Turia estaba ahora bajo el control casi absoluto de los tuchuks. Durante días había seguido ardiendo.
La mañana siguiente a la Batalla de los Carros, monté en una kaiila descansada y me encaminé a toda prisa hacia Turia. Algunos ahns después de salir desde el campamento tuchuk, encontré al carro que transportaba mi tarn hacia el punto del que yo venía, conducido por un guardián. El carro que transportaba al tarn de Harold, así como a su guardián, iba al lado. Confié la kaiila a esos dos hombres y monté en mi tarn, con lo que en menos de un ahn pude distinguir en la distancia las brillantes murallas de Turia, y las columnas de humo que se levantaban de la ciudad.
La Casa de Saphrar, así como la torre que los hombres de Ha-Keel habían fortificado, todavía no estaban en manos tuchuks. Aparte de esto, solamente existían unos cuantos núcleos de resistencia organizada dispersos por la ciudad. También se producían ataques furtivos desde techos y callejones; se trataba de pequeños grupos turianos que intentaban plantar cara a los invasores, pero no tenían más importancia. Tanto Kamchak como yo creíamos que Saphrar iba a volar en tarn en cualquier momento, pues a esas alturas debía saber muy bien que el ataque de los paravaci a los carros tuchuks no había conseguido forzar a Kamchak a una retirada. En lugar de eso, las fuerzas del tuchuk se habían visto incrementadas con soldados kataii y kassars, y ése era un resultado que debía horrorizar al mercader. Según pensaba, si Saphrar todavía no había huido se debía a alguna razón muy poderosa, como la que podía representar la llegada del hombre de tez grisácea a lomos de un tarn, el hombre con quien había negociado para apoderarse de la esfera dorada. Recordé además que si se traspasaban en un ataque los límites de su casa, si Saphrar se veía en peligro, siempre podía abandonar a sus hombres, a sus sirvientes y a sus esclavos para que los tuchuks saciaran en ellos su sed de venganza mientras él volaba en relativa seguridad. Sabía que Kamchak estaba en contacto permanente con su campamento por medio de los correos, por lo cual no le hablé del saqueo de su carro, ni de la suerte que había corrido Aphris de Turia, ni tampoco osé hablarle de Elizabeth Cardwell, pues parecía bastante evidente que la había vendido, y mi interés por ella podía considerarse una intromisión o una impertinencia, según la forma de pensar de los tuchuks. Si ello resultaba posible, averiguaría su paradero por mi cuenta. Por otra parte, cabía la posibilidad de que los paravaci la hubieran secuestrado, con lo que nadie entre los tuchuks sabría de ella.
Lo que sí le pregunté era la razón por la que no había abandonado Turia para dirigirse a sus carros con todos sus hombres, cuando se consideraba como poco probable la ayuda de los kataii y de los kassars.
—Era una apuesta —me respondió—, una apuesta que me hice a mí mismo.
—Una apuesta muy peligrosa —comenté.
—Quizás tengas razón, pero creo que conozco bien a los kataii y a los kassars.
—Los riesgos eran muy grandes —insistí.
—Los riesgos son más grandes de lo que imaginas.
—¿Qué insinúas?
—La apuesta todavía no ha terminado —repuso sin añadir nada más.
Al día siguiente de mi llegada a Turia llegó Harold a lomos de su tarn. Le habían relevado de su puesto al mando de los carros. En cuanto llegó, se reunió conmigo en el palacio de Phanius Turmus.
