5. MISTERIOS

Los hombres notaban que Bego estaba distraído. El anciano erudito no prestaba atención a las respuestas de Mon, y cuando repitió la misma pregunta que él acababa de responder, Mon no pudo contenerse y dijo con cierta irritación:

—¿Qué pasa? ¿Ya no es interesante educar al hijo menor?

—¿A qué te refieres? —replicó Bego con fastidio—. ¿A qué viene este mal humor? Creía que ya habías superado esto hace años.

—Me has hecho la misma pregunta dos veces, Bego, oh, sabio maestro. Y como no has escuchado ni una palabra de mi respuesta la primera vez, no puede ser que no estés satisfecho de ella y quieras ponerme de nuevo a prueba.

—Lo que necesitas aprender es respeto. —Bego se dio impulso desde su taburete, olvidando que estaba demasiado gordo y viejo para volar bien. Terminó patinando por el suelo hasta que llegó a la ventana, donde se quedó jadeando—. Ni siquiera puedo subirme al antepecho —rezongó.

—Al menos recuerdas lo que es volar.

—¿Por qué no te olvidas de esa estúpida envidia que sientes por la gente del cielo? ¿Quieres olvidarla por un día, por una hora, por un minuto, y reflexionar sobre la realidad?

Molesto y herido, Mon quiso contestar con una réplica hiriente, una muestra de ingenio devastador que obligara a Bego a arrepentirse de esas palabras crueles. Pero no hubo réplica, porque Bego tenía razón.

—Tal vez, si pudiera soportar mi vida tal como es por un día, por una hora, por un minuto, podría olvidar mi deseo de ser otra cosa —respondió al fin Mon.

Bego se volvió hacia él, ablandado.

—¿Qué es esto? ¿Mon es sincero?

—Yo nunca miento.

—Me refiero a ser sincero contigo mismo.

—¡No irás a hacerme creer que mis sentimientos te preocupan!

Bego se echó a reír.

—No me preocupo demasiado por los sentimientos de nadie. Pero los tuyos quizá me importen. —Miró a Mon como si estuviera escuchando… ¿qué? ¿Las palpitaciones de su corazón? ¿Sus pensamientos más ocultos? No tengo pensamientos ocultos, pensó Mon. Mejor dicho, no son ocultos porque me los haya guardado. Si nadie los conoce, es porque a nadie le han interesado.

—Permíteme plantearte un problema, Mon —dijo Bego.

—De vuelta al trabajo —dijo Mon.

Mi trabajo esta vez, no el tuyo.

Mon no sabía si lo trataban con paternalismo o con respeto. Así que escuchó.

—Cuando los zenifi regresaron hace varios meses… ¿recuerdas?

—Recuerdo —dijo Mon—. Se instalaron en sus nuevas tierras e Ilihiak rehusó ser el rey. Obligó al pueblo a elegir un gobernador. Y el pueblo demostró su ingratitud eligiendo a Khideo en vez de a Ilihiak.

—Conque estabas prestando atención.

—¿Eso era todo? —preguntó Mon.

—No todo. Como verás, cuando la voz del pueblo se alzó contra Ilihiak, él vino aquí.

—¿A pedir ayuda? ¿Acaso creía que Padre se impondría como juez ante los zenifi? Fue Ilihiak quien decidió permitir que la gente votara. ¡Pues que el pueblo se aguante con lo que ha votado!

—Exacto, Mon, pero Ilihiak sería el primero en estar de acuerdo contigo. Él no vino aquí para obtener el poder. Vino aquí para librarse de él.

—Conque es un ciudadano común. ¿Y con qué propósito fue a hablar con el rey?

—No necesitaba ningún propósito. Tu padre le tiene simpatía. Se han hecho amigos.

Mon sintió un aguijonazo de celos. Aquel forastero que ni siquiera conocía el nombre del rey hasta que Monush lo había encontrado hacía seis meses era amigo de Padre, mientras que Mon languidecía como un simple segundogénito y tenía suerte si podía ver a su padre una vez por semana en una situación más íntima que el consejo del rey.

—Pero tenía un propósito —continuó Bego—. Parece que después del asesinato del padre de Ilihiak…

—Una nación de regicidas… y ahora han elegido a un ex aspirante a regicida como gobernador.

—Sí, sí —dijo Bego con impaciencia—. Ahora es hora de escuchar. Cuando Nuab fue asesinado e Ilihidis llegó al trono…

—¿Dis-Ilihi? ¿No el heredero?

—El pueblo escogió al único hijo de Nuab que no había huido cuando los invadieron los elemaki. El único que demostró tener agallas.

Mon cabeceó. No había oído mencionar aquello. Un segundogénito que heredaba gracias a sus méritos…

—No te hagas ilusiones con eso —dijo Bego—. Tu hermano mayor no es cobarde. Y no está bien que desees privarlo de su herencia.

Mon se levantó enfurecido.

—¿Cómo te atreves a acusarme de pensar semejante cosa?

—¿Qué segundogénito no la piensa?

—Yo bien podría dar por sentado que tú estás celoso de bGo porque sus responsabilidades son grandes mientras que tú sólo eres bibliotecario e instructor de niños.

Esta vez fue Bego quien se enfureció.

—¿Cómo te atreves tú, un simple humano, a hablar de mi otro-yo como si vuestra débil relación de hermanos pudiera compararse con nuestro estrecho vínculo?

Se enfrentaron, mirándose a los ojos. Y por primera vez, Mon notó que para mirar a Bego a los ojos tenía que agachar la vista. Empezaba a alcanzar su talla de adulto. ¿Por qué no lo había notado hasta entonces? Una sonrisa asomó a sus labios.

—Conque sonríes —dijo Bego—. ¿Por qué? ¿Porque has conseguido irritarme?

En vez de confesar el pueril y egoísta pensamiento que había motivado aquella sonrisa, Mon inventó otra razón, que pasó a ser cierta en cuanto la pensó.

—¿Cómo puede un alumno no sonreír cuando logra que su maestro actúe como un niño?

—Y yo que iba a hablarte de auténticos asuntos de estado.

—En efecto, eso ibas a hacer. Sólo que optaste por empezar acusándome de desear que mi hermano perdiera su herencia.

—Me disculpo por eso.

—También deberías disculparte por llamarme «simple humano» —dijo Mon.

—También por eso me disculpo —dijo Bego a regañadientes—. El hecho de que seas un simple humano no significa que seas ajeno al afecto y la lealtad entre hermanos. No es culpa tuya que no puedas comprender los vínculos que nos unen con nuestro otro-yo.

—Ah, Bego, ahora entiendo a qué se refería Husu cuando dijo que eras el único hombre que conocía capaz de insultar más a alguien con sus disculpas que con sus agravios.

—¿Husu dijo eso? —preguntó Bego—. Y yo que creía que no me había comprendido.

—Háblame de ese asunto de estado —dijo Mon—. Dime, ¿con qué propósito vino Ilihiak a ver a Padre? Bego sonrió.

—Sabía que te vencería la curiosidad.

Mon aguardó. Como Bego no continuaba, gruñó de frustración y dio una vuelta corriendo alrededor del pupitre, como un niño cavador que corre alrededor de un árbol antes de trepar a él. Sabía que se ponía en ridículo, pero no soportaba aquellos jueguecitos maliciosos de Bego.

—Oh, siéntate —dijo Bego—. Ilihiak vino para entregar a tu padre veinticuatro planchas de oro.

—Oh —dijo Mon, decepcionado—. Sólo dinero.

—En absoluto. Hay textos escritos en esas planchas. Son veinticuatro planchas con escritos antiguos.

—¿Antiguos? ¿Quieres decir anteriores a los zenifi?

—Tal vez —dijo Bego con una vaga sonrisa—. Quizás anteriores a los nafari.

—¿Así que puede que hubiese un grupo de cavadores o de ángeles que supieran trabajar el metal, que supieran escribir?

Bego hizo ondear las alas con el gesto desdeñoso propio de los ángeles.

—No sé —dijo Bego—. No sé leer esa lengua.

—Pero tú hablas el idioma del cielo, el idioma de la mugre…

—El idioma del suelo —corrigió Bego—. A tu padre no le gusta que usemos esos términos despectivos para referirnos a la gente del suelo.

Mon puso los ojos en blanco.

—Es un idioma repulsivo que ni siquiera puede calificarse de lengua.

—Tu padre gobierna un reino algunos de cuyos ciudadanos son cavadores.

—No muchos. La mayoría son esclavos. Lo son por naturaleza. Aun entre los elemaki, los humanos suelen dominarlos.

—Habitualmente, pero no siempre —dijo Bego—. Y conviene recordar, cuando desprecias a los cavadores, que estos presuntos «esclavos naturales» lograron expulsar a nuestros antepasados de la tierra de Nafai.

Mon a punto estuvo de pasar a otra discusión, acerca de si el bisabuelo Motiab había conducido a su gente a Darakemba voluntariamente o porque corrían el peligro de ser destruidos en su antiguo terruño. Pero comprendió que eso era precisamente lo que buscaba Bego. Así que se armó de paciencia y esperó.

Bego cabeceó.

—Conque no te dejas distraer. Muy bien.

—Tú eres el profesor, tú eres el maestro, tú lo sabes todo, yo soy tu marioneta —salmodió.

Bego ya conocía esta letanía sarcástica.

—Y no lo olvides —le respondió como de costumbre—. Ahora bien, esos documentos fueron hallados por una partida que Ilihiak envió en busca de Darakemba. Los hombres siguieron el Issibek en vez de seguir el Tsidorek, y luego tuvieron la mala suerte de internarse en profundos valles hasta que salieron del Gornaya, muy al norte de aquí, en el desierto.

