12. La quiva

Durante los siguientes días no fueron escasas las ocasiones en las que curioseé alrededor del enorme carro de Kutaituchik, Ubar de los tuchuks. Los guardianes me echaron más de una vez. Yo sabía que en ese carro, si las palabras de Saphrar eran correctas, se escondía el huevo de los Reyes Sacerdotes, esa esfera dorada que el mercader, por alguna razón desconocida, deseaba obtener tan ansiosamente.

Debía encontrar la manera de acceder al interior del carro, hallar la esfera e intentar llevármela a las Sardar. Habría deseado disponer de un tarn, porque sabía que sobre mi kaiila no iría demasiado lejos: pronto me hubieran dado caza los jinetes tuchuks, que acostumbran a llevar con ellos monturas de refresco. De esta manera, al cansarse mi kaiila, los jinetes me derribarían, y el trabajo de rastreo lo llevaría a cabo el eslín pastor entrenado a tal efecto.

La llanura se extendía en todas direcciones, durante centenares de pasangs. En pocos lugares se podía estar a cubierto.

Una solución posible era declararle abiertamente mi misión a Kutaituchik o a Kamchak, y luego esperar las consecuencias. Pero había oído lo que Kamchak le dijera a Saphrar, y por lo tanto sabía que los tuchuks concedían mucho valor a la esfera dorada, y que no iba a ser fácil separarles de ella. Por otra parte, mis riquezas no eran comparables a las de Saphrar, y éste había fracasado en sus intentos de comprar la esfera.

No me gustaba pensar en robarla del carro de Kutaituchik, pues los tuchuks, a su tosca manera, me habían acogido y yo apreciaba ahora a algunos de ellos, particularmente al bromista y astuto Kamchak, con quien compartía el carro. No me parecía justo traicionar la hospitalidad de los tuchuks intentando robar un objeto al que tanto valoraban. Eso me hacía pensar en si realmente alguien entre los carros de los tuchuks conocía el verdadero valor de la esfera dorada, si alguien sabía que contenía la ultima esperanza para los Reyes Sacerdotes.

Desafortunadamente, en Turia no había podido averiguar nada sobre el misterio del collar de mensaje, o sobre la aparición de Elizabeth Cardwell en las llanuras meridionales de Gor. A veces pensaba que la clave podía estar en el mismo Saphrar, que él podía responder a todas las preguntas que me hacía. No era ninguna tontería, porque, ¿cómo era posible que él, un mercader de Turia, conociese la existencia de la esfera dorada? ¿Cómo era posible que un hombre sagaz, inteligente, desease entregar grandes cantidades de oro a cambio de algo que, según sus propias palabras, solamente le inspiraba curiosidad? Esa actitud no casaba con la lógica avaricia del cálculo mercantil, e incluso excedía el a veces irresponsable celo de los coleccionistas, en cuya familia pretendía incluirse. Si algo tenía muy claro, era que el mercader no era ningún estúpido. Aquel o aquellos para quienes trabajaba debían tener alguna idea de la naturaleza de la esfera dorada, o quizás lo sabían todo sobre ella. Era una probabilidad que había que aceptar, y yo me daba cuenta de que debía obtener el huevo lo antes posible para luego intentar retornarlo a las Sardar. No había tiempo que perder, pero... ¿Cómo iba a lograrlo?

Resolví que el período más indicado para intentar robar el huevo sería durante los días en que se realizase el Presagio. En ese tiempo Kutaituchik y otros tuchuks de alto rango, entre los que sin duda se encontraría Kamchak, estarían en las colinas que rodean el Valle del Presagio. En él, centenares de arúspices de los cuatro pueblos llevarían a cabo sobre altares humeantes sus oscuras ceremonias, y leerían los presagios, y determinarían si éstos eran o no favorables a la elección de un Ubar San, de un Ubar único, del Ubar de todos los Carros. Si determinaban que debía ser elegido, confiaba, por el bien de los Pueblos del Carro, en que esa responsabilidad no recayese sobre Kutaituchik. En tiempos podía haber sido un gran hombre, y un gran guerrero, pero ahora, gordo y somnoliento, no pensaba en nada más que en el contenido de la cajita de kanda. De todos modos no pude evitar pensar que una elección así, siempre que tuviese lugar, no haría sino beneficiar a las ciudades de Gor, pues bajo el mandato de Kutaituchik los carros no se desplazarían hacia el norte, y ni siquiera llegarían a las puertas de Turia. Acabé por pensar que, a fin de cuentas, lo más probable era que no hubiese tal elección, pues no se elegía a un Ubar San desde hacía más de cien años. Los Pueblos del Carro, orgullosos e independientes, no deseaban un Ubar San.

Noté, como en otras ocasiones, que una figura enmascarada que se cubría la cabeza con una capucha del Clan de los Torturadores, me seguía. Suponía que yo, no siendo ni tuchuk, ni mercader, ni músico y aun así viviendo en los carros, le inspiraba alguna curiosidad. Pero siempre que me giraba para observarle, huía. De todos modos, quizás no se tratase más que de imaginaciones mías. En una ocasión pensé en preguntarle por qué me seguía, pero cuando me di la vuelta ya había desaparecido.

Me encaminé hacia el carro de Kamchak, pensando en la velada que íbamos a pasar esa noche.

La muchacha de Puerto Kar que Kamchak y yo habíamos visto en el carro público de esclavos cuando fuimos a comprar vino la noche anterior a los juegos de la Guerra del Amor, iba a bailar esa noche la danza de la cadena. Recordaba que si yo no hubiese estado allí, Kamchak habría comprado a esa chica. El guerrero se había quedado prendado de ella, y debo decir que lo mismo me ocurría a mí.

Cerca del carro de esclavos ya habían levantado un recinto cerrado por cortinas. El propietario del carro permitiría la entrada a cambio de una suma. Esa clase de arreglos me irritaban bastante, pues la danza de la cadena, o la del látigo, o la danza del amor de una esclava a la que se le acaba de imponer el collar, o la danza de la marca, se celebran normalmente al aire libre, a la luz de una fogata, y cualquiera que lo desee puede acudir a tan delicioso espectáculo. Y en primavera, a consecuencia de los ataques a las caravanas, rara es la noche en que uno no puede asistir a una o más danzas. Deduje por esta razón que si hacían pagar por ver a la chica de Puerto Kar era porque garantizaban un soberbio espectáculo. Kamchak, que era un hombre a quien le costaba lo suyo soltar un discotarn, habla recibido aparentemente informaciones confidenciales al respecto. Yo había resuelto no apostar con él para decidir quién pagaba las entradas.

