—Nafai me contó algo una vez —le dijo Shedemei al Alma Suprema.
El Alma Suprema, con su infinita paciencia, esperó a que ella continuara.
—Antes de que tú… lo escogieras.
—Recuerdo el momento —suspiró el Alma Suprema, cuya paciencia quizá no fuera tan infinita.
—Cuando todavía tratabas de impedir que él e Issib descubrieran demasiado acerca de ti.
—El verdadero problema era Issib, a decir verdad. Era él quien tenía intención de oponerse a mí.
—Sí, de acuerdo, pero no lo consiguió hasta que Nafai se unió a él.
—Fue una preocupación durante un tiempo.
—Sí, me lo imagino. Ambos luchando con todo su empeño. Tenías que consagrar todos tus recursos a contrarrestarlos.
—No todos, ni mucho menos.
—Los suficientes como para que al final desistieras.
—Me gané su confianza.
—Dejaste de luchar contra ellos y los reclutaste para tu bando. No tuviste opción, ¿verdad?
—Supe desde el principio que eran valiosos. En ese momento decidí que me valdría de ellos para ensamblar una nave estelar que funcionara.
—¿Los habrías escogido si no te hubieran causado tantos problemas?
—Ya había escogido a su padre para… poner las cosas en movimiento.
—Pero en realidad querías a Luet, ¿verdad?
—Nafai era muy insistente. Muy ambicioso. Quería estar en el centro de los acontecimientos. Decidí que eso era útil. Y nunca tuve que escoger entre él y Luet, porque terminaron por unirse.
—Sí, sí. Estoy segura de que todo salió tal como lo planeabas.
—Mi programación me permite ser infinitamente adaptable, mientras opere teniendo en cuenta las prioridades principales. Mis planes cambiaron, pero el objetivo seguía siendo el mismo.
—De acuerdo. A eso iba, precisamente. —Shedemei rió—. Si no te conociera mejor, Alma Suprema, pensaría que estás salvando tu orgullo.
—Yo no tengo orgullo.
—Me alegra saberlo —dijo Shedemei—. Yo deseché el mío hace mucho tiempo.
—¿Pero adonde quieres ir a parar?
—Nafai te obligó a escucharlo, a fijarte en él, a tenerlo en cuenta.
—Nafai e Issib.
—Lo hicieron oponiendo resistencia, y tuviste que modificar tus planes para adecuarlos a su… ¿cómo has dicho? Su ambición.
—Issib era obstinado. Nafai era ambicioso.
—Sin duda tienes una lista de adjetivos aplicables a cada nombre de tus archivos.
—No seas mordaz, Shedemei. No es apropiado para una mujer que ha renunciado a su orgullo.
—¿Quieres escuchar mi plan o no?
—Conque a eso ibas. Un plan.
—Todavía cuentas con poder para influir sobre los seres humanos.
—En una zona pequeña del mundo, sí.
—No tiene que ser en el otro lado del planeta. Sólo aquí, en el Gornaya.
—En cualquier parte del Gornaya, sí, puedo ejercer cierta influencia.
—Y esa técnica que usabas en Armonía, para impedir que desarrolláramos tecnologías peligrosas…
—Idiotizando momentáneamente a la gente.
—¿Y todavía puedes enviar sueños?
—No tan potentes como los sueños que envía el Guardián.
—Pero sueños. Sueños claros.
—Mucho más claros que los sueños del Guardián —dijo el Alma Suprema.
—Pues bien. Una partida de soldados nafari avanza por el valle del Tsidorek. Cuando lleguen al lago Sidonod, la zona estará tan plagada de elemaki que tendrán que seguir un peligroso camino por la cima de la ladera. Allí la cordillera es escabrosa. En algunos puntos la cresta es muy baja, de modo que los valles se unen a través de un paso angosto. Si pueden cruzar ese paso, llegarán a un desfiladero que los conducirá directamente a Chelem, donde la gente de Akmaro es esclava de los elemaki.
—Esclava de Pabulog y de sus hijos, querrás decir.
—Cuando lleguen a ese paso, el Guardián intentará conducirlos hacia allí.
—Es lo más probable —dijo el Alma Suprema.
—Entonces, ¿por qué no los idiotizas hasta que haya pasado esa oportunidad?
—El Guardián los hará regresar. ¿Y por qué tengo que impedirles que rescaten a Akmaro?
—El Guardián tratará de enviarlos de regreso. Pero en el ínterin, los guiarás por la ladera hasta que lleguen al desfiladero donde nace el río Zidomeg.
—Hasta Zinom —dijo el Alma Suprema, comprendiendo—, donde la mayoría de los zenifi son esclavos, en mayor o en menor medida, de los elemaki.
—Exacto —dijo Shedemei—. Monush creerá que ha cumplido su misión. Habrá hallado un grupo de zenifi bajo el yugo de los cavadores. Encontrará el modo de rescatarlos. Los llevará a casa.
—No puede llevar a todo un pueblo por la ladera de la montaña.
—No —dijo Shedemei—. Tendrás que enviarle sueños que lo guíen por el valle del Ureg y el paso que conduce al valle del Padurek.
—Eso hará que pasen cerca del grupo de Akmaro.
—Y el Guardián tratará de conseguir que Monush encuentre por fin a la gente de Akmaro.
—Y yo intervendré de nuevo —dijo el Alma Suprema—. Pero ése no es mi cometido, Shedemei. Mi propósito no es entorpecer la obra del Guardián de la Tierra.
—No, tu propósito es obtener la ayuda del Guardián para regresar a Armonía. Tal vez, si le causas problemas, te envíe de vuelta a Armonía, para evitar que te inmiscuyas en sus asuntos.
—No creo que pueda hacer eso. —El Alma Suprema hizo una pausa—. Quizá mi programación me impide rebelarme conscientemente contra lo que considero los deseos del Guardián.
—Bien, búscale una solución —dijo Shedemei—. Pero entretanto, ten esto en cuenta. Mientras el Guardián no te diga nada, ¿cómo sabes que no desea que uses los ardides que te estoy sugiriendo simplemente para poner tu temple a prueba?
—Shedemei, de nuevo idealizas las cosas. Soy una máquina, no una marioneta que desea estar viva. Las pruebas no me afectan. Hago aquello para lo cual me han programado.
—¿De veras? —preguntó Shedemei—. Pero estás programado para tomar la iniciativa. Aquí tienes la oportunidad. Si al Guardián no le gusta, sólo tiene que ordenarte que te detengas. Pero al menos estarás hablando con él.
—Me lo pensaré.
—Bien.
—De acuerdo —convino el Alma Suprema—. Me lo he pensado. Hagámoslo.
—¿Tan pronto? —aunque Shedemei sabía que el Alma Suprema era un ordenador, seguía sorprendiéndola que pudiera tomar tantas decisiones en el tiempo que un humano tardaba en pronunciar una palabra.