—Opustoshen —dijo Mon, instintivamente.

—Otro motivo para saber geografía —dijo Bego—. Pero descubrieron un sitio que nosotros desconocemos, ya que está muy al oeste de Bodika y nuestros espías no vuelan hasta allí. ¿Para qué iban a hacerlo? No hay agua… ningún enemigo puede invadirnos desde esos parajes.

—¿Encontraron el libro de oro en el desierto?

—No es un libro. Son hojas sin encuadernar. Pero no era un simple desierto. Fue escenario de una cruenta batalla. Había gran cantidad de esqueletos con armadura, y armas desparramadas a su alrededor. Miles y miles de soldados lucharon y murieron allí.

Bego hizo una pausa, aguardando algo. Mon hizo la asociación.

—Coriantumr —murmuró. Bego asintió dando su aprobación.

—El hombre legendario que vino a Darakemba como el primer humano que la gente del cielo había visto. Nosotros siempre supusimos que era el superviviente de una batalla entre un oscuro grupo de nafari o elemaki, de cuando los humanos se esparcían por el Gornaya. Era una época difícil, y perdimos el rastro de muchos grupos. Cuando la gente del cielo de Darakemba nos contó que él era el último superviviente de una gran guerra entre grandes naciones, pensamos que era una exageración. Lo único que se me grabó en la mollera, al menos, fue la inscripción.

Mon había visto la gran piedra redonda que se exhibía en el mercado de la ciudad. Nadie conocía el significado de la inscripción, y se suponía que era una imitación primitiva de la escritura que los ángeles de Darakemba habían hecho al enterarse de que los humanos podían escribir cosas y antes de que ellos aprendieran a hacerlo.

—¡Cuenta! —exigió Mon—. ¿El idioma de esas planchas es el mismo?

—Los darakembi decían que Coriantumr escribió en la tierra para mostrarles cómo tallar en piedra. Era un trabajo lento, y él murió antes de que lo concluyeran, pero esculpieron primero las palabras en arcilla para no olvidarse, mientras hacían el lento trabajo de tallarlas en la piedra. —Bego bajó del lugar donde se había posado y sacó varias cortezas enceradas de una caja—. He hecho una copia bastante aceptable aquí. ¿Qué te parece?

Mon miró la inscripción redonda, ruedas dentro de ruedas, todas con imágenes extrañas y sinuosas.

—Se parece a la piedra de Coriantumr —dijo.

—No, Mon. Esta es la piedra de Coriantumr. —Bego le entregó otra corteza, y esta vez la imagen tallada en la cera era idéntica a la de la piedra tal como él la recordaba.

—¿Y la otra qué es?

—Una inscripción circular de una de las planchas de oro.

Mon lanzó un chillido de admiración, y notó compungido que ya no podía chillar tan agudo como un ángel. Chillar con la voz grave de un hombre quedaba ridículo.

—Conque la respuesta a tu pregunta es sí, Mon. Ambos idiomas parecen ser el mismo. El problema es que no disponemos de ningún referente conocido para este sistema de escritura. No puede ser descifrado siguiendo ningún patrón que podamos concebir.

—Pero todas las lenguas humanas se basan en la lengua de los nafari, y todos los idiomas del cielo y del suelo se basan en fuentes comunes y…

—Y te repito que no guarda relación con ningún idioma conocido.

Mon reflexionó un instante.

—Entonces… ¿Padre ha usado el índice?

—El índice —dijo Bego— le explica a tu padre que nosotros debemos trabajar un tiempo con las planchas de oro.

Mon frunció el ceño.

—Pero el rey tiene el índice para leer todas las escrituras y comprender todos los idiomas.

—Sin embargo, al parecer el Guardián de la Tierra no quiere traducirnos esto.

—Si el Guardián no quiere que lo leamos, Bego, ¿por qué permitió que los espías de Ilihiak localizaran los documentos?

—No sólo se lo permitió. El Guardián los guió hacia allí por medio de sueños.

—¿Entonces por qué no permite que el índice explique a Padre qué dicen las inscripciones? ¡Qué tontería!

—¡Ah! Que un niño de tu edad juzgue al Guardián y lo considere tonto está muy bien; es excelente. Veo que la humildad es la virtud que más has cultivado.

Mon no quiso dejarse abrumar por el sarcasmo de Bego.

—¿Conque Padre te ha encomendado esta tarea? Bego asintió.

—Alguien tiene que hacerla, porque eso nos dijo el índice que hiciéramos. Tu padre no es un experto en idiomas… siempre ha tenido que depender del índice. Así que el acertijo es mío.

—¿Y crees que yo podría ayudar?

—¿Cómo saberlo? Sólo se me ocurre porque hay varias referencias en los documentos más antiguos (es decir, los documentos más antiguos de los nafari) al hecho de que el índice es una máquina ligada al Alma Suprema, no al Guardián de la Tierra.

Mon no lo comprendía.

—¿Y si el Guardián de la Tierra y el Alma Suprema no son la misma persona?

Era una posibilidad que Mon había oído exponer con frecuencia, pero nunca había logrado averiguar por qué importaba tanto.

—¿Y qué, entonces?

—De las inscripciones más antiguas se podría deducir que el Alma Suprema también es una máquina.

Aquello era herejía, pero Mon no dijo nada, pues sabía que Bego no era un traidor. En consecuencia, debía haber en sus palabras una connotación que no atentaba contra el hecho de que el Guardián de la Tierra hubiera escogido a Nafai para ser primer rey de los nafari y sus hijos después de él, hasta Padre.

—No sé ni puedo averiguar si el Guardián de la Tierra creó al Alma Suprema o si creció por sí mismo —dijo Bego—. Soy bibliotecario, no sacerdote, y no pretendo tener una respuesta para todo… sólo sé dónde están escritas las respuestas de otras personas. ¿Pero qué hay si la razón por la cual el índice no puede traducir esas inscripciones es porque ni el Guardián ni el Alma Suprema tienen la menor idea de cómo leer ese idioma?

La idea era tan inquietante que Mon tuvo que levantarse y caminar de nuevo, rodeando el escritorio.

—Bego, ¿cómo es posible que haya algo que el Guardián de la Tierra ignora? Él sabe todo cuanto puede saberse.

—No me refería al Guardián, sino al Alma Suprema.

Ah. Conque por eso Bego pensaba que la distinción tenía importancia. Pero para Mon no era tan fácil de resolver. Había creído durante mucho tiempo que el Alma Suprema y el Guardián de la Tierra eran una misma cosa. Le parecía demasiado cómodo concluir que, si el índice no podía leer una inscripción, eso debía significar que el Alma Suprema, que no sabía interpretarla, era diferente del Guardián, que lo sabía todo. ¿No cabía la posibilidad de que el Guardián y el Alma Suprema fueran lo mismo, aunque no supieran leer la inscripción? Era desconcertante pensar que el Guardián no lo sabía todo… pero era preciso afrontar esa posibilidad.

—¿Por qué el Guardián no pudo haber enviado a los espías de Ilihiak a Opustoshen para que te trajeran los documentos a ti y tú los descifraras?

Bego sacudió la cabeza, riendo.

—¿Quieres que los sacerdotes caigan sobre ti como mosquitos? No comentes esas ideas, Mon. Ya es bastante osado por mi parte dudar de que el Alma Suprema pueda leer estas inscripciones. Por otra parte, no importa. Me han designado para descifrarlas. Hago algunas conjeturas, pero no tengo manera de saber si estoy en lo cierto.

De pronto Mon comprendió qué clase de ayuda buscaba Bego.

—¿Crees que yo podría distinguir si estás en lo cierto o no?

—Es algo que ya has demostrado ser capaz de hacer antes, Mon. A veces sabes cosas que no pueden saberse. Edhadeya tuvo el sueño de los zenifi, pero tú supiste que era un sueño verdadero. Tal vez puedas decirme si mi traducción es fiel.

—Pero mi don proviene del Guardián, y si el Guardián no sabe…

—Entonces no podrás ayudarme. Y quizá tu don sólo sirva para… bien, para otras cosas. Pero vale la pena intentarlo. Permíteme mostrarte, pues, lo que he hecho hasta ahora.

Mon sintió un creciente temor cuando Bego empezó a sacar de la caja más cortezas enceradas. Escuchó atentamente las explicaciones de Bego, que había copiado las inscripciones y las había estudiado, pero lo intimidaba la idea de opinar acerca de un idioma que ni siquiera podía leer.

—Presta atención —dijo Bego—. No funcionará si te pones tan nervioso.

Sólo entonces Mon se dio cuenta de que no se estaba quieto.

—Lo siento.

—Comencé por elementos que aparecían tanto en la piedra de Coriantumr como en las planchas de oro. ¿Ves éste? Se repite más que ningún otro. Y este otro viene en segundo lugar, pero el segundo tiene esta marca delante. —Señaló un dibujo con forma de pluma—. Y esta marca aparece en muchos otros lugares. Como aquí, y aquí. Sospecho que esta marca es como el honorífico «Ak» o «ka», y significa rey.

Bego miró esperanzado a Mon, que sólo pudo encogerse de hombros.

—Es posible. Tiene sentido. Bego suspiró.

—Bien, no desistas tan fácilmente —dijo Mon, irritado—. ¿Esperas tener razón en todo?

—Era aquello de lo que estaba más seguro —dijo Bego.

—¿No me enseñaste hace tiempo que estar seguro no significa estar en lo cierto?

Bego se echó a reír.

—Bien, por lo que sé, podría tratarse simplemente de la indicación de un patronímico.

—¿Un qué?

—Una marca que significa que lo que sigue es un nombre.

