4. Las consecuencias de la señal de la lanza

El guerrero tuchuk levantó la lanza en señal de triunfo, y en un mismo movimiento deslizó la mano hasta el nudo de retención y clavó sus botas espoladas en los flancos sedosos de su montura. La kaiila corría hacia mí en un abrir y cerrar de ojos, y el guerrero, fundiéndose con ella, se inclinaba en su silla, con la lanza ligeramente inclinada, cargando contra mí.

El material flexible y fino de la lanza desgarró mi escudo goreano de siete capas, y al chocar con el canto de latón provocó una chispa. El jinete había arremetido directamente contra mi cabeza.

Yo no le había tirado mi lanza.

No quería matar a ese tuchuk.

A pesar de la intempestuosidad de su carga, animal y jinete no se alejaron más de cuatro pasos de mí. Parecía que la kaiila apenas me había sobrepasado, cuando vi que volvía a cargar, esta vez a rienda suelta, para que pudiese destrozarme con sus colmillos.

Me defendí con la lanza, intentando hacer retroceder las terribles mandíbulas del animal. La kaiila atacaba, retrocedía y volvía a atacar. Al mismo tiempo, el tuchuk me golpeaba con su lanza. La punta me alcanzó en cuatro ocasiones y en cuatro ocasiones brotó mi sangre, pero el jinete no podía contar con la fuerza adicional del movimiento de la kaiila, y valiéndose sólo del brazo apenas podía alcanzarme. Finalmente, el animal agarró entre sus fauces el escudo con el que me protegía, y retrocedió. No pude desprenderme de las correas que me unían al escudo, así que cuando la kaiila lo levantó, me levantó a mí con él, lanzándome por los aires. Caí sobre la hierba a una docena de metros, y pude ver cómo el animal mordía mi escudo entre bramidos para luego sacudirlo y lanzarlo lejos.

Yo también me sacudí, procurando despabilarme después de la caída.

Había perdido el casco que colgaba de mi hombro, pero conservaba la espada. Empuñé la lanza.

Me levanté. Estaba sobre la hierba, acorralado. Respiraba con fuerza, y mi cuerpo estaba cubierto de sangre.

El tuchuk se echó a reír estentóreamente.

Preparé la lanza.

La kaiila empezó a girar alrededor de mí cautelosamente, de manera casi humana, vigilando mi lanza. De vez en cuando se adelantaba, hacía amagos, para después retroceder. Era evidente que quería provocarme, que intentaba atraer mi lanza.

Más tarde aprendería que adiestran a las kaiilas para que eviten las lanzas que les arrojan. Es una instrucción que empieza con bastones embotados y que va progresando hasta llegar a las armas auténticas, provistas de sus puntas. Los animales no reciben alimento alguno hasta que demuestran su destreza. Las mismas lanzas son el arma empleada para acabar con aquellos animales que no aprenden a evitarlas. De todos modos, estaba seguro de que podía acabar con aquella kaiila en una lucha a corta distancia. Por rápido que pueda ser este animal, no había duda alguna de que yo era más rápido. Los guerreros goreanos cazan hombres y larls con sus lanzas. Pero yo no tenía ninguna intención de matar a la kaiila, ni tampoco a su jinete.

Para sorpresa del tuchuk y de los demás, que no perdían detalle del enfrentamiento, tiré a un lado mi arma.

El tuchuk, como sus compañeros, se quedó quieto sobre la silla. Después cogió su lanza y golpeó con ella su escudo. Era su manera de reconocer mi acto. Los demás, incluso el paravaci de blanca capa, le imitaron.

Después, el tuchuk clavó su propia lanza en la tierra y colgó su pequeño escudo brillante de ella.

Vi que cogía una de las quivas y que desataba la boleadora de tres pesos que colgaba a un lado de la silla.

Lentamente, al mismo tiempo que entonaba un canto de guerra tuchuk de guturales sonidos, empezó a dar vueltas a la boleadora. Es un arma que consiste en tres correas de cuero, cada una de aproximadamente un metro y medio de largo, atadas en uno de sus extremos a sendos sacos de cuero. Cada uno de estos sacos lleva cosida dentro una pesada bola metálica. Es un arma destinada probablemente a cazar tumits, un ave carnívora de las llanuras enorme e incapaz de volar, pero su uso se ha extendido entre los Pueblos del Carro a las artes de la guerra. Esas correas, lanzadas a baja altura pueden hacer imposible la huida: con su giro de aproximadamente tres metros se enredan alrededor de la víctima en círculos tan apretados que pueden llegar a romperle las piernas. A veces resulta difícil desatar las correas, de tanto que se enredan. Si se lanza a mayor altura, la boleadora goreana puede bloquear por completo los brazos de un hombre; si va dirigida al cuello puede estrangularle; y si va dirigida a la cabeza, el lanzamiento más difícil de realizar, puede estrujarle el cráneo. Normalmente, el tirador inmoviliza desde la montura a la víctima, para luego bajar y cortarle el cuello.

