprendió.

—¿Crees que las palabras no son nada? La medicina no impedirá que estas atrocidades sigan ocurriendo. Tal vez las palabras sí.

Didul no se molestó en discutir con ella.

—Entretanto, enséñame. Dime qué estás haciendo y por qué.

Mientras curaban a los ángeles, Shedemei revisó al niño cavador.

—Dejadme un rato a solas con él —dijo.

—Adelante —dijo Didul.

—Quiero decir a solas. A solas.

Didul se llevó a la familia, los amigos y los vecinos. Cuando regresó, Shedemei los miró a él y Luet con cara de pocos amigos.

—¿Las palabras no significan nada para vosotros? ¿Qué creéis que significa a solas? ¿Dos amigos? ¿Dos ángeles heridos?

—¿Quieres que los saquemos de aquí? —preguntó Luet. Shedemei los miró de hito en hito.

—Ellos pueden quedarse. Pero vosotros dos marchaos de aquí.

Se fueron. Didul estaba molesto, pero trató de disimularlo.

—¿Qué está haciendo que no podamos ver? Luet meneó la cabeza.

—Una vez hizo lo mismo. Una niña había recibido un golpe en el ojo. Creí que lo perdería. Nos pidió a Edhadeya y a mí que saliéramos de la habitación, y cuando regresamos la niña llevaba un vendaje sobre el ojo. Shedemei no explicó lo que hizo, pero cuando le quitamos el vendaje el ojo había sanado. Así que cuando me pide que salga, salgo.

Los demás habían formado corrillos. Algunos se iban a casa. Luet caminó hacia la sombra de un árbol.

—Didul, Padre está fuera de sí. Y nunca había visto al rey tan furioso. Han tenido que disuadirlo de que recurriera al ejército. Monush dejó su retiro para discutir con él. ¿Qué enemigo podía atacar el ejército? Fue una escena espantosa, con ambos gritando. Claro que el rey sabía que Monush tenía la razón, pero se sentían totalmente impotentes. Nunca se había desafiado la ley hasta tal extremo.

—¿Era la amenaza de muerte por herejía lo que mantenía el orden público todos estos años?

—No. Padre dice… pero él te ha escrito, ¿verdad?

—Oh, sí. La eliminación de la pena de muerte les dio libertad para hacer ciertas cosas. Cosas desagradables, como los gritos, los insultos y los alborotos. Pero como no pasó nada, se envalentonaron cada vez más, e hicieron cosas cada vez peores.

—Pues a mí no me sorprende —dijo Luet.

—Pero me pregunto hasta dónde llegarán. La ley que prohíbe apalear y mutilar niños sigue vigente, y prevé penas bastante severas. Pero no ha podido detener a estas bestias. Los guardias civiles están interrogando a la gente, pues es indudable que esto les ha repugnado incluso a ellos, sobre todo el daño causado a los niños ángeles, porque puedes apostar a que esos canallas no se preocupan demasiado por un cavador menos. Pero el interrogatorio es una farsa porque ya saben quién es el responsable de esto o al menos saben quién lo sabe, pero no se atreven a revelarlo porque sería como confesar que lo han sabido desde el principio y que podrían haber detenido esto en cualquier momento… ¡Estoy furioso! Se supone que soy un hombre de paz, Luet, pero quiero matar a alguien, quiero que sufran por lo que han hecho con estos niños. Lo más terrible es que sé qué se siente al herir a los demás, y al cabo de tantos años quiero hacerlo de nuevo. —Cuando le fallaron las palabras rompió a llorar, y poco después estaba en la hierba, bajo el árbol, sollozando entre los brazos de Luet para desahogar la frustración de las últimas semanas.

—Es natural que te sientas así —murmuró Luet—. No hay nada malo en ello. Eres humano. La pasión por la venganza es parte de nosotros. La necesidad de proteger a nuestros pequeños. Pero mírate, Didul, sientes el deseo de proteger a los pequeños, pero no de tu especie, sino de otras dos. Eso es bueno, ¿verdad? Has dominado tus impulsos animales para servir al Guardián.

El argumento era ingenioso, pero tan inoportuno que Didul se echó a reír, y al reír comprendió que no era tan inoportuno, pues le brindaba consuelo, y al menos ahora podía dominar el llanto.

Y al superar momentáneamente la angustia, sintió vergüenza de que ella lo hubiera visto así.

—Oh, Luet… creerás que… Habitualmente no soy así. He sido bastante fuerte. Los demás se encargaban de llorar mientras yo me encargaba de ser sabio, pero ahora sabes la verdad sobre mí. Aunque deberíamos estar acostumbrados a eso. Tu familia siempre supo la verdad sobre mí y…

Ella le apoyó los dedos en los labios.

—Cállate, Didul. No sé por qué te pones a divagar cuando deberías guardar silencio.

—¿Cómo he de saber cuándo guardar silencio? Por toda respuesta, ella le dio un beso ligero y aniñado en los labios.

—Cuando notas mi amor por ti, Didul, no puedes dejar de desvariar porque sabes que no estoy avergonzada de ti, sino todo lo contrario. Aquí la situación es peor que en otras partes, Didul, y tú la has sobrellevado sin ayuda de nadie. Por eso he venido, porque pensé que te sería más soportable si yo te acompañaba.

