14. Tarnsmanes

Kamchak y yo nos precipitamos al exterior del carro de esclavos. En la oscuridad los hombres se apresuraban. Algunos llevaban antorchas, y otros ya habían montado en sus kaiilas. Las linternas de la guerra, verdes, azules y amarillas, ya estaban encendidas sobre sus varas; era la señal convenida para la reunión inmediata de los Orlus, las centenas, y de los Oralus, los millares. Cada guerrero de los Pueblos del Carro, y eso incluye a todos los hombres no incapacitados, es miembro de un Or, o de una decena; cada decena está incluida en un Orlu, o centena, que a su vez forma parte de un Oralu, o millar. Aquellos que no conocen a los Pueblos del Carro, o que solamente han oído hablar de sus rápidos ataques, tienden a pensar que o bien son unos fanáticos de la organización, o bien solamente unas hordas salvajes de guerreros desaprensivos. Pues bien: ninguno de los dos extremos es cierto. Cada hombre conoce su lugar en su decena, y la de su decena en su centena, y la de su centena en su millar. Durante el día, los cuernos de bosko y los movimientos de los estandartes dirigen las maniobras de esas unidades. Por la noche se hace por medio de linternas de guerra colgadas sobre altas varas que portan algunos jinetes.

Kamchak y yo montamos sobre las kaiilas que habíamos tomado prestadas y nos dirigimos tan rápidamente como nos fue posible, a través de aquella multitud enloquecida, hacia nuestro carro.

Cuando suenan los cuernos de bosko, las mujeres apagan los fuegos y preparan las armas de los hombres, concretamente los arcos y las flechas y también las lanzas. Las quivas se hallan siempre dispuestas sobre las sillas de montar. Los boskos son atados y los esclavos, que podrían aprovechar la confusión para escapar, encadenados.

Después de todo esto, las mujeres suben a lo alto de los carros y escudriñan desde la distancia las linternas de guerra, que pueden leer con la misma facilidad que un hombre, para comprobar si deben mover el carro y en qué dirección.

Oí el llanto de una criatura a la que metían en el interior de un carro. Kamchak y yo no tardamos en llegar al nuestro. Aphris había tenido la precaución de enganchar a los boskos. Kamchak apagó el fuego del exterior a patadas.

—¿Qué ocurre? —preguntó gritando la turiana.

Sin responder, y sin ningún tipo de contemplaciones, Kamchak la agarró por el brazo y la arrastró hacia la jaula de eslín en la que Elizabeth, de rodillas y asustada, estaba encerrada. El guerrero abrió la puerta con su llave y lanzó al interior de la jaula a Aphris. Era una esclava, y por lo tanto había que aprisionarla, para evitar así que se hiciera con un arma o que intentase luchar o prender fuego a los carros.

—¡No, por favor! —grito Aphris, sacando las manos por entre los barrotes.

Pero Kamchak ya había cerrado la puerta y echado el cerrojo.

—¡Amo! —gritaba Aphris.

Yo sabía que para ella era mejor que la encerraran en la jaula; si se hubiese quedado encadenada en el carro, o incluso en la rueda, habría corrido un gran peligro, pues los turianos, acostumbran a incendiar los carros en sus ataques.

Kamchak me dio una lanza, un carcaj con cuarenta flechas y un arco. La kaiila que montaba ya tenía en su silla las quivas, la correa y la boleadora. Acto seguido, saltando desde el último peldaño del carro a la grupa de su montura, se lanzó a galope tendido hacia el lugar de donde procedía la llamada de los cuernos.

Podía oír a Aphris, que continuaba llamando a su amo.

En tan sólo unos cuantos ihns, nos encontramos en el interior de la multitud que se apresuraba hacia sus puestos. Más adelante, los Oralus, los millares, ya estaban en formación, en un frente que se prolongaba a lo largo de varios pasangs. Las largas filas de jinetes, con pocos claros ya entre sus líneas, esperaban con las lanzas enhiestas y los ojos fijos en las linternas de guerra.

Kamchak seguía cabalgando, y para mi sorpresa veía que no se dirigía a ningún Or en concreto, ni a ningún Orlu, ni a ningún Oralu, sino que avanzaba por entre las filas de jinetes hasta que por fin alcanzó el centro del frente, en donde unos cinco o diez guerreros montados en sus kaiilas le esperaban. Conferenciaron rápidamente, y al fin Kamchak levantó el brazo, con lo que se encendieron las linternas de guerra rojas y fueron izadas con cuerdas a lo alto de las varas. No daba crédito a mis ojos: en las enormes y compactas manadas de boskos que teníamos ante nosotros se abrieron instantáneamente unos pasillos. Quienes hacían maniobrar de esta manera a los animales eran los pastores y sus eslines. Así surgieron largos pasillos herbosos franqueados por las moles peludas de los boskos. Inmediatamente, obedeciendo a las linternas de guerra, las filas de jinetes se precipitaron por ellos, formando columnas que se desplazaban con increíble rapidez y precisión, como ríos entre los animales.

