Llevaba ya unos cuatro días en la ciudad de Turia, a la que había vuelto a pie, disfrazado de buhonero de alhajas. Había dejado el tarn en el campamento de los carros. Mi último discotarn había desaparecido con la adquisición de un par de puñados de pedrería, mucho de ello de poco valor, cuando no de ninguno. De todos modos, su peso en mi bolsa me daba un pretexto para estar en la ciudad.
Había encontrado a Kamchak en el carro de Kutaituchik, que se erguía en su colina al lado del estandarte de los cuatro cuernos de bosko. Habían cargado el carro con toda la madera de la que se disponía y con hierba seca, para después rociarlo todo con aceites perfumados. El mismo Kamchak había sido el encargado de lanzar la antorcha al interior del carro en el transcurso de ese amanecer de la retirada. Allí dentro, en alguna parte, sentado y con sus armas en la mano, estaba el cadáver de Kutaituchik, del amigo de Kamchak, del que había sido llamado Ubar de los tuchuks. La columna de humo debía distinguirse nítidamente desde las distantes murallas de Turia.
Kamchak no había pronunciado ni una sola palabra, limitándose a permanecer sentado en su kaiila, con expresión apesadumbrada, pero resuelta. Era penoso contemplarle y yo, a pesar de ser su amigo, no me atrevía a hablar con él. No había vuelto al carro que compartía con él, sino que acudí inmediatamente al de Kutaituchik, pues allí me habían dicho que le encontraría.
Reunidos alrededor de la colina, en filas, sobre sus kaiilas, con las lanzas negras colocadas sobre el estribo, los Oralus tuchuks, los millares, contemplaban airadamente arder el carro.
Me seguía preguntando cómo era posible que hombres como ellos, como Kamchak, abandonasen voluntariamente el sitio de Turia.
Finalmente, cuando el carro hubo ardido por completo y el viento esparcido los maderos carbonizados y las cenizas corrieron por la pradera verde, Kamchak levantó su mano derecha y gritó:
—¡Que se desplace el estandarte!
Observé la llegada de un carro especial, arrastrado por una docena de boskos. Cuando llegara a la cima de la colina, colocarían en ese carro el gran mástil sobre el que estaba montado el estandarte. Así lo hicieron en pocos minutos, y seguidamente bajó por la ladera. En la cima quedaban los rescoldos y cenizas de lo que había sido el carro de Kutaituchik, a merced del viento y de la lluvia, del tiempo y de las nieves que vendrían, y de la hierba verde de la pradera.
—¡Girad los carros! —ordenó Kamchak.
Lentamente, una por una, se fueron formando las columnas de la retirada de los tuchuks. Cada carro estaba en su columna correspondiente, y cada columna estaba en su sitio. La retirada de los tuchuks, el abandono de la ciudad de Turia, cubría varios pasangs de extensión.
Más allá de los carros podía ver también las manadas de boskos. La polvareda que levantaban sus pezuñas enturbiaba el horizonte.
—¡Los tuchuks se van de Turia! —gritó Kamchak levantándose sobre sus estribos.
Los guerreros, con semblante iracundo, en silencio, empezaron a ha hacer evolucionar a sus monturas para dar la espalda a Turia, fila por fila, y lentamente fueron al encuentro de sus carros. Solamente los Oralus, que iban a cubrir la retirada, se mantuvieron formados en la retaguardia.
Kamchak subió por la colina con su kaiila hasta que estuvo junto a las cenizas del carro de Kutaituchik. Era un amanecer muy frío. El guerrero permaneció allí, inmóvil algún tiempo, hasta que hizo girar su montura y bajó lentamente de aquella colina.
Al verme, se detuvo.
—Me alegra ver que continúas vivo —dijo.
Incliné la cabeza en señal de reconocimiento. Mi corazón rebosaba de afecto por ese adusto y orgulloso guerrero, aunque en los últimos días se había comportado de manera extraña y violenta, como borracho de odio contra Turia. No sabía si el Kamchak que yo había conocido volvería a vivir alguna vez. Temía que una parte de él, quizás la parte que yo más apreciaba, hubiese muerto durante la noche del ataque, cuando entró en el carro de Kutaituchik.
—¿Vais a abandonar el sitio así? —pregunté desde el suelo, al lado de su estribo—. ¿Crees que ya es suficiente?
Kamchak me miró, pero en su rostro no se podía leer expresión alguna.
—Los tuchuks —dijo— se van de Turia.
Inmediatamente se marchó galopando, dejándome a mí al pie de la colina.
A la mañana siguiente comprobé con sorpresa que entrar en la ciudad, tras la partida de los carros, no planteaba ninguna dificultad. Antes de irme les había acompañado en su retirada durante el tiempo suficiente para conseguir mi disfraz de buhonero y el puñado de piedras que lo hacían verosímil. Conseguí todas estas cosas en el carro del hombre que le había vendido a Kamchak, en una tarde más alegre, el juego de quivas y la silla de montar nueva. En aquella ocasión, había visto en él toda clase de cosas, por lo que deduje, correctamente al parecer, que el hombre era un buhonero, si bien el género que vendía era más diverso. Seguí durante un rato las huellas de los carros y finalmente empecé a caminar en dirección a Turia. Pasé la noche en la llanura y después, durante el segundo día tras la retirada de los tuchuks, entré en la ciudad hacia la octava hora. Ocultaba mi pelo en la capucha de una prenda de reps que me llegaba hasta el tobillo, de un blanco sucio adornado con hilo dorado. Era la indumentaria adecuada, en mi opinión, para un insignificante mercader. Bajo esas ropas, ocultas, llevaba una espada y una quiva.