Cuando llegué al carro de Kamchak vi que habían atendido a los boskos debidamente, aunque todavía era pronto. Además, en un fuego exterior hervía una cazuela, y también noté que el saco de estiércol estaba lleno.

Subí de un salto las escaleras y entré en el carro.

Allí encontré a las dos muchachas. Aphris estaba arrodillada detrás de Elizabeth y le peinaba el pelo.

Recordé que Kamchak había ordenado que le diese cada día mil pasadas. La piel de larl que vestía Elizabeth también estaba acabada de cepillar.

Por lo visto, las dos muchachas habían aprovechado su ida al riachuelo que se hallaba a unos cuatro pasangs para lavarse, además de recoger agua.

Parecían bastante alborotadas. Era posible que Kamchak les permitiese ir a algún lugar.

Aphris de Turia vestía el collar y las campanillas; es decir, alrededor del cuello llevaba el collar turiano, y en cada tobillo y muñeca una doble fila de campanillas, que también colgaban del collar. Oía cómo las movía mientras le cepillaba el pelo a Elizabeth. Aparte de esto, Aphris solamente llevaba varias cadenas de diamantes que había puesto en torno al collar, y algunas colgaban de él, como las campanillas.

—¡Saludos, amo! —me dijeron ambas al verme entrar.

—Saludos —respondí—. ¿Dónde está Kamchak?

—Ahora viene —dijo Aphris.

—Soy yo quien debe hablarle —dijo Elizabeth girando la cabeza para mirar a su compañera—. ¿Olvidas que soy la primera de este carro?

El peine de Aphris dio un estirón de la cabellera de Elizabeth, y ésta gritó.

—No eres más que una bárbara —dijo Aphris dulcemente.

—¡Péiname, esclava! —dijo Elizabeth volviendo a girarse.

—Con mucho gusto, esclava —dijo Aphris continuando su trabajo.

—Por lo que veo, estáis de buen humor —dije.

Y así era en realidad. Ambas parecían excitadas y felices, a pesar de sus disputas.

—El amo —dijo Aphris— nos llevará esta noche a presenciar una danza de la cadena. La de una chica de Puerto Kar.

Eso me sorprendió bastante.

—Quizás no debería presenciar un espectáculo así —dijo Elizabeth—. Supongo que sentiré lástima por la pobre chica.

—Puedes quedarte en el carro, si quieres —dijo Aphris.

—Si la ves, estoy seguro de que no sentirás compasión por ella —comenté.

No quise ser demasiado claro con Elizabeth y decirle que nadie siente compasión por una muchacha de Puerto Kar. Tales muchachas son famosas en todo Gor debido a su carácter felino, nervioso, violento y soberbio que las hace ser magníficas bailarinas.

No entendía que Kamchak quisiera llevar a las chicas de nuestro carro, pues lo más probable era que el propietario del carro de esclavos también nos hiciera pagar por su entrada.

—¡Ho! —gritó Kamchak al irrumpir atronadoramente en el carro—. ¡Carne!

Elizabeth y Aphris se levantaron para atender la marmita que estaba sobre el fuego exterior.

Kamchak se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombra, junto a la parrilla de cobre.

Me miró con perspicacia y sacó un tóspit de la bolsa que colgaba de su faja. Me lanzó el fruto y dijo:

—¿Par o impar?

Había decidido no apostar con Kamchak, pero también había que tener en cuenta que ésa era una ocasión para vengarme, y no podía desdeñarla. Habitualmente, el juego consiste en adivinar el número de semillas que tiene un tóspit, pues casi siempre forman un número impar si se trata de un tóspit común. Pero cuando entra en juego el tóspit de rabo largo, mucho más escaso y de apariencia idéntica al tóspit común, la cosa se complica, porque dicha fruta contiene habitualmente un número par de semillas. En el caso que nos ocupaba pude ver que, quizás por accidente, el rabo del tóspit que me había lanzado Kamchak se había desprendido, con lo cual deduje que debía tratarse del exótico tóspit de rabo largo.

—Par.

Kamchak me miró, como si mi respuesta le apenase.

—Pero si los tóspits tienen casi siempre un número impar de...

—Par —repetí.

—De acuerdo. Venga, cómete el tóspit y compruébalo.

—¿Y por qué tengo que comérmelo yo? —pregunté, pensando en lo amargo que era ese fruto—. ¿Por qué no te lo comes tú, que eres quien al fin y al cabo ha propuesto la apuesta?

—Soy un tuchuk, y puedo verme tentado a tragar las semillas que no me convengan.

Así que mordí el tóspit con resignación. Era realmente amargo.

—Además —dijo Kamchak—, los tóspits no me preocupan demasiado.

—No, claro, eso no me sorprende.

—Son demasiado amargos.

—Sí, también eso es verdad.

Acabé de morder aquel fruto y, como era de esperar, tenía siete semillas.

—La mayoría de los tóspits —me informó Kamchak— tienen un número impar de semillas.

—Ya lo sé.

—Y entonces, ¿por qué has elegido par?

—Suponía —dije refunfuñando— que habías encontrado un tóspit de rabo largo.

—¿Un tóspit de rabo largo? Hasta finales de verano no se encuentran.

—¡Vaya!

—Como has perdido —dijo Kamchak—, creo que lo más justo será que pagues la entrada al espectáculo.

—Ya.

—Las esclavas también vendrán.

—¡Oh, claro! ¡Naturalmente!

Saqué unas cuantas monedas de mi bolsa y se las entregué a él, que se las metió en un pliegue de su faja. Mientras tanto, lancé significativamente miradas a los baúles de discotarns de oro y a los cofrecillos de joyas que se amontonaban en un rincón.

—Aquí están las esclavas —dijo Kamchak.

Elizabeth y Aphris entraron. Entre las dos llevaban una marmita que dejaron sobre la parrilla en el centro del carro.

—¡Venga, pídeselo! —dijo Elizabeth en tono imperioso— ¡Pídeselo, esclava!

Aphris parecía asustada, confundida.

—¡Carne! —gritó Kamchak.

Con lo cual nos pusimos a comer, y ellas lo hicieron con nosotros. Mientras nos dedicamos a esta tarea no hubo tiempo para otros entretenimientos, pero una vez acabamos, Elizabeth volvió a apremiar a Aphris:

—¡Pídeselo!

