El carro de Kutaituchik, llamado el Ubar de los tuchuks, se levantaba en una colina de amplia y llana cima que dominaba todas las tierras colindantes.
Al lado del carro, en un gran mástil clavado en el suelo, se levantaba el estandarte de los cuatro cuernos de bosko, el estandarte de los tuchuks.
El centenar de animales que tiraban de ese carro se hallaba desuncido. Eran boskos enormes, rojos. Les habían pulido los cuernos, y sus pieles brillaban después de haber sido peinadas y ungidas. Las anillas de sus morros estaban montadas con piedras preciosas, y lo mismo ocurría con los collares que colgaban de sus pulidas cornamentas.
El carro era el mayor del campamento, y también el mayor carro que yo podía haberme imaginado. En realidad se trataba de una amplia plataforma montada sobre numerosas estructuras provistas de ruedas. Aunque a cada lado de dicha plataforma había una docena de grandes ruedas semejantes a las que sustentaban a los demás carros, era fácil comprender que no podían ser las únicas que soportaban el peso de ese fantástico e increíble palacio rodante.
Las pieles que formaban esa cúpula eran de mil colores, y el orificio por el que se escapaban los humos se abría en su cumbre a unos treinta metros de altura sobre la superficie de tan vasta plataforma. Pude suponer la cantidad de riquezas, botines y artículos de todas clases que debían brillar en el interior de la magnífica morada.
Pero no entré en el carro, pues Kutaituchik reunía a su corte en el exterior, al aire libre. Habían montado una tarima que se alzaba a un palmo del suelo en aquella planicie elevada y cubierta de hierba. Sobre dicha tarima habían dispuesto docenas de gruesas alfombras; en según qué lugares había hasta cinco alfombras, una encima de otra.
Muchos tuchuks, y también hombres de procedencias diversas, se hallaban reunidos sobre la tarima. En pie, rodeando a Kutaituchik, vi a varios hombres de quienes se podía decir, a juzgar por su posición cercana al Ubar y por sus atavíos, que eran personajes de gran importancia.
Entre ellos, como he dicho, estaba Kutaituchik, el llamado Ubar de los tuchuks, sentado con las piernas cruzadas.
En torno al líder se amontonaban los objetos preciosos; había vasijas de metales valiosos, cadenas y joyas; había sedas de Tyros, plata de Thentis y Tharna, tapicerías de los talleres de Ar; había vinos de Cos, y dátiles de la ciudad de Tor. Y, como si de un tesoro más se tratara, también pude ver a dos muchachas rubias y de ojos azules, desnudas y encadenadas; probablemente se las habían ofrecido a Kutaituchik como un regalo, o quizás también fuesen las hermanas de algún enemigo. Sí, podían provenir de cualquier ciudad. Ambas eran bellas. Una se había sentado con las rodillas dobladas bajo su barbilla y las manos rodeándole los tobillos; parecía contemplar con aire ausente las joyas que se apilaban alrededor de sus pies. La otra se hallaba estirada indolentemente sobre un costado y nos miraba con expresión aburrida, apoyada sobre un codo; su boca estaba manchada por el jugo amarillo de alguna fruta. Las dos muchachas llevaban el Sirik, una cadena ligera muy usada por los amos goreanos. Consiste en un collar de tipo turiano, es decir, un círculo de acero que queda muy holgado en el cuello, al que se le ata una cadena ligera y brillante. Cuando la chica está de pie, la cadena que cuelga del collar llega hasta el suelo, pues sobrepasa los tobillos en unos veinticinco o treinta centímetros. A esta cadena se le atan un par de brazaletes de esclava, en la caída natural de las muñecas. El extremo de la cadena se une a un par de ajorcas que a su vez están atadas entre sí y que cuando se cierran alrededor de los tobillos elevan del suelo los eslabones sobrantes. El Sirik es un artículo diseñado para realzar la belleza de quien la luce. Quizá deba añadir que los brazaletes y las ajorcas de la esclava pueden separarse de la cadena para usarlos independientemente y esto permite utilizar el Sirik como una correa de esclava.
Kamchak y yo nos detuvimos al borde de la tarima. Allí, unos esclavos turianos ataviados con sus Kes, probablemente antiguos oficiales de las ciudades, nos lavaron cuidadosamente los pies.
Subimos a la tarima y nos acercamos a la figura que se hallaba sentada sobre ella, como en actitud somnolienta.
