8. La invernada

Si por ventura esperaba una respuesta fácil a los enigmas que me preocupaban, o un final rápido a mi búsqueda del huevo de los Reyes Sacerdotes, estaba muy equivocado, pues durante meses no encontré ni lo uno ni lo otro.

Tenía la esperanza de poder ir a Turia para buscar allí la respuesta al misterio del collar de mensaje, pero debería esperar por lo menos hasta la primavera.

—Estamos en el Año del Presagio —había dicho Kamchak de los tuchuks.

Las manadas tenían que rodear Turia, pues esa época correspondería a lo que se conoce como el Paso de Turia en el Año del Presagio; en su transcurso, los Pueblos del Carro se reúnen y empiezan a desplazarse hacia los pastos del invierno. La segunda parte del Año del Presagio es la Invernada, que empieza muy al norte de Turia y continúa con el consecutivo avance hacia el ecuador, siempre desde el sur, naturalmente. La tercera y última parte de ese año es el retorno de Turia, que tiene lugar en primavera o, según dicen los Pueblos del Carro, en la Estación de la Hierba Corta. En primavera es cuando se realizan los presagios concernientes a la posible elección del Ubar San, el Ubar único, el que debía ser el Ubar de Todos los Carros, de Todos los Pueblos.

Había aprendido a montar la Kaiila, y desde sus lomos pude distinguir la lejana ciudad de Turia y sus altas murallas con nueve puertas.

Me pareció una ciudad altiva y hermosa, blanca y radiante, que emergía entre las llanuras.

—Has de tener paciencia, Tarl Cabot —dijo Kamchak, que se hallaba tras de mí montado en su kaiila—. En primavera se celebrarán los juegos de la Guerra del Amor, y yo iré a Turia. Si entonces todavía lo deseas, podrás acompañarme.

—De acuerdo —dije yo.

Esperaría. Bien pensado, era lo mejor que podía hacer por muy intrigante que pudiera ser el misterio del collar de mensaje, no era más que una cuestión de segunda importancia. Así que la aparté de mi mente. Mis intereses primordiales, mi objetivo principal no estaba en la lejana Turia, sino en los carros.

Recordé lo que Kamchak había dicho sobre los juegos de la Guerra del Amor, que tenían lugar en las llamadas Llanuras de las Mil Estacas. Suponía que con el tiempo dispondría de más información sobre el tema.

—Los presagios se celebrarán tras los juegos de la Guerra del Amor —dijo Kamchak.

Asentí, y cabalgamos de nuevo hacia las manadas.

Sabía que desde hacía más de cien años no se designaba a un Ubar San, Todos los indicios parecían señalar que tampoco en esa primavera iba a suceder tal cosa. Durante el tiempo que pasé con los Pueblos del Carro deduje que solamente la tregua implícita en el Año del Presagio evitaba que esos cuatro pueblos tan violentos y guerreros se lanzasen unos contra otros, o para decirlo más exactamente, contra los boskos de unos y otros. Naturalmente, como korobano, y por tanto desde el punto de vista de alguien que tiene cierto afecto por las ciudades de Gor y particularmente por las del norte, y más concretamente todavía por Ko-ro-ba, Ar, Thentis y Tharna, no encontraba nada mal que las posibilidades de elección de un Ubar San fuesen remotas. Por otra parte, conocía a muy pocos que deseasen un Ubar San. Los tuchuks, como los demás Pueblos del Carro, son muy independientes. Pero de todos modos, cada diez años se celebran los presagios. Al principio pensaba que esos años del Presagio eran unas instituciones sin sentido alguno, pero luego llegué a la conclusión de que había muchas cosas que decir en su favor: son la única posibilidad de que los Pueblos del Carro se reúnan de vez en cuando. Durante el tiempo que duran esas reuniones no solamente se benefician del simple hecho de estar reunidos, sino también del comercio de boskos y del intercambio de mujeres, tanto libres como esclavas; el comercio de boskos refresca las manadas, y supongo que más o menos lo mismo se puede decir, desde el punto de vista genético, del intercambio de mujeres. Pero lo más importante de estas reuniones no es esto, ya que uno puede recurrir siempre al robo de mujeres y de boskos. Lo más importante es que el Año del Presagio proporciona a los Pueblos del Carro una posibilidad institucionalizada de unión en los tiempos de crisis, en las ocasiones en las que se vieran divididos o amenazados. Creo que los hombres de los carros que crearon el Año del Presagio, y de eso hace más de mil años, eran unos sabios personajes.

¿Por qué motivo, pensaba, iba a visitar Kamchak la ciudad de Turia en primavera?

Sospechaba que era un hombre de importancia entre los Pueblos del Carro.

Quizá debería llevar a cabo alguna negociación, posiblemente relacionada con los llamados juegos de la Guerra del Amor, o con el comercio.

Para mi sorpresa me enteré de que en ocasiones comerciaban con Turia. Eso había avivado mis esperanzas de acercarme a esa ciudad en un plazo corto de tiempo. Luego se vio que mis esperanzas eran infundadas, aunque no las perdí por completo.

Por muy enemigos de Turia que sean, los Pueblos del Carro necesitan y desean sus mercancías, sobre todo los metales y los tejidos, que se cotizan muchísimo en los campamentos. Tanto es así, que incluso las cadenas y los collares de las esclavas, cadenas y collares que muchas veces llevan las mismas turianas cautivas, son de origen turiano. Los habitantes de esa ciudad, por otro lado, toman a cambio de sus mercancías (provenientes de sus propias fábricas o del comercio con otras ciudades) principalmente pieles y cuernos de bosko, materiales que naturalmente abundan entre los Pueblos del Carro, ya que viven del bosko. Pude comprobar que los turianos también obtienen otros artículos de su comercio con los Pueblos del Carro. Al ser éstos tan amantes de las correrías, disponen de botines obtenidos en ataques a caravanas que avanzan quizás a más de un millar de pasangs de las manadas, o sobre las que caen por casualidad en su camino hacia Turia, o cuando vuelven de esta ciudad. La cuestión es que con estos asaltos los Pueblos del Carro se apoderan de un número considerable de artículos que están muy dispuestos a trocar con los turianos: joyas, metales preciosos, especias, sales de mesa coloreadas, arneses y sillas para los grandes tharlariones, pieles de pequeños animales de río, aperos, rollos de pergamino eruditos, tintas y papeles, tubérculos, pescado ahumado, polvos medicinales, ungüentos, perfumes y mujeres. En lo que respecta a estas últimas, normalmente se deshacen de aquellas que no tienen atractivo. Las muchachas bonitas, para su desesperación, muy difícilmente se verán libres de los Pueblos del Carro. A veces se puede llegar a cambiar a una mujer poco atractiva por una simple copa de bronce; una muchacha realmente bonita, en cambio, particularmente si es nacida libre y de alta alcurnia, puede llegar a valer cuarenta piezas de oro. De todos modos es muy raro que las vendan, porque para los Pueblos del Carro no hay nada como disfrutar de los servicios de una esclava civilizada de gran belleza y de casta alta. Durante el día, entre la polvareda y el calor, esas muchachas se encargarán del carro, y reunirán combustible para las hogueras de excremento. Por la noche complacerán a sus amos. En ocasiones, los Pueblos del Carro están dispuestos incluso a comerciar con la seda, pero lo habitual es que se la guarden para sus propias esclavas, quienes la visten en la intimidad de los carros. A las mujeres libres de esos pueblos no les está permitido vestir seda, pues se dice, y a mí me parece un comentario muy gracioso, que si a una mujer le gusta sentir la seda sobre su piel es señal de que en el fondo de su corazón y de su sangre es una esclava, aunque nunca un amo la haya forzado a llevar el collar. Se podría añadir que hay dos artículos que los Pueblos del Carro no venden a los turianos: el primero es el bosko vivo, y el segundo las muchachas provenientes de la misma ciudad, aunque bien es verdad que a veces dejan a éstas para que “corran a la ciudad”, como se suele decir; en realidad no se trata más que de un deporte para los hombres jóvenes que salen en su persecución montados en sus kaiilas y las capturan con boleadoras y correas.

El invierno cayó violentamente sobre las manadas antes de lo previsto. Pronto se produjeron las fuertes nevadas, y los largos vientos, que a veces han barrido hasta doscientos cincuenta pasangs de llanura, empezaron a soplar. La nieve cubrió la hierba que ya estaba seca y quebradiza, y las manadas se dividieron en mil fragmentos, cada una con sus propios jinetes, extendiéndose por la llanura. Los boskos piafaban la nieve, la olfateaban, y levantaban la hierba para luego masticarla, aunque ya estaba helada, seca y no tenía ningún valor nutritivo. Los animales empezaron a morir, y los cantos fúnebres de las mujeres, que lloraban como si los carros se incendiaran y los turianos hubiesen entrado a degüello, se esparcieron por todas aquellas tierras. Las gentes de los carros, ya fueran esclavos o personas libres, empezaron a cavar en la nieve para encontrar aunque solamente fuera un puñado de hierba con el que alimentar a sus animales. Tuvieron que abandonar algunos carros en medio de la llanura, pues no había tiempo de enganchar boskos de refresco a las varas, y era absolutamente necesario que las manadas continuaran avanzando.