Aphris bajó la cabeza.

—Una de tus esclavas —dijo Elizabeth mirando a Kamchak— desea pedirte algo.

—¿Cuál de ellas? —inquirió Kamchak.

—Aphris —respondió con firmeza Elizabeth.

—No, amo, no —dijo Aphris.

—Sírvele vino de Ka-la-na —le indicó Elizabeth.

Aphris se levantó y fue a por una botella, y no un odre, como era habitual, de vino de Ka-la-na y trajo un cráter de vino de la isla de Cos.

—¿Me permites que te sirva? —preguntó Aphris.

Se vio un destello en los ojos de Kamchak.

—Sí.

Sirvió el vino en el cráter y volvió a poner la botella en su sitio. Kamchak le había estado mirando las manos con mucha atención. Para abrir la botella había tenido que romper el sello, y cuando había cogido el cráter, éste estaba colocado boca abajo. Si hubiese envenenado el vino, habría necesitado muchísima habilidad.

Se arrodilló ante su amo adoptando la postura de la esclava de placer y con la cabeza baja y los brazos extendidos le ofreció el cráter.

Kamchak lo tomó y después de aspirar su aroma bebió un sorbo para degustarlo. Después echó hacia atrás la cabeza y se bebió el contenido del cráter de un trago.

—¡Ah! —exclamó, saciado.

Aphris dio un salto, asustada.

—Y bien —dijo Kamchak—. ¿Qué quiere pedirle a su amo esta turiana?

—Nada —dijo Aphris.

—¡Si no se lo preguntas tú, lo haré yo! —dijo Elizabeth.

—¡Habla, esclava! —gritó Kamchak.

Aphris palideció y negó con la cabeza, temblorosa.

—Hoy ha encontrado algo —dijo Elizabeth—. Alguien debe haberlo tirado.

—¡Tráelo! —dijo Kamchak.

Aphris se levantó tímidamente y se dirigió hacia la manta que estaba colocada cerca de las dos botas de Kamchak. Escondido bajo ella había un trozo de ropa de color amarillo, desteñido, cuidadosamente doblado. Aphris lo tomó y luego se lo entregó a Kamchak.

El guerrero hizo restallar la tela para desdoblarla. Era un camisk usado, sin duda alguna de los utilizados por una de las muchachas turianas adquiridas en el curso de la Guerra del Amor.

Aphris no levantaba la cabeza de la alfombra, y seguía temblando.

Cuando al fin miró a Kamchak había lágrimas en sus ojos, y dijo muy quedamente:

—Aphris de Turia, la esclava, le ruega a su amo que le permita vestirse.

—¡Aphris de Turia! —rió Kamchak—. ¡Aphris de Turia pidiendo que se la permita cubrirse con un camisk!

La muchacha asintió y volvió a bajar la cabeza.

—Ven aquí, querida Aphris.

Ella obedeció.

Kamchak agarró las cadenas de diamantes que le rodeaban el cuello.

—¿Qué prefieres, lucir diamantes o vestirte con el camisk?

—Te lo ruego, amo —respondió ella—: el camisk.

Kamchak la despojó de los diamantes y los lanzó a un lado de la estancia. Acto seguido, sacó de su bolsa la llave para el collar y las campanillas y fue abriendo los cierres, uno a uno, para librarla de los atributos de una Kajira no cubierta. Aphris no podía creer lo que veían sus ojos.

—Hacías demasiado ruido —dijo Kamchak bromeando.

Elizabeth se puso a aplaudir de alegría, y empezó a examinar el camisk.

—La esclava le está muy agradecida a su amo —dijo Aphris con lágrimas en los ojos.

—Así debe ser —dijo Kamchak.

Aphris se puso enseguida el camisk, ayudada por Elizabeth. El contraste de esa tela amarilla con sus ojos almendrados y su pelo negro y largo la favorecían muchísimo.

—Ven aquí —ordenó Kamchak.

Aphris le obedeció y corrió rápidamente a su lado.

—Yo te enseñaré cómo se lleva un camisk —dijo Kamchak. Tomó la cuerda y la sujetó en un par de apretones y vueltas que dejaron casi sin aliento a la turiana. Finalmente la tensó y la ató alrededor de su cintura.

—Así —dijo—, así es como se lleva un camisk.

Vi que realmente Aphris de Turia iba a estar muy atractiva vestida de esa manera.

Aphris caminó ante Kamchak y se dio dos veces la vuelta.

—¿No soy bella, amo?

—Sí —dijo Kamchak acompañando su afirmación con la cabeza.

Aphris rió encantada, como si llevara uno de sus vestidos blancos y dorados de Turia.

—Para ser una esclava turiana no está mal —corrigió Kamchak.

—Llegaremos tarde a la danza si no nos damos prisa —dijo Elizabeth.

—Creía que preferías quedarte en el carro —dijo Aphris.

—No. Me lo he pensado mejor.

Kamchak buscó algo entre sus trastos, y al final vino con dos trabas para los tobillos.

—¿Para qué es eso? —preguntó Aphris.

—Para que no olvidéis que no sois más que esclavas —gruñó Kamchak—. Vámonos.


Kamchak, con el dinero que cómodamente había obtenido de mí en la apuesta, pagó nuestra entrada, y nos abrimos paso entre las cortinas que rodeaban el recinto.

En el interior ya había un buen número de hombres, algunos acompañados de sus chicas. Incluso vi a algunos kassars y paravaci, así como uno de los raros kataii, que en muy pocas ocasiones se dejan ver en los campamentos de los otros pueblos. Naturalmente, los tuchuks eran mayoría. La gente estaba sentada con las piernas cruzadas y en círculos alrededor de un buen fuego que ardía en el centro del recinto. Todos parecían de buen humor, y reían y movían las manos mientras se obsequiaban unos a otros con explicaciones sobre sus más recientes hazañas, que parecían ser muchas, sobre todo si se consideraba que aquélla era la época más activa en lo que a saqueos de caravanas se refiere. Observé con agrado que el fuego no era de estiércol de bosko, sino de madera. Lo que no me gustó fue comprender que esas vigas y tablones procedían del desguace del carro de un mercader.