—Me he sometido a un test y no he descubierto nada en mi programación que me lo impida. Puedo hacerlo. Así que lo intentaremos cuando Monush llegue al lugar indicado, y averiguaremos cuánto es capaz de soportar el Guardián antes de dignarse establecer contacto conmigo.
Shedemei rió.
—¿Por qué no lo admites, farsante?
—¿Admitir qué?
—Que estás molesto con el Guardián.
—No lo estoy —se defendió el Alma Suprema—. Sólo me preocupa lo que pueda suceder en Armonía.
—Tranquilo —dijo Shedemei—. Tu otro-yo está allí, como dirían los ángeles.
—Yo no soy un ángel.
—Tampoco yo, no te aflijas.
—Pareces melancólica.
—Soy jardinera. Echo de menos la sensación de tener tierra bajo los pies.
—¿Es el momento de hacer otro viaje a la superficie?
—No —dijo Shedemei—. No tiene sentido. Nada de lo que planté la última vez estará listo para una medición. Sería un derroche y un riesgo.
—Se te permite divertirte. Aun la que usa el manto de capitana tiene derecho a hacer ciertas cosas por el mero placer de hacerlas.
—Sí, y lo haré. Cuando llegue el momento.
—Tienes una voluntad de acero —dijo el Alma Suprema.
—Y un corazón de cristal —respondió Shedemei—. Frágil y frío. Voy a dormir una siesta. ¿Por qué no aprovechas el tiempo para diseñar un sueño?
—¿No tienes suficientes sueños propios?
—No para mí. Para Monush.
—Era una broma —dijo el Alma Suprema.
—Bien, la próxima vez hazme un guiño o algo parecido, para que me entere.
Shedemei se levantó del terminal y se fue a la cama.
Monush y sus hombres pasaban otra noche en otro angosto saliente de roca sobre el suelo del valle. Las antorchas de la aldea cavadora permanecían encendidas hasta tarde; los quince compañeros de Monush las observaron hasta que se apagaron con un chisporroteo. Les costaba dormir, a pesar de la fatiga, pues si rodaban en la noche caerían cien metros antes de que las piedras interrumpieran su descenso, además de partirles los huesos. Todos clavaron estacas afiladas en la roca; si no había ninguna grieta donde insertarlas, las amontonaban para dar con ellas si comenzaban a rodar en sueños hacia el borde del abismo. Pero era un descanso precario, y muchos no lograban dormir.
Aun así, esa noche Monush se durmió tan profundamente como para soñar, y cuando despertó conocía el camino que debía escoger para encontrar a los zenifi. Ese sendero alto se ensancharía y descendería, pero en cierto lugar, si trepaba, llegaría a un paso de montaña que conducía a otro valle. Allí vería un gran lago, y siguiendo el valle del río que nacía en él llegaría al sitio con el cual había soñado Edhadeya.
Despertó del sueño cuando comenzaba a clarear. Extrajo con cuidado las estacas que había clavado en la piedra y se las guardó en el saco. Masticó la torta de maíz fría que sería su única comida del día, a menos que encontraran alimentos en algún tramo de la jornada, algo improbable en aquellos peñascos escarpados y a semejante altitud. Se encontraban en la región conocida como la Corona del Gornaya, la región más alta del gran macizo de cordilleras que durante mucho tiempo había albergado gente del suelo, gente media y gente del cielo. Allí se habían formado los siete lagos, todos ellos sagrados, pero ninguno más sagrado que el Sidonod, fuente pura del Tsidorek, el río sagrado que atravesaba el corazón de Darakemba. Algunos hombres abrigaban la esperanza de ver el Sidonod, pero Monush sabía que no sería así. El paso aparecería antes. A una hora de marcha.
Sin una palabra —pues los ruidos resonaban en el seco aire de montaña— Monush dio la señal de emprender la marcha. Todos los hombres estaban ya despiertos, y echaron a andar despacio y con precaución por el angosto reborde de roca.
Dos veces llegaron a lugares donde el saliente se interrumpía y tuvieron que trepar o descender hasta otro saliente que les permitiera seguir avanzando.
Llegaron a un sitio donde el saliente se ensanchaba y conducía a un lugar que permitía pasar más cómodamente. Monush reconoció el lugar de inmediato y pensó…
¿Pensó qué? No podía recordarlo. Algo sobre aquel sitio.
—¿Qué es? —susurró Chem, su segundo.
Monush sacudió la cabeza. Lo tenía en la punta de la lengua. Una palabra, una idea, pero no recordaba por qué. ¡Ah! ¡Un sueño!
Pero el sueño se había esfumado. No podía recordar el sueño ni su significado.
Qué estúpido he sido, pensó Monush. Qué tonto al pensar que mis sueños me indicarían cosas verdaderas, como los de Edhadeya.
Indicó a sus hombres que lo siguieran por el sendero cada vez más ancho. A la media hora doblaron un recodo y vieron algo con lo que muchos hombres habían soñado sin esperanza de verlo: el sagrado Sidonod, brillando bajo las primeras luces.
Allí abajo, a orillas del lago, había aldeas con fogatas. Sólo los humanos podían vivir en esas chozas y casas; los cavadores vivían en árboles huecos y en los túneles subterráneos de las inmediaciones.
La escena tenía un aspecto apacible, pero si aquellos hombres, cavadores o humanos, se enteraban de que los nafari recorrían esa angosta lengua de tierra, pronto habría un alboroto y grupos de guerreros escalarían las paredes del peñasco. Esto no significaba una muerta segura, aunque los superasen en número. Aun los cavadores, nacidos para trepar, tendrían dificultades para escalar la roca. Pero con el tiempo los elemaki llegarían al saliente y los obligarían a pelear hasta el último hombre, o bien los nafari tendrían que subir a mayor altura, hasta alcanzar altitudes donde los hombres se congelaban, se desmayaban o enloquecían.
Así que continuaron recorriendo en silencio la roca, con las túnicas y los pantalones color tierra, las mantas color tierra sobre los hombros, y la cara y el cabello embadurnados de tierra para confundirse con el pedregoso peñasco.
Ojalá hubiera un modo de escalar aquellas montañas y sortear las pobladas costas, pensó Monush. Y entonces un pensamiento estalló en su mente. ¡Claro que podemos! Allí detrás hay un… un… no podía recordarlo. ¿En qué estaba pensando? ¿En algo que habían dejado atrás? ¿Por qué? No había perseguidores. ¿Se había olvidado de alguno de sus hombres? Se detuvo para contarlos rápidamente. No faltaba ninguno y, como se habían detenido, la mayoría miraban boquiabiertos el lago sagrado.
Monush les indicó que continuaran. El saliente se elevó de nuevo. Pasaron junto al largo lago, y sólo durmieron dos noches con las aguas a la vista.
Pasado el lago, entraron en un territorio menos escabroso, aunque más peligroso. Era una vasta región de montañas bajas, verdes hasta la cumbre, y en cada valle vivían por lo menos algunas personas, habitualmente cavadores, a menudo humanos; de vez en cuando, daban con un asentamiento aislado de ángeles, aunque la mayoría de ellos eran esclavos de una aldea de elemaki cercana o eran «libres» pero vasallos de un reyezuelo elemaki.
