—Supongo —dijo Harold— que ahora los guardianes ya habrán acabado su inspección de las azoteas. Creo que es el momento indicado para intentar llegar a nuestro destino por esa ruta.
—¿A qué destino te refieres? —pregunté.
—Al lugar en el que se encuentren los tarns.
—Lo más probable es que estén en el techo más alto del edificio más alto de la Casa de Saphrar.
—Ese lugar debe de ser el Torreón.
Estábamos de acuerdo. El llamado Torreón es, en las casas privadas de los goreanos, una torre de piedra redondeada, edificada con fines defensivos, en cuyo interior se guarda agua y comida. Es muy difícil prenderle fuego desde el exterior, y su redondez, como la redondez de las torres goreanas en general, tiende a incrementar el número de tiros oblicuos de las catapultas.
No fue nada fácil escalar el árbol floral con Hereena, pues luchaba como si de un larl se tratase. Avancé en primer lugar, y luego Harold me pasó a la chica, para después subir a una altura mayor y esperar a que yo se la volviera a entregar, y así sucesivamente. En varias ocasiones, para mi desesperación, nos enredamos en los tallos trepadores del árbol y, la verdad sea dicha, ya no me hallaba en condiciones de ensalzar la belleza y abundancia de sus flores. Finalmente pudimos llevar a Hereena hasta lo alto del árbol.
—¿No crees que haríamos bien en volver abajo para buscarte a una muchachita? —me preguntó Harold.
—No.
—De acuerdo, de acuerdo.
Aunque entre el muro y el árbol había una distancia bastante grande, logré el impulso suficiente al aprovechar en un salto la elasticidad de una de las ramas superiores. Así logré alcanzar el borde del muro, pero una mano me resbaló y quedé colgado de esta manera, con los pies arañando desesperadamente aquella superficie que debía distar unos quince metros del suelo. Fue un momento horrible, pero finalmente conseguí que mis dos manos se agarraran al borde del muro para así poder sentarme sobre él.
—Ten cuidado —oí que me aconsejaba Harold.
Estaba a punto de responderle con algún exabrupto cuando oí el grito aterrorizado de Hereena y vi que Harold la lanzaba en mi dirección, como si no existiera espacio alguno entre el árbol y el muro. Me las arreglé como pude para sujetar a la chica que estaba temblorosa y cubierta por un sudor frío. Haciendo equilibrios sobre el muro, con ella asida por una mano para evitar que cayera al vacío, contemplé cómo Harold utilizaba la misma rama que yo a modo de trampolín, y en un momento volaba hacia mí. También resbaló, y la verdad es que me sentí muy satisfecho al ver que así ocurría, pero nuestras manos se encontraron y pude izarlo hasta una posición más segura.
—Ten cuidado —le aconsejé procurando que en mi admonición no se transparentara ningún tono de triunfo.
—Exactamente —susurró Harold—. Como ya te había dicho antes, hay que tener cuidado.
Consideré la posibilidad de arrojarlo muro abajo, pero después de pensar en las consecuencias, es decir, en su rotura de cuello, espalda, y demás, y en lo que éstas entorpecerían nuestra escapada, descarté dicha posibilidad.
—¡Venga, vámonos! —dijo poniéndose a Hereena sobre los hombros como si fuera un pedazo de carne de bosko y empezando a caminar a lo largo del muro. Para satisfacción mía, pronto llegamos a un techo más fácilmente accesible y llano, y subimos sobre él. Harold dejó a Hereena a un lado y se sentó con las piernas cruzadas durante un rato, respirando profundamente. A mí también me vino muy bien ese descanso.
Entonces oímos por encima de nuestras cabezas, entre aquella oscuridad, el batir de las alas de un tarn, y al levantar la vista pudimos ver pasar a una de esas monstruosas aves. Un momento después un revoloteo indicó que se estaba posando sobre la superficie, en algún lugar de más altura. Nos levantamos, Harold con Hereena colocada bajo uno de sus brazos, y seguimos nuestro camino de techo en techo hasta que avistamos el torreón, cuya silueta se levantaba como un oscuro cilindro contra una de las tres lunas de Gor. Quedaba a unos veinte metros de distancia de cualquier otro edificio dentro del conjunto de la Casa de Saphrar, pero ahora veíamos cómo oscilaba un puente levadizo hecho de cuerda y maderos que se extendía desde una puerta abierta a un lado hasta una entrada que quedaba a algunos metros por debajo de nosotros. Así, ese puente permitía el acceso a la torre desde el edificio sobre cuyo techo nos encontrábamos ahora. Es más: era el único acceso si no se llegaba al torreón a lomos de un tarn, pues no hay puertas a nivel del suelo en este tipo de torreones de Gor. Los primeros veinte metros de la torre son de piedra sólida, lo cual la protege de las entradas masivas después de las cargas de los arietes, por ejemplo. Esa torre concretamente debía medir más de cuarenta metros de altura, y tenía un diámetro de unos cuatro metros. Asimismo, contaba con numerosas troneras para uso de los arqueros. Su tejado, que normalmente se hallaba erizado de lanzas y de alambres que impiden el aterrizaje de los tarns, se encontraba ahora despejado, para permitir el descenso de estos animales y de sus jinetes.