Aunque la tarima resplandecía, y aunque las alfombras eran lujosísimas, vi que Kutaituchik estaba sentado sobre una simple, gastada y andrajosa piel de bosko gris. Ése era su sencillo asiento. Con seguridad se trataba del manto al que había aludido Kamchak, el manto sobre el que se sienta el Ubar de los tuchuks, el manto que constituye su trono.
Kutaituchik levantó la cabeza y nos miró; sus ojos parecían adormecidos. Era completamente calvo, a excepción de una trenza negra que emergía por la parte posterior de su cráneo afeitado. Era un hombre de anchos hombros y pequeñas piernas. En sus ojos también se hacía notar el pliegue epicántico, y su piel era de un moreno matizado de amarillos. Iba desnudo de cintura para arriba, pero se cubría los hombros con una capa de bosko rojo ricamente ornamentada con joyas. Una cadena decorada con dientes de eslín le rodeaba el cuello; de ella colgaba un medallón de oro con el signo de los cuatro cuernos de bosko. Sus botas estaban hechas con pieles, y llevaba unos amplios pantalones de cuero sujetos por una faja roja, bajo la que había deslizado una quiva. A sus espaldas había un látigo de bosko plegado que quizás simbolizaba el poder. Con aire ausente, Kutaituchik alcanzó una pequeña caja dorada colocada cerca de su rodilla derecha y sacó una cuerda de hoja de kanda enrollada.
Las raíces de la kanda, planta que crece abundantemente en las regiones desérticas de Gor, son extremadamente tóxicas, pero curiosamente muchos goreanos gustan de chupar o mascar sus hojas enrolladas, que son relativamente inocuas. Eso ocurre sobre todo en el hemisferio sur, en donde tales hojas abundan más.
Kutaituchik, sin dejar de mirarnos, se puso un extremo de la cuerda de kanda verde en el lado izquierdo de la boca y empezó a chupar, muy despacio. No dijo nada, como tampoco lo hizo Kamchak, quien simplemente se había sentado cerca del Ubar, con las piernas cruzadas. Yo era consciente de que éramos las tres únicas personas sentadas sobre la tarima. Me había encantado no verme obligado a inclinarme ni a postrarme ante la augusta presencia del eminente Kutaituchik. Estaba seguro de que antes, en su juventud, el Ubar había sido un jinete de la kaiila, y que debió de mostrarse hábil en el manejo del arco, de la lanza y de la quiva. Un hombre así no necesitaba ceremoniales. Alguna vez habría cabalgado más de seiscientos pasangs en un día, y se habría alimentado de un sorbo de agua y un puñado de carne de bosko puesta entre su silla y la kaiila para mantenerla blanda y caliente. Sí, pocos habría tan rápidos con la quiva y tan finos con la lanza como Kutaituchik, porque él había conocido las guerras y los inviernos de la llanura, y se había enfrentado a los animales y a los hombres, y sobrevivido. Un hombre así podía prescindir de los ceremoniales. Me daba cuenta de ello: Kutaituchik, el llamado Ubar de los tuchuks, había sido un hombre así.
Pero a la vez, experimenté una sensación de tristeza al observarle detalladamente, pues vi que para ese hombre ya no habría más sillas de kaiila, ni más vueltas de las boleadoras, ni más cacerías, ni más guerras. Ahora, en el lado derecho de su boca empezaba a emerger lentamente, centímetro a centímetro, la cuerda mascada de kanda, convertida en una hebra húmeda y oscura. Sus ojos marchitos, helados, nos seguían mirando. Para él se habían acabado las rápidas carreras a través de la fría pradera, y los encuentros de los guerreros, e incluso las danzas ofrecidas al cielo alrededor de una hoguera de excremento de bosko.
Kamchak y yo esperamos hasta que acabó de mascar la cuerda.
Cuando así ocurrió, Kutaituchik levantó su mano derecha y un hombre, que no era tuchuk y vestía las ropas verdes de la Casta de los Médicos, le trajo un vaso de cuerno de bosko que contenía cierto líquido amarillo. Sin ocultar su disgusto, el Ubar bebió el líquido y luego lanzó el vaso hacia atrás.
Sacudió la cabeza y miró a Kamchak, sonriéndole como hacen los tuchuks.
—¿Cómo están los boskos? —le preguntó.
—Tan bien como puede esperarse —respondió Kamchak.
—¿Están afiladas las quivas?
—Así procuro mantenerlas.