Finalmente, diecisiete días después de las primeras nieves, la avanzadilla de las manadas empezó a alcanzar sus pastos de invierno. Eso sucedía muy al norte ya de Turia, y seguíamos acercándonos al ecuador desde el sur. La nieve se convertía en una escarcha helada que se fundía con el sol de la tarde, y la hierba era fresca y nutritiva. Mucho más al norte, a unos cien pasangs más, ya no encontramos nieve. Todo el mundo cantaba, y se reiniciaron las danzas en torno a los fuegos de excremento de bosko.

—El bosko está seguro —había dicho Kamchak.

Había visto cómo feroces guerreros bajaban de sus kaiilas y de rodillas, con lágrimas en los ojos, besaban la hierba verde y fresca.

—¡El bosko está seguro! —gritaban.

Y este grito lo repetían las mujeres, y corría de carro en carro.

—¡El bosko está seguro!

Ese año, quizás porque era el Año del Presagio, los Pueblos del Carro no avanzaron más al norte de lo estrictamente necesario para asegurarse del bienestar de las manadas. De hecho, ni siquiera cruzaron el Cartius occidental, que está lejos de las ciudades y que acostumbran a pasar, pues tanto los boskos como las kaiilas saben nadar, y los carros pueden flotar. Era el Año del Presagio, y aparentemente no convenía arriesgarse a entrar en guerra con pueblos lejanos, en particular con ciudades como Ar, cuyos guerreros han adiestrado a los tarns y podrían ocasionar grandes pérdidas en las manadas y carros desde el aire.

La Invernada no era desagradable, aunque incluso estando tan al norte los días y las noches eran a menudo bastante fríos. Tanto las gentes de los carros como sus esclavos se abrigaban con ropas de cuero y pieles durante este tiempo. Hombres y mujeres, esclavos o libres, llevaban botas y pantalones de pieles, abrigos y gorros provistos de orejeras que se ataban por debajo de la barbilla. En esa época a veces era difícil distinguir a las mujeres libres de las esclavas, y tenía uno que fijarse en el pelo: si lo llevaban suelto era una de estas últimas. En otros casos, naturalmente, se distinguía el collar turiano, sobre todo si lo llevaban por fuera del abrigo, normalmente bajo el cuello de pieles. Los hombres también vestían de manera similar, ya se tratase de hombres libres o de esclavos, aunque estos últimos, los Kajirus, llevan grilletes unidos por una cadena de unos treinta centímetros.


Montado en mi kaiila, empuñando mi lanza negra y con el cuerpo inclinado hacia delante pasé velozmente por el lado de una vara de madera fijada en el suelo, en cuyo extremo se había colocado un tóspit seco. El tóspit es un fruto semejante al melocotón, pequeño, arrugado, de un color amarillo blanquecino, del tamaño de una ciruela, que crece en unos matorrales que se cultivan en los valles más secos del Cartius occidental. Es amargo, pero comestible.

—¡Bien hecho! —gritó Kamchak al ver que había atravesado el tóspit con mi lanza. La verdad era que no sólo lo había atravesado, sino que además el fruto se había desplazado por el asta, y habría vuelto a salir por detrás de la lanza si mi mano, rodeada por la correa de empuñar, no hubiese interrumpido su trayecto.

Esa estocada equivalía a dos puntos para nuestro equipo.

Oí cómo Elizabeth Cardwell gritaba de alegría y saltaba dando palmadas. Con aquellas pieles no se podía mover demasiado cómodamente. Colgado del cuello llevaba un saquito con tóspits. La miré y sonreí. Su expresión estaba llena de vida, se la veía sofocada por la emoción.

—¡Tóspit! —indicó Conrad de los kassars, el Pueblo Sangriento, y la chica corrió a colocar otro fruto en la punta de la vara.

Se oyó el estruendo de la carga de la kaiila sobre aquella superficie cubierta de césped, y Conrad arrebató con su lanza roja el fruto limpiamente. La punta del arma apenas lo traspasó, pues la había echado hacia atrás en el último momento.

—¡Bien hecho! —le dije.

Yo había cargado con todas mis fuerzas, y con buena puntería, pero demasiado violentamente. En caso de guerra, una carga semejante me hubiese hecho perder la lanza, pues se habría quedado clavada en el cuerpo de un enemigo. La carga de Conrad había sido más delicada, y merecía claramente, como bien dije, tres puntos.

Después le llegó el turno a Kamchak, y él, como Conrad de los kassars, se llevó el fruto clavado a su lanza con extrema destreza, aunque hay que decir que la punta del arma se había introducido un centímetro menos en el tóspit. De todos modos, también era una estocada que merecía tres puntos.

El guerrero que hacía pareja con Conrad fue el siguiente en cabalgar sobre el césped.

Se oyó un grito de descontento, y vimos que la lanza rozaba tan sólo el fruto, sin retenerlo, y lo hacía caer al suelo. Esa estocada solamente merecía un punto.

Elizabeth volvió a gritar de contento, pues pertenecía al carro de Kamchak y de Tarl Cabot.

El jinete que había realizado aquella carga insatisfactoria hizo girar súbitamente a su montura y la guió hasta donde se encontraba la chica. Elizabeth se arrodilló, pues se daba cuenta de que no debía expresar su alegría por el fallo de un jinete, y apoyó la cabeza en la tierra. Yo me puse en tensión, pero Kamchak se echó a reír y frenó mis impulsos. La kaiila del jinete ofendido se levantó sobre sus patas traseras ante ella. Finalmente, la bestia se calmó, y el jinete, con la punta de su lanza manchada por el fruto, cortó la cuerda que sujetaba el gorro de la chica y se lo arrebató de la cabeza. Después, muy delicadamente, con la misma punta, levantó su barbilla para que le mirara a los ojos.

—¡Perdóname, amo! —dijo Elizabeth Cardwell.

Aunque solamente pueden tener un amo, las esclavas de Gor se dirigen a todos los hombres libres tratándoles como a tales.

Estaba satisfecho de los progresos que Elizabeth había hecho en lo que respecta a la lengua durante los últimos meses. Kamchak había alquilado a tres esclavas goreanas para que la instruyeran, y así lo habían hecho: unieron sus muñecas y se la llevaron a pasear por los carros, enseñándole las palabras adecuadas para cada cosa. Cuando se equivocaba la azotaban con una fusta, pero no fue necesario que la pegaran demasiadas veces, porque Elizabeth había aprendido muy rápidamente. Era una chica inteligente.

Había sido muy duro para ella, sobre todo las primeras semanas. Cuando se es una secretaria joven, brillante y encantadora que trabaja en una oficina de Madison Avenue, en Nueva York, y se disfruta de las comodidades de la luz de los fluorescentes y del aire acondicionado, no es fácil convertirse de pronto en esclava de un guerrero tuchuk.

Cuando aquel interrogatorio hubo terminado y ella se había tendido sobre la tarima de Kutaituchik gritando “¡La Kajira! ¡La Kajira!” entre sollozos, Kamchak se había levantado para envolverla en la piel de larl rojo sobre la que estaba arrodillada ante nosotros. Así se llevó a la chica, que seguía llorando.

Yo me había levantado para seguirle, y pude ver que Kutaituchik alcanzaba con aire ausente la pequeña caja de cuerdas de kanda. Sus ojos empezaban a cerrarse, lentamente.

Aquella noche, Kamchak encadenó a Elizabeth Cardwell en el interior de su carro, en lugar de atarla a la rueda en el exterior y dejarla allí para que pasara la noche, como era lo normal. Kamchak le colocó en el Sirik una cadena que la ataba a una anilla de esclava fija en el suelo de la caja del carro. Después la envolvió cuidadosamente en la piel de larl rojo. Ella seguía estremeciéndose, y lloraba. Seguramente estaba en el umbral de la histeria, y yo sólo temía que a aquel estado le siguiera otro de entumecimiento, de shock, producido por el rechazo a creer todo lo que le había ocurrido. Y eso la podía conducir a la locura.

Kamchak me miraba. Estaba sinceramente sorprendido por lo que para él eran respuestas emocionales absolutamente insólitas. Era consciente, eso sí, de que ninguna muchacha, goreana o no, podía aceptar a la ligera su reducción a la categoría de esclava, y menos aún considerando lo que eso significa en los Pueblos del Carro. Pero aun teniendo en cuenta todas estas cosas, las reacciones de la señorita Cardwell le parecían peculiares, y de algún modo reprobables. En una ocasión se levantó y le dio una patada con su bota de piel, diciéndole que se callara. Como es natural, ella todavía no entendía ni una palabra de goreano, pero la intención y la impaciencia de Kamchak estaban tan claras que no se hacía necesaria ninguna traducción. Dejó de gemir, pero continuó estremeciéndose, y a veces sollozaba. Vi que Kamchak se levantaba para coger un látigo de esclavo y que se dirigía hacia ella, pero finalmente se dio la vuelta y dejó el látigo en su sitio. Me sorprendió ver que no hacía uso de él, y me preguntaba cuál era el motivo de tan sorprendente actitud. Me alegraba de que no la hubiese azotado, pues me habría visto obligado a intervenir. Intenté hablar con Kamchak, para ayudarle a entender el terrible shock que había sufrido la chica: la alteración total de su vida bajo circunstancias incomprensibles, la soledad en la llanura, el encuentro con los tuchuks, la captura, el trayecto hasta los carros, la curiosidad de la multitud en aquella avenida, el Sirik, el interrogatorio, la amenaza de ejecución, y finalmente el hecho, tan difícil de asumir para una chica como ella, de convertirse literalmente en propiedad de un hombre, de ser una esclava. Intenté explicarle a Kamchak que en su antiguo mundo no la habían preparado para esta clase de cosas, pues las esclavitudes allí son de diferente naturaleza, tan sutiles e invisibles que algunos creen que ni siquiera existen.