Día y noche, robándole horas al sueño, durmiendo allí donde podíamos, a veces sobre las alfombras del palacio, a veces sobre las piedras de la calle, junto a las hogueras, Harold y yo desempeñábamos las más diversas tareas, siempre bajo las órdenes de Kamchak. En ocasiones nos uníamos a las luchas, para luego actuar como contactos entre nuestro Ubar y otros comandantes; eso cuando no nos dedicábamos meramente a situar a los hombres, o a revisar los puestos de vigilancia, o a organizar expediciones. Se podía decir que el total de las fuerzas de Kamchak estaban dispuestas de tal manera que empujaban a los turianos hacia dos puertas que había dejado abiertas y desprovistas de defensas; esas puertas servirían de vía de escape a los ciudadanos y soldados que quisieran hacer uso de ellas. Desde ciertas posiciones de las murallas podíamos distinguir la corriente humana que huía de la ciudad en llamas. La gente cargaba con comida y con cuantos objetos personales podía. Pasábamos por la última etapa de la primavera, y el clima no era desagradable, aunque en ocasiones las prolongadas lluvias debían hacer insoportable el trayecto a esa multitud que corría a refugiarse en otras ciudades. Esas gentes encontrarían algunos riachuelos a lo largo del camino, de manera que solventarían el problema del agua. También hay que decir que, para mi sorpresa, Kamchak había enviado a algunos hombres con rebaños de verros y boskos turianos para que los fugitivos dispusieran de ellos.
Le pregunté a Kamchak sobre este detalle, pues tenía entendido que los tuchuks llevaban sus guerras hasta las últimas consecuencias, no dejando piedra sobre piedra a su paso, matando incluso a los animales domésticos, y envenenando los pozos. Ciertas ciudades que habían sufrido el fuego y la devastación de los Pueblos del Carro más de cien años atrás seguían, según se decía, desoladas en la actualidad, y en sus calles no había más que silencio, excepto por el paso de algún eslín buscando un urt que llevarse a la boca, o el soplar del viento.
—Los Pueblos del Carro necesitan a Turia —me había respondido llanamente Kamchak.
Eso me dejó asombrado, aunque enseguida caí en la cuenta de que era verdad: Turia era la principal vía de contacto entre los Pueblos del Carro y las demás ciudades de Gor, la puerta a través de la cual los productos comerciales salían a la espesura de las hierbas, al país de los jinetes de las kaiilas y de los pastores del bosko. No cabía duda de que sin Turia los Pueblos del Carro se convertirían en los más pobres del planeta.
—Además —añadió Kamchak—, los Pueblos del Carro necesitan tener un enemigo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Sin enemigo común, nunca se unirán, y si no se unen algún día caerán derrotados.
—¿Tiene esto algo que ver con la apuesta de la que hablabas?
—Quizás.
De todas maneras, sus respuestas no me satisfacían, pues me parecía que Turia habría sobrevivido aunque la destrucción provocada por las tropas de Kamchak hubiese sido mucho mayor. Sin ir más lejos, por ejemplo, podían haber abierto una única puerta para permitir que sólo se fueran unos cientos, y no los miles que seguían abandonando la ciudad.
—¿Y eso es todo? —pregunté—. ¿Es ésta la única razón por la que tantos turianos viven ahora fuera de la ciudad?
Me miró sin que su rostro reflejara ninguna expresión en particular y dijo:
—Comandante, debes tener alguna misión que llevar a cabo por ahí, ¿no es así?
Asentí bruscamente, di media vuelta y abandoné la estancia. Hacía ya mucho tiempo que había aprendido a no presionar al guerrero tuchuk cuando no manifestaba ganas de hablar. Pero mientras caminaba pensaba en esa clemencia que tanto me extrañaba. Odiaba con todas sus fuerzas a Turia y a los turianos, y en cambio había tratado a los ciudadanos desarmados con exquisita indulgencia; les había permitido conservar la vida y la libertad, aunque convirtiéndolos en un pueblo en éxodo. En todo caso, eso no era poco para el Ubar de los tuchuks, cuando los Pueblos del Carro no eran famosos precisamente por la compasión que les suscitaba el enemigo. La excepción más clara a las medidas de clemencia de Kamchak la constituían las más bellas mujeres de la ciudad, a las que se las trataba según la tradición goreana, como parte del botín.
