Mon subió a la azotea de la casa del rey para mirar la puesta del seco sol que descendía entre las montañas del extremo norte del valle. Bego, el bibliotecario real, le había contado que cuando los humanos llegaron a la Tierra creían que el sol se ponía por el oeste y salía por el este.
—Esto es porque venían de un lugar con pocas montañas —dijo Bego—, así que no podían distinguir el norte del oeste.
—¿Ni arriba de abajo? —preguntó incisivamente Aron-ha—. ¿Los humanos eran totalmente imbéciles antes de que los ángeles les enseñaran cosas?
Bien, así era Aronha, siempre resentido por el saber de Bego. ¿Por qué Bego no iba a sentir orgullo de ser un hombre del cielo, de la sabiduría que el pueblo del cielo había acumulado? Durante sus horas de escuela, Aronha siempre señalaba que los humanos habían llevado tal o cual conocimiento al pueblo del cielo. Vaya, por el modo en que lo decía Aronha, parecía que el pueblo del cielo seguiría durmiendo cabeza abajo en los árboles, de no ser por los humanos.
En cuanto a Mon, envidiaba las alas del pueblo del cielo. Mon envidiaba incluso las viejas alas correosas del viejo Bego, tan corpulento que apenas podía planear desde un piso alto hasta el suelo. Su mayor decepción infantil fue enterarse de que los humanos no se convertían en ángeles al crecer; si uno no tenía alas al nacer, velludas e inservibles al principio, nunca le crecían. Debía sufrir para siempre la maldición de aquellos brazos inútiles y desnudos.
A sus nueve años, Mon sólo podía trepar a la azotea al caer la tarde y mirar a los jóvenes del cielo —los que tenían su misma edad o eran más pequeños, pero mucho más libres— que retozaban sobre los árboles junto al río, sobre los campos, sobre los techos, elevándose, bajando, remontándose, rodando en el aire y cayendo como piedras hasta llegar a poca distancia del suelo, para luego desplegar las alas y recorrer las calles como bólidos mientras los humanos, condenados a caminar, alzaban los puños rezongando contra aquellos jóvenes gamberros que representaban una amenaza para la gente trabajadora. Ojalá fuera un ángel, exclamó Mon en su corazón. Ojalá pudiera volar y mirar desde arriba los árboles, las montañas, los ríos y los campos. Ojalá pudiera espiar a los enemigos de mi padre desde lejos y volar hacia él para prevenirlo.
Pero nunca volaría. Sólo podía sentarse en la azotea y rumiar mientras otros bailaban por los aires.
—Podría ser peor.
Mon hizo una mueca. Su hermana Edhadeya era la única que conocía su ansia de volar. Ella había tenido la discreción de no contárselo a nadie, pero cuando estaban solos se burlaba de él sin piedad.
—Hay quienes te envidian a ti, Mon. El hijo del rey, alto y fuerte; dicen que serás un poderoso guerrero.
—Por la altura del niño no se puede saber la talla que alcanzará el hombre —dijo Mon—. Y soy el segundogénito del rey. Cualquiera que me envidie es un tonto.
—Podría ser peor —insistió Edhadeya.
—Eso dices tú.
—Podrías ser la hija del rey —comentó Edhadeya con cierta amargura.
—Bien, si no te queda más remedio que ser mujer, es mejor ser la hija de la reina —dijo Mon.
—Nuestra madre ha muerto, por si no lo recuerdas. Actualmente la reina es la mierdosa Dudagu, no lo olvides. —Mierdosa era una palabra que usaban los niños y que se traducía a la antigua lengua como dermo, un término mucho más grosero. A los niños les encantaba llamar Dudagu Dermo a su madrastra.
—Oh, eso no significa nada —dijo Mon—, salvo que el pobre y pequeño Khimin es irremediablemente feo comparado con los demás hijos de Padre. —Aquel niño de cinco años era el único hijo de Dudagu, y aunque ella insistía en hablar de Ha-Khimin y no de Ha-Aron, era imposible que el rey o el pueblo se avinieran a reemplazar a Aronha. El hermano mayor de Mon y Edhadeya tenía doce años y estatura suficiente para que el pueblo viera que sería un poderoso soldado en la batalla. Y todos veían que era un jefe nato. Si en aquel preciso momento hubiera necesidad de guerrear, Padre pondría una compañía de soldados al mando de Aronha, y los soldados obedecerían con orgullo a aquel joven que un día sería rey. Mon veía el modo en que los demás miraban a su hermano, les oía hablar de él, y ardía por dentro. ¿Por qué su padre insistía en tener hijos varones cuando su madre le había dado el más perfecto desde un principio?
Pero era imposible odiar a Aronha. Las mismas cualidades que lo convertían en buen líder a los doce años también despertaban el amor de sus hermanos. No era prepotente. Rara vez se ensañaba con alguien. Siempre ayudaba y alentaba a los demás. Era paciente con el mal humor de Mon, las rabietas de Edhadeya y la terquedad de Ominer. Incluso era amable con Khimin, aunque sin duda estaba al corriente de las maquinaciones de Dudagu para reemplazar a Aronha por su hijo. El resultado era que Khimin adoraba a Aronha. Una vez Edhadeya había dicho que tal vez ése fuera el plan de Aronha: lograr que todos sus hermanos lo amaran desesperadamente y así no conspirasen contra él.
—Y en cuanto llegue al trono —añadió—, nos hará degollar o desnucar.
Edhadeya hacía aquellos comentarios porque había leído la historia de la familia. No siempre había sido plácida. El primer rey agradable después de muchas generaciones había sido el abuelo de Padre, el primer Motiak, que había abandonado la tierra de Nafai para unirse a la gente de Darakemba. Los primeros reyes eran déspotas sanguinarios. Aunque tal vez era inevitable que fuera así en esos tiempos, cuando la gente de Nafai vivía en guerra constante. La supervivencia no permitía sucesiones controvertidas ni guerra civiles. Así que con frecuencia los nuevos reyes hacían ejecutar a sus hermanos, junto con los sobrinos, y uno de ellos mató a su propia madre porque… bien, era imposible saber por qué esa gente de la antigüedad hacía tales barbaridades. Pero al viejo Bego le gustaba narrar esas historias, siempre enfatizando que el pueblo del cielo no hacía tales cosas cuando estaba al mando.
—La llegada de los humanos fue el comienzo del mal entre la gente del cielo —dijo una vez. A lo cual Aronha replicó:
—¿Qué? ¿Y vosotros llamabais diablos a la gente del suelo sólo de broma? ¿Sólo para hacerles rabiar?
Bego, como de costumbre, se tomó con calma la impertinencia de Aronha.
—No permitíamos que la gente del suelo viviera entre nosotros, ni nos gobernara. Su maldad nunca pudo contagiarnos. Permaneció fuera de nosotros, porque el pueblo del cielo y el pueblo del suelo nunca cohabitaron.
Si nunca hubiéramos cohabitado, pensó Mon, tal vez yo no me pasaría todo el tiempo deseando volar. Me contentaría con andar por la superficie de la tierra como un lagarto o una culebra.