—Es muy importante que los ejes de los carros estén engrasados —observó Kutaituchik.
—Sí, yo también lo creo así.
De pronto, Kutaituchik se inclinó hacia delante y él y Kamchak, riéndose, se estrecharon las manos con fuerza por dos veces. Después, Kutaituchik dijo:
—Traed a la esclava.
Me volví para ver a un hombre de armas muy robusto que subió a la tarima llevando en los brazos el cuerpo de una chica envuelta en las pieles de un larl escarlata.
Oí el débil sonido de una cadena.
El hombre de armas colocó a Elizabeth Cardwell ante nosotros y le quitó las pieles de larl rojo.
Habían lavado el cuerpo de la chica, y peinado sus cabellos. Era esbelta y muy bonita.
El hombre de armas la puso en la posición correcta ante el Ubar.
Me di cuenta de que el collar de cuero seguía apresándole el cuello.
Aunque Elizabeth Cardwell no podía saberlo, estaba arrodillada ante nosotros en la posición de la esclava de placer.
Miró con furia a su alrededor, y después bajó la cabeza. Aparte del collar que rodeaba su cuello, solamente vestía, como las demás muchachas, el Sirik.
Kamchak me hizo un gesto.
—Habla —le dije a la chica.
Ella levantó la cabeza. El Sirik, que le impedía moverse libremente, temblaba como su cuerpo.
—La Kajira —dijo por fin. Y después, volvió a bajar la cabeza.
Kutaituchik parecía satisfecho.
—Es lo único que sabe decir en goreano —le informó Kamchak.
—Por ahora es suficiente —dijo. Y volviéndose hacia el hombre de armas, preguntó—: ¿La habéis alimentado bien?
El hombre asintió.
—Mejor —dijo Kutaituchik—, porque la esclava va a necesitar sus fuerzas.
El interrogatorio a Elizabeth Cardwell se prolongó durante horas. No será necesario precisar quién ejerció las funciones de traductor.
Para mi sorpresa fue Kamchak, y no Kutaituchik, el Ubar de los tuchuks, quien condujo la mayor parte del interrogatorio. Las preguntas de Kamchak eran detalladas, numerosas y complejas, y se repetían en ocasiones de diferentes maneras; era evidente que con este método el guerrero pretendía hacer caer a la chica en alguna contradicción. Era un examen tejido como una red delicada y fina de sofisticadas cuestiones que cayó sobre ella. Me maravilló la habilidad de Kamchak en esta materia. A buen seguro, si ella hubiese intentado echar mano de las mentiras para hacer creíbles sus respuestas, de inmediato se habría detectado.
Las horas fueron pasando y se trajeron antorchas. Sin embargo, no se permitió que Elizabeth Cardwell se moviera; la chica se vio obligada a mantenerse en la postura de la esclava de placer, con las rodillas puestas de la manera adecuada, la espalda recta y la cabeza bien alta. La cadena brillante del Sirik caía desde el collar turiano hasta la piel de larl rojo sobre la que la interrogada estaba arrodillada.
La traducción no fue tarea fácil, pero hice todo lo que pude por ser fiel a lo que ella, de manera patética, con palabras que se atropellaban, intentaba decirme.
Aunque era arriesgado hacerlo, intenté traducir tan exactamente como pude y dejé que la señorita Cardwell hablase libremente. Y digo que era arriesgado porque en muchas ocasiones sus palabras podían resultar fantásticas para los tuchuks, pues les hablaba de un mundo extraño para ellos. Era un mundo en el que no había ciudades autónomas, sino enormes naciones; ni casta y gremios, sino complejos industriales coordinados y globales; ni discotarns, sino fantásticos sistemas de cambio y crédito. Un mundo en el que los aviones, los autobuses y los camiones sustituían a los tarns y tharlariones de Gor, un mundo en el que los mensajes, en lugar de ser transportados por un jinete solitario a lomos de una kaiila, se podían enviar desde un rincón del planeta al otro haciéndolos rebotar en una luna artificial.
Me sentí muy aliviado al ver que Kutaituchik y Kamchak no se paraban a enjuiciar estos temas, y además no parecían considerar que la chica estuviese loca. A veces temía que perdieran la paciencia con cosas que a sus ojos no debían ser más que absurdos despropósitos, y que por ello ordenaran que pegasen a la chica o que la empalaran.
Entonces lo ignoraba, pero Kutaituchik y Kamchak tenían sus razones para suponer que la chica debía estar diciendo la verdad.