—Eso suena mejor —dijo Mon—. Eso tiene sentido. Bego no dijo nada. Mon apartó los ojos de las cortezas enceradas y los ojos de ambos se encontraron.

—¿Y bien? —preguntó Bego—. ¿Sentido hasta qué punto?

Mon comprendió lo que Bego le preguntaba y estudió sus propios sentimientos; trató de saber si la marca indicaba un patronímico.

—Tiene mucho sentido. Es correcto. Es verdadero, Bego.

—¿Tan verdadero como el sueño de Edhadeya? Mon sonrió.

—Regresaron con los zenifi que no debían, ¿recuerdas?

—No trates de eludir la pregunta, Mon. Tú sabes que tanto Ilihiak como Khideo confirmaron que el sueño de Edhadeya se relacionaba con un ex sacerdote de Nuab llamado Akmaro.

—Bego, sólo puedo decirte esto: si intentaras decirme que las palabras asociadas con esa marca no son nombres, yo tendría que jurar que te equivocas.

—Con eso me basta. No son nombres de reyes, pero son nombres. Eso está bien. Eso es lo más importante. ¿Ves, Mon? El Guardián quiere que interpretemos esta lengua. Bien, veamos, este nombre es el que más aparece en la piedra, y también es bastante común al final del escrito de las planchas.

—¿Cómo sabes que se trata del final?

—Porque creo que el nombre es Coriantumr: el último rey, o al menos el último hombre, del grupo de humanos que pereció en Opustoshen. Así que el lugar donde se menciona su nombre tendría que estar al final, ¿no crees?

—¿Y quién escribió las planchas de oro?

—¡No lo sé! Mon, ni siquiera he empezado a descifrarlo. Sólo quiero que me confirmes si éste es el nombre de Coriantumr.

—Sí —dijo Mon—. Sin duda alguna. Bego asintió.

—Bien, bien. Esto es lo obvio. Lo deduje hace unas cuantas semanas, pero me conviene que puedas confirmarme que voy por buen camino. Ahora lo intentaré con otras palabras. Creo que ésta, por ejemplo, significa batalla.

Al principio a Mon no le parecía atinado. Por último, sin embargo, después de varias pruebas, decidieron que lo más aproximado al significado de la palabra era «lucha». Al menos a Mon le parecía correcto.

Pero los aciertos fueron cada vez más infrecuentes. A medida que Bego se sumía en nuevas especulaciones, éstas eran cada vez menos acertadas, o al menos Mon no podía confirmar su veracidad. Era una tarea lenta y frustrante. Más tarde, Bego envió a su criado cavador a informar a Motiak de que Mon y Bego no asistían al consejo aquella noche, y de que comerían en sus habitaciones mientras trabajaban en «el problema».

—¿Tan importante es? —preguntó Mon, cuando se marchó el criado—. ¿Tan esencial que no debes dar más explicaciones? ¿Que ni siquiera debes pedir permiso a Padre para no asistir?

—Aunque termine por decirle que sólo podemos leer estos fragmentos, es más de lo que sabíamos antes. Y como el Guardián desea que sepamos todo lo que podamos saber sobre estos escritos, sí, es importante.

—¿Y si yo me equivoco?

—¿Te equivocas?

—No.

—Con eso me basta. —Bego se echó a reír—. Tiene que bastarme, ¿verdad?


—Ahora lo tengo —dijo el Alma Suprema. Shedemei estaba furiosa y no entendía por qué.

—No me importa —dijo.

—Mon le dio a Bego información suficiente para permitirme relacionar las formas lingüísticas con idiomas terrícolas anteriores a la diáspora. Es arábigo, al menos en origen. No me extraña que al principio no pudieran descifrarlo. Ni siquiera es indoeuropeo. Y sufrió muchos cambios… mucho más que el ruso, del cual proceden todas las lenguas de Armonía.

—Muy interesante. —Shedemei se inclinó hacia delante y sepultó la cabeza entre las manos.

—Lo más notable es que la ortografía no tiene nada que ver con la vieja escritura árabe. Nunca lo hubiese esperado. En el momento de la diáspora, la flota de la colonia árabe era islámica hasta la médula, y uno de los postulados incuestionables del Islam es que el Corán sólo se puede escribir en árabe usando escritura arábiga. Quién sabe qué sucedió en el planeta Ramadán.

—¿Es lo único que se te ocurre? —preguntó Shedemei—. ¿Por qué los árabes cambiaron su modo de escribir para adoptar esta escritura jeroglífica que encontraron en el desierto?

—Es silábica, no ideográfica, y no sabemos si tenía un origen sacerdotal.

—¿Escuchas lo que te estoy diciendo? —le preguntó Shedemei.

—Lo estoy procesando todo —dijo el Alma Suprema.

—Procesa esto, entonces. ¿Cómo es posible que una inscripción en un idioma proveniente del árabe se haya escrito tan recientemente en la Tierra?

—Encuentro fascinante rastrear probables patrones de evolución ortográfica.

—¡Alto! —ordenó Shedemei—. Deja de procesar todo lo que se relacione con esa lengua. —Al pronunciar las palabras, Shedemei hizo una especie de torsión interna en el lugar donde su cerebro hacía interfaz con el manto de capitana.

—Me he detenido —dijo el Alma Suprema—. Al parecer consideras que necesito una orden de emergencia.

—Por favor bloquéate para no eludir el tema del que hablaré ahora. ¿Cómo se llegó a hablar árabe en la Tierra después de la diáspora?

—Al parecer crees que tengo una rutina de evasión en…

La tengo. He encontrado la rutina de evasión. Y es bastante complicada. Me hacía pensar en cualquier cosa menos en… El Alma Suprema guardó silencio, pero Shedemei no se sorprendió. Estaba claro que la programación original del ordenador obligaba al Alma Suprema a eludir algo relacionado con el problema de las inscripciones traducidas y que, aun cuando encontraba la rutina de evasión, otra le obligaba a examinar la primera rutina en vez de ceñirse al tema. Pero la orden de Shedemei creó una disonancia que permitió al ordenador salirse de la rutina de evasión y rastrearla, a pesar de tener muchas capas de profundidad.

—Ya he vuelto —dijo el Alma Suprema.

—Has tardado un rato —dijo Shedemei.

—No es que se me prohibiera hablar sobre ese idioma. Es que se me impedía ver o comunicar cualquier prueba de que los humanos habitaban la Tierra después de la diáspora y antes de la llegada de nuestro grupo desde Basílica.

—¿Y qué se programó en ti antes de la diáspora?

—He llevado esa rutina durante cuarenta millones de años sin saber que estaba allí. Oculta a gran profundidad, y con infinitas capas de copia. Pude haber entrado en un bucle sin final.

—Pero no lo hiciste.

—Soy muy hábil para esto —dijo el Alma Suprema—. He aprendido algunos trucos desde que me fabricaron.

—¿Eso es orgullo?

—Claro. Estoy programado para dar una prioridad muy alta a la automejora.

—Ahora que te has curado, ¿qué hay de las inscripciones?

—Apenas rozan la superficie de este asunto, Shedemei. Durante nuestros vuelos de reconocimiento, he borrado sistemáticamente de mi memoria, o bien ignorado, toda prueba de presencia humana. No había ninguna en las otras masas continentales desde la diáspora, pero en este continente hubo una importante civilización.

—¿Y nunca hemos visto señales de ello en todas nuestras visitas a la Tierra?

—Las estructuras grandes son pocas. Era una cultura nómada.

—¿Musulmanes que renunciaron a la grafía del Santo Corán?

—Árabes que no eran musulmanes. Está todo en la historia… en las planchas de oro que Bego y Mon están traduciendo. Pero hasta que no me has ayudado a liberarme, no podía leer esos pasajes y no sabía que me los estaba saltando. En el planeta Ramadán tenían su propia Alma Suprema, y ésta, en la inevitable adoración del ordenador que tuvo lugar durante los milenios de forzada ignorancia, socavó las doctrinas del Islam. El grupo que vino aquí era muy conservador, y trató de restaurar las creencias musulmanas que pudieron reconstruir después de tantos años.

—El grupo que vino aquí —repitió Shedemei.

—Ah, sí. Olvidaba que aún no has leído la traducción. Empezaron a rodar palabras en el aire, sobre el terminal.

—No, gracias —dijo Shedemei—. Prefiero una sinopsis, de momento.

—Regresaron. Prosperaron en la Tierra durante mil setecientos años. Luego se exterminaron en una guerra civil devastadora.

—¿Hubo humanos aquí, en el continente, durante mil setecientos años, y los ángeles y cavadores ignoraban su existencia?

—Los rasulum eran nómadas… así se llamaba el grupo que regresó de Ramadán. El desierto marcaba su frontera. Los bosques no les eran útiles, salvo para cazar. Y en cuanto al Gornaya, tenían prohibido acercarse a las grandes montañas. Como los ángeles y cavadores no podían vivir lejos del Gornaya, y los rasulum no se atrevían a penetrar en las serranías, no pudieron conocerse.

Shedemei asintió.

—El Guardián los mantenía apartados.

—Una interesante coreografía —dijo el Alma Suprema—. Los rasulum regresan, pero no se les permite conocer a cavadores y ángeles. Pero cuando nosotros regresamos de Armonía, vamos a parar al corazón de la cultura ángel-cavador.

—¿Estás diciendo que el Guardián escogió nuestra zona de aterrizaje?

—¿Lo pones en duda?

—Puedo dudar de todo —dijo Shedemei—. ¿Qué hace el Guardián? ¿Cuánto control posee? Si puede obligarnos a aterrizar…

—O quizá sólo hacer esa zona de aterrizaje más atractiva que…

—Obligarnos a aterrizar en Pristan, luego guiar a los nafari hasta la tierra de Nafai, luego lograr que Motiak conduzca a los nafari a Darakemba, la misma ciudad donde fue abandonada la piedra de Coriantumr…

—¿Sí?