No me había enfrentado nunca a un arma de este tipo, y poco sabía cómo hacerlo.

El tuchuk parecía conocer muy bien su manejo. Apenas podían distinguirse los tres pesos, tal era la velocidad a la que los hacía girar. El canto se interrumpió. Su mano izquierda sujetaba las riendas, y la hoja del cuchillo brillaba entre sus dientes. La boleadora seguía describiendo frenéticos círculos alrededor de su mano alzada. De pronto gritó, y le dio el impulso final al arma.

Pretende matarme, pensé; los guerreros de los demás pueblos le están contemplando. Un tiro bajo sería más seguro, pero si lograra alcanzarme la cabeza o el cuello sería una mejor demostración de sus cualidades. ¿Cuán vanidoso es? ¿Cuán hábil?

Sería vanidoso y hábil al mismo tiempo, porque era un tuchuk.

La boleadora venía dirigida a mi cabeza, y en lugar de agacharme o de tirarme al suelo detuve sus horribles giros levantando mi espada korobana corta. Al encontrarse con las correas de ese peso volante, el filo de mi arma se abrió camino y cortó dos de ellas. Era normal, si tenemos en cuenta que también habría cortado un pedazo de seda que le hubiese caído encima. Las dos correas salieron despedidas, y los tres pesos, junto con la tercera correa salieron rebotados hacia la hierba. El tuchuk, que rápidamente se dio cuenta de lo que había ocurrido, saltó de la kaiila con la quiva en la mano. Inesperadamente se encontraba frente a un guerrero de Ko-ro-ba que le esperaba a pie firme, empuñando una espada.

La quiva había vuelto a su mano pero tan rápidamente que cuando me di cuenta ya había echado el brazo hacia atrás para lanzar el arma.

Voló hacia mí a una increíble velocidad a través de la escasa distancia que nos separaba. No podía evitarla, sino solamente detenerla, y eso hice con mi espada korobana. Un tañido y un súbito destello del acero señalaron que había detenido la trayectoria de la quiva hacia mi pecho.

El tuchuk se quedó quieto, perplejo, sobre la hierba, sobre la tierra temblorosa de las llanuras polvorientas.

Podía oír a los otros tres guerreros de los Pueblos del Carro, al kataii, al kassar, al paravaci. Todos golpeaban sus escudos con las lanzas.

—Bien hecho —dijo el kassar.

El tuchuk se sacó el casco y lo lanzó a un lado. Abrió de una sacudida la chaqueta que le cubría, así como el jubón de cuero, dejando al descubierto su pecho. Miró a su alrededor, hacia las manadas de boskos, y levantó la vista para ver el cielo una vez más.

Su kaiila permanecía alejada, nerviosa y confundida, con las riendas caídas sobre su cuello.

El tuchuk me miraba. Sonreía con una mueca. No esperaba que sus compañeros le ayudaran, y en verdad no iban a hacerlo. Estudié su cara de rasgos duros, con esas terribles marcas que de alguna manera la ennoblecían, y con esos ojos negros de rasgos parecidos a los pueblos mongoles.

—Si —me dijo sin borrar la sonrisa—, bien hecho.

Me dirigí hacia él y apoyé la punta de mi espada goreana corta sobre su corazón.

No se echó atrás.

—Soy Tarl Cabot —dije—. Vengo en son de paz.

Acto seguido, enfundé de nuevo mi espada.

Por un momento parecía que el tuchuk se había quedado demasiado sorprendido para reaccionar. Me miró sin dar crédito a sus ojos y después, súbitamente, echó atrás la cabeza y empezó a soltar risotadas hasta que le corrieron las lágrimas por la cara. Se dobló hacia delante y se golpeó las rodillas con los puños. Finalmente se incorporó y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

Yo me encogí de hombros.

De pronto, el tuchuk se agachó para recoger un puñado de tierra y hierba, de la hierba que le sirve de alimento al bosko, de la tierra que es la Tierra de los Tuchuks. Puso esa tierra y esa hierba entre mis manos, y yo acepté su ofrenda.

El guerrero me sonrió y puso su mano sobre las mías. Nuestras manos cobijaban en su unión un puñado de tierra y de hierba.

—Sí —dijo el guerrero—. Bienvenido seas a la Tierra de los Pueblos del Carro.

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