Naturalmente, lo que más les interesaba, y no hace falta precisar lo mucho que también me interesaba a mí, era saber cómo y por qué se encontraba en las Llanuras de Turia, en la Tierra de los Pueblos del Carro. Pero ni ellos ni yo conseguimos averiguarlo.
Finalmente incluso nos sentimos aliviados de que ni siquiera la chica conociese la respuesta.
Las preguntas de Kamchak y Kutaituchik acabaron, y ambos se inclinaron hacia atrás para contemplar a la chica.
—No muevas ni un músculo —la avisé.
No se movió. Era realmente bella.
Kamchak hizo un gesto con la cabeza.
—Debes inclinar la cabeza —le dije a la chica.
Su cabeza y hombros cayeron hacia adelante en un gesto conmovedor. Se oyó el ruido de los eslabones de la cadena, y aunque seguía de rodillas, su cabeza tocó la piel del larl. Su espalda y sus hombros temblaban, se agitaban.
Por lo que podía saber, no creía que existiese una razón particular para que Elizabeth Cardwell, y no cualquier otra de las incontables personas que habitan la Tierra, fuera la elegida para llevar el collar del mensaje. Quizás había una única razón: era del tipo que les convenía y además, bellísima, con lo que se convertía en la portadora apropiada del collar. Ella misma constituía un regalo apreciado por los tuchuks, y así quizás lograría encontrar una mejor disposición hacia el mensaje que portaba.
No había muchas diferencias entre la señorita Cardwell y miles y miles de encantadoras empleadas de las grandes ciudades de la Tierra. Quizás fuese más inteligente que muchas, y quizás también más bella, pero esencialmente era como las demás chicas que viven solas o juntas en un apartamento, trabajan en oficinas, estudios y tiendas, y se ganan la vida como pueden en una ciudad elegante y llena de riquezas y placeres que difícilmente podrían comprar. Lo que le había ocurrido a Elizabeth Cardwell podía haberle ocurrido a cualquiera de ellas, suponía.
Ella recordaba que aquel día se había levantado, lavado y vestido para luego tomar rápidamente el desayuno y bajar en ascensor desde su apartamento a la calle tomando el metro, y llegado al trabajo: la rutina matinal de una joven secretaria empleada en una de las mayores agencias de publicidad de Madison Avenue. Recordaba también que estaba muy nerviosa, porque iba a mantener una entrevista de cuyo resultado dependía que pasase a ser secretaria adjunta del director del departamento artístico. Así que se había pintado los labios, dado un retoque al dobladillo de su vestido y entrado en el despacho del director con la libreta de notas en la mano.
Con él se encontraba un hombre alto y de apariencia extraña, de anchos hombros, grandes manos y cara grisácea. Sus ojos eran como de hielo, y la habían asustado. El hombre llevaba un traje de buena tela confeccionado por algún sastre muy bien seleccionado, pero había algo que revelaba que no era una persona acostumbrada a ir vestida así. Fue él quien habló, en lugar del director del departamento, al que conocía por haberle visto a menudo. No le había permitido tomar asiento. Al contrario, le ordenó que se pusiese más erguida. Se sentía furiosa, pero, obedeciéndole, había adoptado una postura rígida e insolente. Los ojos del hombre miraban sus tobillos, y sus pantorrillas; ella había sido consciente de que su postura ante él y el vestido amarillo de tejido Oxford no hacían más que revelar sus muslos, la delgadez de su vientre y su esbelta figura. El hombre, que seguía observándola detalladamente, había dicho:
—Levante la cabeza.
Y ella le había obedecido, alzando la barbilla para que su exquisita cabeza se distinguiera sobre el delicado y aristocrático cuello.
El hombre se puso a sus espaldas.
Ella se había vuelto, indignada.
—No hable —le había dicho el hombre.
Los dedos, de la chica apretaban hasta empalidecer la libreta y el lápiz, tal era la rabia que sentía.
El hombre había señalado el otro extremo de la habitación.
—Camine hacia allí, y luego vuelva.
—No voy a hacerlo —había respondido.
—¡Ahora! —dijo el hombre.
Elizabeth, casi con lágrimas en los ojos, había mirado al director de departamento, pero no vio en él al hombre que conocía, sino a otro desprovisto de voluntad, distante y sudoroso. Una nulidad que le decía apresuradamente:
—Por favor, señorita Cardwell, haga lo que le dice.