Durante los escasos ratos libres de que disponía, me acercaba a los alrededores del recinto de Saphrar. Los tuchuks habían fortificado los edificios que lo bordeaban, e incluso levantaron muros de piedra y madera, en las calles y separaciones que había entre una construcción y otra. De esta manera, la Casa de Saphrar quedó completamente cercada. Yo, por mi parte, había estado adiestrando a unos cuantos centenares de tuchuks en el manejo de la ballesta, pues en ese momento disponíamos de muchas de esas armas. Cada guerrero tenía a su disposición cinco ballestas y cuatro esclavos turianos que les tensaban y cargaban las armas. Les asigné puestos situados sobre los tejados de las casas circundantes al recinto, lo más cerca a las murallas que fuera posible. Aunque la cadencia de tiro de la ballesta era mucho menor que la del arco tuchuk, tenía un alcance muchísimo mayor. Con las ballestas en nuestras manos no iba a resultar tan fácil entrar y salir del recinto a lomos de un tarn; como se habrá supuesto ya, este último era mi principal objetivo al adiestrar a todos esos hombres. De hecho, me alegré mucho el primer día que mis ballesteros novatos derribaron a cuatro tarns que intentaban entrar en el recinto; naturalmente, muchos otros escaparon a sus flechas, pero no importaba. Si hubiésemos podido disparar desde otras posiciones, como por ejemplo desde la muralla, habríamos cerrado a todos los efectos el acceso o salida al recinto por el aire. Naturalmente, temía que esta mejora de nuestro armamento indujera a Saphrar a partir lo antes posible, pero al final no fue así. Y era normal, porque probablemente sólo se dio cuenta de nuestras intenciones al ver caer los cuatro tarns..., y entonces ya era demasiado tarde.
Harold y yo mascábamos un pedazo de carne de bosko asada en un fuego que habíamos encendido sobre el suelo de mármol del palacio de Phanius Turmus. A nuestro lado, las mandíbulas de dos kaiilas crujían mientras daban cuenta de los cadáveres de dos verros.
—La mayoría de la gente ha salido ya de la ciudad —decía Harold.
—Eso es bueno.
—Kamchak no tardará en cerrar las puertas —añadió Harold—, y entonces podremos dedicarnos plenamente a la Casa de Saphrar y al gallinero de Ha-Keel.
Asentí. Ya apenas había resistencia en la ciudad y con las murallas cerradas Kamchak podría llevar a todos sus hombres a la Casa de Saphrar, ese fuerte dentro de otro fuerte, y a la torre de Ha-Keel, para tomar ambas posiciones al asalto, si era necesario. Según nuestros cálculos, Ha-Keel disponía en su torre de más de un millar de tarnsmanes, además de varios guardias turianos. En cuanto a Saphrar, probablemente disponía tras esas vallas de más de tres mil defensores, así como un número semejante de sirvientes y esclavos. Estos últimos debían estarle prestando unos buenos servicios, particularmente en trabajos como reforzar puertas, elevar la altura de ciertos muros, cargar ballestas, reunir las flechas que caían en el interior del recinto... Las esclavas debían cocinar y distribuir la comida y también complacerían en ciertos casos los deseos de algunos guerreros.
Cuando acabé con la carne de bosko me tendí sobre el suelo y me puse un cojín detrás de la cabeza. Quedé mirando el techo abovedado, en el que se distinguían las manchas que nuestra hoguera había producido.
—¿Vas a pasar la noche aquí? —preguntó Harold.
—Supongo que sí.
—¡Pero si hoy llegan varios miles de boskos desde el campamento!
Me volví para mirarle. Sabía que Kamchak había hecho traer en los últimos días a varios centenares de boskos para que pacieran en los alrededores de Turia, y también para que sirvieran de alimento a sus tropas.
—¿Y eso qué tiene que ver con el sitio en el que duerma? —pregunté—. ¿Acaso vas a dormir en el lomo de un bosko para demostrar que eres un buen tuchuk, o algo así?