—Y en cambio te cubro con mis lágrimas —dijo él, pensando: Me ha besado, me ama, está orgullosa de mí, desea acompañarme.

—¿Por qué no dices lo que estás pensando? —preguntó ella.

—¿Por qué crees que quieres saberlo? —dijo él, riendo con embarazo.

—Por el modo en que me mirabas, Didul, he sabido lo que pensabas. La amo, quiero estar junto a ella para siempre, quiero que sea mi esposa. Y, Didul, te lo diré con franqueza, estoy harta de esperar a que lo digas en voz alta.

—¿Por qué iba a decirte lo que ya sabes?

—Porque necesito oírlo.

Y se lo dijo. Y cuando Shedemei los llamó para que regresaran al interior de la escuela, Luet había prometido ser su esposa en cuanto ambos pudieran regresar a Darakemba.

—Madre nos mataría y se quedaría con nuestros hijos para criarlos si hicieras que un sacerdote nos casara aquí —le dijo.

En vano señaló Didul que si Chebeya los mataba aún no habrían engendrado ningún nieto que pudiera robarles. La boda podía esperar. Pero, sabiendo que ella lo amaba, que ella lo conocía tan bien y sin embargo quería estar con él, tenía todo el consuelo que necesitaba. Aunque era un día nefasto, Didul se sentía lleno de luz.

Shedemei los condujo junto al niño comatoso.

—Ahora está durmiendo —dijo—. Los huesos se han soldado, salvo la lesión múltiple del húmero izquierdo; se lo he vuelto a entablillar. No hay lesiones cerebrales, aunque tal vez no recuerde lo sucedido… lo cual sería de desear; así no tendrá pesadillas.

—¿No hay lesiones cerebrales? —preguntó Didul, incrédulo—. ¿Has visto lo que le han hecho? Tenía el cráneo abierto, ¿no lo has visto?

—A pesar de eso —dijo Shedemei.

—¿Qué le has hecho? —preguntó Luet—. Enséñamelo. Con el rostro sombrío, Shedemei meneó la cabeza.

—No he hecho nada que tú no puedas hacer. No puedo enseñártelo porque no puedo darte las herramientas que necesitarías. Tendrás que conformarte con esto. No me preguntes más.

—¿Quién eres? —preguntó Didul. Y entonces se le ocurrió una respuesta—. Shedemei, ¿eres tú la verdadera hija del Guardián de la que hablaba Binaro?

Ella se sonrojó. Didul no la había creído capaz de una reacción tan humana.

—No —dijo Shedemei, y se echó a reír—. ¡Claro que no! Soy extraña, lo sé, pero no soy la que dices.

—Pero conoces al Guardián, ¿verdad? —preguntó Luet—. Sabes cosas que nosotros ignoramos.

—Os dije que vine aquí en busca del Guardián —dijo Shedemei—. Vine aquí precisamente porque vosotros tenéis sueños verdaderos, y yo no. ¿Está claro? ¿Me creeréis? Hay cosas que sé, en efecto, y que no puedo enseñaros porque no estáis preparados para comprenderlas. Pero en cuanto a las cosas que más importan, las conocéis mejor que yo.

—No me digas que curar las lesiones cerebrales de ese niño no tiene importancia —dijo Didul.

—Es importante para él. Para ti, para mí. Para su familia. ¿Pero importará dentro de diez millones de años, Didul?

—Entonces nada importará —rió Didul.

—El Guardián importará —dijo Shedemei—. El Guardián y sus obras importarán. Dentro de diez millones de años, Didul, ¿el Guardián estará nuevamente solo en la Tierra, como estuvo durante tantos años? ¿O cuidará una Tierra poblada de gente feliz y pacífica que realiza las obras del Guardián? Imagina lo que podría hacer esa buena gente. Cavadores, humanos, ángeles, todos juntos. Y tal vez también otros, llegados de otros planetas de exilio… todos juntos, construyendo naves estelares y llevando la palabra de paz del Guardián a un sinfín de mundos. Eso se proponía la gente que fundó Armonía. Pero trataron de forzarlo, trataron de obligar a las personas a no destruirse unas a otras, idiotizando a la gente cada vez que… —De pronto pareció comprender que había hablado demasiado—. No importa. ¿Qué os importa a vosotros el antiguo planeta?

Luet y Didul la miraron en silencio y Shedemei, como para disimular su embarazo, se dedicó a recoger los medicamentos que no había usado y a guardarlos en su saco. Luego salió apresuradamente, diciendo que necesitaba aire.

—¿Sabes lo que estaba pensando, Luet? —dijo Didul.

—Te preguntabas si ella no sería la verdadera Shedemei. La Shedemei a quien reza Voozhum. Tal vez sus plegarias nos han traído a la Insepulta.

Didul la miró estupefacto.

—¿Hablas en serio?

—¿Eso estabas pensando?