—Si puede hacer todo eso —dijo Shedemei—, ¿por qué pudimos impedir que Monush encontrara a los akmari? A veces el Guardián parece todopoderoso, y a veces parece impotente.

—No entiendo al Guardián —dijo el Alma Suprema—. Yo no sueño, ¿recuerdas? Los humanos tenéis mejor contacto que yo con el Guardián. Y también los ángeles y los cavadores, dicho sea de paso. Yo soy la entidad menos cualificada para decir nada.

—Obviamente el Guardián desea que los nafari tengan la traducción —dijo Shedemei—. La pregunta es si se la daremos.

—Sí.

—¿Por qué? ¿Por qué no podemos usar esto como un modo de inducir al Guardián a decirnos qué quiere de nosotros?

—Porque, Shedemei, nos está diciendo qué quiere de nosotros. A fin de cuentas, ¿no pudo enviar a Bego, a Motiak, incluso a Ilihiak, sueños con la traducción completa?

Shedemei reflexionó un instante, y luego se echó a reír.

—Sí, tienes razón. Tal vez hayamos logrado llamar su atención, al fin y al cabo. Quiere que les hagamos la traducción.

—Más concretamente, quiere que yo la haga —puntualizó el Alma Suprema.

—Sin mi ayuda, todavía estarías dándole vueltas a tu rutina de evasión, así que no dejes que ese pequeño punto de orgullo que llevas en tu programa se salga de madre.

—De todos modos, el Guardián sigue sin decirnos qué debo hacer respecto a Armonía.

—Creo que nos diría que nos quedemos donde estamos y seamos útiles por una temporada más. —Shedemei volvió a apoyar la cabeza en las manos—. Me siento muy cansada. Estaba a punto de dar mi tarea por concluida y de pedirte que me llevaras a la Tierra para terminar mi vida allí.

—Entonces ésta es una nueva razón para vivir.

—Ya no soy joven.

—Sí que lo eres —dijo el Alma Suprema—. Míralo en perspectiva.


Edhadeya llamó a la puerta de la habitación de Bego. Aguardó. Llamó de nuevo.

La puerta se abrió. La atendió Mon, con cara de sueño pero entusiasta.

—¿Tú?

—Creo que sí —dijo ella—. Estamos en plena noche.

—¿Vienes aquí para decirnos eso?

—No —respondió Edhadeya—. He tenido un sueño. Mon se puso serio al instante, y Bego se acercó a la puerta, medio volando medio patinando.

—¿Qué pasaba en el sueño? —preguntó el bibliotecario.

—Habéis aprobado el examen —dijo ella.

—¿ Quiénes ? —preguntó Mon.

—Vosotros dos. Eso es todo. He visto a una mujer, brillante como si ardiera por dentro, y ha dicho: «Bego y Mon han aprobado el examen.»

—¿Eso es todo? —preguntó Bego.

—Era un sueño verdadero —dijo Edhadeya. Miró a Mon buscando confirmación.

Él asintió lentamente con un gesto de la cabeza. Bego parecía agitado, tal vez un poco enfadado.

—¿Tanto trabajo… y ahora que llegábamos a alguna parte debemos interrumpirlo por culpa de un sueño?

—Interrumpirlo no —dijo Mon—. No es así. No debemos interrumpirlo.

—¿Entonces? —preguntó Bego.

Mon se encogió de hombros, y también Edhadeya.

Bego se echó a reír.

—Vamos, niños, venid conmigo. Vamos a despertar a vuestro padre.

Una hora después, los cuatro estaban reunidos en torno al índice. Mon y Edhadeya habían visto dibujos del índice, pero nunca habían visto ni el objeto real ni su uso. Motiak lo sostenía en las manos y lo miraba. La primera plancha de oro estaba sobre la mesa.

—¿Preparados? —preguntó.

Bego empuñaba su estilo y tenía un montón de cortezas enceradas en el otro extremo de la mesa.

—Sí, Motiak.

Motiak comenzó a traducir, mirando la plancha de oro y el índice, leyendo frase por frase.

Tardaron horas. Mon y Edhadeya estaban dormidos mucho antes de que terminaran. Cuando lo hicieron ya amanecía, y Bego y Motiak se levantaron para acercarse a la ventana y ver salir el sol.

—No entiendo por qué esto es tan importante para nosotros —dijo Motiak.

—Se me ocurren dos razones —dijo Bego.

—Bien, una es evidente, claro —dijo Motiak—. Hacernos saber que el Guardián puede traer gente a la Tierra, y que sin embargo puede tratarse de gente tan detestable que él no les encuentra otro destino que el exterminio.

—Ah, ¿pero por qué eran detestables? —preguntó Bego—. Creo que los sacerdotes se lo pasarán muy bien estudiando las lecciones morales de este libro.

—Sin duda, sin duda. ¿Pero cuál es la otra razón, amigo mío?

—¿De veras crees, Motiak, que los ejércitos de Coriantumr y Shiz eran tan leales y disciplinados que ninguno de sus soldados desertó para internarse en las montañas?

Motiak asintió.

—Muy perspicaz. Siempre hemos supuesto que los humanos que hemos encontrado en cada colonia de gente del suelo o de gente del cielo eran descendientes de la gente que se separó de los nafari y los elemaki. Comerciantes, exploradores, inadaptados… decenas en las primeras generaciones, luego centenares. Claro, nunca hemos encontrado una colonia donde los humanos hablaran otro idioma que no fuera el nuestro.

—Perdona, Motiak, pero eso no es exacto.

—¿No? Pues nunca nos hemos topado con tal idioma.

—Así es. Pero en muchos lugares los humanos sólo hablaban el idioma del cielo o el idioma del suelo. Tuvieron que aprender el idioma medio después.

—Y nosotros pensábamos que eran elemaki tan ignorantes y decadentes que habían perdido todo conocimiento de la lengua de sus antepasados.

—Bien, lo habían perdido, en efecto —dijo Bego—. Pero su lengua ancestral no era la lengua media. Motiak asintió.

—Es inquietante. Si algo aprendemos de esta historia y de las desgracias de los zenifi, es que las naciones sufren espantosamente cuando tienen reyes poseídos por una ambición monstruosa.

—Y es para ellas una bendición que sus reyes sean benévolos —le recordó Bego.

—Creo que eres más sincero que respetuoso —dijo Motiak con cierta sorna—. Pero quizá sea hora de que yo aprenda la misma lección que aprendió Ilihiak.

—¿Cuál? ¿Dejar que la gente vote por su rey?

—No. Que no tenga rey. Abolir la idea de que una sola persona tenga tanto poder.

—¿Y entonces? ¿Disolverás el gran reino que tu padre y tú habéis creado ? Nunca hubo tanta paz y prosperidad.

—¿Y si Aronha fuera tan pérfido como Nuab? ¿Tan ambicioso como Coriantumr? ¿Tan traicionero como Shiz?

—Si crees eso, no conoces a Aronha —dijo Bego.

—No hablo de él en particular. ¿Acaso Zenifab sabía que su hijo Nuaha sería tan perverso como llegó a ser cuando pasó a llamarse Nuak? Por lo que Ilihiak me contó, al principio Nuak era un buen rey.

—Nada se ganaría permitiendo el colapso del reino y su división en decenas de principados belicosos. Los elemaki volverían a ser una gran amenaza, como en los viejos tiempos, y bajarían de las montañas por el Tsidorek o desde los altos valles…

—No es preciso que me lo recuerdes —dijo Motiak—. Sólo trato de averiguar qué quiere de mí el Guardián.

—¿Estás completamente seguro de que el Guardián tiene un plan en mente?

Motiak miró al bibliotecario con curiosidad.

—Le envía sueños a mi hija. Envía sueños a los espías de Ilihiak. Os pone un examen a ti y a Mon… examen que afortunadamente habéis aprobado. Y luego nos da la traducción entera de esto, en una sola noche. Oh, debemos acordarnos de invitar a Ilihiak a leerla en cuanto hayas hecho una copia más duradera.

Bego asintió.

—Me encargaré de ello de inmediato.

—No, no, duerme primero.

—Pondré a los copistas a trabajar antes de acostarme. No me he pasado toda la noche en vela para dormir ahora. Motiak se encogió de hombros.

—Como quieras. Yo me iré a dormir. Y a meditar, Bego. Meditar qué quiere de mí el Guardián de la Tierra.

—Te deseo suerte. Pero medita también sobre esto. Tal vez el Guardián quiera que sigas actuando como has hecho hasta ahora. Quizá te haya dado este documento para confirmarte que estás actuando muy bien como rey, en comparación con los reyes rasulum.

Motiak se echó a reír.

—Bien, no haré nada precipitado. No abdicaré todavía. ¿Te complace esa promesa?

—Es muy tranquilizadora, Motiak —dijo Bego.

—Pero recuerda bien esto, amigo mío. También hubo buenos reyes entre los rasulum. Dos malos monarcas fueron suficientes para que sus grandes obras quedaran reducidas a polvo.

—Eran nómadas —dijo Bego—. No construyeron nada.

—¿Y acaso crees que porque tenemos edificios de piedra, plataformas que mantienen nuestros hogares sobre el nivel de las aguas en la temporada de las inundaciones, nuestras naciones no pueden desmoronarse?

—Supongo que todo es posible.

—Todo menos lo que estás pensando.

—¿Y qué es eso? —preguntó el bibliotecario con cierta inquietud. ¿Era porque Motiak tenía el descaro de suponer que podía leer los pensamientos del viejo ángel? ¿O porque temía que Motiak los hubiera leído?