Cabalgaba junto a Kamchak, y en un momento habíamos dejado atrás las manadas que mugían, sorprendidas. En aquel momento surgíamos en las llanuras iluminadas por las lunas goreanas. Vimos los cadáveres de unos cuantos centenares de boskos, y a unos doscientos metros de ellos a unos mil guerreros que se alejaban montados en sus tharlariones.

Kamchak, en lugar de perseguirlos, detuvo su montura. Las kaiilas de los guerreros tuchuks que iban tras él horadaron la tierra al detenerse. Una linterna amarilla se había levantado a media vara, bajo las dos luces rojas.

—¡Persigámosles! —grité.

—¡Espera! —me dijo Kamchak—. ¡Somos unos estúpidos! ¡Unos estúpidos!

Tiré de las riendas de mi kaiila para mantenerla quieta.

—¡Escuchad! —gritó Kamchak, desesperado.

En la distancia distinguimos un sonido parecido a un retumbar de alas, y luego, bajo las tres lunas de Gor, nos dimos cuenta de que sobre nuestras cabezas pasaban los tarnsmanes a gran velocidad, en dirección al campamento. Debían ser entre ochocientos y mil, y se podían oír las notas del tambor de tarn que dirigían el vuelo de la formación.

—¡Sí! —gritaba Kamchak—. ¡Somos unos estúpidos!

Un momento después corríamos entre las filas de jinetes en dirección opuesta a la inicial, de vuelta al campamento. Una vez pasamos el grueso de toda la formación, esos millares de guerreros, que hasta ese momento habían permanecido inmóviles, dieron simplemente media vuelta y nos siguieron. Los últimos habían pasado a ser los primeros para simplificar la maniobra.

—¡Cada uno a su carro, y a combatir! —gritó Kamchak.

Sobre las varas se izaron dos linternas amarillas y una roja.

Estaba sinceramente sorprendido por la aparición de los tarnsmanes en las llanuras del sur. Por lo que sabía, las caballerías de tarn más cercanas se encontraban en la lejana Ar.

Era muy poco probable que la gran ciudad de Ar estuviese en guerra con los tuchuks del sur.

Así que esos guerreros... ¡Debían ser mercenarios!

Kamchak no volvió a su carro, sino que se dirigió, seguido por un centenar de hombres, hacia la elevación de terreno en la que se erguía el estandarte de los cuatro cuernos de bosko, y en la que se encontraba también el enorme carro de Kutaituchik, el Ubar de los tuchuks.

Entre los carros, los tarnsmanes solamente habrían encontrado a esclavos, mujeres y niños, y no parecía ser ése su objetivo, pues no habían incendiado ni saqueado ninguna vivienda tuchuk.

Oímos una nueva tempestad de alas, y al mirar al cielo vimos que los tarnsmanes atacaban. Sus animales gritaban, y el tambor no dejaba de sonar.

Unas cuantas flechas lanzadas por los guerreros que nos seguían se levantaron débilmente intentando alcanzarlos, pero volvieron a caer entre los carros.

Las pieles de bosko pintadas que habían cubierto la estructura abovedada del enorme carro de Kutaituchik colgaban rotas de los postes de tem. Donde no las habían desgarrado por completo, podían apreciarse huellas semejantes a las que dejaría un cuchillo que las hubiese atravesado una y otra vez, sin dejar apenas un espacio indemne.

Habían matado a unos quince o veinte guardianes mayormente por flechas. Yacían abatidos aquí y allá, algunos sobre la tarima cercana al carro. En uno de los cuerpos vi clavadas seis flechas.

Kamchak descendió de su montura y tomando una antorcha saltó los escalones del carro y entró.

Le seguí, pero luego tuve que detenerme, impresionado por lo que veía. Habían disparado literalmente millares de flechas que traspasaron las pieles del carro. No podía uno caminar sin quebrarlas. Cerca del centro, solo, con la cabeza inclinada hacia delante, sobre el manto de bosko gris, con el cuerpo atravesado por unas quince o veinte flechas, estaba sentado Kutaituchik. Junto a su rodilla derecha se hallaba la caja de kanda. Miré en torno, y me di cuenta de que ese carro había sido saqueado. Por lo que sabía en aquel momento, era el único en el que eso había ocurrido.