Un poco apartados, en un lugar cercano al fuego pero despejado de gente, había un grupo de nueve músicos. Todavía no interpretaban ninguna pieza, aunque uno de ellos tocaba con aire ausente una especie de timbal, la kaska, que se hace sonar con las manos. Otros dos músicos, con instrumentos de cuerda, procedían a afinarlos acercando el oído a las cajas de resonancia. Uno de los instrumentos era un czehar, de ocho cuerdas y de forma parecida a la de una caja rectangular y plana; lo tocan sentados en el suelo, con las piernas cruzadas y el czehar en el regazo. Las cuerdas se pulsan por medio de una púa de cuero. El otro instrumento era la kalika, de seis cuerdas y de puente plano, como el anterior. Sus cuerdas se ajustan por medio de pequeñas clavijas de madera, y su forma recuerda por sus redondeces a la guitarra o al banjo, aunque el mástil sea mucho más largo y la caja de resonancia hemisférica. De la misma manera que el czehar, la kalika se puntea. La verdad es que en Gor no he visto nunca instrumentos de arco, y también hay que decir que en este planeta no he encontrado nunca música escrita; no sé si existirá algún tipo de notación musical, pues las melodías pasan de padres a hijos, o de maestro a alumno. Había otro músico con una kalika, pero éste se hallaba sentado con su instrumento y mirando a las esclavas del público. Los tres flautistas estaban limpiando sus instrumentos y hablaban entre ellos. Deduje que debía tratarse de asuntos profesionales, porque cada vez que uno hablaba interrumpía su explicación para ilustrarla con su flauta, y luego los demás intentaban a su vez corregir o mejorar lo que había tocado el primero. A veces la discusión se acaloraba. También pude ver a otro percusionista, que llevaba una kaska, y otro que se hallaba sentado en actitud muy seria ante lo que parecía un montón de objetos inverosímiles. Entre ellos se encontraba un palo con muescas, que se tocaba haciendo resbalar una vara de tem por su superficie. Había también platillos de todas clases, una pandereta y varios instrumentos de percusión más, como piezas de metal colgadas de un alambre, calabazas rellenas de piedrecillas, campanillas de esclava montadas en anillos, etcétera. Ese músico no iba a ser el único en utilizar todos estos artilugios, pues sus compañeros le ayudarían, sobre todo la segunda kaska y la tercera flauta. Entre los músicos goreanos, los más prestigiosos son los que tocan el czehar. En ese grupo había uno, y era el líder; le seguían en importancia los flautistas, y después los que tocaban la kalika, a los que seguían los percusionistas. El último era el encargado de los instrumentos variados, que debía entregar también a los demás en cuanto los necesitasen. Por último, considero interesante explicar que los músicos de Gor nunca pueden ser esclavizados. Naturalmente pueden sufrir penas de exilio, de tortura y de muerte, pero no se les puede esclavizar, porque se dice, y quizás con razón, que los que hacen música deben ser libres como gaviotas del Vosk o como los tarns.

Dentro del recinto, a un lado, estaba el carro de esclavos. Habían desuncido a los boskos para llevarlos a alguna parte. El carro estaba abierto, y se podía ir para comprar botellas de Paga, si así se deseaba.

—Hay sed —dijo Kamchak.

—Iré a comprar una botella de Paga —dije.

Kamchak se encogió de hombros. Después de todo, él había comprado las entradas.

Cuando volví con la botella, tuve que pasar por encima de numerosas filas de tuchuks sentados en el suelo, y un par de ellos se llevaron un pisotón. Afortunadamente, mi torpeza no fue considerada un desafío. Uno de los que sufrieron mis pisadas fue lo suficientemente educado para decirme: “Perdóname por sentarme por donde tú pasas”. A la manera tuchuk, tuve que asegurarle que no me había ofendido, y al final, sudoroso, llegué al lugar que antes ocupaba sano y salvo. Kamchak había obtenido asientos bastante buenos gracias al método tuchuk que consiste en encontrar dos individuos sentados uno cerca del otro para sentarse en medio, entre los dos. También había hecho sentar a Aphris a su derecha y a Elizabeth a la izquierda. Saqué el corcho del Paga con los dientes y se lo pasé a Kamchak por delante de Elizabeth, como indicaban las reglas de la cortesía. Faltaba alrededor de un tercio de la botella cuando Elizabeth, mareada sólo por el olor de ese brebaje, me la devolvió.

Oí dos chasquidos, y vi que Kamchak acababa de colocar la traba a Aphris. Esa traba de esclava consiste en dos pulseras que se cierran en torno a una muñeca y a un tobillo, y que están unidas por una cadena de unos veinte centímetros. Si la muchacha es diestra, como era el caso de Aphris o Elizabeth, las pulseras o esposas se ponen en la muñeca derecha y en el tobillo izquierdo. La traba no es demasiado incómoda para una chica arrodillada en cualquiera de las posturas tradicionales de las mujeres goreanas libres o esclavas. A pesar de esa cadena, Aphris, vestida con su camisk amarillo, con la negra melena cayéndole por detrás, miraba a su alrededor con gran atención e interés. Varios tuchuks la miraban con admiración. Naturalmente, las esclavas de Gor están acostumbradas a que los hombres las miren con descaro. Es más, lo esperan y les gusta que así sea. Me pareció divertido comprobar que Aphris no era ninguna excepción.

Elizabeth Cardwell también mantenía erguida la cabeza y el cuerpo, y obviamente sabía que era el blanco de una o dos miradas.

Me había llamado la atención que Kamchak, a pesar de que Aphris ya llevaba varios días en el carro, no llamara al Maestro de Hierro. Así, hasta ese momento Aphris de Turia no llevaba ninguna marca hecha con hierro candente, ni ningún anillo en la nariz. Todo eso me parecía muy interesante. También me había fijado en que, tras los primeros días, Kamchak apenas le había puesto la mano encima, aunque sí la pegó bastante fuerte en una ocasión, cuando Aphris tiró una copa. Y hacía un rato había podido comprobar que, a pesar de que Aphris era esclava desde hacía muy poco tiempo, Kamchak ya le permitía vestir el camisk. Sonreí para mis adentros, bebí un buen trago de Paga y me dije: “Así que es un tuchuk muy astuto, ¿eh? ¡Pues vaya!”.