Desde la azotea donde estábamos podíamos oír de vez en cuando el ruido de algunos pasos apresurados a lo largo de la pasarela. Después, alguien gritó. También oímos cómo algún que otro tarn bajaba o emprendía el vuelo desde el techo del torreón.
Cuando estuvimos seguros de que allí arriba había por lo menos dos tarns, salté de la azotea para plantarme en esa ligera pasarela, que se estremeció bajo mi peso y estuvo a punto de hacerme perder el equilibrio. Casi inmediatamente se oyó un grito proveniente del edificio del que partía el puente:
—¡Ahí va uno de ellos!
—¡Date prisa! —le grité a Harold.
Me lanzó a Hereena directamente a los brazos. Por un momento vi su mirada aterrorizada, y pude oír lo que debía ser un lamento ahogado. Harold saltó de inmediato, y tuve que agarrar la cuerda que hacía las veces de barandilla para no caer con la chica.
De la puerta del edificio había emergido un guardián armado con una ballesta. Llevaba una flecha dispuesta para el tiro, y se apoyó el arma en el hombro. El brazo de Harold silbó a mi lado y de pronto el hombre quedó inmóvil, luego cedieron sus rodillas y finalmente se desplomó frente a la entrada al edificio lanzando su ballesta hacia atrás. Una empuñadura de quiva sobresalía en su pecho.
—Ve tú delante —le ordené a Harold.
Oía claramente los pasos de nuevos guardianes que se acercaban corriendo.
Alarmado, descubrí que en una azotea vecina se hallaban apostados dos ballesteros.
—¡Los estoy viendo! —gritó uno de ellos.
Harold corrió por el puente, con Hereena en los brazos, y desapareció en el interior del torreón.
Del edificio venían corriendo dos hombres armados con espadas. Saltaron por encima del cuerpo del ballestero y se echaron encima de mí. Al enfrentarme a ellos conseguí que uno cayera por un lado del puente, y dejé al otro malherido. Una flecha procedente de los que me apuntaban desde la azotea próxima se deslizó entre los maderos del puente, a unos quince centímetros de mis pies.
Corrí de espaldas por la pasarela y otra de las flechas fue a estrellarse justo detrás de mí, levantando chispas en el muro de la torre. Podía ver cómo varios guardianes más corrían hacia el puente. Solamente pasarían once o doce segundos antes de que los ballesteros pudieran volver a disparar sus armas. Me volví y empecé a golpear con mi espada a las cuerdas que mantenían aquel puente sujeto a la torre. También pude oír una voz desde su interior que le preguntaba a Harold con extrañeza quién demonios era y qué hacía ahí.
—¿Acaso no es eso obvio? —le gritaba Harold—. ¿No ves que llevo a la chica?
—¿A qué chica? —preguntó el guardián.
—¡A una muchacha de los Jardines del Placer de Saphrar estúpido!
—Pero, ¿por qué has de traer a esa muchacha aquí?
—Tú eres idiota, ¿no? —gritó Harold—. ¡Ten, sujétala!
—De acuerdo —dijo el guardián.
Lo que oí después fue un golpe repentino, por cuyo sonido habría dicho que se trataba de un puñetazo directo a la barbilla de alguien.
El puente empezó a sacudirse y a oscilar. Al levantar la vista para averiguar el motivo, vi que varios hombres procedentes del edificio corrían intentando alcanzarme. No tardó en levantarse un grito colectivo de terror, pues una de las cuerdas acabó por romperse y la pasarela se volcó, lanzando al vacío a los guerreros. En ese instante, una flecha chocó contra el suelo de la torre, y rebotó hacia su interior pasando muy cerca de mis pies. Volví a golpear las cuerdas con mi espada, y el puente se desprendió de toda sujeción con la torre para ir a estrellarse contra el edificio en un estruendo de maderos y gritos. Los guardianes que hasta aquel momento habían logrado aferrarse a los maderos empezaron a caer con ellos al pie del muro. Salté al interior de la torre y cerré la puerta. Justo en el momento en que lo hacía, una flecha se clavó en su parte exterior y la atravesó casi por completo, pues su cabeza quedó a unos centímetros de mi costado. Coloqué las dos barras que cerraban la puerta por si nuestros enemigos acudían provistos de escaleras para intentar abrirla...