Kamchak estaba sentado con las piernas cruzadas frente al cuerpo de Kutaituchik y ocultaba la cara entre las manos.

Procuré no molestarle.

Algunos guerreros entraron en el carro, detrás de nosotros, pero no demasiados, y todos permanecieron en el fondo, discretamente.

—Los boskos estaban tan bien como puede esperarse en estas circunstancias —decía Kamchak lastimeramente—, y en cuanto a las quivas, procuraré mantenerlas afiladas. También velaré para que engrasen los ejes de los carros.

Después de entonar este lamento, Kamchak inclinó la cabeza y lloró meciendo el cuerpo adelante y atrás.

Aparte de su llanto, en el interior de esa tienda saqueada solamente se oía el crepitar de la antorcha. Por todas partes había cajas abiertas, joyas esparcidas, telas y tapices desgarrados, y las flechas habían atravesado alfombras y maderas pulidas. No veía la esfera dorada por ninguna parte. Si antes había estado allí, se la habrían llevado.

Kamchak se levantó al fin, se dio la vuelta para mirarme y me dijo, todavía con lágrimas en los ojos:

—Había sido un gran guerrero.

Asentí en silencio.

Kamchak miró a su alrededor, tomó una de las flechas y la rompió con toda la furia.

—¡Los turianos son los responsables de lo ocurrido!

—¿Crees que ha sido Saphrar? —pregunté.

—Estoy seguro. ¿Quién, si no, puede permitirse alquilar los servicios de los tarnsmanes? ¿Quién podía haber organizado esta maniobra de distracción que nos ha llevado como estúpidos más allá de la muralla de boskos?

Permanecí callado.

—Lo que Saphrar buscaba —dijo Kamchak— era la esfera dorada.

Continué sin decir nada.

—Como tú, Tarl Cabot.

Le miré sorprendido.

—¿Qué otra razón te podía haber traído a los Pueblos del Carro?

Esperé para responderle, pues no podía decirle toda la verdad. Finalmente dije:

—Sí, lo que dices es cierto. Deseo obtener esa esfera, pero no es para mí, sino para los Reyes Sacerdotes. Para ellos es muy importante.

—Ese objeto no tiene ninguna utilidad.

—Para los Reyes Sacerdotes sí la tiene.

—No, Tarl Cabot —dijo Kamchak sacudiendo la cabeza—. La esfera dorada es un objeto sin ninguna utilidad.

El guerrero tuchuk volvió a mirar a su alrededor, con gran tristeza, y posó los ojos en la figura sin vida de Kutaituchik.

De pronto, los ojos de mi amigo parecieron llenarse de lágrimas, y apretó los puños.

—¡Era un gran hombre! —gritó—. ¡Había sido un gran hombre!

Asentí, aunque en mis recuerdos tan sólo estaba presente la somnolienta figura de Kutaituchik, la imagen de ese hombre corpulento sentado en su manto y con la mirada ausente.

En un rápido y sorprendente movimiento, Kamchak agarró la caja dorada de kanda y con un grito de rabia la lanzó lo más lejos posible.

—Ahora —dije quedamente—, tendrá que haber un nuevo Ubar de los tuchuks.

Kamchak se volvió para mirarme.

—No.

—Pero Kutaituchik ha muerto...

—Kutaituchik —me dijo sin alterarse— no era el Ubar de los tuchuks.

—No te entiendo. ¿Qué estás diciendo?

—Se le llamaba Ubar de los tuchuks, pero no era nuestro Ubar.

—Pero, ¿cómo es posible esto?

—Nosotros, los tuchuks, no somos tan estúpidos como creen los turianos. Kutaituchik ocupaba el Carro del Ubar a la espera de una noche como ésta, solamente por esta razón.

No acababa de entender lo que me estaba explicando.

—Él lo quiso así, y no atendía a razones —dijo Kamchak pasándose la mano por el rostro—. Decía que ahora únicamente servía para eso.

Era una estrategia brillante.

—Así pues, el auténtico Ubar de los tuchuks no ha muerto, ¿no es así?

—Exactamente —dijo Kamchak.

—¿Y quiénes conocen el nombre del auténtico Ubar?

—Los guerreros, solamente ellos.

—¿Quién es el Ubar de los tuchuks? —pregunté.

—Yo —me respondió Kamchak.

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