—No te pongas tan serio —dijo Edhadeya—. Aronha no degollará a nadie.
—Lo sé —dijo Mon—. Sé que lo decías en broma. Edhadeya se sentó junto a él.
—Mon, ¿crees esas viejas historias sobre nuestros antepasados? ¿Sobre Nafai y Luet? ¿Crees que hablaban con el Alma Suprema? ¿Crees que Hushidh podía mirar a la gente y ver sus conexiones?
Mon se encogió de hombros.
—Tal vez sea cierto.
—Issib y su silla volante… Y a veces también él podía volar, como cuando estuvo en la tierra de Pristan.
—Ojalá fuera cieno.
—Y esa esfera mágica, sobre la que apoyabas las manos para hacer preguntas y obtener respuestas.
Edhadeya estaba embelesada con sus evocaciones. Mon siguió mirando el sol que caía sobre el río distante, hasta que desapareció y el río dejó de titilar.
—Mon, ¿crees que Padre tiene esa esfera? ¿El índice?
—No lo sé —dijo Mon.
—Cuando Aronha cumpla trece años y se inicie en los secretos, ¿crees que Padre le mostrará el índice? ¿Y la silla de Issib?
—¿Dónde escondería semejante cosa? Edhadeya sacudió la cabeza.
—No lo sé. Sólo me pregunto por qué nosotros ya no tenernos esos objetos maravillosos que ellos tenían.
—Tal vez sí.
—¿Lo crees? —De repente Edhadeya demostró mayor interés—. Mon, ¿crees que a veces los sueños son verdaderos? Porque yo sigo soñando el mismo sueño. Todas las noches, a veces dos veces por noche, o tres. Es tan real, tan diferente de mis otros sueños. Pero yo no soy sacerdote, y los sacerdotes no hablan con las mujeres. Si Madre estuviera viva, podría preguntárselo, pero no se lo preguntaré a Dudagu Dermo.
—Yo sé menos que los demás —dijo Mon.
—Lo sé —dijo Edhadeya.
—Gracias.
—Sabes menos, así que escuchas más. Mon se sonrojó.
—¿Puedo contarte mi sueño? Él asintió.
—Vi a un niño de la edad de Ominer. Y tenía una hermana de la misma edad que Khimin.
—¿Averiguas la edad de la gente de tus sueños? —preguntó Mon.
—Cállate, bobo. Trabajaban en los campos, y los azotaban. A sus padres y a los demás. Los aporreaban y los mataban de hambre. Estaban famélicos. Y los que empuñaban el látigo eran cavadores. Gente del suelo.
Mon reflexionó.
—Padre no permitiría que los cavadores nos gobernaran.
—Pero no éramos nosotros, ¿no lo entiendes? Eran muy reales. Vi cómo pegaban al niño. No los cavadores, sino niños humanos que dominaban a los cavadores.
—Elemaki —murmuró Mon. Los malvados humanos que se habían unido a los cavadores y vivían en sus oscuras cavernas y devoraban a la gente del cielo que secuestraban y asesinaban.
—Los niños eran mayores que él. Él tenía hambre y lo atormentaban atiborrándolo de comida hasta atragantarlo, y luego le embadurnaban el cuerpo con frutas y migajas y lo hacían rodar por el fango y la hierba para que nadie pudiera comérselas. Era espantoso, y el niño era muy valiente y no derramaba una sola lágrima. Lo soportaba con tanta dignidad que me hizo llorar.
—¿En el sueño?
—No, cuando desperté. Desperté llorando. Desperté diciendo: «Tenemos que ayudarles. Tenemos que encontrarlos y traerlos aquí.»
—¿Nosotros?
—Padre, supongo. Nosotros. Los nafari. Porque creo que esas personas son nafari.
—¿Entonces por qué no envían a gente del cielo a buscarnos y pedir ayuda? Eso hace la gente cuando los elemaki la atacan.
Edhadeya pensó en ello.
—¿Sabes algo, Mon? No había un solo ángel entre ellos. Mon la miró sorprendido.
—¿No había gente del cielo?
—Quizá los cavadores los han matado a todos.
—¿No lo recuerdas? —preguntó él—. ¿Los que se marcharon en tiempos del abuelo de Padre? ¿Los que odiaban Darakemba y querían recobrar la tierra de Nafai?
—Zef…
—Zenif —dijo Mon—. Decían que estaba mal que los humanos y el pueblo del cielo convivieran. No se llevaron a un solo ángel consigo. Son ellos. Has soñado con ellos.
—Pero todos murieron.
—No lo sabemos. Sólo sabemos que nunca tuvimos noticias de ellos. —Mon cabeceó—. Deben de estar vivos.
—¿Entonces crees que el sueño es real? —preguntó Edhadeya—. ¿Como los que tenía Luet?
Mon se encogió de hombros. Algo le molestaba.
—Tu sueño —dijo—, no creo que sea exactamente sobre los zenifi. Creo… parece que falta algo, me parece que se trata de alguien.
—¿Y cómo podemos saberlo? Has sido tú quien ha sugerido que se trataba de los zenifi.
—Y eso me parecía cuando lo he dicho. Pero ahora… ahora hay algo que no encaja. Debes contárselo a Padre.
—Cuéntaselo tú. Lo verás durante la cena.
—Y tú lo verás cuando venga a darnos las buenas noches. Edhadeya hizo una mueca.
—Siempre viene con Dudagu Dermo. Nunca veo a Padre a solas.
Mon se sonrojó.
—No está bien que Padre se comporte así.
—Sí… bien, tú eres el que siempre sabe lo que es correcto. —Le dio una palmada en el brazo.
—Le contaré tu sueño durante la cena.
—Dile que el sueño es tuyo. Mon sacudió la cabeza.
—Yo no miento.
—No te escuchará si piensa que es el sueño de una mujer. Los demás hombres se reirán.
—No le contaré de quién es el sueño hasta que haya concluido. ¿Qué te parece?
—Y además dile esto. En los últimos sueños, el niño, su hermana y sus padres yacen en la oscuridad, y sin que digan una palabra sé que me imploran que vaya a salvarlos.
—¿Qué tú vayas?
—Bien, en el sueño soy yo. No creo que esa gente, si es real, esté esperando que una niña de diez años acuda al rescate.
—Me pregunto si Padre dejará ir a Aronha.
—¿Crees que enviará a alguien?
Mon se encogió de hombros.
—Ya ha oscurecido. Pronto llegará la hora de cenar. Escucha.
Desde los árboles de las orillas del río, desde las casas altas y angostas de la gente del cielo, se elevó el canto nocturno; al principio eran pocas voces a las que cada vez se añadieron más. Sus agudas y ondulantes melodías se entrelazaban en contrapuntos, improvisaciones, desafíos, resolviendo disonancias y subvirtiendo armonías; el sonido cautivador evocaba los tiempos en que el pueblo del cielo vivía pocos años y debía disfrutar cada momento, pues la muerte siempre estaba al acecho. Los niños dejaron de jugar y descendieron para ir a cenar, regresando junto a sus padres que cantaban, a hogares tan llenos de música como los antiguos refugios de paja de los ángeles en las copas de los árboles.