Los guardianes de las puertas de Turia apenas me preguntaron nada, pues esa ciudad es un oasis comercial en las llanuras, y en el transcurso de un año centenares de caravanas, por no mencionar a los miles de pequeños mercaderes, a pie o en carros de un solo tharlarión, entran por esas puertas. Fue para mí una gran sorpresa comprobar que las puertas de Turia permanecían abiertas tras la retirada de los carros y el levantamiento del asedio. Los campesinos pasaban por ellas para volver a sus campos, y también lo hacían centenares de ciudadanos, que salían simplemente para dar un paseo, aunque algunos se aventuraban hasta los restos del antiguo campamento tuchuk en busca de cualquier recuerdo. Mientras entraba contemplé las enormes puertas dobles, y pense cuánto tiempo sería necesario para cerrarlas.
Caminaba por la ciudad de Turia, con los ojos medio cerrados, mirando al suelo como si esperase encontrar un discotarn de bronce entre las piedras, y fui aproximándome a la mansión de Saphrar. La multitud me empujaba, y por dos veces estuvieron a punto de hacerme caer los oficiales de la guardia de Phanius Turmus, el Ubar de Turia.
De vez en cuando pensaba que podían estar siguiéndome, pero rechacé esta posibilidad, pues en las ocasiones en que miré atrás no vi a nadie digno de sospecha. La única persona que noté en más de una ocasión fue una jovenzuela con la Vestidura de Encubrimiento y con un velo sobre el rostro y un cesto colgado del brazo. Pero la segunda vez que reparé en su presencia me pasó de largo, sin prestarme atención. Respiré aliviado. Es realmente una prueba para los nervios estar en una ciudad enemiga, cuando sabes que si eres descubierto lo más probable es que te maten con toda celeridad o te torturen lentamente. El método más usual consiste en empalar al extraño en las murallas de la ciudad al ponerse el sol, y dejarlo allí como advertencia para cualquier otro que se vea tentado a transgredir las normas de hospitalidad de una ciudad goreana.
Finalmente llegué al círculo de tierra alisada y despejada, de unos treinta metros de anchura, que separaba el recinto amurallado de los edificios que componían la Casa de Saphrar del resto de la ciudad. Pronto supe que no se podía aproximar a más de diez largos de espada de esas murallas.
—¡Tú! ¡Lárgate de aquí! —me gritó un guardián desde lo alto del muro—. ¡Éste no es sitio para holgazanes como tú!
—¡Pero señor! —grité implorante—. ¡Tengo piedras preciosas y alhajas que podrán interesar al noble Saphrar!
—¡Pues acércate a la puerta y enséñales qué vendes!
En el muro encontré una puerta más bien pequeña y de gruesos barrotes, y allí rogué que me dejaran enseñarle mis mercancías a Saphrar. Esperaba que una vez en su presencia podría amenazar con matarle para obtener a cambio la esfera dorada y un tarn con el que emprender la huida.
Pero con gran pesar, no se me admitió en el recinto: una persona al servicio del señor de la casa, acompañada por dos guerreros armados, examinó las joyas y no le costó mucho averiguar su auténtico valor. Cuando lo hizo, lanzó un grito despectivo y las arrojó a la arena. Los dos guerreros me apalearon con las empuñaduras de sus armas mientras yo fingía dolor y terror.
—¡Márchate de aquí, estúpido! —gritaron.
Me arrastré buscando mis piedras entre la arena, escarbando mientras gemía y lloraba.
Pude oír cómo reían los guardianes.
Había conseguido encontrar la última de mis alhajas guardándola en la bolsa e incorporándome, cuando me di cuenta de que ante mis narices tenía las pesadas y fuertes sandalias, casi botas, de un guerrero.
—¡Piedad, señor! —susurré.
—¿Qué haces ocultando una espada bajo tus ropas? —me preguntó.
Conocía esa voz. Era Kamras de Turia, el Campeón de la ciudad, a quien Kamchak había vencido tan amargamente durante los juegos de la Guerra del Amor.
Me eché hacia delante para sujetarle por las piernas y hacerte caer al suelo. Inmediatamente me levanté y empecé a correr, con lo que la cabeza me quedó al descubierto.
—¡Detened a ese hombre! —gritó Kamras—. ¡Detenedlo! ¡Sé quién es! ¡Es Tarl Cabot, de Ko-ro-ba! ¡Detenedlo!
El largo vestido de mercader me hizo tropezar, y caí profiriendo una maldición, pero enseguida volví a levantarme y correr. El proyectil de una ballesta chocó a mi derecha contra un ladrillo de la muralla, arrancando varios pedazos.