—¿Crees que estoy loco? Estaba pensando… ella es como serás tú dentro de veinte años. Sabia, fuerte-y capaz, enseñando a todos, ayudando a todos, amando a todos, pero un poco avergonzada cuando aflora la profundidad de su pasión. Pensaba que tú podrías convertirte en ella, con una única diferencia. Tú no estarás sola, Luet. Juro que dentro de veinte años no estarás sola como Shedemei. En eso estaba pensando.

Y ahora que estaban solos en la escuela salvo por un niño dormido y dos jóvenes ángeles que los miraban fascinados, Didul la besó como debió haberla besado hacía tiempo. Y el beso con que ella le respondió no tenía nada de infantil.


Era un gran salto pasar de ayudar secretamente en la Casa de Rasaro a administrarla. El mes que había pasado aprendiendo medicina con Shedemei no la había preparado para dirigir una escuela. Edhadeya sabía desde el principio que «dirigir» la escuela significaba encargarse de los detalles de los cuales nadie más se haría responsable. Comprobar que las puertas estuvieran cerradas. Comprar provisiones que nadie se había encargado de reemplazar cuando se agotaron. Naturalmente, no necesitaba explicar a las demás maestras cómo hacer su trabajo.

Ella no enseñaba. Iba de clase en clase, aprendiendo lo que podía de cada maestra, no sólo sobre las materias que dictaban, sino sobre sus métodos. Pronto aprendió que sus preceptores, aunque poseían grandes conocimientos, no sabían nada sobre cómo enseñar a los niños. Si ella se hubiera puesto a enseñar, lo habría hecho tal como le habían enseñado a ella. Ahora veía las cosas de otra manera, lo cual redundaba en beneficio de los alumnos que tuviera en el futuro.

Había un deber que cumplía ella y nadie más. Atendía la puerta. Si los No Guardados intentaban algo en aquella escuela, la primera víctima sería la hija del rey. ¡Entonces se vería si la guardia civil hacía la vista gorda! Varias veces abrió la puerta y se encontró con numerosos extraños que presentaban excusas poco convincentes para explicar su presencia allí; una vez vio a otros reunidos en las cercanías. Era evidente que aguardaban una oportunidad: una de las otras maestras, tal vez, o mejor aún, una niña cavadora a la que golpear, humillar o aterrar. Pero les habían prevenido sobre Edhadeya, y al cabo de un tiempo desistieron.

Un día Edhadeya atendió la puerta y se encontró con un hombre mayor cuyo rostro le resultaba conocido. Sin embargo no sabía quién era, y él tampoco sabía quién era ella.

—He venido a ver a la directora de la escuela —dijo.

—En este momento yo soy la directora suplente. Si buscas a Shedemei, pronto regresará de provincias.

Él parecía defraudado, pero no se iba ni la miraba.

—He recorrido un largo camino.

—En mejores tiempos te invitaría a pasar y te ofrecería agua, y comida si la tuviéramos. Pero son tiempos difíciles y no quiero extraños en mi escuela.

El asintió, miró el suelo. Como si estuviera avergonzado. Sí. Estaba avergonzado.

—Pareces sentir una responsabilidad personal por los problemas, si disculpas mi impertinencia —dijo Edhadeya.

Él la miró con lágrimas en los viejos ojos, bajo las cejas pobladas y enérgicas. Eso no ablandaba su apariencia. En todo caso, lo hacía parecer más peligroso. Pero no para ella. No, Edhadeya ya sabía que ese hombre no era peligroso para nadie que estuviera en la escuela.

—Entra —dijo.

—No, tenías razón al no dejarme pasar. Vine aquí para ver a la directora porque soy responsable de todo esto, al menos en parte, y no sé cómo reparar el daño.

—Te traeré agua y hablaremos. No soy Shedemei ni tengo su sabiduría. Pero a veces cualquier extraño dispuesto a escuchar es suficiente si necesitas confesarte, mientras sepas que no usará tus palabras para herirte.

—¿Y cómo sé que no lo harás? —dijo el anciano.

—Shedemei me confía esta escuela. No puedo darte más referencias sobre mi persona.

Él la siguió hasta la pequeña habitación que Shedemei usaba como despacho.

—¿No quieres saber mi nombre? —preguntó.

—Quiero saber por qué crees que has causado estos problemas.

Él suspiró.

—Hasta hace tres días yo era un alto funcionario en una provincia. No te costará adivinar qué provincia cuando te diga que allí no ha habido problemas, pues no viven ángeles dentro de sus fronteras, y los cavadores nunca se han tolerado.

—Khideo —dijo ella, refiriéndose a la provincia. Él se estremeció.

Y entonces Edhadeya comprendió que también había nombrado al hombre.

—Khideo —repitió, y esta vez el visitante supo, por el tono de voz, que se refería a él y no a su tierra.

—¿Qué sabes de mí? Un regicida frustrado. Un racista que quería una sociedad de humanos puros. Bien, no hay humanos puros, por lo que veo. Hablábamos de una campaña para expulsar a los cavadores de Darakemba. Pero no ocurrió nada durante muchos años, y era un pasatiempo, un pretexto para considerarnos humanos nobles y puros y despreciar a los demás, a los que vivían entre los animales. Veo la repugnancia en tu rostro, pero así me criaron, y si hubieras visto a los cavadores como yo los vi entonces, despiadados, crueles, empuñando látigos…

—¿Tal como los cavadores han visto a los humanos de Darakemba? Él asintió.