Kamchak no me había respondido, pero después se levantó y de un cofre extrajo una copa que llenó con un líquido ámbar. Luego echó unos polvos oscuros y azulados, y se dirigió a Elizabeth Cardwell. La incorporó y le entregó la copa. La expresión de la chica era de espanto, pero bebió. Al cabo de un momento, estaba dormida.

Para preocupación de Kamchak y turbando mi propio sueño, la chica gritó un par de veces en el transcurso de aquella noche, al tiempo que tiraba de la cadena, pero después descubrimos que ni siquiera se había despertado.

Supuse que al día siguiente Kamchak llamaría al Maestro de Hierro tuchuk para marcar con hierro candente a la que él llamaba “mi pequeña salvaje”. La marca del esclavo tuchuk no es igual que la practicada en las ciudades, es decir, en el caso de las chicas, la primera letra de la palabra “Kajira” en escritura cursiva; los tuchuks ponen la marca de los cuatro cuernos de bosko, que es su estandarte, y que de alguna manera se asemeja a la letra “H”. Por otro lado, esta marca mide tan sólo unos tres centímetros, cuando la marca goreana corriente puede medir de cuatro a seis. Los tuchuks emplean la misma señal para marcar con hierro candente a sus boskos, aunque en este caso, naturalmente, la marca es bastante mayor y forma un cuadrado de aproximadamente un palmo de lado. Después de marcar a la chica imaginaba que Kamchak desearía colocarle uno de esos delgados anillos en la nariz, como los que llevan todas las mujeres de los carros, ya sean libres o esclavas. Por último, solamente faltarían dos detalles: el collar turiano grabado y la indumentaria adecuada para la Kajira Elizabeth Cardwell.

Cuando desperté por la mañana, me encontré con Elizabeth sentada. Tenía los ojos enrojecidos, y se apoyaba en uno de los postes que sustentaban las pieles de la tienda. Se cubría con la piel de larl rojo.

—Tengo hambre —dijo mirándome.

Me dio un salto el corazón. Esa chica era más fuerte de lo que había creído, y eso me complacía. Allá en la tarima de Kutaituchik había temido que no fuese capaz de sobrevivir, que fuese demasiado débil para Gor. Creía que ese cambio de mundo, y también el verse convertida en esclava, podían perturbar completamente su sentido común. Y una loca no sirve como esclava de los tuchuks, que se habrían deshecho de ella utilizándola como carnaza para las kaiilas o para los eslines pastores. Pero ahora me daba cuenta de que Elizabeth Cardwell era una chica fuerte, que no iba a volverse loca, que quería sobrevivir.

—Tu amo es Kamchak de los tuchuks. Él debe comer primero. Después, si él quiere, comerás tú.

—De acuerdo —dijo ella apoyando la espalda en el poste.

Cuando Kamchak echó a un lado las pieles para levantarse, Elizabeth no pudo evitar retroceder, hasta que el poste se lo impidió.

Kamchak me miró.

—¿Cómo está la pequeña salvaje esta mañana?

—Hambrienta.

—Estupendo.

Miró detenidamente a la chica, que seguía asustada con la espalda empujando el poste del carro y que agarraba con sus manos esposadas la piel de larl rojo con la que se cubría.

Esa chica era diferente a todo lo que antes había poseído el guerrero. Era su primera salvaje, y no sabía muy bien cómo actuar con ella. De hecho, estaba acostumbrado a chicas que ya saben por su cultura que convertirse en esclavas es una posibilidad muy real, aunque quizás no conciban la esclavitud tan abyecta que se da entre los tuchuks. La muchacha goreana está acostumbrada a la esclavitud, incluso cuando es una muchacha libre. Quizás disponga ella misma de uno o más esclavos, y sabe que es más débil que los hombres, y lo que ello puede significar. Sabe que las ciudades caen, y que a veces se producen asaltos a las caravanas, y sabe que si un guerrero es lo suficientemente fuerte puede capturarla incluso en sus propias habitaciones, y que se la puede llevar, atada y encapuchada, a lomos de un tarn volando por encima de las murallas de su propia ciudad. Así, aunque nunca la esclavicen, está familiarizada con las tareas de una esclava, con lo que de ellas se espera, con lo que les está permitido y con lo que no. Por otra parte, afortunada o desafortunadamente, la muchacha goreana se educa en la idea de que es muy importante saber cómo complacer a un hombre. De esta manera, incluso las mujeres que nunca serán esclavas, sino compañeras libres, aprenden a preparar y servir platos exóticos, a cuidar el equipo de un hombre, a bailar las danzas del amor de su ciudad, etcétera. Como es natural, Elizabeth Cardwell lo ignoraba absolutamente todo en estas materias, y yo me veía obligado a coincidir con lo que pensaba Kamchak: era una pequeña salvaje. Aunque, eso sí, una pequeña salvaje bellísima.

Kamchak chasqueó los dedos y señaló al suelo. Elizabeth se arrodilló ante él agarrando la piel que la cubría, y puso la cabeza entre sus pies.

Era una esclava.

Para mi sorpresa, y sin darme ninguna razón que explicase su manera de obrar, Kamchak no quiso vestir de Kajira a Elizabeth Cardwell, lo que provocó la irritación de otras esclavas del campamento. Pero no solamente no la vistió, sino que además no la marcó con hierro candente, ni le fijó en la nariz el anillo de las mujeres tuchuks, y ni siquiera, incomprensiblemente, le puso el collar turiano. Eso sí, no le permitió trenzarse el pelo, ni adornárselo. Debía llevarlo suelto, y al fin y al cabo con esta imposición era suficiente para que en los carros se reconociese en ella a una esclava.

Para que se vistiera le permitió confeccionarse tan bien como le fuera posible un vestido sin mangas con la piel del larl rojo. No es que cosiera demasiado bien, y me divertía oírla maldecir desde el rincón en el que estaba atada a la anilla de esclava ahora ya tan sólo por medio de un collar y una cadena. De vez en cuando se clavaba la aguja de hueso, al emerger ésta después de atravesar el cuero. Otras veces enmarañaba el hilo, o hacía puntadas demasiado cortas, que arrugaban y estropeaban el cuero, o demasiado largas, con lo que quedaba al descubierto lo que eventualmente la prenda tenía que cubrir. Saqué la conclusión de que las chicas como Elizabeth Cardwell, tan acostumbradas a comprar ropas ya confeccionadas por las máquinas de la Tierra, no tenían los conocimientos adecuados para ciertas tareas de la casa. Y eso que, como bien se veía, saber coser podía resultar muy útil en según qué momentos.

Finalmente, acabó de confeccionar su prenda, y Kamchak la libró de las cadenas para que pudiese levantarse y probársela.

Había algo que no me pareció sorprendente, aunque sí gracioso, y era que el vestido se alargaba bastantes centímetros por debajo de la rodilla, y su borde inferior no estaba a más de diez centímetros del tobillo. Kamchak le echó un vistazo y enseguida sacó la quiva para acortar la falda considerablemente, de manera que la piel de larl se convirtió en una prenda bastante más breve incluso que el encantador vestido amarillo que llevaba cuando la capturaron.

—¡Pero si lo había cortado a la altura de los vestidos de cuero de las mujeres tuchuks! —se atrevió a protestar.

Se lo traduje a Kamchak.

—Sí, pero tú eres una esclava.

Traduje su respuesta, y Elizabeth bajó la cabeza, derrotada.

La señorita Cardwell tenía unas piernas delgadas y bonitas, y Kamchak, como hombre, deseaba verlas. Además, aparte de ser un hombre, era su dueño y por tanto podía hacer con ella lo que se le antojara. Si es necesario, debo admitir que no me disgustaba su acción, y que la vista de la bonita señorita Cardwell yendo y viniendo por el carro me resultaba bastante inspiradora.

Kamchak le ordenó que caminara hacia adelante y hacia atrás una o dos veces, y le hizo algunas ácidas críticas. Después, para sorpresa de ella y también mía, no volvió a encadenarla, sino que le dijo que podía caminar libremente por el campamento, y que solamente debía preocuparse en volver antes de que oscureciera y soltasen a los eslines pastores. Elizabeth bajó la cabeza tímidamente, y con una sonrisa corrió al exterior. A mí también me satisfacía mucho verla en libertad.

—¿Te gusta esta chica? —le pregunté.

—Solamente es una pequeña salvaje —me respondió riendo. Y luego, mirándome, añadió—: A quien deseo es a Aphris de Turia, a nadie más.

No sabía quién podía ser.

Creo que se puede decir que en general Kamchak trataba a su pequeña esclava salvaje bastante bien, sobre todo si consideramos que era un tuchuk. Esto no quiere decir, por supuesto, que las cosas resultaran fáciles para ella, ni que no recibiera una buena paliza de vez en cuando, pero de todas maneras, y considerando lo que ocurre normalmente con las esclavas de los tuchuks, no creo que sea justo afirmar que Elizabeth sufría malos tratos. Quizá merezca la pena explicar lo que ocurrió una vez, como ejemplo. La chica había ido a buscar combustible para el fuego de excrementos, y volvió arrastrando el saco, que solamente había llenado a medias.