A Mon se le llenaron los ojos de lágrimas. Por eso pasaba a solas el momento de la canción nocturna, porque los demás se habrían burlado de él si lo hubiesen visto llorar. Pero no Edhadeya.
Edhadeya le besó la mejilla.
—Gracias por creerme, Mon. A veces creo que bien podría ser un tronco, pues nadie me presta atención.
Mon se sonrojó de nuevo. Cuando se volvió, Edhadeya ya bajaba por la escalerilla. Él debía acompañarla, pero ahora las voces humanas comenzaban a sumarse al canto, así que no podía irse. En las ventanas de las grandes casas cantaban los criados humanos y en las calles, los jornaleros y los notables de la ciudad, y cada voz tenía tanto derecho como las demás a participar en la canción nocturna. En algunas ciudades, los reyes humanos decretaban que sus súbditos humanos cantaran cierta canción, cuya letra habitualmente hablaba del patriotismo o del culto al rey o a los dioses oficiales. Pero en Darakemba se respetaban las viejas tradiciones nafari, y los humanos improvisaban sus melodías tan libremente como los ángeles. Las voces de la gente media eran más graves, menos flexibles. Pero se esforzaban, y la gente del cielo aceptaba su canto y jugaba con él, bailaba en torno a él, lo decoraba y subvertía y lo exaltaba, de modo que la gente media y la gente del cielo formaban un coro en una continua y asombrosa cantata con diez mil compositores y sin solistas.
Mon elevó su propia voz, tan aguda y dulce que no tenía que cantar entre las graves voces humanas, sino que podía ocupar un lugar en los resquicios del canto de la gente del cielo. Desde la calle, una mujer de los campos lo miró y sonrió. Mon le respondió, no con una sonrisa, sino con una rápida y acertada improvisación. Ella rió, cabeceó y siguió caminando, y Mon se sintió bien. Alzó los ojos y vio, en el techo de una casa situada a dos calles de distancia, a dos jóvenes ángeles que se habían posado allí un instante en su vuelo de regreso. Lo observaban, y Mon elevó la voz desafiante, aun sabiendo que su canto, agudo y rápido como era, no podía compararse con el canto de la gente del cielo. Aun así, ellos lo acompañaron un instante y levantaron el ala izquierda para saludarlo. Son gemelos, pensó Mon, un yo y su otro-yo, pero han dedicado un instante para incluirme en su dúo. Alzó la mano izquierda en respuesta, y ellos planearon desde el techo hasta un patio.
Mon se levantó y, todavía cantando, caminó hacia la escalerilla. Si fuera un ángel, no tendría que usar la escalerilla para bajar de la azotea de la casa del rey. Podría planear y posarse ante la puerta, y cuando hubiese terminado de cenar podría elevarse en el cielo nocturno para ir de cacería bajo el claro de luna.
Sus pies descalzos chasqueaban en los peldaños mientras bajaba. Guardián de la Tierra, ¿por qué me hiciste humano? Cantó mientras atravesaba el patio de la casa del rey, enfilando hacia la bullanguera hermandad de comensales, pero en su canción había dolor y soledad.
Shedemei despertó en la cámara de la nave estelar Basílica y vio de inmediato que no se trataba de uno de sus despertares programados. No era la fecha indicada, como le confirmó mentalmente al instante la voz del Alma Suprema.
—El Guardián vuelve a mandar sueños.
Experimentó una especie de euforia. Durante todos aquellos siglos, viviendo a ratos, manteniéndose joven de cuerpo gracias al manto de capitana pero sintiéndose fatigada de corazón, había aguardado la próxima decisión del Guardián. Nos trajo aquí, pensaba Shedemei, nos trajo aquí y nos mantuvo con vida y nos envió sueños, y de pronto calló y nos abandonó a nuestra suerte.
—Primero fue a un anciano, entre los zenifi —dijo el Alma Suprema. Shedemei caminó desnuda por los pasillos de la nave y se dirigió hacia la biblioteca por el conducto central—. Lo asesinaron. Pero un sacerdote llamado Akmaro le creyó. Me parece que él también tuvo algunos sueños, pero no tengo la seguridad. Con el anciano muerto y el ex sacerdote viviendo en la esclavitud, no te habría despertado. Pero la hija de Motiak también soñó. Como Luet. No he visto una soñante así desde Luet.
—¿Cómo se llama? Era una recién nacida cuando yo…
—Edhadeya. Las mujeres la llaman Deya. Saben que ella es excepcional, pero los hombres no escuchan a las mujeres.
—No me gusta el giro que han tomado las relaciones entre hombres y mujeres entre los nafari. Mis tataranietas no tendrían por qué soportar estos abusos.
—He visto cosas peores —dijo el Alma Suprema.
—No me cabe la menor duda. Pero, si me perdonas la pregunta, ¿y qué?
—Cambiará —dijo el Alma Suprema—. Siempre cambia.
—¿Qué edad tiene ahora Deya?
—Diez años.
—Duermo diez años y no me siento descansada. —Shedemei se sentó ante uno de los ordenadores de la biblioteca—. De acuerdo, muéstrame lo que debo ver.
El Alma Suprema le mostró el sueño de Edhadeya y le habló de Mon y su sentido de la verdad.
—Bien —dijo Shedemei—, los poderes de los padres no han disminuido en los hijos.
—Shedemei, ¿esto tiene algún sentido para ti? Shedemei quiso reír a carcajadas.
—¿Oyes lo que dices? Tú eres el programa que pasaba por un dios en el planeta Armonía. Trazabas tus planes y urdías tus tramas sin pedir consejo a los humanos. Nos reuniste y nos arrastraste a la Tierra, transformaste nuestras vidas para siempre… y ahora me preguntas a mí si esto tiene sentido. ¿Qué ha pasado con el plan maestro?
—Mi plan era sencillo —dijo el Alma Suprema—. Regresar a la Tierra y preguntar al Guardián qué hacer con la disminución del poder del Alma Suprema en Armonía. Cumplí ese plan hasta donde pude. Y aquí estoy.
—Y aquí estoy yo.
—¿No lo entiendes, Shedemei? No estás aquí porque yo lo planeara. Necesitaba ayuda humana para ensamblar una nave estelar que funcionara, pero no necesitaba llevar humanos conmigo. Os traje aquí porque el Guardián de la Tierra os enviaba sueños… y a mayor velocidad que la luz, debo añadir. El Guardián parecía querer que los humanos vinierais aquí. Así que os traje. Y vine esperando hallar maravillas tecnológicas. Máquinas que pudieran repararme, reaprovisionarme, enviarme de regreso a Armonía con capacidad para restaurar el poder del Alma Suprema. En cambio aguardo aquí, he aguardado casi quinientos años…
—Igual que yo —añadió Shedemei.
—Tú has dormido casi todo el tiempo —dijo el Alma Suprema—. Y no eres responsable de un planeta que está a cien años luz de distancia, donde la tecnología comienza a florecer y faltan pocas generaciones para que se libren guerras devastadoras. Yo no tengo tiempo para esto. Aunque tal vez sí, si el Guardián cree lo contrario. ¿Por qué el Guardián no me habla? Cuando nadie oía nada en todos estos años, yo podía ser paciente. Pero ahora los humanos vuelven a soñar, el Guardián vuelve a la acción, y sin embargo no me dice nada.