Elizabeth se puso frente a ese hombre extraño y delgado. Su respiración se había acelerado y sentía en su mano sudorosa la presión del lápiz, hasta que finalmente se rompió.
—¡Ahora! —había vuelto a decir el hombre.
Al mirarlo, la chica había tenido la extraña sensación de que ese hombre había evaluado y juzgado a otras mujeres en múltiples ocasiones, para uno u otro propósito.
Eso la enfureció.
En ese momento le pareció un desafío, y quería aceptarlo. Iba a mostrarle cómo era una verdadera mujer, y se iba a permitir ser femenina hasta la insolencia. Sí, con su manera de caminar iba a expresarle el sentimiento de desprecio y repulsa que le inspiraba.
Después abandonaría aquel despacho para ir directamente a la oficina de personal y presentar su dimisión.
—Muy bien —había dicho echando atrás la cabeza.
Y empezó a caminar con orgullo, con rabia, hasta el otro extremo de la estancia, en donde se volvió para mirar al hombre y acercarse a él, con una expresión de desafío en sus ojos, y con una sonrisa de desprecio dibujándose en sus labios. Incluso pudo oír cómo tragaba saliva el director del departamento, pero eso no le hizo desviar la mirada de los ojos de aquel hombre extraño y delgado.
—¿Está usted satisfecho? —había preguntado con calma, pero ácidamente.
—Sí —le había respondido el hombre.
Lo único que recordaba tras esta escena era que se había dado la vuelta para empezar a caminar hacía la puerta, y que de pronto sintió un olor peculiar y penetrante que parecía rodearle la cara y la cabeza.
Cuando despertó, se encontraba en las Llanuras de Gor. Estaba vestida exactamente igual que la mañana en la que había ido a trabajar, a excepción de ese collar de cuero que le aprisionaba el cuello. Elizabeth había gritado y empezado a caminar sin rumbo fijo. Finalmente, después de unas cuantas horas de desorientación, aterrorizada, hambrienta, había visto a través de aquellas hierbas altas y marrones a dos jinetes montados en extrañas y rápidas bestias. Ellos también la habían visto. Les llamó. Los jinetes se aproximaron cautelosamente, dando un gran rodeo, como si examinaran la vegetación en busca de algún enemigo, de alguien que la acompañara.
—Soy Elizabeth Cardwell —les había gritado—. Vivo en Nueva York. ¿Qué sitio es éste? ¿Dónde estoy?
Y cuando se acercaron más había podido ver sus caras, y aquellas cicatrices. Y se había puesto a gritar.
—Posición —dijo Kamchak.
—Ponte como estabas antes —le dije rápidamente a la chica.
Aterrorizada, levantó inmediatamente la espalda, alzó la cabeza y puso las rodillas en la posición adecuada. Volvía a estar ante nosotros arrodillada, en la posición de la esclava de placer.
—El collar es turiano —dijo Kamchak.
Kutaituchik asintió.
Para mí, eso constituía una novedad, y le di la bienvenida, porque significaba que probablemente la respuesta a por lo menos una parte del misterio al que me enfrentaba estaba en la ciudad de Turia.
Pero, ¿cómo era posible que Elizabeth Cardwell, de la Tierra, llevara un collar de mensaje turiano?
Kamchak extrajo la quiva de su cinto y se aproximó a la chica. Ella le miraba con ojos desorbitados, inclinándose hacia atrás.
—No te muevas —le dije.
Kamchak puso la hoja de la quiva entre su cuello y el collar. Luego, de un solo gesto, hizo que éste cayera.
La parte del cuello de la chica que había sufrido la presión del cuero estaba sudorosa y amoratada.
Kamchak volvió a sentarse en el mismo lugar con las piernas cruzadas, y puso el collar en la alfombra que tenía ante sí.
Kutaituchik y yo observamos cómo extendía con sumo cuidado el collar sujetándolo por sus dos extremos. Del interior extrajo un pedazo de papel fino y doblado. Era de esa clase de papel fabricado con las fibras de rence, una planta alta, de largo tallo y muy frondosa que crece predominantemente en el delta del Vosk. Ese papel por sí solo no significa nada, pero me vino a la cabeza la imagen de Puerto Kar, el maligno y escuálido Puerto Kar, que reivindica su soberanía sobre el delta y exige crueles tributos a los cultivadores de rence: grandes cantidades de papel para comerciar con él, muchachos para destinarlos a los remos de sus galeras de carga, y muchachas para convertirlas en esclavas de placer en las tabernas de la ciudad. De hecho, había pensado que ese mensaje estaría escrito en brillante y fuerte papel de lino, como el que se fabrica en Ar, o en vitela y pergamino, del tipo que se usa en muchas ciudades: normalmente se hacen rollos con este material, y su proceso de fabricación incluye, entre otras cosas, un cuidadoso lavado y encalado de las pieles, que luego se raspan y se tensan, para finalmente espolvorearlas con tiza y pulirlas con piedra pómez.