Varias veces fueron localizados por ángeles que los sobrevolaban, pero los ángeles continuaban su vuelo en vez de lanzar una advertencia. Uno de ellos se posó en una rama cercana, señaló el risco que seguían Monush y sus hombres y sacudió la cabeza. No vayáis por aquí, les decía. Monush asintió, saludó con una reverencia amistosa y el ángel se remontó en el aire y se alejó.
A nosotros nos favorece, pensó Monush, que los elemaki sean tan crueles con los pocos ángeles obligados a vivir entre ellos. Nos crea amigos dondequiera que vamos. Amigos débiles, es verdad, pero todos los amigos son bienvenidos en la tierra de nuestros enemigos.
El cuadragésimo día de la expedición llegaron a un lugar donde cuatro arroyos confluían a pocos metros de distancia. Las aguas eran turbulentas, pero en las inmediaciones no vivían cavadores, humanos ni ángeles.
—¿Un lugar sagrado como éste… —susurró Chem—, y nadie vive aquí para recibir el don? Monush asintió, sonriendo.
—Tal vez reciben el don corriente abajo.
Los condujo hacia allí, y mientras avanzaban río abajo notaron que no surgían nuevos cerros. El terreno estaba a punto de cambiar.
De pronto lo comprendieron. El terreno descendía frente a ellos. Las aguas del río se precipitaban como una flecha en el aire y se despeñaban humedeciendo el valle con una lluvia perpetua. Era un lugar de poder, el único lugar, por lo que Monush sabía, donde el agua de un río se convertía en lluvia sin antes subir al cielo en forma de nube.
—¿Hay un camino de descenso? —preguntó Chem.
—Como tú has dicho —respondió Monush—, es un lugar sagrado. ¿Ves? Muchos pies han subido por este risco.
Era casi una escalera, un descenso artificial: escalones tallados en la piedra, tierra apisonada con tablones.
—Un tullido podría subir por aquí —comentó Alekiam, el que hablaba el dialecto de idioma cavador más difundido entre los elemaki.
No era probable toparse con muchos cavadores que no hubieran adoptado el torg, una lengua comercial basada en el idioma humano original, con una pronunciación adaptada a la boca de cavadores y ángeles y miles de palabras de ambos pueblos añadidas. Pero era posible hacerlo en aquellas montañas, donde se decía que cavadores y ángeles cohabitaban en valles remotos a la antigua usanza, los cavadores robando estatuas hechas por los ángeles y llevándolas a los túneles para adorarlas como a dioses, y enviando expediciones guerreras para secuestrar a los hijos de los ángeles y devorarlos. Nadie recordaba haber recorrido semejante lugar, pero pocos dudaban de que pudiera seguir habiendo gente así, cavadores que llamaran a los ángeles «reses del cielo» y ángeles que llamaran a los cavadores «diablos», ambos por buenas razones.
—Silencio —dijo Monush—. Mucha gente recorre estos parajes. Quién sabe qué encontraremos en el fondo.
Pero no había nadie en el fondo, y allí, por ser más bajo el terreno, maduraban varios frutos de temporada. Monush condujo a sus hombres hasta la cima de una colina que daba sobre el río que se alejaba de la lluvia perpetua del pie del peñasco. Ordenó a doce hombres que se quedaran vigilando, comiendo la fruta que encontraran, mientras él continuaba con Alekiam, Chem y un forzudo soldado llamado Lemech, que podía desnucar a un hombre de una bofetada.
Avanzaron con cautela siguiendo el río. Encontraron indicios de que en otro tiempo habían existido muchas colonias en aquellas tierras. Los lindes de los viejos campos aún eran visibles entre la maleza. Y pasaron por zonas desbrozadas y cubiertas de piedras para que los cavadores no pudieran avanzar bajo tierra y abrirse paso con sus túneles hasta los hogares de la gente.
—¿Dónde está la gente? —preguntó Chem, llegados a uno de esos lugares—. Construían bien, pero se han ido.
—No, no se han ido —dijo Lemech. Un humano joven y alto se erguía en el linde del bosque. No estaba allí hacía un instante.
—Hola, amigo —dijo Monush, puesto que ya no podía ocultarse.
A una señal del joven, unos treinta soldados subieron a la plataforma de piedra. ¿De dónde salían? ¿No habían rodeado el lugar antes de subir a él?
—Dejad vuestras armas —murmuró Monush con serenidad.
—Sólo en el corazón de un cavador —dijo Lemech.
—Nos tienen cercados —dijo Monush—. Si nos rendimos, tal vez vivamos el tiempo suficiente para que los demás nos encuentren.
—Es posible que ésta sea la gente que hemos venido a buscar —sugirió Chem—. No hay ningún cavador entre ellos.
Era cierto. Así que dejaron sus armas en el suelo de la plataforma de piedra.
Al instante los desconocidos se aproximaron, los apresaron, los ataron y los obligaron a correr por el bosque hasta llegar a un sitio donde se apiñaban veinte de aquellas plataformas. Sobre ellas se elevaban muchos edificios, casas en su mayoría, aunque no humildes; algunos edificios no eran casas, sino palacios, estadios y templos.
Una torre solitaria se erguía, más alta que los árboles, permitiendo otear toda la comarca y avistar a todos los enemigos que se acercaran.
Si los soldados no hubieran amordazado a Monush y a sus hombres, podría haberles preguntado si eran zenifi. Pero no pudo; los arrojaron a una habitación que debía de utilizarse como almacén de alimentos, pero que ahora sólo contenía a cuatro prisioneros maniatados.
En el sueño de Edhadeya, se preguntó Monush, ¿no pedían los zenifi que los rescataran?
Akma despertó temblando de miedo. Pero no se atrevía a hablar en voz alta; habían aprendido que los cavadores que los custodiaban de noche consideraban todo lo dicho en voz alta como una plegaria al Guardián, y Pabulog había decretado que toda plegaria al Guardián por parte de los adeptos de Akmaro era blasfemia y se castigaba con la muerte. No era que un grito en la noche provocara la muerte de un niño, pero los cavadores los sacaban a rastras de la tienda y los golpeaban, exigiendo que confesaran que uno de ellos estaba orando. Los niños habían aprendido a despertar en silencio, aunque tuvieran pesadillas.
Aun así, tenía que hablar del sueño mientras lo tuviera fresco. Quería despertar a su madre, quería que lo abrazara y lo consolara. Pero era demasiado mayor para eso, y lo sabía; se avergonzaría de necesitar aquel consuelo aun mientras lo recibía con gratitud.
Así que se acurrucó contra su padre, Akmaro, hasta que éste se volvió y susurró:
—¿Qué ocurre, Akma?
—He soñado.
—¿Un sueño verdadero?
—El Guardián enviaba hombres a rescatarnos. Pero una nube de oscuridad y una bruma acuosa les bloqueaban la visión y ellos se equivocaban de camino. Ahora nunca vendrán.