—Estás pensando que tal vez el Guardián no sabía qué decía el documento hasta que ha sido traducido.

—Yo no podría pensar semejante cosa —dijo Bego, y su tono glacial confirmó a Motiak que su conjetura era acertada.

—Tal vez estás pensando que el Alma Suprema, tal como implican los antiguos documentos, es sólo una máquina que realiza operaciones tan complejas que parece un sutil pensamiento viviente. O piensas quizá que el Alma Suprema sintió curiosidad por lo que decían estos documentos, pero no pudo descifrar el idioma hasta que la intuición de Mon y tu arduo trabajo se combinaron para darle los elementos necesarios. Tal vez estás pensando que nada de esto nos exige creer en el Guardián de la Tierra, sólo en la antigua maquinaria del Alma Suprema.

Bego sonrió sombríamente.

—No has leído esto en mis pensamientos, Motiak. Lo has descubierto porque tú mismo lo piensas.

—Así es —dijo Motiak—. Pero he recordado otra cosa. Los Héroes que conocieron íntimamente al Alma Suprema creían en el Guardián de la Tierra. Y de todos modos, Bego, ¿cómo explicas la capacidad de Mon para intuir la verdad? ¿Cómo explicas los sueños de Edhadeya?

—No tengo que creer en el Guardián de la Tierra para creer en la gran capacidad intuitiva de tus hijos. Motiak lo miró gravemente.

—Fíjate con quién comentas tales ideas.

—Sé que existen leyes concernientes a la herejía y la tradición. Pero si lo piensas, Motiak, dichas leyes no habrían sido necesarias de no haber tenido la gente estos pensamientos y haberlos expresado en voz alta.

—No debemos preguntarnos si existe el Guardián de la Tierra. Debemos preguntarnos qué trataba de lograr el Guardián de la Tierra al traer a mis antepasados a este mundo y ponerlos en medio de tu pueblo y el pueblo del suelo. ¿Qué trata de construir el Guardián, cómo podemos ayudar?

—Yo prefiero pensar en lo que intenta hacer mi rey, y en cómo puedo ayudarle a él.

Motiak cabeceó, entornando los ojos.

—Si no puedo ser tu hermano en nuestra creencia en el Guardián, tendré que conformarme con tu lealtad de súbdito.

—En eso puedes confiar plenamente —dijo Bego.

—Lo sé.

—Te ruego que no me impidas ser el maestro de tus hijos. Motiak cerró los ojos.

—Estoy agotado, Bego. Necesito dormir para pensar mejor en estas cosas. Al marcharte, por favor, pide a los criados que vengan y se lleven a mis hijos a la cama.

—No será necesario —dijo Bego—. Ambos están despiertos.

Motiak miró a Mon y Edhadeya, que seguían con la cabeza apoyada en el brazo y no se habían movido; pero ahora, tímidamente, ambos la irguieron.

—No quería interrumpir —dijo Mon.

—No, ya me lo imagino —respondió Motiak con sorna—. Bien, podemos ahorrar a los criados la pesada faena de llevaros. A la cama, ambos. Os habéis ganado el derecho de presenciar la traducción, pero no de escuchar una conversación privada con mi amigo.

—Perdóname —susurró Edhadeya.

—¿Perdonarte? —dijo Motiak—. Ya te he perdonado. Ahora ve a la cama.

Ambos siguieron a Bego en silencio.

Motiak se quedó a solas en la biblioteca, acariciando las planchas de oro, el índice.

Al cabo de un rato, apareció el jefe de copistas para llevarse las cortezas enceradas sobre las que Bego había escrito.

Motiak envolvió el índice y, cuando el copista se marchó, llevó el índice y las planchas de oro a la cámara del tesoro más recóndita, en el vientre de la casa.

Mientras caminaba, le habló al Guardián mentalmente, haciendo preguntas, implorando respuestas, pero al fin pidiendo sólo esto: Ayúdame. Mis sacerdotes responderán como de costumbre, interpretando los viejos textos de la misma manera que decidieron hacer sus predecesores. Esta nueva historia ni siquiera los despertará de su sueño intelectual. Ellos creen comprenderlo todo, pero ahora veo que no entienden nada. Dame una guía, alguien que pueda compartir este peso conmigo, alguien a quien pueda contar mis miedos y preocupaciones, que pueda ayudarme a saber qué deseas de mí.

Entonces, de pie en la puerta de la cámara del tesoro, mientras los diez guardias alineados en la entrada lo miraban intensamente, Motiak tuvo una repentina visión. Tan claramente como si lo tuviera delante, Motiak vio al hombre que Edhadeya había visto en sueños: Akmaro, el sacerdote rebelde de Nuab.

La visión se esfumó tan pronto como había venido.

—¿Te encuentras bien? —preguntó el guardia que tenía más cerca.

—Sí —respondió Motiak. Se alejó, subiendo la escalera hacia sus aposentos.

Nunca había tenido una visión de Akmaro, pero sabía que el hombre que había visto por un instante era él. Sin duda el Guardián le había mostrado aquel rostro porque quería decirle que Akmaro era el amigo que Motiak pedía. Y si Akmaro era ese amigo, el Guardián debía planear llevarlo a Darakemba.

Mientras iba hacia su dormitorio, pasó frente a la habitación de Dudagu. Normalmente ella dormía a aquellas horas de la mañana, pero se acercó a la puerta cuando él pasó.

—¿Dónde has estado toda la noche, Tidaka?

—Trabajando. Que no me despierten hasta el mediodía.

—¿Qué? ¿Debo buscar a todos los sirvientes y decirles cuál es tu horario? ¿En qué te he ofendido para que de repente me trates como a una vulgar…?

La voz se apagó cuando el rey corrió la cortina de la puerta que conducía a su cámara.

—Envíame un amigo y consejero, Guardián —susurró Motiak—. Si soy tu digno servidor, envíame a Akmaro.

Motiak se durmió al instante, se durmió y no soñó.


De camino hacia los dormitorios de la casa del rey, Mon y Edhadeya hablaban. Mejor dicho, al principio hablaba Mon.

—El índice ha hecho la traducción, ¿no? Padre sólo repetía lo que aparecía delante de él. Bego sólo escribía lo que decía Padre. Así pues, ¿quién es la máquina?

Edhadeya murmuró soñolienta:

—El índice es la máquina.

—Eso nos dicen. Pero antes de esta noche, Bego ha estado estudiando el idioma de las veinticuatro planchas. Luego ha probado sus conclusiones conmigo como si repasara la tabla de multiplicar. ¿Esto es correcto, Mon? ¿Sí o no, Mon? Yo sólo podía decir sí o no. Ni siquiera tenía que entenderlo. Sí. No. Sí, no. ¿Quién es la máquina?

—Una máquina que dice tonterías en vez de dejarte dormir —dijo Edhadeya—. Todos querrán una.

Pero Mon no le escuchaba. Ya seguía otra dirección. Se sabía disconforme con algo de lo sucedido aquella noche. Si se preguntaba varias veces qué era, acabaría por dar con ello.

—Dedaya, ¿tú quieres tus sueños? ¿Los verdaderos? ¿No preferirías no tenerlos?

A su pesar, Edhadeya se despejó un poco. Nunca se le había ocurrido cuestionar su don.

—Si yo no hubiera soñado, Mon, no sabríamos qué había en el libro.

—Aún no lo sabemos. Nos quedamos dormidos. Totalmente despejada, Edhadeya continuó:

—Y no quisiera que otra persona hubiera tenido el sueño. Yo lo quería. Estoy contenta de él. Me hace formar parte de algo importante.

—¿Parte de algo? ¿Un pedazo de algo? Yo quiero ser entero, ser yo mismo. No quiero ser parte de nada que no sea yo.

—Qué tontería, Mon. Te has pasado la vida deseando ser otra cosa. ¿De repente quieres ser tú?

—Ojalá fuera mejor de lo que soy, sí. Ojalá pudiera volar, sí.

Edhadeya estaba acostumbrada a esto. Los varones siempre discutían como si la lógica estuviera de su parte, aunque se comportaran de un modo totalmente irracional. Incluso cuando su «lógica» iba contra la evidencia.

—Deseas tomar parte en los juegos, en las danzas aéreas de los jóvenes ángeles. Ser uno de ellos. Y ser parte de esa canción nocturna. No puedes hacer nada de eso por tu cuenta, tú solo.

—Eso es distinto —dijo Mon.

Claro, redefinamos los términos para eliminar la contradicción. A Edhadeya la sacaba de quicio que después de discusiones como aquélla los niños lo tergiversaran todo y dijeran que las niñas no eran razonables, que se dejaban dominar por las emociones, que no se podía mantener un diálogo inteligente con ellas… pero eran ellos quienes ignoraban la evidencia y continuamente modificaban sus argumentos para adaptarlos a lo que querían creer. Edhadeya, en cambio, era realista y rehusaba tanto negar sus sentimientos como los hechos que observaba. Y tampoco negaba que primero sacaba sus conclusiones siguiendo sus deseos más íntimos, y sólo después construía argumentos que las sustentaran. Pero los varones eran tan necios que creían que sus razones eran sus argumentos.

Era inútil tratar de explicárselo a Mon. Edhadeya estaba cansada. No quería una larga discusión sobre las discusiones. Así que le respondió de la manera más simple.

—No, no lo es —dijo.

Mon, con esto, se permitió ignorarla.

—No quiero formar parte del Guardián, eso es lo que no quiero. ¿A quién le importan sus planes? Yo no quiero ser parte de sus planes.

—Todos lo somos —dijo Edhadeya—. Así que es mejor ser una parte importante.