Aphris, por su parte, parecía haberse quitado de la cabeza la idea de hundir una quiva en el corazón de Kamchak, a pesar de que esas armas seguían a la vista en el interior del carro. Quizás pensó que no era una acción demasiado atinada, pues aunque hubiese conseguido su propósito habría muerto después a manos de un miembro del Clan de los Torturadores, y no precisamente de forma plácida. Sí, realmente las consecuencias del asesinato de Kamchak no eran nada ventajosas. Por otro lado, debía temer que Kamchak se diese simplemente la vuelta y la agarrase. Después de todo es bastante difícil deslizarse para atacar silenciosamente a un hombre cuando se llevan las campanillas y el collar. Otra cosa que Aphris debía temer más que a la muerte era el saco de estiércol, y la perspectiva de pasar otra noche con la cabeza metida en él la hacía desistir de cualquier nueva tentativa. Decididamente, el saco de estiércol, como también lo demostraba Elizabeth, era un buen correctivo.

Recuerdo muy bien la mañana que siguió a la primera noche de Aphris como esclava de Kamchak. Ese día nos levantamos tarde. Kamchak, cuando logró incorporarse, se hizo traer un desayuno tardío que Elizabeth le sirvió con bastante lentitud. Cuando el guerrero acabó, salió al exterior y liberó a Aphris del saco de estiércol. Inmediatamente, la muchacha, con la cabeza en los pies de Kamchak, le rogó que la permitiera ir a buscar agua para los boskos. Aunque era pronto para decirlo, a todos nos pareció evidente que aquella encantadora turiana evitaría en la medida de lo posible volver a pasar la noche en similares condiciones.

—¿Dónde dormirás esta noche, esclava? —le había preguntado Kamchak.

—Si mi amo lo permite —contestó Aphris con una sumisión aparentemente sincera—, a sus pies.

Kamchak se echó a reír y dijo:

—¡Venga, levántate, perezosa! ¡Los boskos necesitan agua!

Aphris de Turia se había levantado con mirada agradecida. Enseguida cogió los cubos de piel y desapareció.

Me sacó de esos recuerdos el ruido de una cadena. Miré a Kamchak y vi que me tendía la otra traba.

—Pónsela a la bárbara.

Eso me sorprendió, y lo mismo le ocurrió a Elizabeth. ¿Por qué razón podía querer Kamchak que encadenara a su esclava? Elizabeth era suya, no mía. Encadenar con acero de esclava a una chica constituye una afirmación de propiedad, y es muy extraño que lo haga alguien diferente al amo.

Elizabeth seguía arrodillada, pero su postura era ahora mucho más tensa, y miraba fijamente hacia delante, respirando muy deprisa.

Me incliné y le tomé la muñeca derecha para ponérsela a la espalda; en esa posición le coloqué la primera esposa. Después tomé su tobillo izquierdo con mis manos y lo levanté un poco para deslizar la pulsera a su alrededor y cerrarla. Cuando lo hice se oyó un pequeño chasquido.

Los ojos de Elizabeth me miraban con timidez, asustados.

Guardé la llave en mi bolsillo y volví mi atención a la multitud. Kamchak rodeaba a Aphris con su brazo y decía:

—Dentro de muy poco rato verás lo que puede hacer una mujer de verdad.

—Será solamente una esclava, como yo —respondió Aphris.

Me volví hacia Elizabeth. Me miraba con una increíble cautela.

—¿Qué significado tiene que me hayas encadenado tú? —preguntó.

—Ninguno —respondí.

—A él le gusta —dijo bajando la mirada.

—¿A él? ¿Quién? ¿Aphris la esclava? —dije en tono burlón.

—¿Me venderá?

—Es posible que lo haga —dije al no encontrar ningún motivo para ocultar la verdad. Elizabeth levantó los ojos, que de pronto parecían húmedos.

—Tarl Cabot —dijo en un susurro—: si me vende, cómprame tú.

La miré con incredulidad.

—¿Por qué?

Elizabeth volvió a dejar caer la cabeza.

Kamchak se inclinó por delante de Elizabeth para arrebatarme la botella de Paga que tenía en las manos. Después luchó con Aphris para hacerla beber. Con la cabeza de la turiana sujeta hacia atrás, Kamchak le pinzaba la nariz, mientras le metía el cuello de la botella entre los dientes. Aphris luchaba por desprenderse del guerrero entre risas, y sacudía la cabeza. Pero finalmente tuvo que abrir la boca para respirar, y una buena cantidad de Paga se abrió paso en su garganta, lo cual la hizo toser bastante. Lo más probable era que no hubiese probado nunca más que los almibarados vinos de Turia, y el Paga es bastante más fuerte, como es de suponer. La turiana se había quedado boquiabierta, jadeaba y sacudía la cabeza mientras Kamchak le daba palmadas en la espalda.

—¿Por qué? —volví a preguntarle a Elizabeth.

Pero Elizabeth, con su mano izquierda libre, alcanzó la botella de Paga que Kamchak había dejado a un lado, y sin calcular las consecuencias de su acción bebió unos cinco grandes tragos de Paga. Cuando pude arrebatarle la botella, sus ojos se abrieron como platos, y luego empezó a pestañear. Exhaló con lentitud como si en lugar de aire sacara fuego y después su cuerpo se agitó violentamente, en una reacción tardía. Era como si le pegara alguien invisible. De ahí pasó a unas toses espasmódicas, que parecían hacerla sufrir hasta tal punto que temí que se ahogara y empecé a darle palmadas en la espalda. Con eso pareció recuperarse y se inclinó hacia delante, jadeando. Yo continuaba sentado con las piernas cruzadas, y la sostenía por los hombros. De pronto, Elizabeth se volvió y se lanzó a mi regazo para quedarse estirada descaradamente sobre mí a pesar de la cadena que le unía el brazo y la pierna. Yo estaba asombrado. Elizabeth me miró y dijo:

—Porque soy mejor que Dina y Tenchika.

—¡Pero no mejor que Aphris! —gritó la turiana.

—Sí —dijo Elizabeth—, mejor que Aphris también.

—¡Levántate, eslín! —dijo Kamchak, que parecía divertido—. ¡Levántate, o para preservar mi honor tendré que empalarte!

Elizabeth me miró.

—Está borracha —le dije a Kamchak.

—A algunos hombres deben gustarles las bárbaras —dijo Aphris.

Puse a Elizabeth otra vez sobre sus rodillas.

—¡Nadie me comprará! —gimió.

Enseguida se produjeron las primeras ofertas por parte de los tuchuks que nos rodeaban, y yo temía que Kamchak se separase de su esclava si las cifras aumentaban.

—¡Véndela! —le aconsejó Aphris.