—Es todo lo que he podido encontrar —le dijo a Kamchak.

El guerrero, sin pensárselo dos veces, le metió la cabeza en el saco y luego lo cerró; hasta la mañana siguiente no lo desató. Elizabeth Cardwell nunca más trajo un saco de excrementos a medio llenar al carro de Kamchak de los tuchuks.


Y ahora el kassar, montado en su kaiila, mantenía la lanza bajo la barbilla de la chica que estaba arrodillada ante él y le miraba implorante. De pronto, el guerrero apartó la lanza y se echó a reír.

Yo respiré aliviado.

—¿Qué quieres a cambio de tu pequeña bárbara? —le preguntó el guerrero a Kamchak, después de haber llegado hasta su lado.

—No está en venta —dijo Kamchak.

—¿Apostarías algo por ella? —insistió el jinete.

Su nombre era Albrecht de los kassars, y formaba pareja con Conrad de los kassars en contra nuestra.

El corazón me dio un vuelco.

Los ojos de Kamchak se encendieron. Era un tuchuk.

—¿Cuáles son tus términos? —preguntó.

—Si yo gano la competición, me quedo con tu bárbara —dijo Albrecht. Y luego, señalando a dos muchachas de su propiedad que se hallaban a su izquierda, vestidas de pieles, añadió—: Si tú ganas te quedas con estas dos.

Esas esclavas no eran bárbaras, sino turianas. Ambas eran encantadoras, y sin duda alguna estaban plenamente capacitadas para complacer los gustos de los guerreros de los carros.

Conrad, al oír los términos del desafío propuesto por su amigo resopló burlonamente.

—¡No, Conrad! —gritó Albrecht—. ¡Te aseguro que hablo en serio!

—¡De acuerdo! —gritó Kamchak.

Teníamos a unos cuantos niños, hombres y esclavas como espectadores. Tan pronto como Kamchak mostró su acuerdo con la proposición de Albrecht, los niños y algunas esclavas corrieron hacia los carros gritando alegremente:

—¡Desafío! ¡Desafío!

Para mi desesperación, muy pronto un gran número de hombres y mujeres tuchuks, así como sus esclavos y esclavas, empezaron a reunirse en aquel campo de césped. Todo el mundo estaba al corriente ya de los términos de la apuesta. Entre la multitud, aparte de los tuchuks y sus esclavos, había también algunos kassars, un paravaci o dos, e incluso un kataii. Las esclavas que había entre la gente parecían particularmente excitadas. Se oía cómo la gente hacía apuestas. A los tuchuks no les desagrada el juego, y no se puede decir que sean una excepción entre los goreanos. Lo que sí es excepcional es lo que llega a apostar un tuchuk: todos sus boskos pueden cambiar de dueño sólo por el resultado de una carrera de kaiilas, o doce esclavas pueden pasar a otras manos sólo por la dirección que va a tomar un pájaro al volar o por el número de semillas que habrá en un tóspit.

Las dos muchachas de Albrecht esperaban en pie a un lado. Aunque procuraban no revelar su satisfacción, sus ojos brillaban. Otras las contemplaban desde la multitud con expresión de envidia. Para una muchacha goreana constituye un gran honor ser un premio en una apuesta. Sorprendentemente, Elizabeth Cardwell también parecía muy satisfecha con todo el asunto, y yo no entendía muy bien por qué. Vino hacia donde me encontraba con mi kaiila y miró hacia arriba.

—¡Vas a ganar! —me dijo de puntillas, aupándose en los estribos.

Me habría gustado estar tan seguro como ella.

Yo era el segundo jinete de Kamchak, del mismo modo que Albrecht lo era de Conrad, el de los Kassars, el Pueblo Sangriento.

Ser el primer jinete implica una prioridad honorífica, pero los puntos son los mismos para cualquiera de los dos, y dependen exclusivamente del éxito de su actuación. El primer jinete es, como ya se puede suponer, el de más probada habilidad, el de mayor experiencia.

En la hora que siguió me alegré mucho de haber pasado la mayor parte del tiempo durante los últimos meses, cuando el cuidado de los boskos de Kamchak nos lo permitía, aprendiendo el manejo de las armas de los tuchuks, tanto las de caza como las de guerra. Kamchak era el mejor instructor que podía desear un guerrero por su gran habilidad y experiencia, y desinteresadamente supervisaba mis prácticas durante horas, a veces hasta que anochecía y ya no se podía distinguir nada. Así aprendía a manejar armas tan eficaces como la lanza, la quiva y la boleadora y también la cuerda y el arco. Se trataba del arco pequeño que se utiliza desde la silla de la kaiila, de menor alcance y potencia que el arco largo goreano, o que la ballesta; aun así, a corto alcance era una arma temible, sobre todo si se disparaba fuerte y rápido, flecha tras flecha. De todos modos, quizás me gustaba más el cuchillo de silla equilibrado, la quiva; mide unos treinta centímetros, y tiene doble filo. Se usa como si se tratara de una daga, y creo que adquirí bastante habilidad en su manejo. A doce metros podía partir un tóspit que alguien hubiera lanzado. A treinta metros podía acertar a un disco de cuero de bosko de diez centímetros de anchura, colocado en la punta de una lanza clavada en el suelo.

Kamchak estaba contento con los resultados de mi aprendizaje.

Y yo, naturalmente, también lo estaba.

De todos modos, aunque hubiese adquirido destreza en el manejo de todas esas armas, en esas competiciones tienen que utilizarse todos los recursos, y debe hacerse al máximo.

A medida que iba pasando el día se iban acumulando los puntos, pero para entusiasmar todavía más a la multitud que nos contemplaba, la cabeza de la competición cambiaba continuamente, y tan pronto ganábamos Kamchak y yo, como lo hacían Conrad y Albrecht.

Entre los espectadores, montada sobre su kaiila, pude distinguir a Hereena, aquella muchacha del Primer Carro a la que había visto a mi llegada al campamento de los tuchuks, cuando estuvo a punto de pateamos con su montura a Kamchak y a mí. Era una chica nerviosa y activa, muy orgullosa, y su anillo de nariz de oro, que contrastaba con su piel morena y sus ojos negros y brillantes, no hacía disminuir su belleza, que de tan considerable era insolente. Pertenecía a una clase de mujeres a las que desde la infancia se les consienten y alientan todos los caprichos, contrariamente a lo común en la educación de las demás mujeres tuchuks. Así, según me había contado Kamchak, pueden convertirse en premios adecuados para los juegos de la Guerra del Amor. Los guerreros turianos, me había dicho, gustan mucho de estas mujeres, de las bravas muchachas de los carros. Un hombre joven, rubio, de ojos azules y sin cicatrices que le marcaran la cara, se había visto empujado por la multitud y había chocado con el estribo de la amazona. Ella le azotó por dos veces con la fusta de cuero que tenía en la mano. Fueron dos golpes rápidos, violentos, y la sangre brotó por la parte del cuello cercana al hombro del chico.

—¡Esclavo! —silbó la chica.

—No soy ningún esclavo —respondió él mirándola furioso desde el suelo—. Soy un tuchuk.

—¡Esclavo turiano! —repetía ella entre risas de desdén— ¡Apuesto a que bajo estas pieles que llevas se esconde un Kes!

—¡Soy tuchuk! —exclamó el joven apartando con rabia la mirada.

Kamchak me había hablado de ese joven. Entre las gentes de los carros no se le daba la más mínima importancia, y se le despreciaba. Trabajaba en lo que podía, y ayudaba en las tareas del bosko por un pedazo de carne. Se llamaba Harold, lo cual no es un nombre tuchuk, ni un nombre corriente entre los Pueblos del Carro. Se parece, eso sí, a algunos nombres kassar, pero su verdadera procedencia hay que buscarla en Inglaterra. De allí había venido un antepasado y su nombre había pasado de generación en generación durante quizás más de mil años. El primer Harold de Gor fue probablemente un hombre traído por los Reyes Sacerdotes a este planeta en una época que debía corresponder a la baja Edad Media de la Tierra. Por lo que sabía, los Viajes de Adquisición habían empezado incluso mucho antes. Al hablar en una ocasión con ese muchacho, averigüé que era realmente goreano, y que lo mismo se podía decir de sus antepasados, y de los antepasados de sus antepasados, que hasta donde la memoria llegaba habían pertenecido a los Pueblos del Carro. Saberlo me procuró una gran satisfacción. Su problema, que quizás explicaba por qué no lucía todavía en su rostro la Cicatriz del Coraje de los tuchuks, era haber caído en manos de invasores turianos en su infancia. Por esta razón había pasado varios años en la ciudad, pero cuando llegó a la adolescencia, y con gran riesgo de su vida, escapó de la ciudad y atravesó las llanuras topándose en el camino con enormes dificultades, pero las superó y encontró a su pueblo. Con gran decepción, vio que no le aceptaban, pues lo veían antes como a un turiano que como a un tuchuk. Sus parientes, y sus padres entre ellos, habían sido asesinados durante el ataque turiano en el que le capturaron, por lo que no tenía familia. Afortunadamente, un Conservador de Años se había acordado de su familia, lo que le salvó de la muerte y le permitió quedarse entre los tuchuks. Pero no tenía carro propio, ni boskos. Ni siquiera poseía una kaiila. Se había procurado armas recogiendo las que los demás desechaban, y con ellas practicaba en soledad. De todas maneras, ninguno de los que organizaban ataques a las caravanas enemigas o incursiones contra las ciudades y sus alrededores, ninguno de los que llevaban a cabo venganzas contra los vecinos a causa del siempre delicado asunto del robo de boskos, ninguno de ellos contaba nunca con él para incluirlo en las partidas. Ya les había demostrado su habilidad con las armas, y les había parecido satisfactoria, pero finalmente se habían reído de él.