Kamchak le entregó el papel a Kutaituchik, que lo miró, pensé, con la expresión de quien no entiende nada. Sin pronunciar palabra se lo devolvió a Kamchak, quien pareció estudiárselo detalladamente. Después, para mi sorpresa, lo miró transversalmente, y luego del revés. Al final, se resignó a pasármelo lanzando un gruñido.
Encontré que aquella situación era muy divertida, pues por lo visto ninguno de los dos tuchuks sabía leer.
—Lee —me dijo Kutaituchik.
Sonreí y tomé el pedazo de papel. Miré qué ponía, y ya no pude sonreír más. Comprendía el mensaje, naturalmente. Era escritura goreana, que se desplaza de izquierda a derecha y luego de derecha a izquierda, de forma alterna. La caligrafía era bastante clara. Para escribir el mensaje habían utilizado tinta negra y probablemente una pluma de cáñamo. Eso volvía a sugerir el delta del Vosk.
—¿Cuál es el mensaje? —preguntó Kutaituchik.
Era muy sencillo, y consistía tan sólo en tres líneas.
Lo leí en voz alta.
—“Encontrad al hombre con el que puede hablar esta muchacha. Es Tarl Cabot. Matadlo”.
—¿Y quién ha firmado este mensaje? —preguntó Kutaituchik.
No me decidía a leer esa firma.
—¿Y bien? —insistió Kutaituchik.
—En lugar de la firma está escrito “Reyes Sacerdotes de Gor”.
Kutaituchik sonreía.
—Lees muy bien el goreano —me dijo.
Entendía entonces que ambos hombres podían leer, aunque quizás la mayoría de los tuchuks no supiesen. Había sido una prueba.
Kamchak le sonrió al Ubar, y las cicatrices del guerrero se arrugaban de satisfacción.
—Ha unido sus manos a las mías para tomar la tierra y la hierba.
—¿Sí? —dijo—. No lo sabía.
Mil pensamientos acudían a mi cabeza. Antes solamente lo había sospechado, pero ahora comprendía por qué se eligió a una chica angloparlante como portadora del collar: para que se convirtiera en el mecanismo que me iba a señalar entre centenares, entre miles de seres en aquel campamento, para que me hiciera una señal mortal.
Lo que no entendía era otra cosa: ¿por qué iban a desear mi muerte los Reyes Sacerdotes? ¿Acaso no me habían contratado ellos, por decirlo así? ¿Acaso no estaba allí, entre los Pueblos del Carro, en su nombre? ¿No había llegado hasta allí para buscar la esfera dorada, el último huevo de los Reyes Sacerdotes, la última esperanza para su raza?
Y ahora querían que muriese.
No parecía posible.
Me preparé para luchar por mi vida; quería que su precio fuera lo más alto posible. Sí, a buen seguro querrían matarme sobre esa tarima, ante Kutaituchik, el llamado Ubar de los tuchuks. ¿Qué goreano iba a osar no obedecer las órdenes de los Reyes Sacerdotes? Me levanté y desenvainé mi espada.
Uno o dos de los hombres de armas sacaron sus quivas inmediatamente.
En la amplia cara de Kutaituchik se dibujó una sonrisa.
—Deja esa espada, y siéntate —me dijo Kamchak.
Confundido, le obedecí.
—Es obvio —dijo— que éste no es un mensaje de los Reyes Sacerdotes.
—¿Cómo puedes saberlo? —pregunté.
Las cicatrices de su cara volvieron a agitarse, y Kamchak echó el cuerpo hacia atrás y se dio una palmada en las rodillas.
—¿Crees que los Reyes Sacerdotes —dijo entre risas— le encargarían a alguien que te matara, en lugar de hacerlo ellos mismos? ¿Acaso crees que necesitan un collar turiano para enviar sus órdenes? —preguntó señalando al pedazo de cuero que había ante él. Señaló a Elizabeth Cardwell y añadió—: ¿De verdad piensas que los Reyes Sacerdotes necesitan de una muchacha para encontrarte? —Kamchak echó atrás la cabeza y lanzó una sonora carcajada. Incluso Kutaituchik sonreía—. No, no, los Reyes Sacerdotes no necesitan a los tuchuks para llevar a cabo sus ejecuciones.