—¿A mí me lo preguntas? Eres tú quien tiene recuerdos que se remontan a la época de tu creación. El Guardián te envió, ¿verdad? ¿Dónde estaba entonces? ¿Qué era entonces?
—No lo sé. —Si un ordenador pudiera encogerse de hombros, pensó Shedemei, el Alma Suprema lo haría ahora—. ¿Crees que no he buscado en mi memoria? Antes de morir, tu esposo me ayudó a buscar, y no encontramos nada. Recuerdo que el Guardián siempre estaba presente. Recuerdo saber que el Guardián programó en mí instrucciones vitales… pero sé tan poco como tú sobre quién o qué era o es el Guardián.
—Fascinante —dijo Shedemei—. Veamos si podemos hallar un modo de que el Guardián te hable. O que al menos nos muestre su juego.
Mon estaba sentado, como de costumbre, en el extremo de la mesa de los mayordomos. Su padre le había explicado que el hijo del rey se sentaba allí por respeto a los cronistas, mensajeros, tesoreros y proveedores, «pues de no ser por ellos, los soldados no tendrían reino que proteger».
A esas palabras, Mon había comentado con voz neutra:
—Si realmente quisieras demostrarles respeto, pondrías a Ha-Aronha con ellos.
A lo cual su padre respondió:
—Si no fuera por los soldados, todos los mayordomos estarían muertos.
Así que Mon, el segundogénito, era todo lo que merecía el segundo rango de dirigentes del reino; el primogénito era el honor del primer rango, los militares, la gente que realmente importaba.
Y así se celebraba también el ritual de la cena. La cena del rey había comenzado muchas generaciones atrás como consejo de guerra y fue entonces cuando comenzó la exclusión de las mujeres. En aquellos tiempos los miembros del consejo comían juntos una vez por semana, pero hacía generaciones que lo hacían cada noche; y los varones humanos de riqueza y abolengo imitaban al rey en sus hogares, cenando aparte de las esposas e hijas. No ocurría así entre la gente del cielo, sin embargo. Aun los que compartían la mesa del rey iban a su hogar y se sentaban con sus esposas e hijos para otra comida.
Por eso, sentado a la izquierda de Mon, el escriba principal, el viejo ángel llamado bGo, apenas probaba bocado. Se sabía que la esposa de bGo se enfadaba si él no demostraba apetito en casa, y a Padre no le ofendía que bGo temiera más a su esposa que al rey. bGo era uno de los escribas de mayor rango, aunque como jefe de empadronamiento no era tan poderoso como el tesorero y el proveedor. Era un conversador pésimo, y Mon aborrecía sentarse con él.
En cambio Bego, el otro-yo de bGo, era mucho más locuaz, y tenía más apetito, principalmente porque era soltero. Bego, el cronista, era apenas un minuto y medio menor que bGo, aunque costaba creer que fueran de la misma edad. Bego demostraba tanta energía, tanto vigor, tanta… tanta rabia, pensaba a veces Mon. A Mon le gustaba ir a la escuela cuando enseñaba Bego, pero a veces se preguntaba si Padre sabría cuánta rabia hervía en el interior del cronista. No se trataba de deslealtad, pues de lo contrario Mon lo habría denunciado; sólo de una rabia general contra la vida. Aronha decía que era porque nunca se había apareado con una hembra, pero últimamente Aronha sólo pensaba en el sexo y creía que eso lo explicaba todo… lo cual sin duda era cierto en el caso de Aronha y sus amigos. Mon ignoraba por qué Bego sentía tanta furia, sólo sabía que eso daba a sus lecciones un delicioso toque de escepticismo. E incluso a su manera de comer. Había una especie de salvajismo en el modo en que se llevaba a los labios el pan con pasta de judías y lo mordía, en su modo de triturar la comida al masticar, despacio, metódicamente, poniendo mala cara al resto de la corte.
A la derecha de Mon, el tesorero y el proveedor hablaban como de costumbre de su trabajo, aunque en voz baja, para no perderse lo que se decía cerca del rey, donde los soldados narraban anécdotas sobre las recientes incursiones y escaramuzas. Siendo humanos adultos, el tesorero y el proveedor eran mucho más altos que Mon, y tras los saludos iniciales lo ignoraban. Mon era tan alto como la gente del cielo que tenía a su izquierda, y además conocía mejor a Bego, así que hablaba con ellos.
—Debo contarle algo a Padre —le dijo a Bego.
Bego masticó y tragó, clavando en Mon sus ojos fatigados.
—Pues cuéntaselo.
—Exactamente —murmuró bGo.
—Es un sueño —dijo Mon.
—Pues cuéntaselo a tu madre —dijo Bego—. Las mujeres medias aún prestan atención a esas cosas.
—Cierto —murmuró bGo.
—Pero es un sueño verdadero —puntualizó Mon. bGo se irguió en la silla.
—¿Y cómo lo sabes?
Mon se encogió de hombros.
—Lo sé.
bGo se volvió hacia Bego y ambos se miraron fijamente, como si entablaran una comunicación silenciosa. Luego miraron a Mon.
—Sé prudente al hacer tales afirmaciones.
—Soy prudente. Sólo las hago si estoy seguro, y sólo cuando importa.
Era algo que Bego les había enseñado en la escuela: «Cuando podáis evitar una decisión, eso debéis hacer. Tomad decisiones sólo cuando estéis seguros, y sólo cuando importe.»
Bego cabeceó al oír que Mon repetía su precepto.
—Si él me cree, será un tema para el consejo de guerra —dijo Mon.
Bego estudió a Mon. También bGo, por un instante, pero luego puso los ojos en blanco y se repantigó en la silla.
—Presiento que se aproxima una escena embarazosa —murmuró.
—Embarazosa sólo si el príncipe es tonto —dijo Bego—. ¿Lo eres?
—No —contestó Mon—. No en este asunto, al menos.
Pero al decirlo, Mon se preguntó si no actuaba como un tonto. A fin de cuentas, el sueño era de Edhadeya, no suyo. Y había algo que fallaba en su interpretación. Pero una cosa era segura: era un sueño verdadero, y significaba que en alguna parte los humanos —humanos nafari— vivían en dolorosa servidumbre bajo los látigos de cavadores elemaki.
Bego aguardó un instante, como para cerciorarse de que Mon no se echaría atrás. Luego alzó la mano derecha.
—Padre Motiak —dijo en voz alta.
Su voz cortante interrumpió la ruidosa conversación del otro extremo de la mesa. Monush, durante muchos años el guerrero más poderoso del reino, el hombre de quien Mon había heredado el nombre, se interrumpió en medio de una anécdota. Mon se alarmó. ¿Bego no podía haber esperado una pausa natural en la conversación?
La afable expresión de su padre no cambió.
—Bego, memoria de mi pueblo, ¿qué tienes que decir en el consejo de guerra?