—¡Tú a callar, esclava! —dijo Elizabeth.

Kamchak estaba a punto de morirse de risa.

Por lo visto, el Paga había surtido sus efectos en Elizabeth Cardwell de manera muy rápida. No parecía capaz de mantenerse erguida sobre sus rodillas, por lo que finalmente le permití que apoyara la barbilla en mi hombro derecho.

—¿Sabes? —dijo Kamchak—. A la pequeña salvaje le sienta muy bien tu cadena.

—Tonterías —respondí.

—Te vi en los juegos —continuó diciendo Kamchak—. Vi que cuando pensabas que atacaban los turianos te preparaste para rescatar a la chica.

—No me habría gustado que dañasen tu propiedad.

—Te gusta esta chica.

—Tonterías.

—Tonterías —dijo también Elizabeth con voz somnolienta.

—Véndesela a él —dijo Aphris entre hipidos.

—Lo único que quieres es ser la primera del carro —dijo Elizabeth.

—Yo la regalaría —adujo Aphris—. Total, solamente es una bárbara.

Elizabeth levantó la cabeza de mi hombro y me miró. Luego, empezó a hablar en inglés:

—Me llamo Elizabeth Cardwell, señor Cabot. ¿Le gustaría comprarme?

—No —respondí en inglés.

—Creía que lo harías —dijo, otra vez en inglés y volviendo a apoyar la cabeza en mi hombro.

—¿No has observado cómo se movía y respiraba cuando le has puesto los aceros de las trabas? —preguntó Kamchak.

—La verdad, no me he fijado —respondí. En realidad, no había pensado demasiado sobre el asunto.

—¿Y por qué crees que te he dejado encadenarla?

—No lo sé.

—Para probarte. Y todo salió como preveía: la has encadenado con mucho cariño.

—Tonterías —respondí.

—Tonterías —dijo Elizabeth.

—¿Quieres comprarla? —preguntó de pronto Kamchak.

—No.

—No —repitió Elizabeth.

Lo último que necesitaba para llevar a cabo mi peligrosa misión era cargar con una chica.

—¿Empezará pronto la representación? —preguntó Elizabeth mirando a Kamchak.

—Sí —respondió él.

—No sé si debo quedarme.

—Permítele que vuelva al carro —sugirió Aphris de Turia.

—Supongo que podré llegar saltando sobre un solo pie —dijo Elizabeth.

Yo dudaba mucho de que eso fuera factible, particularmente en sus condiciones.

—Sí, es probable que lo consigas —dijo Aphris—. Tienes unas piernas muy musculosas.

En mi opinión, las piernas de Elizabeth Cardwell no eran musculosas, pero había que reconocer que era una buena corredora.

—¡Esclava! —dijo Elizabeth levantando la barbilla de mi hombro.

—¡Bárbara! —fue la respuesta de Aphris.

—Suéltala —me indicó Kamchak.

Empecé a buscar la llave de la traba en mi bolsa, pero Elizabeth dijo:

—No, me quedaré aquí.

—Si el amo lo permite —añadió Aphris.

—Sí —Elizabeth le lanzó a la turiana una mirada furiosa—, si el amo lo permite.

—De acuerdo —dijo Kamchak.

—Gracias, amo —dijo Elizabeth educadamente antes de volver a apoyar la barbilla en mi hombro.

—¡Deberías comprarla! —me dijo Kamchak.

—No.

—Te la dejaría a buen precio.

«¡Ah, sí!». Pensé. «¿Un buen precio? ¡Eso me gustaría verlo!».

—No.

—De acuerdo, de acuerdo.

Respiré aliviado.

Más o menos en ese momento apareció la figura de una mujer vestida de negro en los escalones del carro de esclavos. Oí que Kamchak hacía callar a Aphris, y luego le dio un codazo en las costillas a Elizabeth que muy probablemente la sacó de su aturdimiento.

—¡Abrid bien los ojos, miserables calienta cazuelas! —dijo Kamchak—. ¡Abridlos bien y observad, que quizás aprendáis un par de cosas!

Entre la multitud se hizo el silencio. Casi sin querer descubrí en uno de los lados del recinto la presencia de un miembro del Clan de los Torturadores. Estaba seguro de que se trataba del mismo que me había seguido por el campamento.

Pero enseguida me olvidé de este asunto siguiendo la actuación que acababa de empezar. Aphris observaba con mucha atención, y sus labios se habían separado. Los ojos de Kamchak brillaban, e incluso Elizabeth había levantado la cabeza de mi hombro y procuraba incorporarse un poco más sobre sus rodillas para tener una visión más amplia.

La figura de esa mujer envuelta en negro empezó a bajar la escalera del carro. Una vez sobre el suelo se detuvo y permaneció inmóvil durante un largo momento. Y entonces empezaron a tocar los músicos. El primero en hacerlo fue el tambor, que marcó un ritmo como de latidos en frenesí.

La bailarina parecía huir, corría a uno y otro lado siguiendo la música, y evitaba obstáculos imaginarios. Era algo muy bello, que sugería la escapada de una ciudad en llamas, llena de seres que corrían en busca de la salvación. De pronto apareció la figura de un guerrero, apenas distinguible en la oscuridad, cubierto por una capa roja. Imperceptiblemente se fue acercando, y la chica no podía evitarlo, pues allá donde corría encontraba siempre al guerrero. Finalmente, el hombre de la capa le ponía la mano sobre el hombro. La chica echó atrás la cabeza y levantó los brazos, y pareció entonces que todo su cuerpo expresaba desdicha y desesperación. El guerrero la hizo volverse para quedar cara a cara con ella, y en ese momento, con ambas manos, la despojó de la capucha y del velo.

El público gritó entusiasmado.

El rostro de la chica mantenía una expresión estilizada e invariable de terror, pero aun así se hacía evidente que era una belleza. Yo ya la había visto antes, naturalmente, y Kamchak también, pero seguía siendo todo un espectáculo verla a la luz del fuego: su cabello era largo y sedoso, negro, sus ojos oscuros y su piel morena.

Permanecía implorante ante el guerrero, pero él no se movía. Ella se retorcía desesperadamente e intentaba escapar, pero no conseguía liberarse de su presa.

Finalmente levantó las manos de los hombros de la chica, y ésta, mientras arreciaban los gritos del público, se derrumbaba a sus pies, tristemente, para pasar a ejecutar la ceremonia de la sumisión: se arrodilló, bajó la cabeza, alargó los brazos hacia delante y cruzó las muñecas.