—Nunca lo había visto así hasta los recientes problemas. Se nos fue de las manos cuando se difundió la noticia, con mi colaboración, de que en la casa del rey los cuatro posibles herederos habían rechazado la ruin religión de Akmaro, cuyo objetivo era mezclar las especies. Por no mencionar al hijo del propio Akmaro, aunque hacía tiempo que sabíamos que él era de los nuestros. Pero todos los hijos del rey… era como dar a los humanos puros licencia para actuar a su antojo. Sabían que al final ganarían. Sabían que cuando Motiak pasara a ser Motiab y Aronha pasara a ser Aronak…

—Y comenzaron a apalear niños.

—Comenzaron con actos vandálicos. Alborotos. Pero pronto empezaron a llegar otras noticias, y los humanos puros que yo conocía se preguntaban qué hacer. Los jóvenes son muy fervientes en su afán de pureza, decían. Les pedimos que no sean crueles, ¿pero quién puede contener la furia de los jóvenes? Al principio pensé que hablaban en serio. Les aconsejé sobre maneras de contener a los que golpeaban. Pero luego lo comprendí. Les oí hablar cuando no sabían que yo escuchaba, riéndose de ángeles con agujeros en las alas. ¿Cómo vuela un ángel con agujeros en las alas? Más rápido, pero en una sola dirección. Se reían de esto, y comprendí que no intentaban detener la violencia, sino que les complacía. Y yo los había alentado. Había dado refugio a los No Guardados de otras provincias cuando Akmaro aún no había anulado todos los castigos severos por herejía. Ahora ya no tengo influencia sobre ellos. No he podido detenerlos. Sólo he podido renunciar al liderazgo. Renuncié a mi puesto de gobernador y vine aquí a aprender…

—¿A aprender qué, Khideo?

—A aprender a ser humano. No humano puro. Sino un hombre como mi viejo amigo Akmaro.

—¿Por qué no acudiste a él?

De nuevo los ojos de Khideo se llenaron de lágrimas.

—Porque siento vergüenza. No conozco a Shedemei. Sólo he oído que es muy severa e implacablemente honesta. Y también he oído que favorece la mezcla de especies y abominaciones parecidas. Así fue como la describieron en mi ciudad. Mi ex ciudad. Pero en estas semanas he pensado que si mis amigos eran detestables, tal vez necesitaba aprender de mis enemigos.

—Shedemei no es tu enemiga —dijo Edhadeya.

—Yo he sido su enemigo, pues. Hasta ahora. Comprendí que me habían inculcado el odio a los ángeles en mi infancia, y sólo seguía pensando así porque era la tradición de mi gente. En realidad conocí a varios ángeles que me agradaban, incluido un altanero erudito de la casa del rey.

—Bego —dijo Edhadeya.

Él la miró sorprendido.

—Naturalmente, Bego es más famoso aquí, en la capital. —Khideo la estudió y frunció el entrecejo—. ¿Nos conocemos?

—Nos conocimos hace mucho tiempo. Tú no querías escucharme.

El reflexionó un instante, y se quedó estupefacto.

—He confesado mis cuitas a la hija del rey —dijo.

—A excepción de Akmaro, no podrías haber hablado con nadie que sintiera mayor satisfacción de oírte decir esas palabras. Mi padre te respeta, a pesar de no estar de acuerdo contigo. Cuando creas conveniente comunicarle que tal desacuerdo ya no existe, te abrazará como a un hermano perdido. Y también Ilihi, y también Akmaro.

—Yo no quería escuchar a las mujeres —dijo Khideo—. No quería vivir con los ángeles. No quería que los cavadores fueran ciudadanos. Ahora he venido a una escuela dirigida por mujeres para aprender a vivir con los ángeles y los cavadores. Deseo cambiar mi corazón y no sé cómo.

—Desearlo es lo principal. Lo demás es práctica. No le diré a mi padre ni a nadie quién eres.

—¿Por qué no me has dicho tu nombre antes?

—¿Me habrías hablado entonces? Khideo rió amargamente.

—Claro que no.

—Y por favor, recuerda que tú también te has abstenido de decirme el tuyo.

—Pero lo has adivinado pronto.

—Pues tú no has tardado en adivinar el mío.

—Más de lo debido.

—Pues yo digo que no se ha hecho ningún daño. —Edhadeya se levantó—. Puedes asistir a cualquier clase, pero debes hacerlo en silencio. Escucha. Aprenderás tanto de las alumnas como de las maestras. Aunque creas que están irremediablemente equivocadas, sé paciente, observa, aprende. Lo que importa ahora no es tener opiniones acertadas, sino aprender qué opiniones tienen. ¿Comprendes?

Khideo asintió.

—No estoy habituado a ser deferente.

—No lo seas —dijo ella con severidad, en un tono de voz que Shedemei le había enseñado inadvertidamente—. Limítate a guardar silencio.