A todo correr, me metí por una callejuela. Detrás de mí oí a alguien; quizás era Kamras, y detrás suyo oía las pisadas de otros dos. De pronto, surgió el grito de una mujer, y los guerreros maldijeron. Eché una mirada a mis espaldas y vi que la muchacha del cesto había caído frente a los guerreros. En ese momento lloraba lastimeramente y levantaba su cesto roto. Los guerreros la empujaron a un lado y prosiguieron su carrera. Para entonces, yo ya había girado por una esquina y saltado a una ventana, y luego a la superior, hasta llegar a la azotea llana de una tienda. Inmediatamente oí las pisadas apresuradas de los dos guerreros que pasaban por la calle inferior. Les seguían algunos niños gritando alborozados tras los soldados. Escuché algunas conversaciones especulativas en la calle inferior y, al cabo de un rato, todo pareció volver a la tranquilidad.
Allí estaba, sin apenas atreverme a respirar. El sol pegaba de pleno en aquella azotea. Conté cinco ehns goreanos, o minutos, y decidí que lo mejor sería desplazarme por encima de los tejados en la otra dirección, para encontrar una azotea resguardada y permanecer allí hasta la caída de la noche. Luego quizás intentaría escapar de la ciudad. Sí, así podría ir al encuentro de los tuchuks, que viajan con bastante lentitud, para recuperar el tarn que había dejado bajo su custodia, y volar con él a la Casa de Saphrar. Como era natural, en un futuro próximo se iba a hacer muy difícil abandonar la ciudad. Muy pronto llegarían a sus puertas las órdenes oportunas para evitar mi salida. La verdad era que me había sido muy fácil entrar en Turia, pero no creía que el camino inverso lo fuese. Aun así, no podía ni pensar en permanecer allí hasta que la vigilancia en sus puertas volviese a relajarse, en un plazo de unos tres o cuatro días, pues todos los guardias de Turia iban a estar buscando a Tarl Cabot, y reconocerlo, desafortunadamente, era tarea sencilla.
Estaba enfrascado en esos pensamientos cuando oí que alguien venía por la calle silbando una tonadilla que me resultaba conocida. Por fin comprendí que la había oído cantar entre los carros de los tuchuks. Sí, era una canción que entonan las muchachas cuando conducen a los boskos con sus palos. Así que me puse a silbar también la melodía, y la persona de abajo la silbó conmigo al cabo de unos cuantos compases, hasta que la acabamos juntos.
Con mucha precaución asomé la cabeza por el borde de la azotea. En la calle no había nadie más que una chica que miraba hacia arriba, en dirección al lugar en el que me encontraba. Llevaba velo y Vestidura de Encubrimiento. Era la misma que había visto antes, cuando creía que me seguían. Era la misma que obstaculizó a mis perseguidores: llevaba una cesta rota.
—Como espía dejas bastante que desear, Tarl Cabot —me dijo.
—¡Dina de Turia!
Permanecí durante cuatro días en las estancias superiores del comercio de Dina de Turia. Allí me teñí el pelo de oscuro y cambié la indumentaria de mercader por la túnica amarilla y marrón de los panaderos, a cuya casta pertenecían tanto su padre como sus dos hermanos.
Abajo, los paneles de madera que habían separado la tienda de la calle estaban hechos pedazos. Alguien había destrozado también el mostrador. En cuanto a los hornos, presentaban el más desolador de los aspectos: sus cúpulas ovales derrumbadas, y las puertas de hierro arrancadas de sus goznes. Incluso las dos piedras moledoras de grano yacían esparcidas en trozos por el suelo.
Según me explicó Dina, hubo un tiempo en el que la tienda de su padre había sido la panadería más renombrada de Turia. La mayoría del resto de establecimientos expendedores de pan habían caído en manos de Saphrar de Turia, aunque los miembros de la Casta de los Panaderos seguían trabajando en ellos, tal y como requerían las costumbres goreanas. El padre de Dina se había negado a vender su comercio a los agentes de Saphrar, pues no quería trabajar en provecho del rico mercader. Poco tiempo después, unos siete u ocho rufianes, armados con garrotes y barras de hierro, habían atacado la panadería para destruir su equipamiento. Tanto el padre como los dos hijos fueron apaleados hasta morir cuando intentaron defender el comercio. La madre murió poco después, al no poder soportar la tragedia. Dina había vivido durante un tiempo de los ahorros de la familia, pero finalmente los había reunido para ocultarlos entre sus ropas y adquirió una plaza en una caravana que se dirigía a Ar. Esa misma caravana había sido atacada por los Kassars y Dina, como ya se puede suponer, había caído en manos de esos guerreros.
—¿No te gustaría alquilar los servicios de unos hombres y reabrir la tienda? —le pregunté.
—No tengo dinero.
—Yo tengo un poco —dije, tomando mi bolsa y desparramando su brillante contenido sobre la mesilla de la estancia principal de la casa.
Dina se echó a reír y pasó los dedos entre mis alhajas.
—En los carros de Albrecht y de Kamchak pude aprender algo sobre piedras preciosas —me dijo, y luego añadió—: Te aseguro que aquí no hay ni el equivalente al valor de un discotarn de plata.
—¡Pero si pagué un discotarn de oro!
—Se lo pagaste..., a un tuchuk.
—Sí, eso es cierto —admití.
—¡Mi querido Tarl Cabot! ¡Mi pobre amigo! —exclamó para luego, con la expresión entristecida, añadir—: De todos modos, incluso si tuviese el dinero suficiente para reabrir la tienda, eso sólo significaría que los hombres de Saphrar de Turia podrían volver en cualquier momento.
Permanecí un rato en silencio, pues creía que tenía toda la razón.
—¿No es esta cantidad suficiente para pagar el viaje a Ar? —pregunté.