—¿Cómo sabes que los enviaba el Guardián?
—Simplemente lo sé.
—Muy bien —dijo Akmaro—. Pensaré en ello. Vuelve a dormir.
Akma supo que había hecho todo cuanto podía hacer. Ahora dependía de su padre. Tendría que haberse sentido satisfecho, pero no era así. Más aún, estaba furioso. No quería que su padre pensara en ello, quería que hablara de ello. Quería ayudar a interpretar el sueño. A fin de cuentas el sueño era suyo. Su padre lo había escuchado y se había tomado el sueño en serio, pero daba por supuesto que de él dependía decidir qué hacer, como si Akma fuera una máquina semejante al índice de las antiguas historias.
No soy una máquina, pensó Akma, y puedo pensar en lo que esto significa tanto como cualquiera.
Significa… significa…
Que el Guardián envió hombres a rescatarnos y se han perdido. ¿Qué otra cosa puede significar? ¿Cómo podría Padre interpretarlo de otra manera?
Tal vez Padre no esté pensando en la interpretación del sueño. Tal vez esté pensando qué hacer a continuación. Si el Guardián estuviera a punto de enviar otra partida de rescate, ¿por qué iba a mandar ese sueño? Debe de significar que no vendrá otra partida. Así que nuestra salvación depende de nosotros mismos.
Y Akma se durmió soñando con batallas donde empuñaba una espada para enfrentarse a sus torturadores. Se vio frente al cuerpo decapitado de Pabul; Udad gruñía con las tripas derramadas sobre las rodillas, sentado en el suelo, asombrado de los destrozos que el joven Akma había infligido a su cuerpo. En cuanto a Didul, Akma imaginaba una larga confrontación con él; Didul terminaba suplicando piedad, perdiendo las ínfulas, con las bellas mejillas surcadas de lágrimas. ¿Te dejaré vivir, cuando me has pegado y te has burlado de mí cada día durante semanas y semanas? Podría perdonar los insultos que he sufrido yo, ¿pero te dejaré vivir cuando has abofeteado tantas veces a mi hermana hasta hacerla llorar? ¿Te dejaré vivir cuando has llevado a los demás niños al borde del agotamiento, hasta que los más débiles se han desplomado al sol y tú te has reído mientras los cubrías con fango, como si estuvieran muertos? ¿Te dejaré vivir, cuando hacías todo esto frente a los padres de esos niños, sabiendo que estaban tan indefensos que no podían proteger a sus hijos? Eso ha sido lo más cruel, humillar a nuestros padres, debilitarlos frente a sus hijos. Y por eso, Didul… por eso, la hoja te cortará el pescuezo, tu cabeza dará vueltas en el aire, botará y rodará por el suelo antes de detenerse a los pies de tu propio padre. Que llore ese tirano cruel, que trate de ponerte la cabeza en su sitio y que recuperes esa sonrisita perversa. Pero no podrá hacerlo, ¿verdad? Es impotente para eso, ¿eh? Con el pequeño Muwu aferrándose a su pierna, me rogará que le deje al menos un hijo varón, al menos el último de ellos; pero no perdonaré a nadie, ya que tú a nadie perdonaste.
Con esas vividas imágenes, Akma se durmió de nuevo.
Dos hombres despertaron a Monush, cogiéndole por los brazos atados y sacándolo del húmedo almacén. Oyó que trataban a los demás del mismo modo, pero no veía nada, porque la luz del día lo cegaba. Aún no veía con claridad cuando lo arrastraron hasta la corte del rey.
Pues sin duda era el rey, aunque era el mismo hombre que se había presentado ante ellos el día de su captura. Entonces no parecía un rey, e incluso ahora Monush pensaba que era joven y que parecía inseguro. Se sentaba erguido en el trono, con cierto empaque y aplomo, pero… Monush no sabía qué era lo que no le convencía. Quizá que el hombre no parecía estar a gusto en su situación.
¿A qué se debía esa extraña renuencia? ¿No quería oficiar de juez de los intrusos? ¿O no quería ser rey?
—¿Entiendes mi idioma? —preguntó el rey.
—Sí —dijo Monush. El acento era un poco raro, pero no muy acusado. En Darakemba nadie lo habría confundido con un elemaki.
—Soy Ak-Ilihi, hijo de Nuab, que en otro tiempo fue Nuak, rey de los zenifi. Mi abuelo Zenifab condujo a nuestro pueblo fuera de la tierra de Darakemba para recobrar la tierra de Nafai, propiedad de los nafari, y la voz del pueblo lo nombró rey. Por ese mismo derecho hoy gobierno. Ahora cuéntame cómo has tenido el atrevimiento de aproximarte a las murallas de Zidom mientras yo estaba fuera de la ciudad con mis guardias. Ha sido por tu osadía y temeridad que no permití que mis guardias te ejecutaran de inmediato sin antes saber de tus propios labios cómo te atrevías a violar los tratados y desafiar nuestro poder dentro de los límites de este pequeño reino que nos han dejado los elemaki. El rey aguardó.
—Tienes mi venia para hablar —dijo.
Monush avanzó un paso y se inclinó ante Ilihiak.
—Oh, rey, mucho agradezco al Guardián de la Tierra haber conservado la vida, y que me permitas hablar, y hablaré libremente porque ahora sé que si hubieras comprendido quién soy, y quiénes son mis seguidores, jamás habrías consentido que nos ataran y nos encerraran. Mi nombre, oh, rey, es Mon, y por consentimiento del rey Motiak de Darakemba hoy los hombres me llaman Monush.
—¡Motiak! —exclamó el rey.
—No Motiab, que reinaba cuando tu abuelo se fue de Darakemba, sino su nieto. Fue él quien nos envió en busca de los zenifi, pues un sueño del Guardián nos reveló que los zenifi eran esclavos de los elemaki y anhelaban la libertad.
Ilihiak se puso de pie.
—Pues me regocijas, y cuando haga este anuncio, también el pueblo se regocijará. —Las palabras eran una formalidad, pero Monush notó que también eran sinceras—. Desatadlos —ordenó Ilihiak a sus guardias.
Cuando le soltaron los brazos y las piernas, Monush apenas podía tenerse en pie, pero los guardias que antes lo habían arrastrado ahora lo sostenían con mano firme.
—Te diré sin rodeos, Monush (pues sin duda mereces que cualquier rey te llame así, si Motiak te ha puesto ese nombre), que si nuestros hermanos de Darakemba pueden liberarnos de los pesados impuestos y la crueldad de los elemaki, seremos con gusto sus esclavos, pues es mejor ser esclavos de los darakemba que tolerar que los elemaki nos priven de todo lo que producimos.
—Ilihiak —dijo Monush—, no soy el gran Ak-Moti, pero te aseguro que no es hombre que mande buscar a otro sólo para convertirlo en esclavo de Darakemba. No tengo poder para decirte si consentirá que sigáis siendo un pueblo aparte dentro de las fronteras de Darakemba, o si te confirmará en el trono como subrey. Pero sé que Motiak es un varón justo y bondadoso, escogido por el Guardián, y que no esclavizará a quienes deseen ser ciudadanos leales.