En los días siguientes Edhadeya observó desde lejos, pero con cautela. Algunas maestras estaban disgustadas por la presencia de aquel hombre, pero Khideo no era insensible y pronto dejó de asistir a sus clases. Las niñas se habituaron a él, y aunque en clase lo ignoraban, gradual y tímidamente lo incluyeron en sus comidas y sus juegos. Le pedían que les alcanzara algún objeto que estaba en un estante alto. Algunas chiquillas se le subían encima cuando estaba apoyado contra un árbol para llegar a las ramas más altas. Lo llamaban Lissimts, «escalera». A él parecía gustarle el nombre.

Edhadeya aprendió a valorarlo, pero siempre tenía dos cosas en mente. Pensaba que aun un hombre como él, un racista declarado, podía ocultar en su interior cierta decencia fundamental. Su conducta externa no reflejaba necesariamente lo que había dentro de él. Se requerían hechos terribles para sacudirlo y despertarlo, para que abandonara su apariencia externa y dejase aflorar su interior. Pero esa decencia existía.

La otra cosa que hacía reflexionar a Edhadeya era lo que él había dicho sobre sus hermanos. Los No Guardados habían celebrado reuniones durante trece años y no habían llegado a nada. Luego Akma logró convencer a los hijos del rey de que rechazaran la creencia en el Guardián y la obediencia a la religión de Akmaro. Y desde entonces, los hombres más inicuos se consideraron libres de cometer sus actos tenebrosos.

No puede ser esto lo que se proponía Akma. Si él lo entendía a la manera de Khideo, ¿no se detendría?

Debo hablar con Mon, no con Akma, se dijo, inconsciente de que, sin darse cuenta, había decidido hablar con Akma. Si logro que se distancie de los demás… pero no, sabía que eso era imposible. Ninguno de los hermanos traicionaría a los demás. Así era como ellos lo verían. No, tenía que ser Akma. Si él cambiaba de parecer, ellos también cambiarían. Él los persuadiría.

Seguía oyendo la voz angustiada de Luet: «No queda nada en él, Edhadeya, nada más que odio.» Si eso era verdad, hablar con Akma sería una pérdida de tiempo. Pero Luet no podía ver en su corazón. Si Khideo conservaba una chispa de decencia, ¿por qué no Akma? Aún era joven. En su infancia había sufrido mucho más que Khideo. El mundo lo había ido deformando desde entonces. Si veía la verdad, ¿no podía escoger un camino diferente en un mundo muy diferente?

Estos eran los pensamientos que la impulsaban cuando una noche cerró la escuela, dejando a cargo de ella a Khideo… no, Lissinits. Antorcha en mano, caminó en la oscuridad otoñal hacia la casa de su padre. En el camino pensaba en su seguridad. Si yo fuera una cavadora, no me atrevería a caminar en la oscuridad, por temor a que me atacaran hombres crueles que me odian, y no porque les haya hecho algo, sino por la forma de mi cuerpo. Para esas personas estas calles están llenas de terror, mientras que yo he caminado toda mi vida sin miedo, tanto de día como de noche. ¿Pueden ser auténticos ciudadanos cuando no son libres de caminar por la ciudad?

Como esperaba, Akma estaba en casa del rey, en el ala de la biblioteca, donde ahora pasaba casi todas las noches. No dormía. Estaba despierto, leyendo, estudiando, tomando apuntes en una corteza, una entre muchas cortezas llenas de garabatos.

—¿Escribiendo un libro? —preguntó Edhadeya.

—No soy un hombre santo —dijo él—. No escribo libros. Escribo discursos.

Apartó las cortezas. A Edhadeya le agradó el modo en que la miraba, como si se alegrara de que estuviera allí. Contaba con toda su atención, y él no miraba su cuerpo, como hacía la mayoría de los hombres: la miraba a los ojos. Edhadeya sintió el deseo de decir algo muy inteligente o muy sabio que justificara tanto interés en ella.

No, se dijo con severidad. Es sólo uno de sus trucos. Uno de sus recursos para conquistar a la gente. Y no estoy aquí para dejarme conquistar. He venido a enseñar, no a aprender.

Si siempre me miraba de esa manera, con razón una vez lo amé.

Para su asombro, lo que dijo no tenía nada que ver con lo que se proponía decir.

—En otro tiempo te amé —dijo.

Una triste sonrisa cruzó el rostro de Akma.

—En otro tiempo —susurró—. ¿Antes de que discrepáramos en nuestras creencias?

—¿Se trata de eso, Akma? —preguntó.

—Para que dos personas se amen, tienen que encontrarse, ¿verdad? Y dos personas que viven en mundos totalmente diferentes no pueden encontrarse.

Ella sabía a qué se refería, pues ya habían tenido antes aquella conversación; él insistía en que Edhadeya vivía en un mundo imaginario donde el Guardián de la Tierra velaba por todos, dando propósito a sus vidas, mientras que él vivía en un mundo real de piedra y aire y agua, donde la gente tenía que hallar su propio propósito.

—Sin embargo nos encontramos aquí —dijo Edhadeya.

—Eso está por ver —dijo él frío y distante, aunque escrutándole el rostro. ¿Por qué? ¿Qué desea ver? ¿Algún vestigio de mi amor por él? Pero eso es lo que no me atrevo a mostrarle, pues no me atrevo a hallarlo dentro de mí. No puedo amarlo, porque sólo una mujer monstruosa e insensible amaría al hombre que tanto sufrimiento innecesario ha causado.