El guerrero se apartó de su lado y levantó un brazo.

Alguien le lanzó la cadena y el collar desde la oscuridad.

Por medio de gestos le indicó a la mujer que se levantara. Ella le obedeció y quedó en pie frente a él, cabizbaja.

El guerrero le levantó la cabeza y acto seguido un chasquido que todo el público pudo oír indicó que el collar se había cerrado en torno al cuello de la chica. La cadena que pendía del collar era bastante más larga que la de un Sirik, pues debía medir unos seis metros.

La chica pareció entonces, siempre al ritmo de la música, girar, escurrirse y alejarse del guerrero, mientras él desenrollaba la cadena, y de este modo quedó, en actitud desesperada con los seis metros de cadena desplegados. La chica se agachó, sujetó la cadena con las manos y así permaneció inmóvil durante un buen rato.

Aphris y Elizabeth observaban todo esto con una gran fascinación. Kamchak tampoco había podido apartar los ojos de aquella mujer.

La música se había detenido.

Y después, tan repentinamente que por poco salté sobre mi asiento, la multitud gritó de entusiasmo, y la música empezó a sonar otra vez. Pero lo hacía de forma diferente, pues en ese momento se trataba de un grito de rebelión salvaje, de un grito de rabia, y la muchacha de Puerto Kar se convirtió de súbito en un larl encadenado, que lanzaba dentelladas y zarpazos a la cadena, y se deshizo de sus ropas negras para revelarse envuelta en las diáfanas Sedas de Placer de color amarillo. La danza transmitía un sentimiento de odio y frenesí, una furia que obligaba a la bailarina a enseñar los dientes, a rugir. Giraba en el interior del collar, tal y como permite el collar turiano, y daba vueltas en torno al guerrero como si se tratase de una luna cautiva alrededor del sol rojo que la aprisionaba, siempre con la cadena extendida. El guerrero empezó entonces a recuperar la cadena, haciendo que la muchacha se acercase lentamente hacia él. A veces permitía que retrocediera pero la cadena no volvió a extenderse en toda su longitud, y cada vez que le permitía retroceder recuperaba un poco más de cadena. La danza contenía varias fases, que dependían de la amplitud de la órbita. Algunas de esas fases eran muy lentas, y casi no contenían movimientos, salvo algún giro de cabeza o un movimiento de manos. Por el contrario, otras eran rápidas y desafiantes, y otras gráciles y suplicantes. Algunas eran de complicada ejecución, otras sencillas. Algunas eran orgullosas, y otras inspiraban compasión. Pero después de cada una de esas fases un hecho se repetía: la chica estaba más cerca del guerrero de la capa, hasta que su puño alcanzó el collar turiano. Cuando esto ocurrió, levantó a la chica, derrotada y exhausta, para atraerla a sus labios y someterla con un beso. Las manos de la bailarina le rodearon el cuello y sin oponer resistencia alguna, con la cabeza apoyada en el pecho del guerrero, se dejó levantar en sus brazos. Seguidamente, ambos desaparecieron en la oscuridad.

Kamchak y yo, así como otros, tiramos monedas de oro a la arena que rodeaba el fuego.

—¡Era maravillosa! —gritó Aphris de Turia.

—¡Nunca me hubiera imaginado que una mujer podía ser tan bella! —dijo Elizabeth con ojos brillantes y demostrando que los efectos del Paga habían disminuido considerablemente.

—Sí, era realmente bonita —dije.

—Y yo —rugió Kamchak, lamentándose—, ¡yo solamente dispongo de un par de miserables calienta cazuelas!

Kamchak y yo estábamos levantándonos cuando Aphris apoyó la cabeza contra el muslo del tuchuk y bajó la mirada.

—¡Hazme tu esclava esta noche! —susurró.

Kamchak la agarró por el cabello y la obligó a levantar la cabeza para que le mirara. Los labios de Aphris estaban separados.

—Ya hace unos cuantos días que eres mi esclava.

—¡Esta noche! —suplicó—. ¡Esta noche, por favor!

Con un grito de triunfo, Kamchak la levantó y se la puso sobre el hombro, sin ni siquiera librarla de la traba. Aphris gritaba y Kamchak, cantando una canción tuchuk, se dirigió a grandes zancadas hacia la salida del recinto.

Cuando llegaron a la cortina, el tuchuk se volvió, siempre con Aphris sobre el hombro, y mirándonos a Elizabeth y a mí levantó la mano con gesto muy expresivo.

—¡La pequeña salvaje es tuya por esta noche! —gritó antes de girarse y desaparecer por la cortina.

Me eché a reír.

Elizabeth miraba el lugar por el que Kamchak había desaparecido. Luego se volvió y me preguntó:

—Él puede decir una cosa así, ¿verdad?

—¡Naturalmente que puede!

—¡Naturalmente! —dijo con perplejidad—. ¿Por qué no?

De pronto intentó tirar de su traba para levantarse, pero no pudo, y le faltó poco para caer. Con la mano izquierda empezó a dar puñetazos en la tierra mientras gritaba:

—¡No quiero ser una esclava! ¡No quiero ser una esclava!

—Lo siento.

—¡No tiene derecho! —dijo levantando la mirada. En sus ojos había lágrimas—. ¡No tiene derecho!

—Sí lo tiene.

—¡Ah, claro! —sollozó—. ¡Soy lo mismo que un libro, que una silla, que un animal! “¡Es tuya!” Dice. Es como decir “¡Tómala, anda! ¡Te la dejo hasta mañana! Pero devuélvemela a primera hora, cuando ya no te sirva ¿eh?” ¡No tiene derecho!

Bajó la cabeza y siguió sollozando.

—Creí que deseabas que te comprara —dije bromeando con la intención de animarla.

—Pero, ¿es que no lo entiendes? ¡Me podía haber vendido a cualquiera, no solamente a ti, sino a cualquiera!

—Cálmate, cálmate, no llores así.

Elizabeth negó con la cabeza, y el cabello que le ocultaba la cara se agitó. Luego me miró y sonrió tras todas sus lágrimas.

—Por lo que parece, amo, en este momento te pertenezco.

—Sí, eso es lo que parece.

Me incliné y la libré de sus grilletes.

Elizabeth se levantó y se puso frente a mí. Sonriendo me preguntó:

—¿Qué vas a hacer conmigo, amo?