—No. Además, preferiría permanecer en Turia. Al fin y al cabo éste es mi hogar.
—¿Cómo te ganas la vida?
—Hago compras para mujeres ricas. Elijo para ellas las pastas, las tartas y los pasteles... Dicen que no confían en sus esclavas para la compra de esta clase de cosas.
Me eché a reír.
Respondiendo a sus preguntas, le expliqué el motivo que me había llevado a su ciudad: robarle un objeto de valor a Saphrar, un objeto que él, a su vez, les había robado a los tuchuks. Eso le encantó, como supongo que debía encantarle cualquier cosa que fuera en contra de los intereses de Saphrar de Turia, ya que el mercader le merecía el mayor de los odios.
—¿De verdad es esto todo lo que tienes? —preguntó señalando al montón de joyas.
—Sí.
—¡Pobre guerrero! —dijo con ojos sonrientes por encima del velo—. Ni siquiera tienes lo suficiente para contratar los servicios de una esclava bien adiestrada.
—Eso es cierto —admití.
Dina se rió, y con un movimiento se quitó el velo y sacudió la cabeza para que se le soltara el cabello.
—Sólo soy una mujer libre y pobre —dijo extendiendo los brazos—, pero, ¿acaso no sirvo para esa tarea?
—Eres una mujer muy bella, Dina de Turia —dije tomándola por las manos y atrayéndola hacia mí para abrazarla.
Permanecí con ella durante cuatro días; en el transcurso de cada uno de ellos, una vez a mediodía y otra al anochecer, paseábamos por las cercanías de una o de más puertas de Turia para ver si los guardias eran menos vigilantes en aquel momento que en la ocasión anterior. Con gran disgusto comprobé que continuaban registrando a cualquier persona que tuviese la intención de salir de la ciudad, así como los carros, y que lo hacían con gran detenimiento, pidiendo pruebas de identidad y de los asuntos que les llevaban a la ciudad. Cuando existía la más mínima duda, detenían al sospechoso, y el oficial de guardia le interrogaba. En cambio, comprobé con irritación cómo dejaban pasar a los individuos y carros que llegaban sin apenas dedicarles una mirada. Dina y yo no atraíamos la atención de los guardias o de los hombres de armas, pues yo me había teñido el pelo, y éramos una pareja más.
Los pregoneros habían pasado varias veces por las calles proclamando que yo seguía en la ciudad y daban también una descripción de mis características físicas.
En una ocasión vinieron a la tienda dos guardias para llevar a cabo una inspección. Yo suponía que debían hacerlo al mismo tiempo en otros lugares de la ciudad. Huí escalando por la ventana posterior, que quedaba frente a otro edificio, por cuya pared pude escalar hasta el tejado, y en cuanto los guardias hubieron partido volví por el mismo camino.
Ya desde los días en que vivíamos en el carro de Kamchak, había sentido un sincero aprecio por Dina, y creo que ese sentimiento era mutuo. Realmente era una chica alegre y despierta, ingeniosa, afectuosa, inteligente y de gran coraje. La admiraba, pero también sentía miedo por ella. Aun sin decirlo, ambos sabíamos que al ofrecerme cobijo en su ciudad natal, arriesgaba su vida desinteresadamente. Por otra parte, era muy probable que yo le debiera la mía, pues si no me hubiese visto, seguido y ayudado cuando más lo necesitaba, no habría pasado de mi primera noche en Turia. Pensando en ella comprobaba lo absurdos que son ciertos prejuicios goreanos concernientes a las diferencias entre castas. La de los panaderos no pasa por ser una casta alta, en ella nadie busca la nobleza. Aun así, tanto su padre como sus hermanos habían luchado contra un número superior de hombres, y habían muerto defendiendo su pequeño comercio. Y esa muchacha, con un valor que no poseerían muchos guerreros, sin armas, sin amigos, sola, me había ofrecido inmediatamente su ayuda, sin pedir nada a cambio, y me había dado la protección de su hogar, y su silencio, y puesto a mi disposición su conocimiento de la ciudad y todo aquello que estuviera en su mano.
Cuando Dina atendía a su trabajo e iba de compras para sus clientes, normalmente a primera hora de la mañana y a última de la tarde, yo permanecía en las estancias superiores de la tienda. Allí pude pensar detenidamente sobre el asunto del huevo de los Reyes Sacerdotes y de la Casa de Saphrar. Mis planes eran esperar un tiempo, abandonar la ciudad cuando eso fuese posible, y volver a los carros para recoger el tarn y llevar a cabo un golpe que me permitiera recuperar la esfera dorada. De todos modos, no confiaba demasiado en el éxito en una aventura tan arriesgada. Pensaba constantemente que el hombre de tez grisácea podía llegar a lomos de un tarn y arrebatarme la esfera sin que yo pudiese hacer nada. Y eso era desesperante, sobre todo si se tenía en cuenta todo lo que por ese objeto se había puesto en juego, y que por él ya había muerto más de un hombre.
Algunas veces, mientras paseábamos por la ciudad, Dina y yo subíamos a las altas murallas y contemplábamos las llanuras que desde allí se divisaban. No estaba en absoluto prohibido hacerlo, aunque naturalmente no se podía entrar en los puestos de guardia. El amplio camino de ronda, de unos nueve metros de ancho, que bordeaba la parte superior de las murallas de Turia, con vistas sobre la llanura, constituye uno de los paseos preferidos por las parejas turianas. Como es de suponer, cuando había peligro o la ciudad estaba sitiada, solamente les estaba permitido el paso a los militares o a los defensores civiles.