—Ni siquiera tienes una kaiila —habían dicho—. Y todavía no ostentas la Cicatriz del Coraje.

Suponía que era muy poco probable que ese joven llegase a ostentarla algún día, y sin ella, entre gente tan tosca y cruel como los tuchuks, iba a ser objeto de escarnio permanentemente, y le ridiculizarían y le despreciarían. Pero el asunto había llegado todavía más lejos: supe que algunos de entre los carros, como Hereena, por ejemplo, personas que parecían sentir hacia el chico una gran animadversión, habían insistido para que se le forzase a llevar el Kes a pesar de su condición de hombre libre, o a ir vestido como una mujer, lo que habría sido una broma estupenda a los ojos de los tuchuks.

Tuve que apartar a Hereena y al joven de mi mente.

Albrecht se levantó sobre su kaiila, y empezó a desenrollar la boleadora que llevaba en la silla.

—Quitaos las pieles —ordenó a las dos chicas.

Ellas le obedecieron inmediatamente, a pesar de que hacía bastante frío, y esperaron de pie a que les tocara el turno, vestidas de Kajira en aquella tarde luminosa.

Ellas correrían para nosotros.

Kamchak cabalgó con su kaiila hasta la multitud, y entró en rápidas negociaciones con un guerrero, concretamente con el del carro que nos seguía en la marcha de los tuchuks. Las esclavas que habían llevado a Elizabeth Cardwell por los carros para enseñarle goreano con correas y fustas eran propiedad de ese guerrero, y Kamchak, como he dicho, se las había alquilado. Percibí un destello de cobre, proveniente quizás de un disco de una ciudad lejana. Inmediatamente, una de las esclavas del guerrero empezó a despojarse de las pieles. Se trataba de Tuka, una atractiva muchacha turiana.

Ella correría para uno de los kassars, para Conrad, sin duda alguna.

Conocía el odio que sentía Tuka hacia Elizabeth, y también que Elizabeth correspondía a este sentimiento con vehemencia. Tuka se había comportado de manera especialmente cruel con Elizabeth al impartirle las nociones de goreano. La americana, que iba atada, no podía soportarlo, y si intentaba resistirse las compañeras de Tuka se lanzaban contra ella con sus látigos. Tuka, por su parte, también tenía sus buenas razones para envidiar a la esclava de Kamchak y para estar resentida con ella. Hasta ahora, Elizabeth Cardwell había escapado a la señal de hierro candente, al anillo de nariz y al collar, y la turiana, obviamente, no había corrido la misma suerte. Estaba bastante claro que Elizabeth era de alguna manera la favorita de su carro. Es más, era la única muchacha de nuestro carro. Sólo por esta última circunstancia se veía a Elizabeth Cardwell como poseedora de un privilegio envidiable, aunque también es verdad que tenía que trabajar mucho más que otras. Por último, a la americana se le había dado como atuendo una piel de larl, mientras que ella, Tuka, tenía que ir por el campamento vestida como todas las demás, como una Kajira cubierta. Sí, era normal que sintiera envidia.

Temía que Tuka no fuese a correr bien, que permitiese deliberadamente que la capturaran pronto para hacernos perder el desafío.

Pero enseguida me di cuenta de que eso no era posible. Si Kamchak y su dueño no hubiesen estado convencidos de que iba a correr tan bien como podía, no la habrían escogido. De otra manera, la chica habría contribuido a la victoria de un kassar sobre un tuchuk, y esa misma noche, uno de los miembros encapuchados del Clan de los Torturadores habría acudido a su carro para llevársela, y nadie volvería a verla. Tuka iba a correr bien, y daba lo mismo que odiase a Elizabeth o no, porque correría por su vida.

Kamchak hizo girar a su kaiila y se reunió con nosotros. Señaló con la lanza a Elizabeth Cardwell.

—Quítate las pieles —ordenó.

Así lo hizo Elizabeth, y quedó ante nosotros en el grupo de las demás muchachas.

Aunque había transcurrido ya gran parte de la tarde, el sol todavía iluminaba con toda su fuerza. El aire era frío, y el viento movía ligeramente la hierba.

Habían clavado una lanza negra sobre la pradera, a unos cuatrocientos metros de donde nos encontrábamos. Un jinete montado en su kaiila señalaba el lugar. No era de esperar, como es lógico, que ninguna de las chicas alcanzase la lanza. Si alguna lo lograba, el jinete decretaría que se encontraba a salvo. En esa carrera lo importante era el tiempo, además de la habilidad y la contundencia de la actuación. Las muchachas tuchuk, Elizabeth y Tuka, correrían ante los kassars, y las dos muchachas kassar ante Kamchak y ante mí. Cada esclava debía intentar por todos los medios escaparse del competidor de su dueño si de verdad quería honrar a este último.

En tales competiciones se cuenta el tiempo por medio de los latidos del corazón de una kaiila en reposo. Ya habían traído a uno de estos animales, y a su lado, sobre el césped, un largo látigo formaba un círculo; su diámetro sería de unos tres metros, y las muchachas deberían empezar a correr desde su interior. El objetivo del jinete era capturar a la chica y devolverla lo más rápidamente posible al círculo formado por el látigo.

Un anciano tuchuk ya tenía puesta la mano, con la palma abierta, sobre uno de los sedosos costados de la kaiila en reposo.

Kamchak le hizo un gesto a Tuka y ésta, descalza, asustada, caminó hasta introducirse en el círculo.

Conrad soltó la boleadora de su sujeción en la silla. Entre los dientes llevaba una correa de cuero de aproximadamente un metro de longitud. La silla de la kaiila, como la silla del tarn, está hecha de tal manera que atada a su través puede llevarse a una mujer cautiva; a ambos lados se fijan unas anillas por las que se pueden introducir correas o cuerdas. De todos modos sabía que en esta ocasión no habría tiempo material para hacer tal cosa: en muy pocos latidos de la kaiila han de unirse en un solo lazo las muñecas y los tobillos de la chica y después, sin ceremonias, hay que colgarla del pomo de la silla, como si de un aro y una estaca se tratara.

—¡Corre! —dijo con mucha tranquilidad Conrad.

Tuka salió del círculo a toda velocidad. La gente empezó a gritar, animándola. Conrad la observaba con la correa entre los dientes y la boleadora inmóvil al lado. La muchacha tendría una ventaja de quince latidos del gran corazón de la kaiila, tras los cuales ya estaría más o menos camino de la lanza.

El juez iba contando en voz alta.

Cuando cantó el diez, Conrad empezó a hacer girar la boleadora muy lentamente. Sólo alcanzaría la velocidad de vueltas adecuada al tiro cuando la kaiila corriese a galope tendido y estuviese a punto de alcanzar la presa.

Cuando oyó cantar el quince, sin hacer ruido para no alertar a la chica, Conrad espoleó a la kaiila y empezó la carrera, volteando la boleadora.

La multitud se estiraba para ver lo que sucedía.

El juez había empezado a contar a partir de uno. Era la segunda cuenta, la que iba a determinar el tiempo del jinete.

La muchacha corría rápidamente, y eso significaba tiempo a nuestro favor, aunque quizás no más de un latido. Debía haber estado contando para sí mientras corría, pues un instante después de que Conrad saliese en su persecución, ella se giró para mirarle por encima del hombro y vio cómo se aproximaba. Después debió contar hasta tres, y empezó a romper el ritmo y la dirección de su carrera, moviéndose a un lado y otro, para dificultarle la aproximación al jinete.

—Corre bien —dijo Kamchak.

Realmente así era, pero en un instante vi que la boleadora se dirigía a la velocidad del rayo hacia los tobillos de la chica, y que tras de sí arrastraba la larga correa, que con un giro de unos tres metros le rodeó enseguida las piernas y la hizo caer.

Apenas habían pasado diez latidos cuando Conrad ya había atado a Tuka, que forcejeaba e intentaba arañarle, y la había colgado del pomo para volver atrás sobre su kaiila rugiente y lanzar a la chica atada de pies y manos al interior del círculo formado por el látigo.

—Treinta —dijo el juez.

Conrad sonrió.

Tuka, debatiéndose en las correas tanto como podía, intentaba aflojar los nudos. Si lo hubiese conseguido, y todavía más si hubiese liberado una mano o un pie, Conrad habría resultado descalificado.

—Quieta —dijo el juez tras unos instantes, y ella le obedeció. El juez inspeccionó los nudos y después anunció—: Está bien amarrada.

Tuka miró aterrorizada a Kamchak, que se hallaba montado en su kaiila.

—Has corrido bien —le dijo él.

Ella cerró los ojos, casi desvanecida por el alivio.

Viviría.

Un guerrero tuchuk cortó las correas con su quiva, y Tuka, que ahora sólo deseaba salir de aquel círculo, se levantó y corrió al lado de su dueño. En un momento, jadeante y sudorosa, volvía a estar cubierta con sus pieles.