Había en estas palabras un deje amenazador, aunque su tono era sereno y amable, como de costumbre.
—Mientras los soldados están sentados a la mesa —dijo Bego—, un notable del reino tiene información interesante que, si decides prestarle atención, será objeto de un consejo de guerra.
—¿Y quién es ese notable? ¿Cuál es esa información? —preguntó Padre.
—Se sienta al lado de mi otro-yo —dijo Bego—, y él mismo puede darte la información.
Todos los ojos se clavaron en Mon y por un instante quiso echar a correr. Al pedirle el favor, ¿Edhadeya había comprendido lo terrible que sería aquel momento? Pero Mon sabía que no podía amilanarse ahora. Si se echaba atrás, humillaría a Bego y se avergonzaría a sí mismo. Aunque no creyeran en su mensaje, tenía que comunicarlo, y con determinación.
Se puso de pie y, tal como hacía su padre antes de un discurso, miró a todos los dirigentes del reino a los ojos. En sus rostros leyó sorpresa, diversión, ostensible paciencia. Miró a Aronha el último, y para su alivio vio que Aronha estaba serio y parecía interesado, no se burlaba ni se avergonzaba de él. Aronha, gracias por tu respeto.
—Mi información proviene de un sueño verdadero —dijo Mon al fin.
Un murmullo recorrió la mesa. ¿ Quién se había atrevido a hablar de un sueño verdadero en muchas generaciones? ¿Y estando sentado a la mesa del rey?
—¿Cómo sabes que es un sueño verdadero? —preguntó Padre.
Era algo que Mon nunca había podido explicar a nadie, ni siquiera a sí mismo. No lo intentó ahora.
—Es un sueño verdadero —afirmó.
Otro susurro recorrió la mesa, y mientras algunos de los rostros impacientes adoptaban una expresión burlona, los rostros burlones se ponían serios.
—Al menos prestan atención —murmuró bGo. Padre habló de nuevo, consternado.
—Cuéntanos el sueño, pues, y por qué es objeto de un consejo de guerra.
—El mismo sueño se ha repetido varias noches —dijo Mon. Se cuidó de decir quién lo había soñado. Sabía que darían por sentado que era él, pero nadie se atrevería a llamarlo mentiroso—. Un niño y su hermana, de la edad de Ominer y Khimin, trabajan en los campos como esclavos, debilitados por el hambre, azotados por capataces que son gente del suelo.
Ahora había logrado llamar la atención. Cavadores con esclavos humanos. Eso exasperaba a todos, aunque sabían que sucedía de vez en cuando.
—En una ocasión el niño fue golpeado por niños humanos. Humanos que dominaban a los cavadores. El niño fue valiente y no lloró mientras lo humillaban. Actuó con dignidad.
Los soldados asintieron con un gesto de la cabeza. Entendían a qué se refería.
—De noche el niño, su hermana y sus padres yacían en silencio. Creo… creo que se les prohíbe hablar en voz alta. Pero pedían ayuda. Pedían que alguien los rescatara de la esclavitud.
Mon hizo una pausa, y en el silencio se oyó la voz de Monush.
—No dudo que este sueño sea verdadero; sabemos que muchos humanos y ángeles son esclavos entre los elemaki. ¿Pero qué podemos hacer? Consagramos todas nuestras fuerzas a proteger la libertad de nuestra gente.
—Pero Monush —dijo Mon—, ellos son nuestra gente. Los susurros se llenaron de exaltación.
—Dejad que mi hijo hable —pidió Padre. Los susurros cesaron.
Mon se sonrojó. Padre había admitido que él era su hijo, sí, y eso era bueno, pero no había usado la fórmula tradicional «Dejad que hable mi consejero», que habría significado que aceptaba totalmente lo que él decía. Aún estaba a prueba. Gracias a Edhadeya. Si esto sale mal, puedo quedar humillado de por vida. Se me conocerá como el segundogénito que dijo necedades impertinentes en un consejo de guerra.
—No hay gente del cielo entre ellos —dijo Mon—. ¿Quién ha oído hablar de un reino semejante? Son los zenifi, y nos piden auxilio.
Husu, el ángel que servía al rey como espía principal, al mando de cientos de fuertes y valientes ángeles que vigilaban continuamente las fronteras del reino, alzó el ala derecha, y Mon inclinó la cabeza para ofrecerle el oído del rey. Mon ya había visto hacerlo en el consejo, pero como él nunca había contado con el oído del rey, era la primera vez que participaba en los protocolos de la deliberación formal.
—Aunque el sueño sea verdadero y los zenifi nos pidan ayuda en sueños —dijo Husu—, ¿qué derecho tienen a reclamarla? Ellos rechazaron la decisión del primer Motiak y rehusaron vivir en un lugar donde la gente del cielo superase a la gente media en una proporción de cinco a uno. Abandonaron Darakemba por voluntad propia, para regresar a la tierra de Nafai. Creíamos que los habían destruido. Si nos enteramos de que viven, nos alegra, pero nada más. Si nos enteramos de que son esclavos, nos entristece, pero tampoco significa más.
Cuando hubo concluido, Mon miró al rey pidiendo autorización para hablar de nuevo.
—¿Cómo sabes que son zenifi? —dijo Padre.
Una vez más, Mon sólo podía repetir lo que sabía que era cierto. Pero aquel detalle era incierto. Eran los zenifi pero no eran los zenifi. O algo parecido. Antes eran los zenifi. ¿Sería eso? ¿O eran simplemente parte de los zenifi?
—Son zenifi —dijo Mon, y mientras lo decía supo que acertaba, aunque fuera relativamente. Quizá no fueran todo el pueblo zenifi. Pero eran zenifi. Aunque en otras partes hubiera más.
Pero la respuesta de Mon no daba a Padre muchos elementos de juicio.
—¿Un sueño? —dijo el rey—. El primer rey de los nafari tenía sueños verdaderos.
—Y también su esposa —añadió Bego.
—La gran reina Luet —dijo Padre, asintiendo con un gesto de la cabeza—. Bego es sabio y nos recuerda la historia. Ambos tenían sueños verdaderos. Y también otros entre ellos. Y entre la gente del cielo, y también entre la gente del suelo, en aquellos días. Pero ésa era la edad heroica.
Mon habría querido insistir: Es un sueño verdadero. Pero ya había visto a su padre resistirse en el consejo cuando los hombres defendían su alegato repitiendo lo mismo una y otra vez. Si tenían pruebas, bien, podían hablar y eran escuchados, pero si se limitaban a machacar con lo mismo, Padre les creía cada vez menos. Así que Mon contuvo la lengua, y continuó mirando a su padre a los ojos, sin inmutarse.
Oyó que bGo le murmuraba a su otro-yo:
—Ya sé cuál será la comidilla de la semana.
—El joven tiene coraje —respondió Bego.
—También tú —dijo bGo.
En el silencio, Aronha se levantó, pero en vez de pedir Mon el oído del rey, caminó hasta detenerse detrás de su padre. Era un privilegio que sólo poseía el heredero del trono, hablar en privado con el monarca delante de los demás consejeros sin ofender, pues no era presunción que el heredero demostrara cierta intimidad con el rey.