—Un tuchuk —me dijo con orgullo— puede dormir confortablemente en los cuernos de un bosko, si así se le antoja. Lo que está claro es que sólo a un korobano se le ocurre dormir sobre un suelo de mármol cuando podría hacerlo sobre la piel de un larl en el carro de un comandante.
—No entiendo de qué me hablas.
—¡Pobre korobano! —susurró.
Acto seguido, se levantó, se limpió la quiva en la manga izquierda y se la metió en el cinturón.
—¿Dónde vas? —le pregunté.
—A mi carro —contestó—. Hoy ha llegado con los boskos, y junto con otros más de doscientos carros, entre los que está el tuyo.
—¡Pero si no tengo ningún carro! —dije agarrándome una rodilla para incorporarme.
—¡Claro que tienes uno! ¡Y yo otro!
Le miré con sorna, pensando si no estaba volviendo a ser el Harold bromista de otras veces.
—Hablo en serio —afírmó—. La noche en que los dos nos fuimos del campamento para entrar en Turia, Kamchak ordenó que nos preparasen un carro a cada uno, como recompensa.
Recordaba muy bien aquella noche, nuestra larga travesía a nado por la corriente subterránea, el pozo, nuestra captura, el Estanque Amarillo de Turia, los Jardines del Placer, los tarns..., y nuestra escapada.
—Como es normal, entonces no podían pintar de rojo nuestros carros, ni decorarlos con riquezas procedentes de diversos botines, pues todavía no éramos comandantes.
—Pero, ¿por qué iba a recompensarnos Kamchak?
—Por nuestro coraje.
—¿Sólo por eso? —pregunté con extrañeza.
—¿Y por qué si no?
—Por el éxito. Tú conseguiste lo que querías, hiciste lo que desde un principio pensabas hacer. Yo en cambio, no. Fracasé, pues no pude obtener la esfera dorada.
—Pero la esfera dorada es un objeto inútil. Lo dice Kamchak.
—Lo que ocurre es que no conoce su verdadero valor.
—Sí, quizás —dijo Harold encogiéndose de hombros.
—Por eso te digo que no tuve éxito en mi misión.
—Sí que lo tuviste —insistió Harold.
—¿Por qué lo dices?
—Para un tuchuk, el éxito está en el coraje. Eso es lo importante, el coraje. Incluso cuando se fracasa. El éxito está en el coraje con que se ha actuado.
—Entiendo.
—Creo que no te das cuenta de una cosa.
—¿De qué?
Se mantuvo en silencio durante un momento y dijo:
—Creo que no te das cuenta de que al entrar en Turia, y luego al escapar, y al llegar al campamento a lomos de un tarn, ambos ganamos..., la Cicatriz del Coraje.
Yo también hice una pausa, y luego, mirándole, le dije:
—Pues no veo que te la hayan hecho.
—Habría sido bastante difícil acercarse a las murallas de Turia con una cicatriz como ésta, ¿no te parece?
—¡Y tanto que lo habría sido! —respondí echándome a reír.
—Cuando tenga más tiempo, llamaré a alguien del Clan de los Marcadores para que me hagan esa cicatriz. Estoy seguro de que todavía resultaré más guapo con ella.
Eso me hizo sonreír.
—¿No quieres que llame a alguno para ti? —inquirió Harold.
—No.
—Con esa marca no se fijarían tanto en tu pelo.
—He dicho no, gracias.
—De acuerdo, de acuerdo. Es bien sabido que solamente eres un korobano, y no un tuchuk. Pero tú ya llevas la Cicatriz del Coraje —añadió sobriamente—, y la llevas por lo que hiciste. No todos los hombres que poseen la Cicatriz del Coraje la llevan visiblemente.
Me mantuve callado.
—Bien —dijo Harold—. Estoy cansado. Me voy a mi carro. Tengo allí a una esclava a la que me gustaría poner a trabajar.