—Pareces preocupado, Tarl Cabot —dijo Dina, que en aquel momento se encontraba junto a mí. Ambos teníamos la mirada perdida en la llanura.
—Sí, estoy preocupado, querida Dina.
—¿Temes que el objeto que buscas desaparezca de esta ciudad antes de que puedas obtenerlo?
—Sí, eso es lo que temo.
—¿Quieres marcharte de la ciudad esta noche?
—Sí, creo que quizás debería intentarlo.
—Espero que lo consigas.
La rodeé con un brazo y volvimos a enfrascarnos en el paisaje.
—Mira —dije—, por ahí viene un carro mercante, y va solo. Andar por las llanuras ya debe ser más seguro.
—Sí, los tuchuks han partido —dijo ella, para después añadir—: Te voy a echar de menos, Tarl Cabot.
—Yo también, mi querida Dina.
Fijé la vista en el carro de mercancías. Era muy grande y pesado, y los lados estaban formados por planchas pintadas alternativamente de blanco y dorado. La cubierta era de una lona también dorada y blanca, preparada para soportar las lluvias. Tiraban de él cuatro boskos marrones, y no tharlariones, como es más habitual.
—¿Cómo piensas salir de la ciudad?
—Bajaré de aquí con una cuerda, y luego seguiré a pie.
Dina asomó la cabeza por el antepecho de la muralla, y con expresión escéptica miró las piedras que había unos treinta metros más abajo.
—Eso te tomará mucho tiempo —dijo volviéndose hacia mí—, y después del anochecer vigilan con más intensidad las murallas, y las iluminan con antorchas. Además, dices que iras a pie. ¿Ya sabes que en Turia también hay eslines cazadores?
—Sí, lo sé.
—Es una pena que no dispongas de una kaiila. Con ella incluso podrías abrirte paso entre los guardias a plena luz del día, y luego seguir rápidamente por la llanura.
—Aunque lograra robar una kaiila o un tharlarión, has de pensar que están los tarnsmanes...
—Sí, es verdad —reconoció Dina.
Realmente, para los tarnsmanes seria una tarea bastante fácil localizar a un jinete y su montura en las llanuras que rodean Turia. Estaba casi seguro de que emprenderían el vuelo minutos después de que sonase la alarma, aunque cuando los llamaran se encontrasen en los baños, o en las tabernas de Paga, o en los antros de juego. Desde que se había acabado el asedio, los tarnsmanes acudían a esos lugares a gastar el dinero que habían ganado como mercenarios, y los turianos estaban encantados de que así lo hicieran. Era de suponer que al cabo de unos cuantos días, cuando se completara el período de descanso, Ha-Keel recogería su oro, formaría a sus hombres y se retirarían todos de la cuidad, rumbo a las nubes. Pero yo no podía esperar a que ese momento llegase, pues el descanso de los hombres de Ha-Keel, los arreglos de cuentas con Saphrar y los preparativos para la partida definitiva podían hacer que ésta se retrasara más de lo previsto.
El carro de mercancías se estaba aproximando a la puerta principal, y ya le hacían gestos indicándole que se apresurara a pasar.
Escudriñé la llanura en dirección al camino que habían tomado los carros tuchuks. Ya hacía unos cinco días que se habían marchado. Me había parecido muy extraño que Kamchak, el resuelto e implacable Kamchak de los tuchuks, abandonara tan pronto el asalto a la ciudad, aunque sabía que prolongar el asedio no significaba vencer. De todos modos, respetaba su decisión de retirarse frente a una situación en la que no había nada que ganar y sí mucho que perder, sobre todo si se tenía en cuenta la vulnerabilidad de los carros y de los boskos en un ataque de tarnsmanes. Sí, había tomado la decisión adecuada..., pero para él debía haber sido muy doloroso dar la vuelta a los carros y retirarse de Turia, dejando la muerte de Kutaituchik impune y a Saphrar triunfante. De alguna manera se podía decir que había sido un acto de valentía por su parte, pero yo había pensado que Kamchak se mantendría frente a las murallas de Turia, con su kaiila ensillada, con las flechas en la mano, hasta que los vientos y las nieves le hubiesen llevado con su pueblo, los tuchuks, y con sus carros y sus boskos. Había pensado que ésa sería la única manera de apartar a Kamchak de las puertas de Turia, la ciudad de las nueve puertas, de las altas murallas, la nunca penetrada ni conquistada.
Todos estos pensamientos se vieron interrumpidos por un altercado que se estaba produciendo abajo. Efectivamente, hasta nosotros llegaban los gritos airados de un guardián de la puerta, y también los gritos de protesta del conductor del carro de mercancías. Dirigí la mirada a la parte inferior de la muralla. A pesar de la manifiesta desesperación del conductor, no pude evitar sonreír al ver que la rueda trasera del enorme y pesado carro se había salido de su eje. El carro se había inclinado bruscamente, y en un momento el eje tocaba la tierra y se hundía en ella.
El carretero bajó de un salto y se puso a gesticular alocadamente al lado de la rueda caída. Después, de forma irracional, puso su hombro bajo el carro e intentó levantarlo con todas sus fuerzas. Pero por mucho empeño que pusiera, era una tarea imposible para un hombre solo.