Padre escuchó a Aronha y asintió.
—Esto se puede decir en voz alta —otorgó. Aronha regresó a su asiento.
—Conozco a mi hermano —dijo—. El no miente.
—Claro que no —dijo Monush, y Husu se hizo eco de esas palabras.
—Más aún —dijo Aronha—, Mon nunca afirma saber lo que no sabe. Cuando no está seguro, lo dice. Y cuando está seguro, siempre tiene razón.
Mon sintió un cosquilleo al oír semejantes palabras de labios de su hermano. Aronha no sólo lo defendía, sino que hacía una afirmación tan osada que Mon sintió miedo por él. ¿Cómo podía afirmar semejante cosa?
—Bego y yo lo hemos notado —dijo Aronha—. ¿Por qué creéis que Bego arriesgó su puesto de comensal para introducir las palabras de Mon? Ni siquiera Mon se da cuenta de ello. En general está inseguro de sí. Es fácil de persuadir; nunca discute. Pero cuando sabe algo de veras, jamás se retracta, por mucho que discutamos. Y cuando se mantiene en sus trece de esa manera, como bien sabemos Bego y yo, nunca se equivoca. Ni siquiera una vez. Yo apostaría mi honor y la vida de hombres capaces a la verdad de lo que él dice hoy. Aunque creo que el sueño no es de Mon, si él dice que es un sueño verdadero y que se trata de los zenifi, entonces sé que es la verdad tal como si viera al viejo Zenif con mis propios ojos.
—¿Por qué crees que el sueño no es de Mon? —preguntó Padre, con repentina cautela.
—Porque él no dijo que lo fuera —dijo Aronha—. Si lo fuera, él lo habría dicho. No lo dijo, así que no lo es.
—¿De quién fue el sueño? —preguntó el rey.
—De la hija de Toeledwa —respondió Mon.
De inmediato estalló un alboroto, en parte porque Mon había osado mencionar el nombre de la difunta reina en una celebración, pero sobre todo porque había llevado las palabras de una mujer a la mesa del rey.
—¡Aquí no habríamos oído esa voz! —exclamó uno de los viejos capitanes.
Padre alzó las manos y todos callaron.
—Tienes razón, aquí no habríamos oído esa voz. Pero mi hijo cree que el mensaje de esa voz debía oírse, así que se atrevió a traerlo, y Ha-Aron ha manifestado su creencia en ello. Lo único que debemos preguntarnos en este consejo es qué haremos, ahora que sabemos que los zenifi nos piden ayuda.
De inmediato se abordaron cuestiones en las que Mon no sería consultado, y se sentó a escuchar. No se atrevía a mirar a nadie, por temor a romper la disciplina y mostrar una sonrisa de alivio, de gratitud por ser sólo un niño, el segundogénito.
Husu se oponía a que gente del cielo arriesgara la vida para rescatar a los zenifi; en vano Monush argumentó que la primera generación, la que había rechazado toda asociación humana con los ángeles, ya había muerto a esas alturas. Mientras discutían aquel tema, con la participación de otros consejeros, Mon se arriesgó a mirar a su hermano. Para su consternación, Aronha lo miró directamente, con una sonrisa. Mon movió la cabeza para ocultar su propia sonrisa, pero en ese momento fue más feliz que nunca en su vida.
Luego se volvió hacia Bego, pero fue bGo quien le susurró:
—¿Y si mueren cien hombres por este sueño de Edhadeya?
Las palabras apuñalaron a Mon en el corazón. No había pensado en ello. Enviar un ejército a territorio elemaki, por largos y angostos desfiladeros donde a cada momento era posible una emboscada, resultaba una temeridad; pero el consejo de guerra no se preguntaba si correrían el riesgo, sino quién encabezaría la expedición.
—No arruines el triunfo del niño —murmuró Bego—. Nadie obliga a los soldados a ir. Él ha dicho la verdad, y con osadía. Honor a él. —Bego alzó su copa de vino con especias.
Mon sabía que debía alzar su copa de vino doblemente rebajado.
—Fue tu voz la que abrió las puertas, Ro-Bego. Bego bebió, frunciendo el ceño.
—No me vengas con tus títulos de persona media, niño. bGo sonrió, una expresión rara en él.
—Mi otro-yo está sumamente complacido —dijo—. Debes disculparlo, porque eso siempre lo amarga. Padre propuso una solución intermedia.
—Que los espías de Husu custodien a los soldados humanos de Monush hasta que encuentren un paso que les permita sortear los puestos elemaki. Por lo que sabemos, hay caos entre los reinos de la tierra de Nafai, y tal vez una incursión sea más segura que de costumbre. Cuando Monush cruce la frontera, los espías se quedarán allí a esperar su regreso.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Husu.
—Ochenta días —dijo Monush.
—Es la temporada de las lluvias en las serranías —dijo Husu—. ¿Debemos congelarnos o morirnos de hambre? ¿Cuál es el plan?
—Mantén cinco hombres allí durante diez días —dijo el rey—. Luego otros cinco, y otros más, de diez días en diez días.
Monush alzó la mano izquierda para manifestar su acuerdo. Husu alzó el ala izquierda, pero aun así masculló:
—Rescatar a esos racistas inútiles… sí, sin duda vale la pena. Mon se sorprendió de que Husu pudiera hablar con tanta insolencia.
—Entiendo el rencor que la gente del cielo siente por los zenifi —dijo Padre—. Por eso no me ofende que te mofes al aceptar mi propuesta.
Husu inclinó la cabeza.
—Mi rey es más benévolo de lo que su servidor merece.
—Es la pura verdad —murmuró bGo—. Algún día Husu irá demasiado lejos y todos pagaremos por ello.
El «todos» debía de aludir a toda la gente del cielo, pensó Mon. Era inquietante pensar que alguien pudiera responsabilizar a todo el pueblo del cielo por la impertinencia de Husu.
—Eso no sería justo —dijo Mon. bGo rió entre dientes.
—Escucha, Bego, dice que no es justo… como si eso significara que no puede ocurrir.
—En lo más íntimo del corazón de todo hombre humano —susurró Bego—, la gente del cielo no es más que un hatajo de bestias impertinentes.
—Eso no es cierto —protestó Mon—. ¡Te equivocas! Bego lo miró divertido.
—Yo soy humano, ¿verdad? —preguntó Mon—. Y en lo más íntimo de mi corazón los ángeles son el pueblo más bello y más esplendoroso de todos.
Mon no había gritado, pero la intensidad de sus palabras había acallado otras voces. En el repentino silencio, comprendió que todos le habían oído. Vio la sorprendida expresión de su padre y se ruborizó.
—Tengo entendido —dijo Padre— que algunos miembros del consejo sólo pueden hablar si cuentan con el oído del rey. Mon se puso de pie, rojo de vergüenza.
—Perdóname, señor.
Padre sonrió.
—Creo que Aronha dijo que cuando te plantabas en tus trece siempre tenías razón. —Se volvió hacia Aronha—. ¿Aún sostienes lo que has dicho?