—¡Ya es bien extraño que hasta ahora no supiese nada de mi carro! —exclamé entre risas.
—Lo sabrías desde hace tiempo si no hubieses vuelto a Turia a toda prisa cuando los carros se dirigían a Ta-Thassa. Ese día ni siquiera te detuviste en el carro de Kamchak. Si lo hubieses hecho, Aphris o alguna otra persona te lo habría dicho.
—¿Aphris? ¿Encerrada en la jaula de los eslines?
—No, no estaba enjaulada aquella mañana, cuando volvimos a Turia con los tarns.
—¡Vaya! —exclamé—. ¡Me alegra oír eso!
—La bárbara tampoco estaba encerrada.
—¿Qué ha sido de ella?
—Kamchak se la ha dado a algún guerrero.
—¡Ah! —dije, pues no me alegraba en absoluto de oír esa noticia—. ¿Y por qué no me habías dicho nada sobre mi carro hasta ahora?
—No me parecía lo suficiente importante —me respondió.
Le miré frunciendo el entrecejo.
—Claro, lo que ocurre —añadió el tuchuk— es que los korobanos le dan demasiada importancia a estas cosas..., a tener carros y todo eso.
—Harold de los tuchuks —dije sonriendo—, estoy cansado.
—¿No dormirás en tu carro esta noche?
—Creo que no.
—Como quieras, pero te advierto que lo tengo bien provisto de Paga, de vinos de Ka-la-na hechos en Ar y otras cosas por el estilo.
Finalmente decidí que iría al carro. Si dos noches atrás nos habíamos dedicado al Paga, ésa podría consagrarla al vino de Ka-la-na. Me alegraba saber que encontraría alguna botella en el carro.
—Te lo agradezco mucho —le dije a Harold dedicándole una amplia sonrisa.
—Sin mí, nunca encontrarás tu carro, y te advierto que no voy a perder más el tiempo aquí.
—¡Espera! —grité.
Su kaiila salió disparada de la estancia, saltó por encima de la alfombra de la habitación contigua y se lanzó a toda carrera por el pasillo que conducía a la entrada principal.
Lancé una maldición entre dientes y desaté a mi kaiila de la columna en la que había anudado sus riendas. Inmediatamente, salté sobre la silla e hice correr al animal tras Harold. No deseaba perder de vista a ese tuchuk en alguna calle de Turia o entre los oscuros carros que había al otro lado de las murallas. En tal caso, me vería obligado a ir llamando de carro en carro para averiguar cuál era el mío. Así que salté sobre las escalinatas del jardín, y luego pasé la parte interior y exterior a toda prisa para salir a la calle, dejando atrás a los sorprendidos guardianes, que intentaban saludarme de acuerdo con mi rango.
Unos cuantos metros después de la entrada hice que mi kaiila se detuviera, y el animal me obedeció levantándose sobre las patas delanteras y dando zarpazos al aire. Harold se encontraba allí, sentado con toda tranquilidad a lomos de su kaiila. En su cara pude ver una expresión de reproche.
—Tantas prisas —dijo— no son demasiado dignas de un comandante de millar.
—De acuerdo.
Y así empezamos a avanzar a un paso mucho más tranquilo, en dirección a la puerta principal de Turia.
—Temía que me fuese imposible encontrar el carro si no me mostrabas dónde estaba.
—Pero es el carro de un comandante, y cualquiera habría podido decirte dónde estaba —dijo Harold con aspecto de no poder creer lo que oía.
—No había pensado en eso.
—No me sorprende que no lo hicieras. Está claro que sólo eres un korobano.
—Hace mucho tiempo, no sé si lo recordarás, os hicimos volver sobre vuestros pasos.
—Cuando eso ocurrió —dijo Harold—, yo no estaba allí.
—Eso es cierto —admití.
Seguimos cabalgando durante un rato.
—Si no fuera porque tengo en cuenta tu dignidad —dije desafiante—, arreglaría todas estas apreciaciones haciendo una carrera contigo hasta la puerta principal.