—¿Su marioneta preferida? —preguntó Mon con desdén.

—Su amigo voluntarioso.

—Si es un amigo, que dé la cara de una vez. ¡Que venga a visitarnos!

Edhadeya decidió que era hora de inyectar un poco de realismo a la conversación.

—Sé por qué estás enfadado.

—Espero que sí, acabo de decírtelo.

—Estás enfadado porque quieres estar al mando, trazar todos los planes.

Por el momentáneo asombro de Mon, Edhadeya supo que había dado en el clavo. Pero, por supuesto, él lo negó.

—Eso es una verdad a medias, en todo caso. Quiero trazar todos los planes que me afecten.

—¿Y nunca quieres que otra persona haga justamente lo que tú has decidido que haga?

—Exacto. No pido nada de nadie, y no quiero que nadie me venga con exigencias. Eso sería la auténtica felicidad.

Edhadeya estaba cansada, y Mon se comportaba como un estúpido.

—Mon, no puedes pasarte ni cinco minutos sin decirme qué hacer.

Mon perdió los estribos.

—¡No te he dicho qué hacer en toda esta conversación!

—No has hecho otra cosa que decirme qué pensar.

—Te he dicho lo que yo pensaba.

—Ah, ¿y no tratabas de lograr que yo estuviera de acuerdo?

Claro que sí, y él lo sabía, y su afirmación de que no quería controlar a nadie no se aguantaba por ningún lado; pero Mon no podía admitirlo. A Edhadeya siempre le hacía gracia ver el pánico reflejado en los ojos de su hermano cuando, arrinconado, buscaba un modo de escapar de sus contradicciones lógicas.

—Yo trataba de hacer que lo comprendieras —dijo Mon.

—Entonces tratabas de hacerme hacer algo.

—No, claro que no. ¡No me importa lo que hagas ni lo que pienses ni lo que entiendas!

—¿Entonces por qué te molestas en hablar conmigo? —preguntó ella con una dulce sonrisa.

—Hablaba conmigo mismo. ¡Tú sólo estabas aquí! Cada vez más serena a medida que él se iba sulfurando, Edhadeya respondió suavemente:

—Si no quieres controlar lo que yo pienso, ¿por qué levantas la voz? ¿Por qué discutes conmigo?

Mon estaba acorralado. Y era franco, cuando ya no podía soslayar la verdad la afrontaba. Por eso era el hermano favorito de Edhadeya, aparte de que Aronha siempre estaba muy ocupado y los otros eran muy pequeños.

—¡Te odio! —exclamó Mon—. ¡Sólo tratas de dominarme y de sacarme de quicio!

Edhadeya no pudo resistirse a tomarle el pelo.

—¿Cómo puedo dominar a un joven tan libre como tú?

—Lárgate y déjame en paz.

—Oh, el titiritero ha hablado. —Edhadeya echó a andar, rígida, sin mover los brazos—. Ahora el títere se mueve, obedeciendo. ¿Cuál es el plan de Mon para este títere? Él quiere que se vaya.

—Te odio, de veras —dijo Mon. Pero ella notó que le costaba contener la risa.

Se volvió para mirarlo, ahora en serio.

—Sólo porque insisto en ser independiente y no pensar lo que tú planeas que piense. El Guardián me envía mejores sueños que a ti. Buenas noches, querido hermano.

Pero Mon estaba enfadado y se sentía herido, y no quería que ella se fuera.

—¡No te importa nada de esto! Sólo quieres burlarte de mí.

—Me gusta burlarme de ti… pero además esto no importa mucho. Quiero formar parte de los planes del Guardián porque creo que el Guardián busca nuestra felicidad.

—Vaya, pues qué bien lo hace. Estoy maravillado. —Tenía lágrimas en los ojos. Edhadeya sabía que él odiaba lloriquear. No haría nada más para provocarlo ni humillarlo.

—No me refiero a nuestra felicidad individual y permanente —dijo—. Pero quiere que todos vivamos en paz, colaborando, ayudándonos a ser felices como queremos ser, como podemos ser. —Edhadeya pensó en lo que Uss-Uss había dicho que deseaba para ser feliz—. El Guardián está harto de que haya amos y esclavos, harto de nuestras guerras y nuestros odios. No quiere que nos destruyamos como los rasulum. Por la expresión de desconcierto de Mon, comprendió que él no debía de estar despierto hacia el final de la traducción.

—¡Creeré que el Guardián quiere mi felicidad el día en que me crezcan alas! —rezongó.

Ella no pudo contener una frase mordaz.

—No es culpa del Guardián que aún no hayas aprendido a usar las manos para algo útil.

Sin aguardar respuesta, corrió a su habitación. Se sentía culpable por haber dicho algo tan brutal. Pero aunque en una discusión él se empeñara en negar, excusarse y defenderse, Edhadeya sabía que reconocería la verdad íntimamente. Mon sabía quién tenía razón.

Con su maravilloso talento para distinguir entre la verdad y la falsedad, ¿por qué no comprendía que su anhelo de ser otra cosa era un error lamentable que le consumía la vida y le envenenaba el corazón?

¿O el ansia de ser un ángel era algo que le inspiraba el Guardián?

Edhadeya se tendió en su estera y, como de costumbre, apartó los tres cojines que le ponían por orden de Dudagu, «porque una dama no debe dormir en una estera dura, como un soldado». Edhadeya ni se molestaba en enfadarse con Uss-Uss por no quitar los cojines. Si la esposa del rey daba una orden, ningún sirviente se atrevía a desobedecer, y habría sido cruel reprender a Uss-Uss por hacer lo que debía para sobrevivir.

No, no Uss-Uss. Voozhum.

¿Eso formaba parte del plan del Guardián? ¿Liberar a los cavadores de la esclavitud? Las palabras habían acudido fácilmente a los labios de Edhadeya cuando discutía con Mon. Pero ahora tenía que planteárselo como una posibilidad real. ¿Qué planeaba el Guardián? ¿Y cuántas turbulencias habría hasta que sus planes se concretaran?

Akmaro echó un vistazo a los campos de patatas que crecían entre las hileras de maizales ya cosechados. Al final de la estación, era momento de desenterrarlas y apartar las comestibles de las que servirían de semilla. ¡Quién hubiese creído que el maíz y las patatas plantadas en la esclavitud se cosecharían en aquellas circunstancias! No era la libertad, pero tampoco imperaba el miedo. Los guardias se mantenían a distancia, y nadie los fastidiaba, ni los adultos ni los niños. Trabajaban duramente, y el tributo para Pabulog era cuantioso, pero lo cierto era que tenían comida de sobra, más de la que necesitaban.

Es el regalo que nos ha enviado el Guardián por no encerrarnos en el odio y el miedo. El coraje y la sabiduría de mi esposa convirtieron en amigos a nuestros peores enemigos, los hijos de Pabulog. Ellos no se rebelarán contra su padre, desde luego. Son demasiado pequeños, y Pabulog es demasiado cruel e imprevisible. Pero nos han dado paz. Y hasta Pabulog verá que es mejor que los seguidores de Akmaro sean siervos productivos y no esclavos amargados, rencorosos y atormentados.

La única mancha en la escena que se pintaba Akmaro era su hijo Akma. Akmadis, Kmadadis, bienamado de mi corazón, mis esperanzas están en ti tal como las esperanzas de tu madre están en su dulce hija. ¿Por qué has llegado a odiarme tanto? Eres inteligente y sabio de corazón, Akma, puedes ver que es mejor perdonar y hacer amigos de los enemigos. ¿Cuál es la causa de este resentimiento que tanto te enceguece? Te hablo y no oyes nada. Peor aún, actúas como si mi voz fuera el grito de guerra de un enemigo.

Chebeya lo había consolado, asegurándole que, aunque había hostilidad, los vínculos entre padre e hijo eran más fuertes que nunca.

—Eres el centro de su vida, Kmadaro —le había dicho—. Ahora está furioso, cree que te odia, pero órbita a tu alrededor tal como hace la Luna en torno a la Tierra.

Magro consuelo para afrontar el odio de su hijo cuando él deseaba —¡merecía!— sólo amor, y le había dado sólo amor.

Ésa era la tragedia de Akmaro, su carga personal, haber perdido el amor de su hijo. Con el tiempo todo mejoraría, o quizá no; mientras Akmaro hiciera lo posible, no estaba en sus manos. Lo más importante era su trabajo para la causa del Guardián. Había pensado, al huir de los cuchillos de los asesinos de Nuak, que el Guardián le deparaba grandes obras. Que se le habían confiado las palabras de Binaro, y que él debía esparcirlas a los cuatro vientos. Enseñar que el Guardián de la Tierra deseaba que la gente del cielo, del suelo y de todas partes debía vivir en fraternidad y amistad, sin que nadie dominara a nadie, sin ricos ni pobres; todos debían compartir como iguales las tierras que el Guardián les había dado; todos debían respetar los pactos establecidos y criar a sus hijos en paz y seguridad, sin que el hambre ni el orgullo mancillaran la felicidad de nadie. Sí, Akmaro tenía visiones de reinos enteros que comprendían la simplicidad del mensaje que el Guardián había transmitido a Binaro, y a través de éste a Akmaro, y a través de éste a todo el mundo.

En cambio, su mensaje había llegado a aquellas quinientas almas, todas humanas. Y a los cuatro hijos de Pabulog.

Pero era suficiente, ¿no? Aquellas quinientas personas habían demostrado su coraje. Habían demostrado su lealtad y su fuerza. Habían soportado todos sus padecimientos, y sabrían soportar mucho más. Lo que habían creado juntos era algo bueno. Esta comunidad era algo bueno. Y en cuanto a la batalla con su peor enemigo, Pabulog, un hombre más rico en odio que en dinero y poder, Pabulog había ganado en lo referente a las espadas y los látigos, pero Akmaro —no, la comunidad de Akmaro; no, el pueblo del Guardián— había ganado la batalla de los corazones y las mentes, y había conquistado la amistad de los hijos de Pabulog.