Titubeando, Aronha miró a su padre a los ojos y respondió que sí.
—Entonces es opinión de este consejo que los ángeles son el pueblo más bello y esplendoroso.
Y Padre alzó la copa hacia Husu.
Husu se levantó, hizo una reverencia y respondió al brindis. Ambos bebieron. Padre miró a Monush; éste se echó a reír, se puso de pie y también alzo la copa para beber.
—Las palabras de mi segundogénito han traído paz a esta mesa —dijo Padre—. Eso es sabiduría, a mi juicio. Venga, terminemos con esto. El consejo ha concluido y nada nos queda por hacer aquí, salvo comer… y reflexionar sobre el efecto que los sueños de las niñas, transmitidos por niños, pueden tener sobre los pies y las alas de los guerreros.
Edhadeya esperaba que su padre fuera a verla a su habitación para hablar con ella, como cada noche. Habitualmente le gustaba que lo hiciera, para decirle cómo le había ido en la escuela, para jactarse de su conocimiento de una nueva palabra o giro del idioma antiguo, para contarle alguna aventura, chisme o logro del día. Pero esa noche tenía miedo, y no sabía si prefería que Mon le hubiera contado el sueño a Padre o que no lo hubiera hecho. Si no se lo había contado, tendría que contárselo ella misma, y tal vez él le palmeara el hombro y le dijera que el sueño era extraño y maravilloso y luego lo ignorase, sin comprender que era un sueño verdadero.
Pero cuando él llegó a la puerta, Edhadeya supo que Mon se lo había contado. Los ojos de Padre eran penetrantes e inquisitivos. Guardó silencio, los brazos apoyados en la jamba. Al fin asintió con un gesto de la cabeza.
—Conque el espíritu de Luet está despierto en mi hija.
Edhadeya miró al suelo, sin saber si él estaba enfadado u orgulloso.
—Y el espíritu de Nafai en mi segundo hijo. Ah. Conque no estaba enfadado.
—No te molestes en explicarme por qué no podías contarme esto tú misma —dijo Padre—. Sé por qué, y me avergüenzo de ello. Luet nunca tuvo que valerse de subterfugios para obtener la atención de su esposo, ni Chveya tuvo que convencer a un hermano o esposo de que hablara en su nombre cuando tenía conocimientos que otros necesitaban compartir.
Se arrodilló ante ella y le cogió las manos.
—Esta noche miré el consejo del rey, mientras terminábamos la comida, pensando en el peligro y la guerra, en los zenifi esclavizados y necesitados de auxilio, y sólo podía pensar en algo… ¿por qué hemos olvidado lo que sabían nuestros antepasados? Al Guardián de la Tierra no le importa si habla con una mujer o con un hombre.
—¿Y si no es así? —susurró ella.
—¿Qué, ahora lo dudas? —preguntó Padre.
—Yo tuve el sueño, y era verdadero… pero fue Mon quien dijo que eran los zenifi. Yo no lo comprendí hasta que él lo dijo.
—Sigue hablando con Mon cuando tengas sueños verdaderos —dijo Padre—. Sé una cosa. Cuando Mon habló, sentí un fuego en el corazón y pensé, con palabras que acudieron a mi mente tan claramente como si alguien me las hubiera dicho al oído… pensé: Un hombre poderoso se yergue aquí con cuerpo de niño. Y luego supe que el sueño era tuyo, y una vez más la voz me habló en la mente: El hombre que escucha a Edhadeya será el verdadero mayordomo del Guardián de la Tierra.
—¿Era… el Guardián quien te hablaba? —preguntó Edhadeya.
—Quién sabe —dijo Padre—. Tal vez fuera orgullo paterno. Tal vez fuera una expresión de mis deseos. Tal vez fuera la voz del Guardián. Tal vez fuera la segunda copa de vino. —Se echó a reír—. Echo de menos a tu madre. Ella sabría mejor que yo qué hacer contigo.
—Yo hago todo lo posible —dijo Dudagu desde la puerta. Edhadeya jadeó sorprendida. Dudagu tenía la costumbre de moverse con sigilo para que nadie supiera cuándo estaba fisgoneando.
Padre se puso de pie.
—Nunca te he encomendado la educación de mi hija —dijo amablemente—. Así que no entiendo en qué haces lo posible. —Le sonrió a Dudagu y salió de la habitación de Edhadeya.
Dudagu miró a Edhadeya ceñuda.
—No creas que llegarás a ninguna parte con tus sueños, niña —dijo, y sonrió—. Siempre puedo desdecir en su lecho lo que tú le hayas dicho aquí.
Edhadeya sonrió a su madrastra. Luego abrió la boca y se metió el dedo en la garganta como si quisiera vomitar. Un instante después sonreía de nuevo.
Dudagu se encogió de hombros.
—Dentro de cuatro años podré buscarte marido —dijo—. Créeme, ya he ordenado a mis mujeres que busquen al hombre adecuado. Alguien que viva lejos de aquí.
Se alejó en silencio de la puerta y se marchó por el pasillo. Edhadeya se tumbó en la cama y murmuró:
—Me encantaría tener un sueño verdadero de Dudagu Dermo en un accidente con el bote. Si te encargas de esas cosas, querido Guardián de la Tierra, ten en cuenta que ella no sabe nadar pero es muy alta, así que las aguas deben ser profundas.
Al día siguiente sólo se hablaba de la expedición que iría a buscar a los zenifi. Y a la mañana siguiente, el altivo pueblo y los funcionarios de la ciudad despidieron a los soldados, mientras los espías revoloteaban por el cielo. Edhadeya pensó, mientras los miraba partir: «Conque esto puede lograr un sueño.» Y luego pensó: «Debería tener más sueños así.»
Al instante se avergonzó de sí misma. «Si alguna vez miento acerca de mis sueños y sostengo que uno es verdadero cuando no lo es, que el Guardián me arrebate todos los sueños.»
Dieciséis soldados humanos, con la protección aérea de docenas de espías, partieron de Darakemba. No era un ejército, ni siquiera una gran expedición, así que la partida sólo provocó una conmoción momentánea en la ciudad. Pero Mon miraba desde la azotea, en compañía de Aronha y Edhadeya.
—Tendrían que haberme dejado ir con ellos —dijo Aronha enfadado.
—¿Eres tan generoso que quieres que yo herede el reino? —preguntó Mon.
—Nadie resultará muerto —dijo Aronha.
Mon no se molestó en responder. Sabía que Aronha sabía que Padre tenía razón. Aquella expedición tenía un toque de locura. Era una partida de exploradores tratando de localizar un sueño. Padre sólo aceptó voluntarios, y sólo con gran renuencia permitió que el gran Monush los condujera. No estaba dispuesto a enviar a su heredero.
—Se pasarían el tiempo preocupándose más por tu seguridad que por la misión —había dicho Padre—. No te preocupes, Aronha. Me temo que pronto tendrás la oportunidad de participar en una batalla sangrienta. Si te enviara esta vez, tu madre se levantaría de la tumba para reprochármelo. —Mon había sentido un escozor de miedo al oír esto, hasta que vio que todos se lo tomaban a broma.