Varios guardias parecían divertirse con este hecho, y lo mismo ocurría con algunos de los que pasaban por allí en aquel momento, que se reunían para contemplar las reacciones desesperadas del carretero. Finalmente, el oficial de la guardia, que estaba casi fuera de sí, rabioso, ordenó a varios de sus hombres, que no cesaban de reír, que pusiesen también sus hombros bajo el carro. Pero incluso entre todos ellos no pudieron levantarlo ni un ápice, y parecía que iban a necesitar algunas palancas.
Absorto, puse los ojos en la lejanía. Dina seguía contemplando el lío que se había armado allí abajo y se divertía, pues el carretero se mostraba muy afligido, y pedía toda clase de disculpas, agachándose, arrastrándose y bailando en torno al oficial, que seguía muy enfadado. En ese momento percibí, allá a lo lejos, una polvareda casi invisible que se levantaba hacia el cielo.
Los guardias y las gentes aquí y allá parecían exclusivamente preocupados por lo que ocurría con el carro atascado.
Volví a fijarme en el carretero. Era un hombre joven, bien formado. Su pelo era rubio, y algo en él me resultaba familiar.
Adelanté la posición de mi cuerpo y me agarré al parapeto. Sí, ahora era evidente: la polvareda se acercaba a la puerta principal de Turia.
Sujeté a Dina bruscamente.
—¿Qué pasa?
—¡Vuelve a tu casa y enciérrate dentro! —le susurré con vehemencia—. ¡Y no se te ocurra salir bajo ningún concepto!
—No te entiendo. ¿De qué hablas?
—¡No preguntes, y haz lo que te digo! —le ordené—. ¡Venga! ¡Vete a casa, cierra con candado las puertas, y no salgas!
—Pero Tarl Cabot, ¿qué...?
—¡Aprisa!
De pronto, ella también miró por encima del parapeto, y vio la nube de polvo. Se llevó la mano a la boca, y los ojos se le agrandaron a causa del miedo.
—¡No puedes hacer nada! —le dije—. ¡Venga! ¡Corre!
La besé ávidamente y luego, volviéndola, la empuje para que se decidiera de una vez a caminar. Dina avanzó unos cuantos metros dando traspiés y se giró para mirarme.
—¿Qué vas a hacer tú? —me preguntó gritando.
—¡Corre! —le ordené por toda respuesta.
Y Dina de Turia empezó a correr por el amplio camino de ronda que bordeaba las altas murallas.
La túnica de los panaderos, que no lleva cinturón, me ayudaba a ocultar bajo mi brazo izquierdo una espada y una quiva. Además, por encima llevaba también una pequeña capa marrón que borraba cualquier vestigio de mis armas. Sin prisas, las saqué de mi túnica y las envolví en la capa.
Volví a mirar por encima del parapeto. El polvo seguía acercándose. En unos momentos podría contemplar a las kaiilas, y los destellos producidos por las hojas de las lanzas. A juzgar por las dimensiones de la nube de polvo y por la velocidad a la que se aproximaban, la primera oleada de jinetes, compuesta quizás por centenares de ellos, cabalgaba en una estrecha columna y a todo galope. La formación de los tuchuks, que se desplazaban colocando delante un primer centenar seguido de un espacio libre equivalente al que ocupa esta formación, y luego otro centenar, y así sucesivamente, les permitía disminuir la polvareda provocada por su avance, pues ésta tenía tiempo de disiparse entre uno y otro centenar. Además, de esta manera, cada centenar dispone del espacio necesario para desenvolverse sin entorpecer el avance de las demás formaciones. Ahora podía distinguir al primer centenar en fila de a cinco, el espacio abierto que había tras él, y al segundo. Se aproximaban con gran rapidez, y el sol empezó a provocar reflejos en las hojas de las lanzas tuchuks.
Con mucha tranquilidad, sin apresurarme, descendí de la muralla y me aproximé al carro encallado, a la puerta abierta, a los guardias. Estaba seguro de que muy pronto alguien daría la alarma desde lo alto de la muralla.
En la puerta, el oficial seguía regañando a aquel tipo rubio. Tenía los ojos azules, como ya había supuesto, pues le había reconocido desde arriba.
—¡Sufrirás por esto! —gritaba el comandante de la guardia—. ¡Torpe! ¡Estúpido!
—¡Piedad! ¡Piedad, señor! —suplicaba Harold de los tuchuks.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el oficial.
En ese momento se oyó un grito de horror desde lo alto del muro.
—¡Tuchuks!
Los guardias se miraban unos a otros, sorprendidos. Inmediatamente, dos personas más repitieron el grito allá arriba, señalando a la llanura.
—¡Tuchuks! ¡Cerrad las puertas!
El oficial miraba hacia arriba, alarmado, y finalmente gritó dirigiéndose a los hombres situados en la plataforma del torno:
—¡Cerrad las puertas!
—No sé si te habrás dado cuenta —dijo Harold— de que mi carro está justo en medio.
El oficial, que de pronto lo comprendía todo, echó mano de su espada, pero antes de que pudiese desenvainarla, el hombre joven ya había saltado hacia él para hundirle la quiva en el corazón.
—Mi nombre es Harold, ¡Harold de los tuchuks!