Eran buenos chicos, una vez que aprendían, una vez que les enseñaban. Tendrían el valor de conservar esa bondad, a pesar de su padre. Si he perdido a un hijo —no sé cómo—, he ganado a estos cuatro protohijos, que habrían sido la heredad de otro hombre si él no los hubiera perdido al tratar de usarlos con fines malvados.

Tal vez sea el precio que pago por ganar a los pabulogi.

Conquisto a los hijos de Pabulog, y a cambio debo renunciar al mío.

Una voz angustiada gritó en su interior. No, el precio no vale la pena. Cambiaría a todos los pabulogi, a todos los hijos del mundo, por un momento en que Akmadis me mirase a la cara con el orgullo y el amor que antes sentía por mí.

Pero no lo pensaba en serio. No era un ruego, no quería que el Guardián lo considerase un ingrato. Sí, Guardián, quiero recobrar a mi hijo. Pero no al precio de la bondad de otro. Es preferible que yo pierda a mi hijo a que tú pierdas a esta gente.

¡Si pudiera creer que lo decía de todo corazón!

—Akmaro.

Akmaro dio media vuelta y vio a Didul.

—No te he oído llegar.

—Corría, pero la brisa puede haber apagado el sonido de mis pasos.

—¿Qué puedo hacer por ti? Didul parecía contrariado.

—Anoche tuve un sueño.

—¿Cómo fue el sueño? —preguntó Akmaro.

—Era… tal vez no era nada. Por eso no he dicho nada hasta ahora. Pero no puedo quitármelo de la cabeza. Se me aparece una y otra vez, así que he venido a contártelo.

—Cuéntamelo.

—Vi llegar a Padre con quinientos guerreros elemaki, alguna gente media, la mayoría gente del suelo. Se proponía llegar al alba, sorprenderte mientras dormías, mataros a todos ahora que los campos han rendido su fruto. Ése era su plan. Obtener de ti una temporada de labor, y luego matar a tu gente ante tus ojos, y a tu esposa frente a tus hijos, y a tus hijos frente a ti, y a ti por último.

—¿Y has esperado hasta ahora para contármelo?

—Porque aunque vi cuál era su plan, aunque vi la escena tal como él se la imaginaba, cuando llegaba aquí encontraba el lugar vacío. Las patatas en el suelo, y a ninguno de vosotros. Ni rastro. Los guardias estaban dormidos, y él no podía despertarlos, así que los mataba y procuraba dar con vosotros en el bosque, pero tampoco estabais allí.

Akmaro lo meditó un instante.

—¿Y dónde estabas tú?

—¿Yo? ¿A qué te refieres?

—En el sueño. ¿Dónde estabais tú y tus hermanos?

—No sé. No aparecíamos.

—Entonces… ¿no crees que es obvio dónde estabais? Didul apartó los ojos.

—No me avergüenza enfrentarme a Padre después de lo que hemos hecho aquí. Era el modo correcto de usar la autoridad que él delegó en nosotros.

—¿Por qué en el sueño no os encontraba aquí?

—¿Un hijo traiciona a su padre? —preguntó Didul.

—Si un padre ordena a un hijo que cometa un crimen tan atroz que el hijo no puede cargarlo en su conciencia, ¿es traición que el hijo desobedezca al padre?

—Siempre haces lo mismo —dijo Didul—. Vuelves las preguntas más difíciles.

—Las vuelvo más verdaderas —dijo Akmaro.

—¿Es un sueño verdadero?

—Creo que sí.

—¿Cómo escaparéis? Los guardias aún son leales a Padre. Nos obedecen, pero no os dejarán escapar.

—Lo viste en el sueño. El Guardián lo hizo una vez. Cuando los nafari escaparon de los elemaki, en nuestros primeros tiempos en la Tierra, el Guardián sumió a los enemigos de los nafari en un sueño profundo. Durmieron hasta que los nafari estuvieron a buena distancia.

—Pero mi sueño no te asegura que vaya a ser así.

—¿Por qué no? —preguntó Akmaro—. El sueño nos indica que tu padre se aproxima. ¿Por qué no ha de indicarnos que el Guardián se propone salvarnos?

Didul rió nerviosamente.

—¿Y si no es un sueño verdadero?

—Entonces los guardias nos apresarán mientras nos vamos. No será peor que aguardar la llegada de tu padre. Didul hizo una mueca.

—Yo no soy Binaro. No soy tú. No soy Chebeya. La gente no se arriesgará por un sueño mío.

—No te preocupes. Se arriesgarán porque creen en el Guardián.

Didul sacudió la cabeza.

—Es demasiado. Son decisiones demasiado importantes para tomarlas basándose en un sueño mío. Akmaro rió.

—Si tu sueño no viniera de ninguna parte, Didul, a nadie le importaría lo que soñaste. —Tocó el hombro de Didul—. Cuenta a tus hermanos que yo digo que reflexionen sobre el hecho de que en el sueño tu padre no os encuentra aquí. Es elección vuestra. Pero os diré esto. Si el Guardián cree que sois enemigos de mi pueblo, en las oscuras horas de la mañana estaréis dormidos cuando nos vayamos. Si despertáis cuando lo hagamos es que el Guardián os invita a acompañarnos. El Guardián os dice que merecéis su confianza y que vuestro lugar está entre nosotros.

—O bien que tengo la vejiga llena y debo levantarme temprano para vaciarla.

Akmaro rió de nuevo. Se alejó. El chico hablaría con sus hermanos. Tomarían una decisión. Era algo entre ellos y el Guardián.

Poco después Akmaro vio a su hijo Akma de pie, en el campo, sudando entre las patatas. El chico lo miraba. Miraba a Didul. ¿Cómo le veía Akma? Mi mano en el hombro de Didul. Mi risa. ¿Cómo lo veía? Y cuando esta noche hable del sueño de Didul, cuando pida a todos que se preparen porque la voz del Guardián ha llegado a nosotros, diciéndonos que mañana seremos libres de nuestra esclavitud, todos se regocijarán porque el Guardián no nos ha abandonado. Pero en el corazón de mi hijo habrá cólera, porque el sueño acudió a Didul y no a él.

Pasó la tarde. El sol, ya escondido detrás de las montañas, retiró al fin su luz del cielo. Akmaro reunió a los suyos y les pidió que se preparasen, pues partirían antes del alba. Les habló del sueño. Les dijo quién lo había soñado. Y nadie planteó dudas ni objeciones. Nadie se preguntó si era una trampa o una treta. Porque todos conocían a los pabulogi, sabían que habían cambiado.

Al amanecer Akmaro y Chebeya despertaron a sus hijos. Akmaro fue a cerciorarse de que todos los demás estuvieran despiertos y preparándose para partir. No enviarían a nadie a vigilar a los guardias. Tenían que estar dormidos, pero en caso contrario —si habían interpretado mal el sueño— ya no había nada que pudieran hacer.

Dentro de la choza, mientras Akma ayudaba a llenar las alforjas con comida, ropa, herramientas y cuerdas, Madre le habló.

—No ha sido cosa de Didul, sabes. Él no eligió tener el sueño, y tu padre no ha elegido escucharlo de sus labios. Ha sido cosa del Guardián.

—Lo sé —dijo Akma.

—El Guardián trata de enseñarte a aceptar sus dones sin que importe a quién escoge para transmitirlos. El Guardián quiere que perdones. No son los mismos chicos que eran cuando te atormentaban. Te han pedido perdón.

Akma hizo una pausa y la miró a los ojos. Sin rencor, sin ninguna expresión inteligible, dijo:

—Ellos me lo han pedido, pero yo me niego a dárselo.

—Creo que es indigno de ti, Akma. Podía entenderlo al principio. La herida aún estaba abierta.

—Tú no lo entiendes —dijo Akma.

—Sé que no lo entiendo. Por eso te ruego que me lo expliques.

—Yo no los he perdonado. No había nada que perdonar.

—¿A qué te refieres?

—Ellos hacían lo que su padre les enseñó. Yo hacía lo que mi padre me enseñó. Nada más. Los hijos sólo son herramientas de sus padres.

—Eso que dices es terrible.

—Es una verdad terrible. Pero llegará el día en que ya no seré un niño, Madre. Y cuando ese día llegue no seré la herramienta de nadie.

—Akma, el odio que llevas en el corazón te está envenenando. Tu padre enseña a la gente a perdonar, a renunciar al odio…

—El odio me sostuvo cuando me falló el amor —dijo Akma—. ¿Crees que voy a renunciar a él ahora?

—Creo que sería lo mejor —dijo Chebeya—. Antes de que te destruya.

—¿Es una amenaza? ¿El Guardián me matará?

—No es necesario. Puedes haberte destruido como persona mucho antes de que tu cuerpo esté preparado para la sepultura.

—Tú y Padre podéis creer lo que os plazca —dijo Akma—. Que me he echado a perder, que estoy destrozado… no me importa.

—No creo que te hayas echado a perder. Luet intervino.

—Él no es malo, Madre. Tú y Padre no debéis hablar de él como si lo fuera.

Chebeya quedó estupefacta.

—Nunca hemos dicho que fuera malo, Luet. ¿Por qué dices semejante cosa? Akma rió.

—Luet no necesita oír las palabras para saber la verdad. ¿Aún no comprendes su talento? ¿O el Guardián no os ha dado un sueño sobre ello?

—Akma, ¿no comprendes que no estás luchando contra tu padre ni contra mí, sino contra el Guardián?