—Si él nos permite vivir dentro de sus fronteras y bajo su protección, lo juzgaremos el mayor bien que se nos haya ofrecido, y no pensaremos en pedir más.
Monush oyó esas palabras, pero conocía bastante los actos de los reyes como para saber que Ilihiak sería un negociador difícil, que se aferraría a toda la independencia y el poder que pudiera obtener de Motiak. Pero esa cuestión concernía a los reyes, no a los soldados.
—Ilihiak, no somos muchos, pero somos más de cuatro. ¿Me permitirás…?
—Ve de inmediato. Eres un hombre libre. Si quieres castigarnos por haberte apresado, sólo tienes que marcharte y no intentaré detenerte. Pero si te apiadas de nosotros, regresa aquí con el resto de tus compañeros y celebremos un consejo para decidir cómo nos libraremos de los elemaki.
Chebeya trabajaba en silencio, tratando de no mirar mientras dos hijos de Pabulog pegaban a Luet. Quería gritar, pero sabía que sus protestas sólo empeorarían las cosas. ¿Pero qué mujer podía tolerar que aquellos bravucones maltrataran a su hijita y continuar con su trabajo como si no le importara?
Luet rompió a llorar.
Chebeya se incorporó. Dos cavadores se dirigieron hacia ella con gruesos látigos. Observaban cada uno de sus movimientos, pues era la madre de Luet. Chebeya se detuvo, guardó silencio.
—¡Vuelve a trabajar! —dijo un cavador.
Chebeya lo miró con aire desafiante, pero se agachó para seguir cortando maíz.
¿Dónde estaba el Guardián de la Tierra? Desde que Akma había tenido aquel sueño en el que la partida de rescate se equivocaba de camino, Chebeya se había hecho esa pregunta una y otra vez. Si el Guardián se interesa tanto por nosotros como para enviarle un sueño a Akma, ¿por qué no hace algo? Akmaro dice que nos pone a prueba, ¿pero cuál es la prueba y cómo la pasamos? ¿Acaso desea convertirnos en una nación de cobardes? ¿O quiere que nos rebelemos contra los odiosos hijos de Pabulog y así perezcamos? Debemos pensar una manera, decía Akmaro. Debemos hallar la manera de solucionar este dilema por nuestra cuenta. He ahí la prueba a la que nos somete el Guardián. Y en cuanto encontremos esa manera, el Guardián nos ayudará.
Bien, si el Guardián era tan listo, ¿por qué no enviaba alguna sugerencia?
Nadie sabía mejor que Chebeya que la esclavitud los estaba destruyendo. Con excepción de su esposo pocas personas conocían su talento, y todas eran mujeres, pero si en otra época podía alertar a Akmaro sobre las pequeñas rencillas de su comunidad, antes de que éstas se convirtieran en conflictos abiertos, ahora sólo podía ver con angustia cómo los vínculos amistosos, paternos, filiales y fraternos se debilitaban, se deshilachaban. Nos están convirtiendo en animales, privándonos de nuestros afectos humanos. Sólo nos interesa sobrevivir, evitar el látigo. Cada vez que callamos, permitiendo que maltraten a nuestros hijos, amamos un poco menos a esos hijos, pues sólo no amándolos podemos soportar el espectáculo de su sufrimiento.
Pero no Akmaro. Amaba a sus hijos cada vez más, y por la noche le susurraba que estaba orgulloso de su fortaleza, de su coraje, de su comprensión. Tal vez por eso la tolerancia de Akmaro al dolor emocional era aparentemente ilimitada. Sufría por sus hijos —nadie sabía mejor que Chebeya cuánto sufría— pero al mismo tiempo se aferraba aún más a ellos. No tiene miedo de amarlos, como otros padres. ¿Yo soy como él? ¿O como ellos?
Lo que más preocupaba a Chebeya de su familia era que el pequeño Akma parecía cada vez más distanciado de su padre. ¿Acaso el niño culpaba a Akmaro por no protegerlo de la saña de los hijos de Pabulog? Imposible. Si Luet podía comprender, también Akma podía. ¿Entonces por qué Akma rehuía lo que había sido un estrecho vínculo entre él y su padre?
Chebeya se rió de sí misma en silencio. ¿Por qué me preocupo por las tensiones entre padre e hijo? Dentro de una semana, de un mes o de un año todos habremos muerto… ejecutados, o por hambre y enfermedad. ¿Entonces qué importará que Akma ya no sea leal a su padre?
Ojalá pudiera hablar con Hushidh o Chveya, las antiguas descifradoras. Deben de haber entendido mejor que yo las cosas que veo. ¿Akma odia a su padre? ¿Es furia lo que siente? ¿Miedo? Veo las lealtades que oscilan y cambian; a veces me resulta obvio a qué se deben los cambios, y a veces no tengo ni la menor idea. Hushidh y Chveya nunca dudaban. Siempre sabían qué hacer, siempre eran sabias.
Pero yo no soy sabia. Sólo sé que mi esposo está perdiendo el amor de nuestro hijo. ¿Y qué seré yo a ojos de Luet, su propia madre, cuando guardo silencio y dejo que estos matones la maltraten?
Chebeya se sintió colmada por una repentina e irresistible resolución. Se proponen matarnos tarde o temprano. Mejor morir dando a Luet la certeza de que su madre la ama.
Se levantó.
Los cavadores ya miraban hacia otro lado, pero pronto notaron que había dejado de trabajar. Avanzaron hacia ella.
Chebeya alzó la voz para que los hijos de Pabulog la oyeran claramente.
—¿Por qué tenéis tanto miedo de mí? —dijo. Dio resultado. Uno de los chicos le respondió. El tercer hijo, el llamado Didul.
—Yo no tengo miedo de ti.
—¿Entonces por qué no me atacas a mí, en vez de atacar a una niña que tiene la mitad de tu tamaño? —preguntó Chebeya con desdén, y vio complacida que Didul se sonrojaba.
Alrededor de ella, otros adultos murmuraban.
—Silencio. Basta. Cállate. Nos azotarán a todos. Chebeya los ignoró. También ignoró a los cavadores y sus látigos, que ya se le acercaban.
—Didul, si no eres cobarde, coge un látigo y azótame tú mismo.
El látigo de un cavador le mordió la espalda. Chebeya se tambaleó bajo el peso del golpe.
—¡Eres igual que tu padre! —le gritó a Didul—. ¡Tienes miedo de hacer las cosas por tu propia mano! Otro golpe. Pero entonces Didul reaccionó.
—¡Alto!
Cada cavador le asestó un golpe más antes de obedecer. Chebeya cayó de rodillas, sintiendo cómo la sangre le humedecía la espalda. Pero Didul se acercaba, y ella aprovechó aquel precioso instante. Levantándose despacio, lo miró a los ojos y le habló.