Al darme la vuelta me encontré en el interior de una habitación sobre cuyo suelo había un guardián inconsciente. Subí por una escalera de madera hasta el siguiente nivel, que también estaba vacío, y luego otro más, y otro, y otro. Finalmente emergí en el nivel inmediatamente inferior a la azotea del torreón, y allí encontré a Harold, sentado en el escalón más bajo de la última escalera, respirando con mucha fatiga y con Hereena retorciéndose a sus pies.
—Llevo rato esperándote —dijo Harold, casi sin aliento.
—Tenemos que darnos prisa si no queremos que hagan volar a los tarns para dejamos aislados en esta torre.
—Ése era exactamente mi plan. Oye, pero antes deberías enseñarme a dominar a un tarn, ¿no?
El grito aterrorizado de Hereena traspasó su mordaza, y empezó a revolverse histéricamente para deshacerse de sus ataduras.
—Normalmente —dije— hacen falta muchos años para convertirse en un tarnsman experto.
—Todo eso me parece muy bien, pero ahora te estoy hablando de un paseo en tarn, de un paseo corto, y de las nociones más elementales necesarias para dominar a ese animal.
—¡Ven conmigo arriba! —grité.
Fui por delante de Harold subiendo la escalera y empujé la trampilla por la que se accedía a la azotea. En ella había cinco tarns. Un guardián se aproximaba en aquellos momentos a la trampilla, y el otro estaba soltando a los tarns uno por uno.
Estaba a punto de enfrentarme al primero de los guardianes, con medio cuerpo en la escalera, cuando la cabeza de Harold emergió por detrás de mí.
—¡Tranquilo, no luches! —le dijo al guardián—. ¡Éste es Tarl Cabot, de Ko-ro-ba, estúpido!
—¿Quién es Tarl Cabot de Ko-ro-ba? —preguntó el guardián, sorprendido.
—Yo soy —respondí, sin saber qué podía añadir.
—Y ésta es la chica —dijo Harold—. ¡Date prisa, cógela!
—¿Qué está pasando ahí abajo? —preguntó el guardián mientras envainaba su espada—. Y vosotros, ¿quiénes sois?
—No hagas tantas preguntas y sostén a la chica —le dijo Harold.
El guardián se encogió de hombros y cuando tomó en sus brazos el cuerpo de Hereena hice una mueca, pues inmediatamente se oyó el chasquido de un golpe que podría haber roto el cráneo de un bosko. Antes de que el guardián se derrumbara, Harold le arrebató con gran habilidad la muchacha. Acto seguido, aquel hombre cayó sin sentido por la trampilla hasta el piso de abajo.
El otro guardián continuaba concentrado en su trabajo con los tarns al otro lado de la oscura azotea. Ya había soltado a dos de esas grandes aves, y les hacía levantar el vuelo con un aguijón de tarn.
—¡Eh, tú! —gritó Harold—. ¡Suelta a otro tarn más!
—¡De acuerdo! —respondió el hombre mientras hacía volar a otro de los ejemplares.
—¡Ven aquí! —llamó Harold.
El guardián acudió corriendo.
—¿Dónde está Kuros? —preguntó.
—Abajo —respondió Harold.
—¿Quién eres tú? ¿Qué es lo que está pasando aquí?
—Soy Harold de los tuchuks.
—¿Qué haces aquí?
—¿Acaso no eres Ho-Bar? —inquirió Harold. Ése era un nombre muy común en Ar, de donde procedían bastantes mercenarios.
—No conozco a ningún Ho-Bar —respondió el hombre. ¿Quién es? ¿Un turiano?
—Creía que aquí encontraría a Ho-Bar, pero quizás tú te encuentres con él.
—Bien, lo intentaré.
—Toma, sujeta a esta chica.
Hereena sacudió la cabeza violentamente, como queriendo advertir al guardián a través de los pliegues asfixiantes del pañuelo que le tapaba la boca.
—¿Y qué quieres que haga con ella? —preguntó él.
—Sólo tienes que aguantarla.
—De acuerdo, de acuerdo.
Cerré los ojos, y en menos de un segundo se acabó todo. Cuando los abrí, Harold volvía a tener a Hereena sobre los hombros y se acercaba a grandes zancadas a los tarns.