La siguiente muchacha, una kassar que parecía muy ágil, se introdujo en el círculo, y Kamchak desató su boleadora. Me pareció que corría soberbiamente, pero Kamchak, demostrando una vez más su insuperable destreza, la atrapó con facilidad. Lo malo fue que cuando volvía a toda velocidad hacia el círculo del látigo, la chica, que era inteligente, se las arregló para hincar los dientes en el cuello de la kaiila, y el animal se encabritó, aullando y silbando mientras intentaba deshacerse de ella. Kamchak consiguió que soltara el cuello del animal con algunas bofetadas, e hizo retroceder las mandíbulas de la kaiila cuando iban a morder la pierna de la prisionera por tercera vez, pero cuando llegó al círculo el juez había contado treinta y cinco latidos.

Kamchak había perdido.

Cuando soltaron a la muchacha, su pierna seguía sangrando, pero estaba radiante de satisfacción.

—Bien hecho —dijo Albrecht, su dueño, añadiendo con una sonrisa—. Para ser una esclava turiana.

La chica bajó la vista, sonriendo.

Era una mujer valerosa, digna de admiración. Fácilmente se veía que le unía a Albrecht algo más que una simple cadena de esclava.

Obedeciendo a la señal que Kamchak le había hecho, Elizabeth Cardwell penetró en el círculo del látigo.

Estaba asustada. Ella, como yo, había supuesto que Kamchak haría un tiempo mejor que el de Conrad. Si hubiese sido así, incluso si me derrotaba Albrecht, como era de esperar, la puntuación habría resultado muy igualada. Y ahora resultaba que si yo perdía, ella se convertiría en una esclava kassar.

Albrecht sonreía mientras hacía mover su boleadora, como si de un péndulo se tratase, al lado del estribo de la kaiila.

Miró a Elizabeth.

—Corre —dijo de pronto.

Elizabeth Cardwell, descalza, vestida con una piel de larl, empezó su carrera hacia la lanza negra clavada en la distancia.

Quizás había observado con atención la manera de correr de Tuka y de la chica kassar, y había intentado aprender de ellas; pero naturalmente no podía tener la misma experiencia en este cruel deporte de los hombres de los carros que esas muchachas. Así, nunca había aprendido a contar al ritmo del corazón de la kaiila, y eso era algo que las muchachas de los carros hacían durante largas horas bajo la tutela de un maestro que mantenía la cuenta de los latidos mientras ellas cantaban y no decía nada hasta que daban con la cadencia adecuada. Por increíble que parezca, algunas muchachas de los Pueblos del Carro se entrenan exhaustivamente para lograr evadirse de la boleadora; una chica así es de gran valor para su dueño, pues puede utilizarla en sus apuestas. Había oído decir que una de las mejores entre los carros era una esclava kassar, una turiana muy rápida que respondía al nombre de Dina. Había corrido en competiciones reales más de doscientas veces, y casi siempre logrado dificultar y retrasar su regreso al círculo; lo más sorprendente era que había conseguido llegar hasta la misma lanza en cuarenta ocasiones, y eso era algo inaudito.

Cuando el juez cantó el quince, Albrecht, cuya boleadora ya giraba, se lanzó en persecución de Elizabeth Cardwell silenciosamente y a una increíble velocidad. Ella no debía haber calculado bien el ritmo de los latidos de la kaiila, o no conocería suficientemente bien la velocidad de su cabalgadura, y eso era normal si se tenía en cuenta que nunca había observado ese juego desde el poco envidiable punto de vista de la pieza a cazar. El hecho es que cuando se volvió para ver si el jinete había abandonado ya el círculo, se encontró con que éste estaba a su lado. Apenas tuvo tiempo de gritar: la boleadora había aprisionado sus piernas, y caía sobre el césped. Apenas habrían pasado cinco o seis latidos más, cuando Elizabeth, con las muñecas atadas cruelmente a los tobillos, volvía al interior del círculo y quedaba tendida a los pies del juez.

—¡Veinticinco! —anunció el anciano.

Una ovación se levantó desde la multitud, que aunque estaba compuesta en su mayoría por tuchuks, siempre disfrutaba con una buena marca, y ésta era espléndida.

Elizabeth lloraba, y al tiempo tiraba y se debatía entre las correas que la sujetaban, con desesperación, intentando aflojar algún nudo. Era inútil.

El juez inspeccionó las ataduras.

—Está bien amarrada —dijo.

Elizabeth sollozó.

—Alégrate, pequeña bárbara —dijo Albrecht—. Esta noche bailarás la Danza de la Cadena para los guerreros kassar, y te vestirás con la Seda del Placer.

La chica volvió la cabeza a un lado, estremeciéndose entre las correas. De su boca escapó un grito de desesperación.

—Estáte callada —dijo Kamchak.

Elizabeth obedeció, y luchando contra las lágrimas se resignó a permanecer quieta, esperando que alguien la liberara.

Corté las correas de sus muñecas y tobillos.

—Lo he intentado —me dijo, mirándome con lágrimas en los ojos—. Lo he intentado.

—Algunas muchachas han corrido ante la boleadora más de cien veces, y se entrenan para hacerlo.

—¿Te das por vencido? —preguntó Conrad a Kamchak.

—No, mi segundo jinete debe cabalgar.

—Ni siquiera pertenece a los Pueblos del Carro —dijo.

—Lo mismo da —respondió Kamchak—. Cabalgará.

—No podrá hacerlo en menos de veinticinco latidos —dijo Conrad.

Kamchak se encogió de hombros. Yo era el primero en saber que veinticinco latidos era una muy buena marca. Albrecht era un buen jinete, y poseía una gran habilidad. Esta vez, además, había contado con una presa que no era más que una pequeña esclava bárbara que nunca se había entrenado, y lo que es más, que nunca había corrido ante la boleadora.

—Al círculo —ordenó Albrecht a la otra muchacha.

Era una belleza.

Corrió hacia el círculo rápidamente, con la cabeza echada hacia atrás y respirando con profundidad.

Por su aspecto parecía una chica inteligente.

De pelo moreno.

Me llamaron la atención sus tobillos, que eran de complexión algo más fuerte de lo que se considera deseable para una esclava. Deduje que aquellos tobillos habían soportado el peso de ese cuerpo durante muchos giros rápidos, durante muchos saltos.

Deseé haberla visto correr anteriormente. Muchas chicas tienen una pauta para correr, un truco que se puede descubrir después de verlas actuar en varias ocasiones. No es nada fácil conseguirlo, pero se pueden prever los movimientos hasta cierto punto. Probablemente sea el resultado de la deducción de su manera de pensar por medio de su manera de correr; el paso siguiente consiste en pensar, o procurar hacerlo, como la chica, y conjugar este pensamiento con el movimiento de la boleadora para alcanzarla. La esclava se hallaba ahora respirando profunda y regularmente. Antes de que entrara en el círculo había visto que se movía y que corría un poco para desentumecer los músculos de las piernas y acelerar la circulación de la sangre.

Me figuré que ésta no era la primera vez que corría ante la boleadora.

—Si ganas para nosotros —le decía Albrecht sonriendo desde la silla de su kaiila—, esta noche tendrás un brazalete de plata y cinco metros de seda escarlata.

—Ganaré por ti, amo —dijo ella.

Encontré que esta respuesta era algo arrogante para proceder de una esclava.

—Nadie ha conseguido —dijo Albrecht mirándome— cazar a esta muchacha en menos de treinta y dos latidos.

Me pareció ver que Kamchak pestañeaba, pero por lo demás se mantenía impasible.

—Sí, parece una corredora excelente —dije.

La chica se echó a reír.

Después, para mi sorpresa, me miró con descaro. Parecía olvidar que llevaba el collar turiano, y que un anillo le colgaba de la nariz, y que no era más que una esclava marcada, una Kajira cubierta.

—Apuesto —dijo— a que alcanzo la lanza.

Esto me irritó. Para colmo, ella, una esclava, no se había dirigido a mí, un hombre libre, con el tratamiento de “Amo”, lo que era contrario a la costumbre. De hecho, no me importaba la omisión en sí misma, sino la afrenta que ello representaba. Por alguna razón, esta moza me parecía demasiado arrogante, demasiado desdeñosa.

—Y yo apuesto a que no lo conseguirás —dije.

—¿Cuáles son los términos? —me preguntó desafiante.

—¿Cuáles son los tuyos? —repliqué.

—Si gano —dijo sonriente—, me entregarás tu boleadora, y yo se la regalaré a mi amo.

—De acuerdo. ¿Y si gano yo?

—Eso no ocurrirá.

—Pero, ¿y si ocurre?

—Si ocurre, te daré un anillo de oro y una copa de plata.

—¿Cómo es posible que una esclava tenga estas riquezas? —pregunté.

Ella levantó la cabeza y no se dignó responder.

—Le he hecho muchos obsequios como ésos —dijo Albrecht.

Ahora entendía que la muchacha a la que me enfrentaba no era una esclava corriente, y debía existir una razón poderosa para que poseyera tales cosas.

—No quiero tu anillo de oro ni tu copa de plata —dije.

—¿Qué quieres entonces? —preguntó ella.

—Si gano, reclamo como premio el beso de esta muchacha insolente.

—¡Eslín tuchuk! —gritó con ira.

Conrad y Albrecht se reían.

—Eso está permitido —dijo Albrecht a la chica.