Todos menos Aronha, que estaba realmente furioso de que no contaran con él.
—Mi hermana puede tener el sueño, mi hermano puede contártelo… ¿y qué hay de mí? Respóndeme, Padre.
—Vaya, Aronha, te he dado tanta participación como me he dado a mí mismo… mirarlos mientras se van.
Y en ese momento hacían precisamente eso, los miraban mientras se iban. Normalmente Aronha habría despedido a los soldados desde la escalinata de la casa del rey, pero sostenía que sería demasiado humillante plantarse junto al rey cuando lo habían declarado demasiado inútil para ir. Padre no discutió con él y le dejó subir a la azotea; ahora Aronha hervía de furia, aunque había admitido delante de Mon que, de estar en lugar de Padre, habría tomado la misma decisión.
—Aunque Padre tenga razón, eso no quiere decir que deba estar contento. Edhadeya rió.
—Por la Boca de Algodón, Aronha, que Padre tenga razón es lo que más nos molesta.
—No jures por Sin Patas —replicó Aronha cortante.
—Padre dice que no es más que una serpiente peligrosa, no un verdadero dios —dijo Edhadeya desafiante.
—No serás supersticioso, ¿verdad, Aronha? —preguntó Mon.
—Padre dice que debemos respetar las creencias de los demás, y sabéis que la mitad de los criados cavadores creen que Sin Patas es sagrada —dijo Aronha.
—Sí —dijo Edhadeya—, y siempre juran por ella.
—No dicen su nombre abiertamente —dijo Aronha.
—Pero Aronha, es sólo una serpiente. —Edhadeya mecía la cabeza como si fuera una espiga de maíz. A su pesar, Aronha se echó a reír. Luego se puso serio de nuevo y miró a los dieciséis soldados que trotaban río arriba hacia la frontera sur.
—¿Encontrarán mi sueño? —preguntó Edhadeya.
—Si el Guardián te envió el sueño —dijo Aronha—, significa que desea que encontremos a los zenifi.
—Pero eso no significa que los integrantes de la partida de Monush sepan escuchar cuando ella habla —dijo Edhadeya, refiriéndose al Guardián.
Aronha puso mala cara pero no la miró.
—Él decide con quién hablará. No es cuestión de saber cómo.
—Ella sólo puede hablar con personas que saben escuchar, y por eso nuestra antepasada Luet era tan famosa como vidente de las aguas, y su hermana Hushidh y su sobrina Chveya como descifradoras. Poseían un gran poder y…
—El poder no estaba en ellas —puntualizó Aronha—. Estaba en el Guardián. Él las escogió como sus favoritas… y debo señalar que ninguna de ellas era más grande que Nafai, quien usó el manto de capitán y dominó los cielos con sus…
—Bego dice que todo eso es una tontería —dijo Mon. Los otros callaron.
—¿De veras? —preguntó Aronha, al cabo de un rato.
—Tú le has oído decirlo, ¿verdad?
—A mí nunca me lo ha dicho. ¿Qué es una tontería? ¿El Guardián?
—La idea de nuestros antepasados heroicos —dijo Mon—. Todos afirman tener antepasados heroicos, según él. Cuando han pasado varias generaciones, se convierten en dioses. Él dice que de allí vienen los dioses. Son seres humanos divinizados.
—Qué interesante —dijo Aronha—. ¿Enseña al hijo del rey que los antepasados del rey son un invento?
Mon comprendió entonces que podía poner a su preceptor en aprietos.
—No —dijo—. No literalmente. Él sólo… planteó esa posibilidad.
Aronha cabeceó.
—Conque no quieres que lo haga arrestar.
—No lo dijo directamente.
—Sólo recuerda esto, Mon —dijo Aronha—. Es posible que Bego tenga razón y nuestras historias sobre grandes antepasados humanos con poderes extraordinarios otorgados por el Guardián de la Tierra sean exageraciones, incluso fantasías o delirios. Pero la gente media no es la única que podría querer replantear la historia para adecuarla a los intereses actuales. ¿No crees que un ángel patriótico podría querer arrojar dudas sobre las historias de grandeza de los antepasados de la gente media? ¿Sobre todo los antepasados del rey?
—Bego no es un embustero —dijo Mon—. Es un erudito.
—No he dicho que mintiera —señaló Aronha—. Él dice que creemos en esas historias porque nos resulta útil y satisfactorio hacerlo. Tal vez él dude de las mismas historias porque a él le resulta útil y satisfactorio eso mismo precisamente.
Mon frunció el ceño.
—¿Y cómo podemos saber la verdad?
—No podemos —dijo Aronha—. Eso es lo que deduje hace mucho tiempo.
—¿Entonces no crees en nada?
—Creo en todo lo que me parece verdadero en este momento. Me niego a sorprenderme cuando algunas cosas en las que creo resultan ser falsas. Eso me evita contrariedades.
Edhadeya se echó a reír.
—¿Y de dónde has sacado esa idea?
Aronha se volvió hacia ella, un poco ofendido.
—No crees que sea mía.
—Pues no.
—Me lo enseñó Monush —dijo Aronha—. Un día, cuando le pregunté si realmente existía un Guardián de la Tierra. A fin de cuentas, según las viejas historias, existió un dios llamado Alma Suprema, y resultó ser una máquina en una antigua nave.
—Una antigua nave que volaba por los aires —le dijo Mon—. Bego dice que sólo la gente del cielo vuela, y que nuestros antepasados inventaron esa historia porque la gente media envidiaba a la gente del cielo el don de volar.
—No toda la gente del cielo puede volar —dijo Edhadeya—. El viejo Bego está tan decrépito, gordo y achacoso que apenas puede levantarse del suelo.
—Pero podía cuando era joven. El lo recuerda.
—Y tú lo imaginas —dijo Aronha. : Mon sacudió la cabeza.
—Los recuerdos son reales. La imaginación no es nada. Edhadeya rió.
—Qué tontería, Mon. La mayoría de las cosas que la gente dice recordar son pura imaginación.
—¿Y de dónde sacas eso? —preguntó Aronha con una sonrisa socarrona.
Edhadeya puso los ojos en blanco.
—Me lo dijo Uss-Uss, y puedes reírte si quieres, pero ella…
—¡Es una criada! —exclamó Aronha.
—Es la única amiga que tuve después de la muerte de Madre —dijo Edhadeya—, y es muy sabia.
—Es cavadora —murmuró Mon.
—Pero no elemaki —puntualizó Edhadeya—. Los de su familia han servido a los reyes nafari durante cinco generaciones.
—Como esclavos —señaló Mon. Aronha rió.
—Mon escucha a un viejo ángel, Edhadeya a una gorda esclava cavadora, y yo a un soldado célebre por su coraje y su inteligencia en la guerra, pero no por su erudición. Cada uno escoge a su maestro, ¿verdad? Me pregunto si la elección del maestro revela algo acerca de nuestro futuro.
Reflexionaron sobre ello en silencio, mientras la bandada de espías que indicaba la posición de la partida de Monush continuaba su viaje valle arriba, a orillas del Tsidorek.