Se oyeron gritos en la muralla, y los guardias corrían hacia el carro. Los hombres del torno intentaban cerrar las dos pesadas puertas lo máximo posible accionando el lento mecanismo. Harold había extraído su quiva del pecho del oficial. Dos hombres, que empuñaban sendas espadas, se dirigían hacia él. Yo salté para colocarme frente al tuchuk y me hice cargo de ellos: uno cayó, y el otro resultó herido.
—¡Bien hecho, panadero! —gritó Harold.
Apreté los dientes y me enfrenté al ataque de otro hombre. Se percibían claramente los pasos de las rápidas kaiilas, que se encontraban muy cerca de la puerta, quizás a no más de un pasang de allí. Los dos batientes estaban ya casi cerrados, y el único obstáculo para que lo estuvieran completamente era el carro que se encontraba bloqueado entre ellos. Los boskos que tiraban de él, asustados por los hombres que corrían, por los gritos y por el ruido metálico de las espadas, bramaban y sacudían la cabeza, mientras pateaban la tierra.
Me deshice de mi enemigo turiano hundiéndole mi espada corta bajo el corazón. Apenas había sacado mi arma de sus entrañas cuando me atacaron dos más.
—Supongo que mientras el pan está en el horno —oí que decía detrás de mí la voz de Harold—, lo mejor que se puede hacer es intentar mejorar tu destreza con la espada.
Podía haberle respondido, pero en realidad tenía otras cosas a las que atender.
—Tenía un amigo llamado Tarl Cabot —seguía diciendo Harold—, que a estas alturas ya habría acabado con los dos.
Aparté en el último momento una espada que se dirigía directamente a mi corazón.
—Y lo habría hecho hace ya mucho rato —añadió Harold.
El hombre que estaba a mi izquierda empezó a desplazarse alrededor de mí, mientras que el otro continuaba presionándome desde enfrente. Retrocedí, mientras intentaba mantener la espalda protegida por el carro y al mismo tiempo rechazaba los aceros silbantes de los dos enemigos.
—La verdad —continuaba diciendo Harold—, entre mi amigo Tarl Cabot y tú existe un cierto parecido, pero decididamente tu destreza con la espada es muy inferior a la suya. También hay que decir que él pertenece a la Casta de los Guerreros, y no permitiría que nadie le viese sobre su pira funeraria con las ropas de una casta tan baja como la de los panaderos. Otra diferencia remarcable es el cabello, que en su caso es rojo, como el de un larl del sol; el tuyo en cambio es de un color bastante vulgar, o mejor dicho, de un negro más bien poco inspirado.
Por fin conseguí deslizar la hoja de mi espada entre las costillas de uno de los hombres. Me aparté para evitar la carga del segundo, y en un momento otro guerrero sustituyó al que había caído.
—Sería mejor que vigilaras también a tu derecha —remarcó Harold.
Me volví a la derecha justo a tiempo de desviar la espada de un tercer hombre.
—¿Lo ves? A Tarl Cabot no habría sido necesario advertirle de una cosa así.
Empezó a pasar gente cerca de nosotros. Todos gritaban y corrían. Los tañidos de las grandes barras de alarma de la ciudad, golpeadas por martillos de hierro, no cesaban.
—A veces me pregunto dónde debe estar el viejo Tarl Cabot —dijo Harold en tono melancólico.
—¡Estúpido tuchuk! —grité.
De pronto, vi que las caras de los hombres que se enfrentaban a mí cambiaban su expresión de rabia por una de terror. Inmediatamente dieron media vuelta y se marcharon a toda prisa.
—Ahora —dijo Harold—, lo conveniente sería refugiarse bajo el carro.
Y así lo hizo de un salto. Yo también me eché al suelo e hice rodar mi cuerpo hasta que me encontré a su lado.
Casi inmediatamente resonó un grito terrible. Era el grito de guerra de los tuchuks. En un instante, las primeras cinco kaiilas saltaron desde el exterior de la puerta hasta lo alto del carro: lo que yo había tomado por una simple lona para guarecerse de la lluvia resultó ser una tela extendida sobre una carga de piedras y arena. Ahora me explicaba el exagerado peso del carro. En aquel momento, las kaiilas que se encontraban en lo alto de la carga saltaron. Quedaron dos a cada lado del carro, mientras que el jinete de la quinta la había hecho saltar por delante del tiro de los boskos. En un instante les sucedieron otros cinco jinetes, y luego otros, y otros. De esta manera no tardaron en reunirse los jinetes del primer centenar, y luego los del segundo, a veces entre los bramidos de kaiilas encabritadas. A veces los hombres tenían que desmontar para descongestionar el espacio entre las puertas y el grupo que tenían delante. De esta manera, todo se hacía en medio de una gran fluidez, y las formaciones de tuchuks se precipitaban aullando al interior de la ciudad, con los escudos negros lacados en el brazo izquierdo y con la lanza sujeta en la mano derecha. Estábamos completamente rodeados por el estruendo del galope de las kaiilas, los gritos de los hombres y el entrechocar de las armas. Los tuchuks fluían incesantemente, saltaban sobre el carro y luego se lanzaban al interior de la ciudad aullando su estremecedor grito de guerra. Cada uno de los centenares que entraba tenía un punto al que dirigirse, cada uno tomaba diferentes caminos, y algunos desmontaban para escalar y tomar posiciones en los tejados, donde se harían fuertes con sus pequeños arcos. El olor a quemado empezaba a hacerse notar.