Lo que decía Kamchak me parecía de una lógica aplastante, pero de todos modos era muy extraño que alguien, no importaba quién fuese, se hubiera atrevido a usar el nombre de los Reyes Sacerdotes falsamente. ¿Quién habría osado cometer tal imprudencia? ¿Con qué propósito? Por otra parte, ¿cómo podía saber que ese mensaje no lo habían enviado realmente los Reyes Sacerdotes? A diferencia de Kamchak y Kutaituchik, yo sabía de la reciente Guerra del Nido, que había tenido lugar bajo las Sardar, y sabía que ello había supuesto el desbaratamiento de los complejos tecnológicos del Nido. ¿Quién podía saber con qué medios contaban ahora? De todos modos, coincidía casi completamente con la opinión de Kamchak: no era probable que los Reyes Sacerdotes fueran los autores de ese mensaje. Habían pasado meses desde el transcurso de la Guerra del Nido, y era casi seguro que a esas alturas los Reyes Sacerdotes ya habrían podido restaurar porciones significativas de su equipo. Los mecanismos de vigilancia y control que les habían permitido mantener la supremacía en ese bárbaro planeta durante milenios ya debían volver a funcionar. Por otro lado, según lo que sabía, mi amigo Misk (entre él y yo había la Confianza del Nido) continuaba siendo el de más alto nacimiento entre los Reyes Sacerdotes vivos, y por tanto tenía la última palabra en los asuntos de importancia del Nido. Dudaba que un Rey Sacerdote, y Misk menos que ninguno, pudiera desear mi muerte. A fin de cuentas, volví a pensar, ¿no habían sido ellos quienes me habían enviado allí? ¿No intentaba yo, Tarl Cabot, servirles lo mejor posible? ¿No estaba entre los Pueblos del Carro, quizás en peligro, en su nombre?
Pero, me pregunté, si no era un mensaje de los Reyes Sacerdotes, ¿de quién podía ser? ¿Quién se habría atrevido a actuar de esa manera? ¿Y quién, aparte de los Reyes Sacerdotes, podía saber de mi presencia en los Pueblos del Carro? Pero estaba claro que otros lo sabían, otros que no eran los Reyes Sacerdotes, que deseaban que no triunfara en mi misión, que debían desear que la Raza de los Reyes Sacerdotes desapareciera. Y esos otros eran capaces incluso de traer a alguien de la Tierra para servir a sus propósitos; eso implicaba que su tecnología era bastante avanzada. Quizás estarían luchando desde las sombras, cautelosamente, contra los Reyes Sacerdotes, quizás codiciarían este mundo, o quizás este mundo y la Tierra también, o nuestro sol y sus planetas. Posiblemente estuvieran esperando la caída del poder de los Reyes Sacerdotes desde los márgenes de nuestro sistema. Quizás habían permanecido ocultos bajo un escudo desconocido para los hombres, que les protegía desde el tiempo en que se asentaron las primeras piedras, o incluso quizás desde antes de que un animal inteligente y prensil lograra encender un fuego en la entrada de su guarida.
Pero ésas eran especulaciones demasiado fantásticas, y las rechacé enseguida.
De todas maneras había un misterio en todo este asunto, y estaba determinado a resolverlo.
Probablemente hallaría la respuesta en Turia.
Pero antes, naturalmente, tenía que continuar con mi trabajo. Iba a intentar encontrar el huevo para devolverlo a las Sardar. Lo haría por Misk. Sospechaba, y después el tiempo me daría la razón, que entre ese misterio y mi misión había alguna correspondencia.
—¿Qué habrías hecho —le pregunté a Kamchak— si hubieses pensado que los Reyes Sacerdotes eran los auténticos autores del mensaje?
—Nada —respondió Kamchak con gravedad.
—¿Habrías puesto en peligro a las manadas y a los carros, a tu pueblo?
Ambos sabíamos que a los Reyes Sacerdotes no les gusta que se les desobedezca. Su venganza puede provocar la desaparición total y completa de ciudades enteras. Incluso podían hacer desaparecer planetas enteros.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque —me respondió sonriendo— hemos unido nuestras manos para tomar la tierra y la hierba.