—¿Has recibido informes de provincias?

—Hay muchos informes —dijo Akma—. ¿A cuál te refieres?

Ella se negó a prestarse a aquel juego en el que él hacía el papel de inocente. Aguardó.

—Sí, he recibido los informes. Es gravísimo. Me llama la atención que tu padre no haya recurrido al ejército.

—¿Para atacar qué ejército? —preguntó ella con desdén—. No te hagas el tonto, Akma. Un ejército es inútil contra matones que de día se pierden en la ciudad y se ocultan bajo la ropa de respetables empresarios, comerciantes o jornaleros.

—Soy un erudito, no un especialista en táctica.

—¿De veras? He pensado mucho en esto, Akma, y cuando te miro no veo a un estudioso.

—¿No? ¿Qué monstruo has decidido que soy?

—No veo a un monstruo, tampoco. Sólo a un vulgar matón. Tus manos han desgarrado las alas de niños ángeles. De noche, los cavadores se ocultan aterrados porque temen ver tu sombra en el claro de luna.

—¿En serio me acusas de eso? Nunca he levantado la mano contra nadie.

—Tú lo has provocado, Akma. Has puesto en marcha un ejército de canallas, de crueles y malvados torturadores de niños.

Él se estremeció, el rostro desfigurado por una profunda emoción.

—No puedes decirme semejante cosa. Sabes que es mentira.

—Ellos son tus amigos. Eres su héroe, Akma. Tú y mis hermanos.

—¡Yo no los controlo! —dijo él con voz trémula.

—¿Conque no? —respondió ella—. ¿Entonces ellos te controlan a ti?

Él se levantó, derribando el taburete.

—Si ellos me controlaran, Edhadeya, en este momento yo estaría afuera predicando contra la patética religión de Padre. Ellos me lo suplican, me lo imploran. Ominer me dice que vierta el bronce mientras está caliente. Pero yo me niego a respaldar con mi nombre estas persecuciones. No quiero que nadie salga lastimado… ni siquiera los cavadores, a pesar de lo que piensas de mí. Y esos ángeles con las alas agujereadas… ¿crees que no me enteré de eso con la misma rabia que cualquier persona decente? ¿Crees que no quiero que castiguen a los matones que lo hicieron? —Su voz temblaba de emoción.

—¿Crees que habrían tenido la osadía de hacerlo de no ser por ti?

—¡Yo no he creado esto! Yo no he creado el odio y el resentimiento hacia los cavadores. Fueron nuestros padres quienes lo hicieron al modificar la estructura religiosa del estado para incluir en ella a los cavadores como si fueran gente…

—Han transcurrido trece años desde que introdujeron esos cambios, y nada había pasado desde entonces. Pero luego tú anuncias que has «descubierto» que no existe el Guardián… a pesar de mi sueño verdadero, por el cual el Guardián salvó a los zenifi. A pesar de saber que el documento del cual sacaste tus «pruebas» sólo pudo traducirse gracias al poder del Alma Suprema. Persuades a mis hermanos, incluso a Mon, no entiendo cómo, incluso a Aronha, que nunca se había dejado engañar por la necedad… y en cuanto los herederos de Padre están unidos en su incredulidad, las puertas del dique se abren.

—Bien podrías culpar de esto a mi madre, entonces. A fin de cuentas, ella me dio a luz.

—Sí, creo que hay una culpa anterior a ti. He descubierto, por ejemplo, que durante mucho tiempo Bego formó parte de una conspiración contra las enseñanzas de Akmaro. Si hurgas honestamente en tu memoria, quizá descubras que fue Bego quien te indujo a «descubrir» la inexistencia del Guardián.

—Bego no es parte de nada. Él vive para sus libros. Vive en el pasado.

—Y tu padre estaba inventando un nuevo futuro, rompiendo con el pasado. Sí, Bego se opondría a eso, ¿verdad? Y nunca ha creído en el Guardián, como comprendo ahora… siempre buscaba una explicación natural para todo. Sin milagros, por favor… ¿recuerdas que repetía esa frase? Sin milagros. La gente de Akmaro escapó porque era conveniente para los guardias cavadores dejarlos ir. El Guardián no los durmió. ¿Alguien los vio durmiendo? No, Akmaro tuvo un simple sueño. Recurre siempre a la explicación más sencilla: eso fue lo que nos enseñó.

—Nos lo enseñó porque es verdad. Es honestidad intelectual.

—¿Honestidad? Akma, la explicación más sencilla para la mayoría de estas historias es que el Guardián envía sueños verdaderos. A veces el Guardián interviene en la vida de la gente. Para no creer en eso tienes que inventar las especulaciones más rebuscadas, tortuosas e insultantes. Te atreves a decirme que mi sueño sólo fue significativo porque recordó a la gente la existencia de los zenifi, no porque yo pudiera diferenciar entre un sueño verdadero y uno normal. Para no creer en el Guardián, tenías que creer que yo era y sigo siendo una tonta que se engaña a sí misma.

—No una tonta —dijo él, con expresión realmente dolida—. Eras una niña. Entonces te parecía real, así que lo recuerdas como si fuera real.