Con nosotros, bajo el carro, había tres civiles turianos que temblaban de terror. Uno era un vendedor de vino, el otro un alfarero, y finalmente una chica. El vendedor y el alfarero observaban despavoridos aquel desfile incesante de kaiilas desde atrás de las ruedas. Harold, que descansaba sobre sus manos y rodillas, tenía la vista puesta en los ojos de la chica, que también estaba agachada de rodillas, enmudecida por el miedo.
—Yo soy Harold de los tuchuks —le decía.
Hábilmente le desabrochó las sujeciones del velo sin que ella se diera apenas cuenta, hasta tal punto estaba aterrorizada.
—Sinceramente, no soy un mal chico, ¿sabes? —continuó diciéndole—. ¿No te gustaría ser mi esclava?
La chica consiguió sacudir ligeramente la cabeza para dar una respuesta negativa. Sus ojos se agrandaban cada vez más con el pánico.
—¡Ah, bueno! —dijo Harold volviendo a abrocharle el velo—. Da lo mismo, no te preocupes. Ya tengo una esclava, y dos chicas en un solo carro crean un montón de problemas... Eso si tuviera carro, claro.
La chica asintió.
—Es probable que cuando salgas de aquí te detenga algún tuchuk, alguno de esos tipos horribles que corren por ahí. Seguramente querrán ponerte un collar en tu bonito cuello, ¿entiendes a qué me refiero?
Volvió a asentir.
—Pues bien, tú diles que Harold el tuchuk ya te ha hecho su esclava, ¿de acuerdo?
Nuevo asentimiento.
—Eso será poco sincero por tu parte, pero es comprensible porque corren malos tiempos.
Las lágrimas resbalaban por el rostro de la chica.
—Así podrás irte a casa, y allí tendrás que encerrarte en la bodega. Pero ahora todavía no —dijo Harold al ver que en el exterior continuaban irrumpiendo los jinetes—. Será mejor que esperes un poco.
Ella asintió, y Harold le desabrochó el velo y la tomó en sus brazos, aprovechando el rato.
Yo seguía sentado con las piernas cruzadas bajo el carro. Mi espada reposaba en las rodillas mientras contemplaba las garras y las patas de las veloces kaiilas que iban pasando. Oí el silbido de una flecha de ballesta, y un jinete y su montura cayeron de la parte superior del carro, y quedaron extendidos. Enseguida les saltaron por encima otros jinetes. También oía los disparos de los pequeños arcos de los tuchuks y en algún lugar cercano al otro lado del carro, el rugido de un tharlarión y el bramido de una kaiila, acompañados del restallar de lanzas y escudos. Vi a una mujer, desprovista de velo, con el cabello suelto, que intentaba abrirse paso entre las kaiilas, zarandeada por todos lados hasta que consiguió su propósito de pasar entre dos edificios. El tañido de las barras de alarma se propagaba ahora desesperadamente por toda la ciudad. Se oían gritos a unos centenares de metros. El techo de un edificio a mi izquierda empezaba a arder, y el humo y las chispas subían hacia el cielo. El fuego no tardó en extenderse a los edificios colindantes por la acción del viento. Algunas docenas de tuchuks sin sus monturas habían llegado a la plataforma del torno y empezaban a abrir las puertas completamente. Cuando así lo hubieron hecho, los tuchuks empezaron a entrar en la ciudad en formaciones de a veinte, de manera que cada centenar solamente tenía cinco filas de profundidad. Los guerreros entraban en la ciudad aullando y agitaban sus escudos y lanzas. Ahora distinguía humo en más de diez lugares de la larga avenida que conducía a la puerta principal. Uno de los tuchuks a los que podía ver llevaba ya una docena de copas de plata atadas con una cuerda a su silla. Otro llevaba junto al estribo a una mujer sujeta por los cabellos que no dejaba de gritar. Y más tuchuks seguían entrando en la ciudad. El muro de un edificio de la avenida principal se vino abajo envuelto en llamas. En tres o cuatro lugares a mi alrededor oía el entrechocar de las armas, el silbido de los proyectiles de las ballestas y la respuesta de las ligeras y mordaces flechas de guerra tuchuks. Otro muro, en el lado contrario de la calle, se desplomó. Dos guerreros turianos quedaron al descubierto y empezaron a correr, pero los tuchuks les alcanzaron saltando por encima de los escombros con sus kaiilas.
Finalmente, sobre su kaiila, en la parte inmediata a la puerta principal, con la lanza empuñada en su mano derecha, y volviéndose constantemente para impartir órdenes, vi a Kamchak de los tuchuks. Enviaba a sus hombres a derecha e izquierda, y también hacia las azoteas. La punta de su lanza estaba enrojecida. El lacado negro de su escudo estaba profundamente dañado. Se había echado atrás la red metálica que colgaba por delante de su casco, y la expresión de su rostro y de sus ojos era impresionante de tan fiera. Le flanqueaban algunos oficiales tuchuks, comandantes de los millares, montados como él en sus kaiilas y armados. Kamchak volvió su kaiila para ponerse frente a la ciudad y mientras su montura se encabritaba gritó con el escudo levantado en su mano izquierda y la lanza en la derecha:
—¡Quiero la sangre de Saphrar de Turia!