—Conque el niño Didul tiene cierto orgullo. ¿Cómo es posible? Los hijos de Akmaro tienen coraje… por mucho que los atormentéis, nunca imploran piedad. ¿Creéis que si azotaran a vuestro padre tal como habéis azotado a estos niños él sería tan valiente?
—¡No menciones a mi padre, blasfema! —gritó Didul.
Pero Chebeya veía lo que Didul no podía ver: que lo había desconcertado. El contacto entre él y sus hermanos era un poco más débil después de sus palabras.
—¿Ves lo que te enseña tu padre? A ser prepotente con los chiquillos. Pero tú tienes orgullo. Te avergüenzas de hacer lo que pide tu padre.
Didul le arrebató el látigo a un cavador.
—¡Ya te demostraré mi orgullo, blasfema!
—¿Es tu orgullo el que te lleva a alzar el látigo contra una mujer indefensa?
Ah, esas palabras le habían dolido, saltaba a la vista. Chebeya continuó:
—No, un auténtico hijo de Pabulog sólo puede atacar a gente indefensa. ¿Alguna vez has visto a tu padre luchar como un hombre?
—¡Lo haría si tuviera verdaderos hombres contra quienes combatir! —gritó Didul.
Chebeya hurgó en su mente, buscando la respuesta que surtiría el mejor efecto.
—Creo que en el fondo, Didul, comprendes lo que te está haciendo tu padre. ¿Por qué crees que te ha enviado a atormentarnos? ¿Por qué crees que te ha pedido que maltrataras a los chiquillos? Porque sabía que así te avergonzarías de ti mismo. En cuanto hubieras hecho llorar a los pequeños, sabrías que eres tan vil y cobarde como él, y él nunca tendría que oír las burlas de sus hijos, pues siempre podría responder: «Sí, ¿pero quién era el que golpeaba a esas niñas?»
Irritándose, Didul le asestó un latigazo. El látigo le pegó en los hombros y la punta la envolvió y le dio en la mejilla. La sangre le salpicó los ojos, y Chebeya quedó ciega por un instante.
—¡No llames cobarde a mi padre! —gritó Didul.
—En este preciso instante lo odias por hacer de ti un cobarde que responde a las palabras de una mujer con un látigo. Si lo que he dicho no fuera verdad, Didul, no te molestaría tanto.
—¡Nada de lo que has dicho es cierto!
—Todo cuanto he dicho lo es. ¿Quieres la prueba? En cuanto te marches de aquí, estos guardias me matarán a latigazos, para que nunca tengas que volver a escucharme. —Chebeya hablaba con convicción. Temía que lo que decía fuera totalmente cierto.
—Si te azotan, será para castigarte por mentir.
—Si no me creyeras, Didul, te reirías de mis palabras.
Ahora sí que había dado en el clavo. Veía la nueva hebra que lo unía con ella. Lo estaba conquistando, quebrando la lealtad hacia su padre.
—No te creo —dijo Didul.
—Me crees, Didul, porque cada vez que pegas a estos niños sientes vergüenza. Lo veo en tus ojos. Te ríes, como tus hermanos, pero te odias por lo que haces. Tienes miedo de ser como tu padre.
—Yo quiero ser como mi padre.
—¿De veras? ¿Entonces por qué estás aquí? Tu padre no se ensucia aporreando niños con sus propias manos. Siempre envía matones y esbirros para que lo hagan por él. No, no puedes ser como tu padre, porque todavía hay un hombre en ti. Pero no te preocupes… unos años más pegando a los niños y no quedará en ti el menor rastro de virilidad.
Mientras ella hablaba, Udad, el hermano que seguía a Didul en edad, se había aproximado.
—¿Por qué escuchas a esta bruja? —preguntó Udad—. Hagámosla matar.
—Ésa es la voz de vuestro padre —dijo Chebeya—. Matad a todos los que se atreven a decir la verdad. Pero no lo hagáis vosotros mismos. Ordenad a otro que lo haga.
Udad se volvió hacia los cavadores.
—¿Por qué os quedáis ahí y permitís que haga esto? Ejerce un poder mágico sobre mi estúpido hermano…
Con un grito de cólera, Didul se volvió, dispuesto a azotar a su hermano. Udad retrocedió y se cubrió la cara con las manos.
—¡No me pegues! —chilló—. ¡No me pegues!
—Ahí lo tienes —dijo Chebeya—. En eso os convertiréis cuando vuestro padre haya terminado con vosotros.
Vio que las últimas hebras que unían a Didul con Udad se convertían en rabia y vergüenza, una conexión negativa.
—¿Pero tú ya eres como él, Didul? ¿O todavía queda un hombre en ti?
El avergonzado Udad retrocedió.
—Iré a contarle a Pabul que permites que la mujer de Akmaro te vuelva contra todos nosotros.
—¿Eso te asusta, Didul? —preguntó Chebeya—. Él va a delatarte. ¿Eso te asusta?
—Me voy —dijo Didul—. No quiero oír más mentiras.
—Sí, déjame para que los guardias puedan matarme. Pero te prometo que si hoy muero aquí, oirás mi voz en tu corazón para siempre.
Con chispas de furia en los ojos, Didul se encaró con los cavadores.
—Quiero verla viva mañana, sin más azotes de los que ya tiene.
—Eso no es lo que ordenó tu padre —replicó uno de ellos. Didul le sonrió con una mueca salvaje.
—Ordenó que obedecieras a sus hijos. Si esta mujer sufre algún daño, te haré despellejar vivo. ¿Dudas de mí?
¡Ah, el fuego de sus ojos! Chebeya vio que Didul tenía el don del mando. Ella había encendido su orgullo y ahora ese orgullo ardía en su corazón.
Los cavadores retrocedieron.
Didul devolvió el látigo al que se lo había dado y le habló a Chebeya una vez más.
—Vuelve a trabajar, mujer. Ella lo miró a los ojos.
—Obedezco al látigo. ¿Pero no te gustaría que un día alguien te obedeciera por auténtico respeto? —A pesar del dolor que sentía en la espalda y de la sangre que le humedecía los ojos, se agachó y recogió la azada. Raspó débilmente el suelo. Oyó que Didul se alejaba.
—La mataré —dijo uno de los cavadores—. ¿Qué podrá hacer él? Su padre nunca aprobaría que la escuchara.
—Tonto —dijo el otro—. Si quiere que su padre nos mate, ¿te crees que le dirá la verdad?
—Pues se la contamos primero.
—¡Qué idea tan sensacional! ¿Ir a ver a Pabulog para decirle que su hijo ha dejado que esta mujer se resistiera? ¿Cuánto crees que viviríamos si anduviéramos por ahí contando esa historia?
Chebeya los escuchaba divertida. Sus palabras también habían surtido cierto efecto en los cavadores. No era un gran plan, crear problemas entre los hijos y los soldados de Pabulog. Y era probable que aún la mataran. Y con lo que había ocurrido, pagaría lo hecho esa jornada con un dolor de muchos días.