En la azotea quedaban dos de esas grandes aves. Ambos eran ejemplares fuertes, enérgicos y despiertos.
Harold abandonó a Hereena en el suelo y se montó en el tarn que tenía más cerca. Cerré los ojos cuando vi que golpeaba fuertemente el pico del animal y decía:
—Soy Harold de los tuchuks, un experto tarnsman. He montado más de un millar de tarns, he pasado más tiempo sobre la silla del tarn que la mayoría de hombres sobre sus pies... ¡Me concibieron sobre un tarn! ¡Nací sobre un tarn! ¡Me alimento de carne de tarn! ¡Témeme! ¡Soy Harold de los tuchuks!
El ave le miraba con una mezcla de extrañeza y sorpresa, o al menos eso parecía. Temía que en cualquier instante iba a levantar a Harold con el pico para hacerlo pedazos y engullirlo en un abrir y cerrar de ojos. Pero el animal parecía demasiado sorprendido para hacerlo.
—¿Cómo se monta un tarn? —me preguntó volviéndose hacia mí.
—Sube a la silla —le indiqué.
—¡Enseguida!
Empezó a subir, pero perdió pie en uno de los peldaños de la escalera de cuerda y se quedó con la pierna metida en él. Así que fui a ayudarle a acomodarse en la silla y me aseguré que se colocaba la correa de seguridad. Después le expliqué tan rápidamente como pude el funcionamiento de los aparejos de control, del anillo principal de la silla y de las seis correas.
Cuando le entregué a Hereena, la pobre muchacha de las llanuras, familiarizada con las feroces kaiilas, por muy orgullosa y altiva que fuera, no podía evitar, como tampoco podían hacerlo numerosas mujeres, sentir un profundo pavor ante la presencia de un tarn. Sentí sincera compasión por la tuchuk, pero Harold parecía muy satisfecho al verla tan fuera de sí. Las anillas de esclava de la silla de un tarn son muy parecidas a las de las kaiilas, por lo cual Harold tuvo a Hereena atada sobre la silla, frente a él, en un momento, después de utilizar con destreza las correas que iban sujetas a las anillas. Acto seguido, sin esperar más, el tuchuk lanzó un grito y tiró de la cuerda principal. El tarn no se movió, antes bien, giró la cabeza y miró a Harold con lo que podría llamarse escepticismo animal.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no se mueve?
—Todavía está trabado —le respondí—. ¿No lo ves?
Fui hasta el animal y le solté la traba. Inmediatamente, empezó a batir las alas y alzó el vuelo.
—¡Aieee! —gritó Harold.
Podía imaginar la sensación que había experimentado en su estómago ante la rápida ascensión.
Tan deprisa como pude solté al otro tarn y me subí a su silla, en donde me coloqué la correa de seguridad. Tiré de la cuerda principal y, al ver que el tarn de Harold volaba allá arriba en círculos, dibujándose contra una de las lunas de Gor, me apresuré a acudir a su lado.
—¡Suelta las correas! —le indiqué gritando—. ¡Tu tarn seguirá al mío, no te preocupes!
—¡De acuerdo! —contestó alegremente.
Y así, en un momento, nos encontramos volando a gran velocidad sobre la ciudad de Turia. Hice que mi montura describiera un amplio giro, al ver las antorchas y luces de la Casa de Saphrar, y después la conduje hacia las llanuras, en dirección a los carros de los tuchuks.
Me satisfacía que hubiésemos conseguido escapar vivos, pero también sabía que debía volver a la ciudad, pues no había obtenido el objeto que buscaba, la esfera dorada, que seguía bien guardada en la casa del mercader.
Debía conseguirlo antes de que el hombre que mantenía contacto con Saphrar, el hombre gris con ojos como el hielo, pudiese pedirlo para llevárselo o destruirlo.
Mientras volábamos por encima de la llanura, me preguntaba cómo era posible que Kamchak estuviese haciendo retroceder los carros y los boskos, cómo era posible que abandonase tan pronto el sitio de Turia.
Empezaba a amanecer. Vimos los carros debajo de nosotros, y los boskos más allá. Ya se habían encendido los fuegos, y había mucha actividad en el campamento de los tuchuks, pues se cocinaba, se revisaban los carros, y se reunían y enganchaban a los boskos que servían de tiro. Sí, sabía que aquélla era la mañana en que partirían de Turia, en dirección al lejano Mar de Thassa. Decidí arriesgarme a que nos lanzaran flechas y empecé a descender, seguido por Harold, para posarnos entre los carros.