—Nada —sonreí también—. No tengas miedo.

—¿Nada? —dijo levantando una ceja escépticamente. Después bajó la cabeza y preguntó—: ¿De verdad soy tan fea?

—No, no eres nada fea.

—Entonces, ¿no me quieres?

—No.

Me miró con descaro, echó atrás la cabeza y preguntó:

—¿Por qué no?

—No eres más que una pequeña salvaje —le dije.

Pensaba en ella, y todavía la veía como la chica asustada con su vestido amarillo, atrapada por los juegos de la guerra y la intriga, por maquinaciones que quedaban fuera de su capacidad de comprensión, y en cierto grado también fuera de la mía. Era necesario protegerla, darle refugio, había que tratarla con cariño y tranquilizarla. No podía pensar en tenerla entre mis brazos, ni en besar sus tímidos labios, pues para mí era y continuaría siendo para siempre la infortunada Elizabeth Cardwell, una víctima inocente de un viaje inexplicable que la había reducido a la condición de esclava. Era de la Tierra, y no sabía nada de las llamas que sus palabras podían encender en el pecho de un guerrero goreano, y no entendía por qué razón su amo la había ofrecido a un hombre libre. Yo no podía decirle que cualquier otro guerrero no habría esperado ni un minuto para arrastrarla sin remisión a la oscuridad de la parte inferior del mismo carro de esclavos. Era una chica infantil, algo alocada, que no llegaba a comprender la realidad; una chica de la Tierra que ahora se encontraba en Gor, y que no estaba acostumbrada a ese mundo bárbaro. Elizabeth sería siempre la brillante oficinista, como otras muchas chicas de su mundo, que no eran hombres, pero que tampoco se atrevían a ser mujeres.

—Pero, eso sí —admití—. Eres una pequeña salvaje preciosa.

Me miró a los ojos durante unos largos momentos y después se echó a llorar llevándose las manos a la cara. La rodeé con mis brazos para consolarla, pero ella me rechazó, se volvió y corrió al exterior del recinto.

Confundido, la vi desaparecer.

Me encogí de hombros, y me dirigí por fin a la salida. Pensaba que me convenía vagabundear unas cuantas horas por el campamento, antes de volver al carro.

Me acordé de Kamchak. Me alegraba por él. Nunca le había visto tan complacido. Pero por otro lado me preocupaba Elizabeth. Su comportamiento no había sido normal esa noche, o eso me parecía. Suponía que en realidad lo que la hacía estar nerviosa era la posibilidad de verse desplazada de su puesto de primera mujer del carro. De hecho, también cabía la posibilidad de que Kamchak la vendiese. Tal como estaban las cosas entre Kamchak y Aphris, todo ello era probable. Los temores de Elizabeth no eran infundados. Lo que yo podría hacer si llegaba el caso era recomendarle a Kamchak que la vendiera a un buen amo, pero lo más probable era que el guerrero se inclinara por el mejor postor antes de hacerme caso. Otra cosa que podría hacer era buscar el dinero necesario y comprar a Elizabeth, para luego intentar encontrarle un buen amo.

Pensaba que Conrad de los kassars podía ser, sin ir más lejos, un amo justo. De todos modos sabia que recientemente había ganado a una muchacha turiana como resultado de los juegos. De una cosa estaba seguro: pocos son los que quieren tener a una esclava bárbara y además inexperimentada, pues aunque se la regales, luego tienen que alimentarla, y precisamente aquella primavera había sido prolífica en chicas a las que se les acababa de imponer el collar y la marca de hierro candente. Muchas de ellas serían también inexpertas, pero sin duda serían goreanas..., y me temía que Elizabeth nunca llegaría a serlo.

Sin tener ninguna razón en particular para hacerlo, y de manera harto imprudente, compré otra botella de Paga. Quizás me iba a hacer compañía en mi solitario paseo.

Había consumido ya una cuarta parte del contenido de la botella, y pasaba junto a un carro, cuando en uno de sus lados lacados percibí el súbito temblor de una sombra. El instinto me hizo echar la cabeza a un lado, y en ese momento una quiva me pasó rozando y quedó profundamente clavada en el lado de madera del carro. Lancé a un lado la botella de Paga, que en el vuelo perdió una buena cantidad de líquido, y al girarme vi que a unos quince metros, entre dos carros, se dibujaba la oscura silueta del hombre encapuchado del Clan de los Torturadores, el mismo que me había seguido. Se volvió inmediatamente y echó a correr. Yo desenvainé mi espada y corrí tras él dando traspiés. Pero mi carrera se vio pronto interrumpida por una reata de kaiilas a las que habían soltado para que cazaran en las llanuras y que ahora volvían al campamento guiadas por un hombre. Cuando por fin logré esquivar los cuerpos de los animales y pasar por debajo de la cuerda que los unía, vi que el encapuchado había desaparecido. Como consolación a mi contrariedad sólo recibí los gritos airados del hombre que conducía la reata de kaiilas. Por si fuera poco, uno de esos violentos animales había intentado morderme y desgarrado la ropa que me cubría el hombro.

Enfadado, volví al carro sobre el que se había clavado la quiva y la arranqué.

El dueño del carro, que naturalmente sentía curiosidad por ver lo sucedido, estaba a mi lado. Aguantaba una pequeña antorcha que había encendido con el fuego de la parrilla interior. Examinaba con irritación los desperfectos que la quiva había provocado en la madera.

—¡A esto le llamo yo un lanzamiento torpe! —remarcó con mal humor.

—Quizás tengas razón —admití.

—Claro que por la cuenta que te trae —dijo volviéndose para mirarme—, más vale que haya sido así.

—Sí, más vale.

Encontré la botella de Paga. Todavía quedaba un poco de líquido en su interior. Limpié el cuello de la botella y se la ofrecí al hombre. Se bebió más o menos la mitad de lo que restaba, se limpió la boca con el revés de la mano y me pasó la botella. Acabé con el Paga y tiré la botella en un agujero de desperdicios, uno de esos que los esclavos cavaban y limpiaban periódicamente.

—Es un buen Paga —comentó el hombre.

—Sí, eso creo yo también.

—¿Me permites ver la quiva?

—Naturalmente —contesté.

—¡Vaya! ¡Qué interesante!

—¿Cómo?

—Esta quiva, que es muy interesante.

—¿Qué tiene de interesante? —pregunté intrigado.

—Que es paravaci.

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