—Eso ha sido una estupidez —murmuró alguien—. Podrías habernos hecho matar a todos.
—¿Qué más da? —susurró otro—. ¿No hizo Akmaro correr la voz de que estudiáramos un modo de liberarnos? Al menos ella ha pensado en algo.
Didul y Udad habían regresado al lugar donde trabajaban Luet y Akma. Luet se encorvó atemorizada, pero Akma no pestañeó. ¿Había oído las palabras de su madre? Tal vez todas, tal vez algunas. Pero no pestañeó.
Udad empujó a Akma, que se tambaleó pero no cayó. Aquello no era sorprendente. No, lo sorprendente fue que Didul se lanzó sobre Udad y lo derribó. Udad se levantó de inmediato, dispuesto a pelear.
—¿Qué pasa? ¿Quieres que te dé una paliza? Didul se levantó y lo miró a los ojos.
—¿Es todo lo que puedes hacer? ¿Dar palizas a los que son más pequeños que tú? Si me tocas, probarás que todo lo que ella dijo es cierto.
Udad se sonrojó, confundido. Chebeya veía cómo oscilaban los lazos de lealtad. Udad, inseguro, de pronto ansiaba la admiración de Didul, pues le avergonzaba no tenerla; Didul, a su vez, buscaba la admiración de Chebeya. Ése era el comienzo de la lealtad. ¿No sería una venganza perfecta, volver a los hijos de Pabulog contra su padre?
No, no venganza. Liberación. Eso es lo que estamos intentando, salvarnos, ya que el Guardián no se decide a intervenir.
—No sé si nuestro plan funciona o no —dijo el Alma Suprema.
Shedemei rió entre dientes.
—Bien, al menos el Guardián nos ha prestado atención. Ese sueño que le envió a Akma. Y el repentino impulso de Chebeya de desafiar a los hijos de Pabulog. Siempre que haya sido el Guardián.
—Pero el Guardián no nos dice nada. Somos un mosquito zumbando en sus oídos. Nos aparta de un manotazo.
—Pues sigamos zumbando.
—Los planes del Guardián seguirán adelante sin importar lo que hagamos —dijo el Alma Suprema.
—Espero que sí —convino Shedemei—. Pero creo que le interesa mucho lo que haga la gente. Allá en la Tierra, pero también en esta nave. Le interesa lo que ocurre.
—Tal vez al Guardián sólo le interese la gente de la Tierra.
Tal vez ya no se preocupe por la gente de Armonía. Quizá debería regresar a Armonía e informar a mi otro-yo de que mi misión ha concluido y de que podemos dejar que los humanos de allí hagan lo que deseen.
—O quizás el Guardián desee que te quedes aquí —dijo Shedemei. Y entonces se le ocurrió otra idea—. Puede que aún necesite los poderes de la nave estelar. El manto de capitán.
—Tal vez te necesite a ti —dijo el Alma Suprema. Shedemei rió.
—¿Tendré aquí semillas y embriones que desea que ponga en alguna parte de la Tierra? Sólo tiene que enviarme un sueño y los pondré donde diga.
—Conque seguiremos esperando —dijo el Alma Suprema.
—No, seguiremos azuzando —respondió Shedemei—. Como hizo Chebeya. Sacaremos a ese viejo oso de su guarida y lo provocaremos.
—No entiendo bien el sentido de tu metáfora. Los osos son destructivos y peligrosos si se los provoca.
—Pero te dedican toda su atención. —Shedemei rió de nuevo.
—Creo que no respetas lo suficiente el poder del Guardián.
—¿Qué poder? Hasta ahora el Guardián sólo nos ha mostrado sueños.
—Si es lo único que has visto —dijo el Alma Suprema—, no estabas mirando.
—¿De veras?
—El Gornaya, por ejemplo, ese macizo de montañas altísimas. Los datos geológicos anteriores a la partida de los humanos, hace cuarenta millones de años, no indican formaciones ni movimientos tectónicos que pudieran haber causado eso. Las placas de esa zona no se desplazaban en la dirección que favorecería plegamientos y elevaciones tan increíbles. De pronto, la placa de Cocos comenzó a desplazarse hacia el norte a mayor velocidad y con más fuerza que ningún otro movimiento tectónico jamás registrado. Embistió la placa del Caribe con una fuerza irresistible.
Shedemei suspiró.
—Soy bióloga. No sé mucho de geología.
—Pero entiendes lo que digo. Hablo de una docena de cordilleras cuyos picos superan los diez kilómetros de altura. Y surgieron durante los diez primeros millones de años.
—¿Eso es rápido?
—Aun ahora, la placa de Cocos se desplaza hacia el norte tres veces más rápido que cualquier otra placa de la Tierra. Eso significa que debajo de la corteza terrestre existe una corriente de roca fundida que avanza rápidamente hacia el norte, la misma corriente que causó una grieta en América del Norte a lo largo del valle del Mississippi, la misma corriente que hizo trizas América Central, unió los fragmentos y…
El Alma Suprema guardó silencio.
—¿Qué?
—Estoy investigando un poco.
—Oh, perdón por interrumpir —dijo Shedemei.
—Esto tiene que haber comenzado antes que los humanos se fueran de la Tierra —dijo el Alma Suprema.
—¿Sí?
—Los terremotos, los volcanes de la cordillera de las Galápagos… ¿qué fue lo que cubrió de hielo la Tierra durante un tiempo? En mi memoria, se relacionaba con una mala conducta humana… con guerras, armas nucleares y biológicas. ¿Pero cómo lograron esas cosas que la Tierra se volviera inhabitable?
—Me encanta ver a una mente brillante en acción.
—Tendré que repasar todos mis archivos de ese período —dijo el Alma Suprema—. Exploraré la posibilidad de que fuera el movimiento de la placa de Cocos, y no la guerra directamente, lo que causó la destrucción de las zonas habitables de la Tierra.
—¿Estás diciendo que la guerra pudo causar el desplazamiento de la placa de Cocos? Es absurdo.
El Alma Suprema ignoró aquel comentario despectivo.
—¿Por qué los humanos abandonaron la Tierra? Los cavadores y los ángeles lograron sobrevivir. Nunca me lo había planteado hasta ahora, ¿pero no te parece un tanto sospechoso? Sin duda algunos humanos podrían haber sobrevivido. En una zona ecuatorial.
—Por favor, sé que tienes inventiva e inspiración incorporadas a tus algoritmos pensantes —dijo Shedemei—, pero no estarás diciendo en serio que los atropellos humanos pudieron causar el desplazamiento de la placa de Cocos.
—Estoy diciendo que tal vez los abusos humanos instaron al Guardián de la Tierra a provocar el desplazamiento de la placa de Cocos.
—¿Y cómo podría hacer eso?