Kutaituchik, Kamchak y yo miramos entonces a Elizabeth Cardwell.
Yo sabía que había cumplido su papel en el interrogatorio, y que ya no podía ofrecer ninguna información adicional. Ella también debía sospecharlo, pues parecía que, a pesar de su inmovilidad, estaba terriblemente asustada. Se podía leer el miedo en sus ojos y en el ligero temblor de sus labios. Ya no tenía ningún valor para los asuntos oficiales. De pronto, empezó a temblar patéticamente, y el Sirik acompañaba su palpitación. Inclinó la cabeza hasta tocar la piel de larl.
—¡Por favor, no me maten!
Traduje su ruego a Kamchak y Kutaituchik.
Kutaituchik le hizo la pregunta:
—¿Eres apasionada para complacer los gustos de los tuchuks?
Se lo traduje a la chica.
Horrorizada, Elizabeth Cardwell levantó la cabeza del suelo y miró a sus apresadores.
—¡No, por favor, no! —gritó sacudiendo la cabeza.
—¡Empaladla! —dijo Kutaituchik.
Dos guerreros acudieron de inmediato a prender a la chica y la levantaron del suelo.
—¿Qué me van a hacer?
—Pretenden empalarte —le dije.
—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor! —gritaba.
Puse la mano sobre la empuñadura de mi espada, pero Kamchak me la retuvo y volviéndose a Kutaituchik dijo:
—Parece apasionada.
Kutaituchik volvió a repetir la pregunta, y yo volví a traducirla.
—¿Eres apasionada para complacer los gustos de los tuchuks?
Los hombres que sujetaban a la chica la dejaron caer entre ellos, de rodillas.
—¡Sí! —dijo patéticamente— ¡Sí!
Kutaituchik, Kamchak y yo miramos entonces a Elizabeth Cardwell.
—¡Sí! —sollozó apoyando la cabeza en la piel—. Seré apasionada para complacer los gustos de los tuchuks.
Traduje su respuesta a Kutaituchik y Kamchak.
—Pregúntale —me indicó Kutaituchik— si nos suplica que la convirtamos en esclava.
Traduje la pregunta.
—Sí —dijo llorando Elizabeth Cardwell—. Sí, les suplico que me conviertan en esclava.
Quizás en ese momento Elizabeth Cardwell se acordó de aquel hombre de aspecto temible, de tez grisácea y ojos como el hielo que la había examinado en la Tierra de aquella manera, como si fueran a subastarla. Ella no podía saber entonces que la examinaban para determinar si era una portadora conveniente del collar de mensaje de Turia. ¡Cómo había desafiado a aquel hombre! ¡Cómo había caminado! ¡Qué insolente había sido! Probablemente, al hombre le haría mucha gracia verla ahora, ver a esa chica tan orgullosa ataviada con el Sirik, con la cabeza en un pedazo de piel de larl, arrodillada frente a unos bárbaros, suplicando que la convirtieran en esclava. Y si Elizabeth Cardwell pensó en todo eso, ¡con qué desesperación debería llorar al descubrir que el hombre había sabido prever todas sus reacciones! Sí, aquel hombre se habría reído para sus adentros ante ese despliegue de orgullo femenino, de vanidad, pues de sobra sabía cuál era el destino de esa encantadora muchacha de pelo castaño vestida de amarillo.
—Le concedo ese deseo —dijo Kutaituchik, y señalando a un guerrero, le indicó—: Trae carne.
El guerrero bajó de la tarima, y al cabo de un momento volvió con un buen trozo de carne de bosko asada.
Kutaituchik indicó que pusieran a la chica, que seguía temblando, más cerca. Los dos guerreros obedecieron y la dejaron justo frente a él.
Kutaituchik tomó la carne con la mano y se la entregó a Kamchak. Éste la mordió, y por la comisura de sus labios se escapó un hilillo de jugo. Después le dio el pedazo de carne a la chica.
—Come —le dije.
Elizabeth Cardwell tomó la carne con sus dos manos unidas por los brazaletes de esclava y la cadena del Sirik e inclinando la cabeza, con la cara oculta por su melena, comió.
Ella, una esclava, había aceptado la comida que le había ofrecido la mano de Kamchak de los tuchuks.
Ahora era suya.
—La Kajira —dijo ella inclinándose. Después, cubriéndose la cara con sus manos esposadas, empezó a sollozar—. ¡La Kajira! ¡La Kajira!