—¿Ves? Lo que tú llamas honestidad intelectual es para mí autoengaño. No me crees, aunque estoy ante ti en carne y hueso y te declaro lo que vi…

—Lo que alucinaste entre los sueños de la noche.

—Tampoco creerás la sencilla verdad de lo que dicen los antiguos documentos… que los rasulum, al igual que los nafari, regresaron a la Tierra al cabo de millones de años de exilio en otro mundo. No, no puedes quedarte con la sencilla explicación de que la gente que escribió estas cosas sabía de qué hablaba. Tienes que afirmar que los libros fueron creados por autores posteriores, que simplemente escribieron viejas leyendas que explicaban la divinidad de los Héroes afirmando que venían del cielo. Nada se puede leer tal cual. Es preciso darle la vuelta a todo para acomodarlo al básico artículo de fe de que no hay Guardián. ¡No puedes saberlo! ¡No tienes prueba de ello! Y sin embargo la fe en esa premisa, contra la cual tienes mil testimonios escritos y una docena de testimonios vivientes, entre ellos yo, la fe en esa premisa te induce a desencadenar acontecimientos que terminan con niños mutilados en las calles de las ciudades y aldeas de Darakemba.

—¿A esto has venido? ¿A decirme que mi negativa a creer en tus sueños hiere tu orgullo? Lo lamento. Esperaba que fueras lo suficientemente madura para entender que la razón debe triunfar sobre la superstición.

Edhadeya no lo había tocado. No había llegado a esa chispa de decencia que podía tener escondida muy en su interior. Porque esa chispa no existía, ahora lo entendía. El no rechazaba al Guardián porque hubiera sufrido mucho en su infancia, sino porque odiaba el mundo que el Guardián deseaba crear. Amaba el mal, y por eso ya no la amaba a ella.

Sin otra palabra, Edhadeya dio media vuelta.

—Aguarda —dijo él.

Ella cometió la tontería de detenerse, de permitirse otra chispa de esperanza.

—No está en mi poder detener estas persecuciones, pero tu padre puede hacerlo.

—¿Crees que no lo ha intentado?

—Lo está haciendo mal —dijo Akma—. La guardia civil no impone la ley. Muchos de ellos están a favor de los No Guardados.

—¿Por qué no das nombres? Si dices en serio que deseas detener esta crueldad…

—Los hombres que yo conozco son ancianos y ninguno de ellos ha salido a golpear niños. ¿Quieres escucharme?

—Si tienes un plan, se lo expondré a Padre.

—Es bastante simple. Los No Guardados están furiosos porque sólo tienen dos opciones, y ambas suponen participar en una religión estatal que los obliga a asociarse con criaturas inferiores… y no discutas conmigo, sólo te digo lo que piensan…

—Tú piensas lo mismo…

—Nunca me has escuchado el tiempo suficiente para saber qué pienso, y ahora ya no importa. Escucha. Se están rebelan-do por rabia e impotencia. No pueden atacar al rey, pero pueden atacar a los sacerdotes y a los cavadores. Pero si el rey decretara que ya no existe una religión estatal…

—¿Suprimir las Casas del Guardián?

—En absoluto. Dejar que los Guardados continúen reuniéndose, compartiendo sus creencias y celebrando sus ritos… pero de manera totalmente voluntaria. Y que quienes piensen de otra manera formen sus propias congregaciones, y celebren sus ritos y practiquen sus enseñanzas sin intromisión de nadie. Que haya tantas sectas y creencias como la gente quiera. Y que el gobierno no se inmiscuya en ninguna.

—Una nación debe ser una en la mente y en el corazón —dijo Edhadeya.

—Mi padre destruyó toda esperanza de conseguir eso hace trece años —dijo Akma—. Que el rey declare que las creencias religiosas y el culto son una cuestión privada, sin interés público, y habrá paz.

—Dicho en otras palabras, para impedir que ataquen a los Guardados debemos eliminar la última protección que les queda.

—No tienen ninguna protección, Edhadeya, y lo sabes. El rey lo sabe. Ha descubierto los límites de su autoridad. Pero una vez que anule todo patrocinio oficial de una religión, puede dictar una ley por la cual no se perseguirá a nadie por sus creencias religiosas. Eso surtirá efecto, porque protegerá a todos por igual. Si los No Guardados quieren instaurar un culto, tendrán protección. Les convendrá defender esa ley. Ya no habrá reuniones secretas. Ya no habrá sociedades clandestinas. Todo al descubierto. Hazle esa sugerencia a tu padre. Aunque tú no valores mi idea puede que él sí; verá que es el único camino.

—Él tampoco se dejará engañar —dijo Edhadeya—. Este decreto que propones es lo que buscabas desde un principio.

—Ni siquiera me lo planteé hasta ayer —dijo Akma.

—Ah, perdón, olvidaba que Bego ha tardado un poco en hacerte pensar sus ideas como si fueran tuyas.

—Edhadeya, si la religión de mi padre no puede sostenerse por la simple fuerza de su verdad, sin que el gobierno la ayude excepto para proteger a sus adeptos de la violencia, entonces no merece sobrevivir.