—Muy bien, tharlarión —dijo ella. Los hombros le temblaban de rabia—. Será tu boleadora contra un beso. ¡Yo te enseñaré cómo puede correr una kassar!

—Tienes un gran concepto de ti misma —comenté—. No eres ninguna kassar, sino solamente una esclava turiana de los kassars.

Ella apretó los puños, furiosa, y mirando a Albrecht y Conrad gritó:

—¡Correré como nunca antes he corrido!

Empezaba a desanimarme un poco. Recordé que Albrecht había dicho que nadie la había cazado en menos de treinta y dos latidos. Por lo tanto, debía haber corrido ante la boleadora varias veces, quizá hasta diez o quince veces.

—Por lo que veo —dije como sin darle importancia—, esta chica ya tiene alguna experiencia, ¿no es así?

—Sí —respondió Albrecht—, tienes razón. Probablemente habrás oído hablar de ella. Es Dina la Turiana.

Conrad y Albrecht golpearon sus sillas y empezaron a reírse ruidosamente. Kamchak también se reía. Tanto, que empezaron a resbalarle las lágrimas por los surcos de las cicatrices de su cara.

—¡Kassar astuto! —dijo señalando a Conrad.

Se trataba de una broma, e incluso yo no tuve más remedio que sonreír. Normalmente, a los tuchuks se les conoce como “los astutos”. Pero aunque ese momento podía ser muy divertido para la gente de los carros, e incluso para Kamchak, yo no estaba preparado para contemplar el problema ante el que me encontraba como una broma. ¡Con qué inteligencia había fingido Conrad burlarse de Albrecht cuando éste había apostado a dos muchachas contra una! ¡Qué poco sospechábamos nosotros que una de ellas era Dina de Turia! Naturalmente, esa legendaria corredora no iba a ser la presa del hábil Kamchak, sino la de su torpe amigo Tarl Cabot, que ni siquiera pertenecía a los Pueblos del Carro, un novato en la monta de la kaiila y en el manejo de la boleadora. Conrad y Albrecht habrían acudido al campamento de los tuchuks con este pensamiento en la cabeza. ¡Claro, seguro que sí! ¿Qué podían perder? Nada. Lo mejor que podíamos esperar de una confrontación con ellos era un empate en caso de que Kamchak venciese a Conrad. Pero éste no había sido el caso; la inteligente muchacha turiana que se las había arreglado para morder el cuello de la kaiila, aun con riesgo de su vida, nos había puesto las cosas muy cuesta arriba, Albrecht y Conrad habían venido con un propósito muy sencillo: ganar a un tuchuk y, de paso, llevarse una o dos muchachas. Lo que ocurría era que nosotros solamente disponíamos de Elizabeth Cardwell.

Incluso Dina, la turiana, muy probablemente la mejor esclava entre todos los carros en este deporte, se reía, colgada del estribo de Albrecht, mientras le miraba. Me di cuenta de que su kaiila estaba en el interior del círculo del látigo que marcaba la salida. Los pies de la chica estaban separados del suelo, y tenía la mejilla apoyada en la bota del kassar.

—¡Corre! —dije.

Ella gritó, sorprendida, lo mismo que Albrecht, y Kamchak se reía.

—¡Venga, corre, estúpida! —gritó Conrad.

La chica soltó el estribo, y sus pies golpearon el suelo. Cayó desequilibrada, pero corrigió su trayectoria y lanzando un grito salió corriendo del círculo. Al sorprenderla de esta manera habría ganado unos diez o quince metros.

Desaté la correa que llevaba sujeta al cinturón y me la coloqué entre los dientes.

Empecé a voltear la boleadora.

Para mi sorpresa, mientras la hacía girar en círculos cada vez más rápidos, sin dejar de mirar a la chica, vi que ésta rompía la dirección recta de su carrera hacia la lanza, y eso que solamente estaba a unos cincuenta metros del círculo de salida, y empezó a hacer desplazamientos a uno y otro lado, aunque sin abandonar nunca, naturalmente, su trayectoria hacia la lanza. Eso me confundió. No era posible que hubiera contado mal, porque era Dina de Turia, y no una principiante. Mientras el juez seguía contando en voz alta, observé la pauta de su carrera: eran dos pasos a la izquierda y luego uno largo a la derecha, para corregir la dirección hacia la lanza. Exactamente, dos a la izquierda, uno a la derecha, dos a la izquierda, uno a la derecha.

—¡Quince! —gritó el juez, y salí disparado a lomos de mi kaiila desde el interior del círculo del látigo.

Cabalgué a toda velocidad, pues no había ni un latido que perder. Incluso si por ventura lograba empatar con Albrecht, Elizabeth pasaría de todos modos a manos de los kassars, pues Conrad había ganado claramente a Kamchak. Es peligroso acercarse a toda velocidad a una muchacha inocente que corre, quizás aterrorizada, en dirección recta hacia la lanza, porque puede echarse a un lado repentinamente, y el jinete se ve entonces obligado a frenar su kaiila para que siga a la presa en su nueva dirección. Y eso cuando no es demasiado tarde para rectificar, y se ha sobrepasado tanto a la chica que ésta queda incluso fuera del alcance de la boleadora. Pero ése no era mi problema, porque podía prever la carrera de Dina y su pauta: dos a la izquierda, uno a la derecha. Así que hice que la kaiila corriese cuanto podía para alcanzar lo más rápidamente posible lo que parecía la cita inevitable de Dina con las correas de mi boleadora. De todos modos, seguía sorprendido por la sencillez de su carrera, y no entendía cómo podía ser que nunca la hubieran cogido en menos de treinta y dos latidos, ni cómo era posible que hubiese alcanzado la lanza en cuarenta ocasiones.

Lanzaría la boleadora en el siguiente latido, en el segundo salto hacia la izquierda.

Entonces recordé la inteligencia que se reflejaba en sus ojos, y la seguridad inherente a su carácter, y que nunca la habían cazado antes del trigesimosegundo latido, y que alcanzó la lanza en cuarenta ocasiones. Tenía que ser increíblemente hábil, y su coordinación de movimientos debía ser asombrosa.

Arriesgándolo todo a una sola carta, lancé la boleadora pero su objetivo no era el segundo salto a la izquierda, sino un quiebro inesperado a la derecha después del primer salto a la izquierda, es decir, la primera y sorprendente excepción a la regla del dos-izquierda-uno-derecha. Oí el grito de sorpresa que lanzaba la chica al sentir que las correas de cuero le rodeaban los muslos, las pantorrillas y los tobillos de ambas piernas y convertían las dos extremidades en una sola. Sin apenas reducir la velocidad la sobrepasé e hice girar a mi kaiila. Cuando tuve delante de mí otra vez a la chica, azucé mi montura que volvió a lanzarse a galope tendido. Distinguí por un momento una expresión de sorpresa en el bello rostro de la muchacha, que intentaba mantener el equilibrio con los brazos instintivamente. Los pesos de la boleadora continuaban girando alrededor de sus tobillos, en círculos cada vez más reducidos; en un instante caería al suelo. Sin darle tiempo a hacerlo, la cogí por los cabellos y la eché sobre la silla. Ella apenas había comprendido lo ocurrido, cuando ya era mi prisionera y la kaiila continuaba su furiosa carrera. Ni siquiera me había tomado el tiempo de desmontar. Até a la chica alrededor del pomo, y puede concluir los nudos que la apresaron cuando sólo faltaban uno o dos latidos para que la kaiila llegase al círculo. Una vez allí, lancé a mi presa a los pies del juez.

El juez, lo mismo que la multitud, había enmudecido.

—¡Tiempo! —gritó Kamchak.

El anciano parecía demasiado sorprendido. Era como si no creyese lo que acababa de ver. Apartó la mano del costado de la kaiila.

—¡Tiempo! —insistió Kamchak.

El juez le miró. Finalmente, en un susurro, dijo:

—Diecisiete.

La gente se mantenía en silencio y después, tan imprevisiblemente como el desencadenamiento de una tormenta, todos empezaron a gritar y a aplaudir, entusiasmados.

Kamchak daba golpes en los hombros a Conrad y Albrecht, que parecían muy desalentados.

Miré a Dina de Turia, que devolviéndome con rabia la mirada, empezó a retorcerse y a tirar de los nudos, debatiéndose sobre la hierba.

El juez le permitió hacerlo durante unos treinta segundos, y después inspeccionó las ataduras. Se incorporó sonriente.

—Está bien amarrada —dijo.

Otro grito surgió de los espectadores. Casi todos eran tuchuks, y estaban muy contentos por el resultado de la contienda, pero también los kassars y los dos paravaci y el kataii que la habían presenciado aplaudían entusiasmados. La multitud había enloquecido.

Elizabeth Cardwell daba saltos de alegría y aplaudía.

Miré a Dina que yacía a mis pies, ahora ya sin intentar desembarazarse de las correas.

Saqué la boleadora de sus piernas, y con la quiva corté las correas, con lo que la muchacha pudo incorporarse.

Se quedó de pie frente a mí, vestida de Kajira cubierta, con las muñecas todavía atadas a la espalda.

Até la boleadora a mi silla y dije:

—Por lo visto conservo mi boleadora.

Ella intentó liberar sus muñecas, pero naturalmente no pudo conseguirlo.

Tuvo que quedarse quieta, sin poder hacer nada, frente a mí.