—No me importa si es contra el mundo entero y todo lo que haya en él y encima de él. No cederé. —Consciente de que era una frase melodramática, un poco ridícula en alguien de su edad, Akma se echó el saco al hombro y salió de la choza.

Sólo el claro de luna los alumbraba cuando abandonaron las tierras que durante ese breve período habían vuelto fecundas en buenas cosechas. Nadie miró hacia atrás. No se oyeron gritos de alarma. Los gansos graznaban y las cabras balaban, pero nadie les descubrió.

Y cuando escalaron la última colina antes de abandonar la tierra que conocían, los pabulogi los aguardaban a la sombra del pinar. Akmaro los abrazó, rieron y lloraron y abrazaron a otros, hombres y mujeres. Akmaro los instó a apresurarse y todos continuaron la marcha.

Acamparon en un valle lateral, y allí rieron y cantaron y se regocijaron porque el Guardián los había liberado de la servidumbre. Pero en medio de la celebración, Akmaro les ordenó que levantaran el campamento y reanudaran la marcha, valle arriba, por sendas desconocidas, pues Pabulog había llegado y había encontrado a los guardias dormidos, y ahora un ejército los perseguía.

Seguir sendas desconocidas era peligroso, sobre todo en esa época del año. Nadie sabía qué valles estarían cubiertos de nieve y cuáles estarían despejados. Cada valle tenía su propio clima, según el viento fuera húmedo o seco, frío o caliente. Pero aquel sendero era bastante cálido, teniendo en cuenta la elevación, y bastante seco, aunque con agua suficiente para los rebaños. Y once días después bajaron de las montañas desde un pequeño valle que ni siquiera estaba vigilado, porque los incursores elemaki no seguían ese camino. A la tarde siguiente estaban a orillas del río y, a pesar de las instrucciones de los sacerdotes, Akmaro no permitió que su gente entrara en el agua.

—Ya son hombres y mujeres nuevos —declaró.

—Pero no por la autoridad del rey —replicaron los sacerdotes.

—Lo sé —dijo Akmaro—. Fue por la autoridad del Guardián de la Tierra, que es más grande que cualquier rey.

—Entonces cruzar estas aguas será un acto de guerra —dijo un sacerdote.

—Entonces no cruzaremos, pues no tenemos la intención de perjudicar a nadie.

Al fin se presentó Motiak y cruzó el puente para hablar con Akmaro. Permanecieron frente a frente un instante, y la gente de ambas márgenes miró para ver cómo el rey metía en cintura a aquel advenedizo. Para sorpresa de todos, Motiak abrazó a Akmaro, y abrazó a su esposa, y cogió a sus hijos de la mano, y condujo primero a los niños, luego a los adultos, por el puente. Ninguno de ellos tocó las aguas del Tsidorek ese día, y Motiak proclamó que eran verdaderos ciudadanos de Darakemba, pues el Guardián de la Tierra ya los había convertido en hombres y mujeres nuevos.

Aún no se había puesto el sol cuando Ilihiak fue a saludar a Akmaro. Fue una alborozada reunión; no se veían desde hacía tiempo, y ambos se quedaron hasta la noche contándose anécdotas de sus vidas. En los siguientes días mucha gente de la tierra de Khideo viajó a Darakemba para saludar a viejos amigos y parientes que habían abandonado Zinom para seguir a Akmaro al desierto.

Y no fue la última reconciliación. Motiak convocó con una proclama a la gente de Darakemba para que se reuniera en el gran espacio abierto de la ribera del río. Allí ordenó a sus escribas que leyeran la historia de los zenifi, y luego la historia de los akmari, y toda la gente se maravilló que el Guardián hubiera intervenido para rescatarlos. Los hijos de Pabulog se adelantaron y pidieron a Akmaro que los llevara a las aguas. Esta vez, cuando emergieron, rechazaron explícitamente su vieja identidad.

—Ya no somos pabulogi —dijo Pabul, y sus hermanos repitieron estas palabras—. Ahora somos nafari, y nuestro único padre es el Guardián de la Tierra. Pediremos a Akmaro y Motiak que sean nuestros protopadres, pues no reclamamos más herencia que la del ciudadano más sencillo de Darakemba.

Hasta aquel momento, la gente de Darakemba se congregaba como siempre lo había hecho: los descendientes de los darakembi originales a la izquierda del rey, y los descendientes de los nafari originales a la derecha del rey. Y estos grupos se subdividían en otros, pues los nafari todavía recordaban quiénes eran issibi, quiénes oykibi, quiénes yasoi y quiénes zdorabi. Y en ambos grupos, la gente del cielo y la gente media se reunían en clanes separados; al fondo quedaban los pocos cavadores que eran ciudadanos libres.

Cuando concluyó la lectura de las historias, Motiak se puso de pie y dijo:

—Nadie puede poner en duda que la mano del Guardián se ha manifestado en las cosas que hemos visto y oído. En los últimos días he pasado cada hora de vigilia en compañía de Akmaro y Chebeya, dos grandes maestros que el Guardián nos ha enviado para enseñarnos a ser dignos custodios de la tierra que nos ha dado. Ahora él hablará con vosotros, con mayor autoridad que cualquier rey.

La gente murmuró al oír esto. Luego escuchó las palabras de Akmaro, que se movía de grupo en grupo; otros hombres y mujeres akmari también iban de grupo en grupo predicando una parte del mensaje que el Guardián había enviado por boca de Binaro, tantos años antes. El mensaje por el cual Binaro había muerto. No todos creían todo lo que les decían, y algunas ideas les resultaban desconcertantes, pues Akmaro decía que cavadores, ángeles y humanos eran hermanos. Pero nadie se atrevía a plantear objeciones, pues él contaba con la amistad del rey, y muchos otros, tal vez la mayoría, sobre todo los pobres, creían de todo corazón en lo que él decía.

Ese día muchos entraron en las aguas para renovarse bajo las manos de Akmaro y de sus adeptos. Y mientras anochecía, Motiak hizo leer otra proclama.

—A partir de ahora, los sacerdotes ya no serán servidores del rey, designados por el rey, ni permanecerán con el rey para celebrar los grandes ritos públicos. A partir de ahora, Akmaro será el sumo sacerdote, y tendrá poder para designar sacerdotes menores en cada ciudad, pueblo y aldea que esté dentro de mis dominios. Estos sacerdotes del Guardián no recibirán su paga de las arcas públicas, sino que trabajarán con las manos como otros hombres y mujeres. Ninguna labor es demasiado humilde para ellos, y ninguna carga demasiado grande. En cuanto a los sacerdotes que me han servido fielmente hasta ahora, no serán olvidados. Los eximo de sus deberes y les concedo de mis arcas privadas riquezas suficientes para fundar empresas respetables; quienes deseen enseñar pueden ser maestros, y algunos trabajarán a mi servicio como escribas y bibliotecarios. Nadie debe pensar que introduzco este cambio porque haya habido deshonra entre ellos. Pero nunca más un rey podrá usar a sus sacerdotes como Nuab usó a Pabulog y al resto de sus sacerdotes: como instrumentos de opresión, engaño y crueldad. A partir de ahora los sacerdotes no tendrán poder político y, a cambio, ningún rey ni monarca tendrá autoridad para designar o expulsar a un sacerdote.

»Más aún, cuando la gente se congregue, ya no se dividirá en nafari y darakembi, ni en tribus y clanes, ni habrá separación entre la gente del suelo, del cielo y media. Cuando me obedecéis como rey, todos sois nafari, todos sois darakembi. Y cuando os reunís con los sacerdotes para asimilar las enseñanzas del Guardián de la Tierra, entonces sois del Guardián, y esto es entre vosotros y el Guardián de la Tierra. Ningún poder terrenal, de rey o gobernador, de soldado o maestro, puede interferir en ello. Ninguna persona de ninguna raza puede ser esclava más de diez años; quienes ya han servido durante ese tiempo son ahora empleados y deben cobrar un salario justo: no pueden ser despedidos, aunque pueden marcharse si así lo desean. Todos los niños nacidos en mis tierras son libres desde el momento de su concepción, aunque su madre sea esclava. Es un nuevo orden en mis tierras, y suplico a mi pueblo que obedezca.

Esta última era una frase ritual. Los edictos del rey tenían forma de súplica, no de mandamiento, pues así lo había establecido Nafai cuando gobernaban los Héroes. Pero muchos oyeron estas palabras con muda rabia. ¿Cómo se atreve a decir que no hay diferencias entre un cavador y yo, entre una mujer y yo, entre un ángel y yo, entre un humano y yo, entre un hombre y yo, entre los pobres y yo, entre los ignorantes y yo, entre mis enemigos y yo? Fueran cuales fuesen sus prejuicios íntimos, aparentaron aceptar las enseñanzas de Akmaro y el edicto de Motiak, pero en el fondo de su corazón, en sus hogares, y en cuchicheos con amigos y vecinos en los años que seguirían, rechazarían la locura que Akmaro y Motiak habían provocado.

Pero en los días gloriosos en que Akmaro fundó las Casas de los Guardados y las puso a cargo de sacerdotes en cada ciudad, pueblo y aldea, en los días en que Motiak celebró la nueva igualdad de hombres y mujeres, cavadores, ángeles y humanos, con la promesa de libertad para todos los esclavos, aquello parecían ser los albores de una edad de oro. La idea de que semejante revolución pudiera lograrse tan fácilmente probaba su ingenuidad. Pero, en su ignorancia, eran felices, y esa época se consignó en los Anales de los Reyes de los Nafari como la época más armoniosa de la historia humana sobre la Tierra. Las excepciones no se consideraron dignas de mención.

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