—Soy incapaz de imaginar una entidad con poder suficiente para desplazar las corrientes de magma que hay bajo la corteza del planeta —dijo el Alma Suprema—. Pero tampoco puedo imaginarme una fuerza natural capaz de causar las muchas anomalías que crearon el Gornaya. El mundo está lleno de cosas extrañas y antinaturales, Shedemei. La interdependencia simbiótica que existía entre cavadores y ángeles, por ejemplo. Tú misma dijiste que era artificial.
—Y mi hipótesis es que tales cambios fueron introducidos deliberadamente por los seres humanos antes de su partida.
—¿Pero por qué, Shedemei? ¿Con qué propósito? ¿Por qué iban a molestarse si sabían que abandonarían el planeta y no pensaban regresar nunca?
—Creo que es posible que atribuyamos demasiados acontecimientos a los planes y proyectos del Guardián de la Tierra —dijo Shedemei—. El Guardián manda sueños e influye sobre la conducta humana. No tenemos pruebas de nada más.
—No tenemos pruebas. O tenemos cuantas pruebas podamos imaginar. Debo investigar. Hay lagunas en mis conocimientos. Se me ha ocultado la verdad, pero sé que el Guardián tiene algo que ver en todo esto.
—Investiga cuanto quieras. Me encantará enterarme del resultado.
—Es posible que mi programa me impida encontrar la verdad —dijo el Alma Suprema—. Y que mi programa me impida encontrar el modo en que mi programa me oculta la verdad.
—Demasiado circular.
—Puede que necesite tu ayuda.
—Y puede que yo necesite una siesta. —Shedemei bostezó—. No creo que ningún ordenador, ni siquiera el Guardián de la Tierra, tenga poder sobre cosas tales como las corrientes de magma. Pero te ayudaré si puedo. Tal vez, al investigar esta poco probable hipótesis, te encuentres con algo útil.
—Al menos conservas la amplitud de miras —dijo el Alma Suprema.
—Estoy segura de que lo dices como un cumplido —contestó Shedemei.
Esa noche, en su choza, Akmaro y Akma lavaron y vendaron las heridas de Chebeya.
—Pudieron haberte matado, Madre —murmuró Akma.
—Fue el acto más valeroso que he visto jamás —dijo Akmaro.
Chebeya sollozaba en silencio: de alivio, porque no la habían matado en el campo; de miedo retrospectivo, por su atrevimiento; de gratitud, por aquel esposo que alababa su comportamiento.
—¿Ves, Akma, lo que está haciendo tu madre? —dijo Akmaro.
—Se ha resistido —respondió Akma—. Y no la han matado.
—Hay algo más, Akma. Es un don que tu madre ha tenido toda la vida. Es descifradora.
—Hushidh —susurró Luet. Las historias sobre Hushidh la Descifradora eran conocidas entre las mujeres y las niñas. Por no mencionar las de Chveya, la hija de Nafai y Luet, la Antigua cuyo nombre llevaba Chebeya.
—Ella ve los vínculos que hay entre las personas —le explicó Akmaro a Akma.
—Sé lo que es una descifradora —dijo Akma.
—Ser descifradora es un don del Guardián —dijo Akmaro—. El Guardián debe de haber previsto, hace años, el dilema en que nos encontraríamos hoy, y otorgó a Chebeya un gran don, de manera que al llegar este día ella pudiera descifrar la malvada conspiración que nos gobierna. Siempre tuvimos el poder para hacer lo que tu madre inició hoy. El Guardián sólo esperaba que lo notáramos. Que tu madre encontrara el momento adecuado para actuar.
—Yo tuve la impresión de que Madre estaba sola —dijo Akma.
—¿Eso fue lo que viste? —preguntó Akmaro—. Entonces tu visión es demasiado infantil y está demasiado nublada. Pues tu madre se alzó con el poder del Guardián, y con el amor de su esposo y de sus hijos. Si tú, Luet y yo no hubiéramos estado en el campo con ella, ¿crees que lo habría hecho?
—Nosotros estábamos —dijo Akma—. ¿Pero dónde estaba el Guardián?
—Ya aprenderás a ver la mano del Guardián en muchas cosas —dijo Akmaro.
Cuando los niños se durmieron, Chebeya apoyó la cabeza en el pecho de su esposo, se aferró a él y lloró.
—Oh, Kmadaro, Kmadaro, tenía tanto miedo de empeorar las cosas.
—Cuéntame tu plan —dijo él—. Si conozco tu plan, podré ayudarte.
—Ni yo conozco mi plan. No tengo plan.
—Entonces, he aquí el plan que se me ocurrió mientras te miraba y escuchaba. Al principio pensé que sólo tratabas de lograr que esos chicos se rebelaran contra su padre. Pero luego comprendí que hacías algo mucho más sutil.
—¿Sí?
—Estabas conquistando el corazón de Didul.
—Si lo tiene.
—Estabas enseñándole a ser un hombre. Es una idea nueva para él. Creo que le gustaría ser un buen hombre, Bedaya. Chebeya pensó en ello.
—Sí, creo que tienes razón.
—Así que en vez de apartar a estos niños los convertiremos en amigos y aliados.
—¿Crees que podremos?
—En realidad me preguntas si creo que deberíamos. Sí, Bedaya. Ellos no pueden evitar ser lo que su padre les ha enseñado a ser. Pero si podemos enseñarles a ser otra cosa, aún pueden ser hombres buenos. Eso es lo que desea el Guardián… no destruir a nuestros enemigos, sino convertirlos en amigos.
—Han herido a mis hijos tantas veces…
—Entonces será más dulce el día en que se arrodillen para pedir tu perdón, y el perdón de tus hijos, y los tres digáis: Sabemos que ya no sois los hombres que erais entonces. Ahora sois nuestros hermanos.
—Jamás podré decirles semejante cosa.
—Ahora no puedes —dijo Akmaro—. Pero tú también habrás cambiado, cuando los veas cambiar.
—Tú siempre crees lo mejor de los demás, Kmadaro.
—No siempre —dijo Akmaro—. Pero hoy, en ese niño, he visto una chispa de decencia. Avivemos esa chispa, alimentémosla.
—Lo intentaré —dijo Chebeya.
Tendido en su estera, Akma oyó la conversación de sus padres y pensó. ¿Qué clase de hombre es, que le pide a Madre que trabe amistad con los mismos que le laceraron la piel y la hicieron sangrar? Nunca perdonaré a esos hombres, nunca, por mucho que aparenten cambiar. Los hombres que son amigos de los cavadores no son de fiar. Se han vuelto como los cavadores, criaturas inmundas que viven en agujeros subterráneos, corno los gusanos.
El hecho de que Padre hablara de enseñar y perdonar a un gusano como Didul era sólo otro signo de debilidad. Siempre corriendo, escondiéndose, enseñando, perdonando, huyendo, sometiéndose, inclinándose, aguantando… ¿No había en el corazón de Padre el coraje para luchar? Era Madre, no Padre, quien había tenido el coraje de oponerse a Didul y los cavadores. Si Padre amara de veras a Madre, habría pasado la noche jurando vengar aquellas heridas sangrientas.