La tomé en mis brazos y recogí mi premio tomándome mi tiempo, y con sincera satisfacción, pues hice lo posible para que ese beso resultara tan sólo el de una esclava a su amo. Fui paciente, porque un beso no me iba a satisfacer, y no deshice mi abrazo hasta que sentí que su cuerpo me admitía involuntariamente, que reconocía mi victoria.

—Amo —me dijo con ojos brillantes, demasiado débil ya para luchar contra las correas que unían sus muñecas.

Con un azote cariñoso la empujé hacia Albrecht, y el kassar, rabiosamente, cortó las últimas correas que ataban a su esclava. Kamchak se reía, y Conrad también, y muchos de los presentes lo hacían. Pero para mi sorpresa vi que Elizabeth Cardwell parecía furiosa. Se había vuelto a abrigar con las pieles, y cuando la miré, ella apartó sus ojos de mí, enfadada.

Me pregunté qué podía ocurrirle.

¿Acaso no la había salvado?

¿No se había nivelado la puntuación entre Kamchak y yo, y la pareja formada por Conrad y Albrecht?

¿Acaso no había acabado el desafío con un resultado que le era favorable?

—Hemos empatado —dijo Kamchak—, y aquí se acaba la apuesta. No hay ganador.

—De acuerdo —dijo Conrad.

—¡No! —dijo Albrecht.

Todos le miramos.

—Lanza y tóspit —dijo.

—El desafío ha terminado —dije.

—No, porque no hay ningún ganador —protestó Albrecht.

—Eso es verdad —dijo Kamchak.

—Tiene que haber un ganador —insistió Albrecht.

—Yo ya he cabalgado bastante por hoy —dijo Kamchak.

—Y yo también —coincidió Conrad—. Venga, volvamos a nuestros carros.

—Te desafío —dijo Albrecht apuntándome con su lanza—. Lanza y tóspit.

—El desafío ha acabado —dije.

—¡La Vara Viviente! —gritó Albrecht.

Kamchak contuvo su aliento.

—¡La Vara Viviente! —gritaron algunos desde la multitud.

Miré a Kamchak. En sus ojos vi que debía aceptar el desafío. Ante estas cuestiones, debía comportarme como un tuchuk.

Aparte del combate armado, la lanza y tóspit con la vara viviente es el deporte más peligroso de los practicados por los Pueblos del Carro.

En este deporte, como ya se habrá sospechado, la esclava de cada uno debe esperar en pie. Esencialmente se trata del mismo deporte que el de la lanza y el tóspit, pero la variante consiste en que el fruto no está sujeto a una vara, sino que es una chica quien lo sujeta con su boca. El más mínimo movimiento para evitar la lanza significa su muerte.

No hace falta decir que bastantes esclavas han resultado heridas en el transcurso de estas crueles competiciones.

—¡Yo no quiero ser su vara! —gritó Elizabeth Cardwell.

—¡Sí lo serás, esclava! —rugió Kamchak.

Elizabeth Cardwell no tuvo más remedio que ocupar su sitio y ponerse de lado con un tóspit delicadamente aguantado entre los dientes.

Por alguna razón no parecía asustada sino más bien incomprensiblemente furiosa. Lo normal habría sido que temblara de puro pánico, pero solamente parecía indignada.

De todos modos se mantuvo firme como una roca y cuando la sobrepasé, la punta de mi lanza había prendido el tóspit pasando a su través.

La muchacha que mordiera el cuello de la kaiila y que había resultado con la pierna herida hizo de vara para Albrecht.

Casi con desdén, el kassar le arrebató el tóspit de su boca con la punta de la lanza.

—Tres puntos para cada uno —anunció el juez.

—Se acabó —le dije a Albrecht—. Hemos vuelto a empatar. No hay ganador.

—¡Habrá un ganador! —gritó sobre su kaiila encabritada— ¡Qué la vara viviente mire a la lanza!

—No cabalgaré —dije.

—¡Reclamo la victoria y la mujer! —gritó Albrecht.

—Serán suyas —dijo el juez— si no cabalgas.

Cabalgaría.

Elizabeth se puso de cara a mí a unos cincuenta metros y se quedó inmóvil.

De entre todas las modalidades de los deportes de ésta es la más difícil. La carga debe realizarse con exquisita ligereza, con la lanza suelta en la mano, sin sujetarla con la correa de retención y permitiendo que el arma se deslice hacia atrás cuando alcanza su objetivo. En ese momento hay que hacer un movimiento a la izquierda para así dejar atrás, si es posible, la vara viviente. Si se hace bien, el espectáculo resultante es de una gran belleza. Si por el contrario el ejercicio no se ejecuta con la delicadeza necesaria, la chica puede resultar malherida o incluso muerta.

Elizabeth permanecía frente a mí, y seguía sin parecer asustada, sino más bien molesta, Incluso apretaba los puños.

Esperaba no hacerle daño. Antes, cuando se había colocado de lado, incliné la fuerza de mi arma hacia la izquierda para que si se producía un error la lanza se desviase completamente. Pero ahora no cabía error posible: Elizabeth estaba frente a mí, y debía dirigir el golpe directamente al centro del fruto: no había otra alternativa.

El paso de la kaiila era ligero y equilibrado.

Cuando sobrepasé a Elizabeth con el fruto prendido en la punta de mi lanza, la multitud pareció lanzar una única exclamación.

Los guerreros golpeaban sus escudos con las lanzas. Los hombres gritaban. También se oían los chillidos nerviosos de las esclavas.

Me volví con la convicción de que vería tambalearse a Elizabeth, de que estaría a punto de desmayarse, pero nada de eso ocurrió.

Con rabia contenida, Albrecht el kassar bajó su lanza y empezó a cabalgar en dirección a su esclava.

Al cabo de un segundo la había sobrepasado, y llevaba el tóspit clavado en la punta.

La muchacha permanecía completamente quieta, y sonreía.

La multitud rugió y ovacionó también a Albrecht.

Pero después todo el mundo calló, porque el juez corría hacia la lanza de Albrecht, y pedía que se la enseñase.

Albrecht el kassar, confundido, entregó su arma.

—En esta lanza hay sangre —dijo el juez.

—¡No he tocado a la esclava! —gritó Albrecht.

—¡No me ha tocado! —gritó la muchacha.

El juez mostró la punta de la lanza. En ella se podía ver un pequeño rastro de sangre y también había una mancha roja en la piel del fruto de color blanco amarillento.

—¡Abre la boca, esclava! —ordenó el juez.

La chica negó con la cabeza.

—¡Hazlo! —dijo Albrecht.

Al fin obedeció, y el juez, sujetándole la boca con ambas manos, miró en su interior. Había sangre en su boca, pero la chica la había ido tragando. Prefería ocultarla antes de mostrar que la lanza de su amo la había herido.

Eso confirmaba mi impresión de que era una chica valiente y valiosa.

De pronto me di cuenta, pasmado, de que ahora ella y Dina de Turia nos pertenecían a Kamchak y a mí.

Ambas muchachas, mientras Elizabeth Cardwell continuaba pareciendo enfadada, se arrodillaron ante nosotros dos e inclinaron sus cabezas. Después extendieron los brazos con las muñecas juntas. Kamchak, riéndose entre dientes, bajó de su kaiila y les ató las manos rápidamente. Luego puso una correa de cuero alrededor del cuello de cada una de ellas y ató el otro extremo al pomo de su silla. Amarradas de esta manera, las muchachas permanecieron arrodilladas al lado de las garras de la kaiila. Vi que Dina de Turia me miraba, y en sus ojos distinguí que tímidamente me aceptaba como amo.

—No sé para qué necesitamos todas estas esclavas —dijo Elizabeth Cardwell.

—Calla —dijo Kamchak—. Calla, si no quieres que te haga marcar.

Elizabeth Cardwell me miraba furiosa, más que a Kamchak. Echó atrás la cabeza, alzando su pequeña nariz desafiante. Su cabellera castaña le caía sobre los hombros.

Por alguna razón que no acierto a explicar, le até las muñecas por delante y del mismo modo que había hecho Kamchak con las otras muchachas, le puse una correa alrededor del cuello, que luego até al pomo de mi silla.

Quizás fuese ésa mi manera de recordarle, por si lo había olvidado, que también ella era una esclava.

—Esta noche, pequeña salvaje —dijo Kamchak haciéndole un guiño—, dormirás encadenada bajo el carro.

Elizabeth ahogó un grito de rabia.

Entonces emprendimos la vuelta hacia nuestro carro montados en nuestras kaiilas y conduciendo a las chicas maniatadas.

—La Estación de la Hierba Corta se avecina —dijo Kamchak—. Mañana empezaremos a hacer avanzar a las manadas hacia Turia.

Asentí. Había acabado la Invernada. Ahora entrábamos en la tercera fase del Año del Presagio, en el Retorno a Turia.

Esperaba que en adelante podría encontrar respuesta a los enigmas que me inquietaban, y que averiguaría la procedencia del collar de mensaje y los muchos misterios que le habían rodeado. Quizás, finalmente, podría encontrar alguna pista que me indicase el paradero o la suerte de la sin duda dorada esfera que era o había sido el último huevo de los Reyes Sacerdotes. Hasta ahora no había tenido demasiada suerte.

—Te llevaré a Turia —dijo Kamchak.

—De acuerdo.

Había gozado con la Invernada, pero esa etapa ya había acabado. El bosko se volvía hacia el sur, porque llegaba la primavera. Yo y los carros iríamos con él.

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