—¡Cuidado! ¡Ahí, a tu lado! —gritó Harold en ese momento.
Tiré de las riendas de mi kaiila y desenvainé mi espada. Miré a mi alrededor, inquieto, fijándome en los umbrales, en los tejados y en las ventanas de los edificios que tenía a mi alrededor.
—¿Qué? ¿Qué ocurre?
—¡Ahí! ¡Ahí! —gritó Harold—. ¡A tu derecha!
Miré a mi derecha, pero no podía ver más que el muro de un edificio de ladrillo.
—¿Qué es lo que ves? —pregunté gritando.
—Lo que veo —repuso muy tajante—, ¡es el muro de un edificio de ladrillo!
Me volví para mirarle.
—Acepto tu desafío —gritó, azuzando a su kaiila para que corriera hacia la puerta principal.
Cuando conseguí que mi montura diese la media vuelta y corriera en la misma dirección que la de Harold, ésta ya se encontraba a casi un cuarto de pasang calle abajo, y saltaba por encima de vigas caídas y otros escombros, algunos de los cuales todavía humeaban. Al llegar a la puerta principal le alcancé, y pasamos emparejados por debajo de su arco. Una vez en el otro lado, hicimos que nuestras monturas redujeran el paso para que avanzaran de manera más decorosa y adecuada al rango que ostentábamos.
Cabalgamos un rato entre los carros, y en un momento dado Harold señaló uno y dijo:
—Ése es el tuyo. El mío queda cerca.
Era un amplio carro, arrastrado por ocho boskos negros. En el exterior se mantenían firmes dos guardias tuchuks. Al lado había un mástil fijado en el suelo, del que colgaba el estandarte de los cuatro cuernos de bosko. Habían pintado el mástil de color rojo, el color de los comandantes. Por debajo de la puerta podía ver que había luz en su interior.
—Te deseo lo mejor —me dijo Harold.
—Yo también te deseo lo mejor.
Los dos guardias tuchuks nos saludaron con los tres golpes de lanza en sus escudos.
Respondimos a su saludo levantando la mano derecha con la palma vuelta hacia dentro.
—Tu kaiila es muy rápida —dijo Harold.
—Lo que cuenta no es la kaiila, sino el jinete.
—Sea como sea, te he ganado; por poco, pero te he ganado.
—¿Ah sí? —dije con expresión de asombro—. Yo creía que te había ganado.
—¿De verdad lo crees?
—Sí. Y tú, ¿cómo sabes que no te he ganado?
—Bueno... En realidad, no lo sé, pero me parece poco probable que ganases tú, eso es todo.
—Ah, ya veo.
—En realidad —reconoció Harold—, no estoy demasiado seguro.
—Ni yo tampoco —admití—. Probablemente hayamos empatado.
—Sí, quizás sí, por muy increíble que parezca —dijo Harold—. Oye, ¿te parece bien que desempatemos adivinando las semillas de un tóspit? ¿Qué eliges? ¿Par o impar?
—No, no me parece bien.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo sonriendo. Luego levantó la mano derecha e hizo el saludo goreano antes de decir—: Hasta mañana.
—Sí, hasta mañana —dije devolviendo el saludo.
Contemplé cómo Harold cabalgaba hacia su carro lentamente mientras silbaba una tonadilla tuchuk. Suponía que Hereena le estaría esperando. Lo más probable era que la muchacha llevase ya el collar turiano y que estuviese encadenada a la anilla de esclava.
Sabía que al día siguiente daría comienzo el asalto a la Casa de Saphrar y a la torre de Ha-Keel. Uno de nosotros, o ambos, podía morir en esa ocasión.
Me di cuenta de que los boskos estaban limpios y cuidados, con el pelaje y los cuernos y pezuñas pulidos.
Me sentía muy cansado, así que entregué mi kaiila a uno de los guardias y empecé a subir los escalones de mi carro.