—Le repetiré a Padre lo que has dicho.

—Bien.

—Pero apuesto a que dentro de un año tú mismo serás causa de más persecuciones contra los Guardados.

—Si crees que eso es posible, no me conoces.

—Tendrás muchas razones altisonantes para explicar que el sufrimiento de la gente no es obra tuya, porque ya has demostrado tu ilimitada capacidad para engañarte. Pero dentro de un año, Akma, habrá familias que llorarán por tu causa.

—Mi familia, tal vez, porque me llora como si hubiera muerto —dijo Akma. Rió como si aquello fuera una broma.

—No son los únicos —dijo Edhadeya.

—No estoy muerto. Tengo compasión, a pesar de lo que creas de mí. Recuerdo mis propios sufrimientos, recuerdo el sufrimiento de otros. También recuerdo que te amaba.

—Ojalá lo olvidaras. Si alguna vez fue cierto, lo echaste a perder hace mucho tiempo.

—Todavía te amo. Te amo tanto como puedo amar a alguien. Pienso continuamente en ti, en la alegría que sentiría si pudiera contar contigo una sola vez tal como Padre puede contar con Madre en todo lo que hace.

—Puede contar con ella porque lo que hace es bueno. Akma cabeceó.

—Ya entiendo. Pero no finjas que no estamos juntos por culpa de mis creencias. Eres tan obstinada como yo.

—No, Akma, no soy obstinada. Sólo soy franca. No puedo negar lo que sé.

—Pero puedes ocultarlo —comentó Akma, con una sonrisa amarga.

—¿Qué quieres decir?

—Durante esta conversación, ni te has molestado en mencionar que mi hermana se casará con el ser humano más aborrecible que he conocido.

—Creía que tu familia te lo había dicho.

—He tenido que enterarme por Khimin.

—Lo lamento. Fue elección de Luet, sin duda. Tal vez ella no quería hacerte daño.

—Para mí ella ha muerto. Se ha entregado a los torturadores y me ha rechazado. En lo que a mí concierne, tú estás haciendo lo mismo.

—Eres tú quien se ha entregado a los torturadores, Akma; tú me has rechazado a mí. Didul no es un torturador. Es el hombre que tú debiste haber sido. Lo que Luet ama en él es lo que amaba en ti. Pero eso ya no existe.

Elegantemente, él le concedió la última palabra, mirando el vacío mientras Edhadeya se marchaba.

Minutos después, Bego y Mon oyeron un gran estrépito en la biblioteca y allí encontraron a Akma, partiendo sillas contra la mesa. Estaba llorando, y lo miraron horrorizados mientras rugía como un animal y destrozaba los muebles.

Pero Mon notó que antes de su arranque había puesto en un estante todas las cortezas sobre las que escribía. Akma se había entregado a un arrebato de cólera, pero no al extremo de derrochar un día de estudio.

Más tarde Akma ofreció una breve y seca explicación. Su hermana se casaría con uno de los torturadores. Se negaba a pronunciar el nombre, pero Mon sabía que Luet había pasado las últimas semanas en Bodika y no era difícil de adivinar. Didul no significaba nada para Mon. Lo que más le sorprendía era que Luet se casara. Él tenía la intención, cuando todo aquello terminara, cuando se asentara el polvo, cuando ya no le diera vergüenza enfrentarse a ella… Era eso, comprendía ahora. Por eso estaba esperando. Porque no podía hablarle, no podía decirle lo que sentía, cuando había negado su sentido de la verdad, cuando cada palabra que pronunciaba estaba manchada por la mentira.

No, no eran mentiras. Las cosas que creemos Akma y yo son ciertas. Esta sensación que tengo es una ilusión, sé que lo es. No podía enfrentarme a Luet teniendo esta sensación de ser un farsante. Sólo necesitaba más tiempo, más fuerza. Más coraje.

Ahora ya no importa. Ahora puedo atacar la religión de Akmaro con la conciencia tranquila. Cuando Padre decrete que todas las religiones son iguales, que todos los cultos cuentan con la protección de la ley, entonces saldremos al descubierto y todo quedará claro. Es bueno no tener lazos de afecto que compliquen la situación. Es bueno que participe en esto junto a mis hermanos, a mi amigo, y no arrastrado por una mujer que no puede elevarse sobre esa voz interior que le han enseñado a identificar con el Guardián de la Tierra. Luet habría sido una mala elección. Y yo habría sido mala elección para ella.

Yo habría sido mala elección para ella. Cuando ese pensamiento le cruzó la mente, su sentido de la verdad al fin le brindó cierta calma. Al fin decía la verdad ante el Guardián.

Este último fue el pensamiento más devastador: Si el Guardián existía, a pesar de todo, había juzgado a Mon y lo había juzgado indigno del amor de la mujer que él amaba. Pero Mon no podía escapar de la duda incisiva de que las cosas habrían sido distintas si no hubiera participado en los planes de Akma. ¿Habría sido tan terrible seguir creyendo en el Guardián y tener a Luet como esposa y vivir en paz? ¿Por qué Akma no pudo dejarme en paz?

Ahuyentó de su mente estos pensamientos desleales y no reveló sus sentimientos a nadie.

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