Seguí a Kamchak el guerrero y nos adentramos en el campamento de los tuchuks.
Seis jinetes montados en veloces kaiilas pasaron aullando cerca de nosotros. Disputaban una carrera por placer entre esa multitud de carros apiñados. Se oían los mugidos de los boskos de leche, y aquí y allá se veía corretear a los niños, entre las ruedas. Su juego preferido parecía ser lanzar una pelota de corcho para intentar acertarle con la quiva. Las mujeres tuchuk, sin velo, con sus vestidos de cuero hasta los pies y sus largos cabellos recogidos en trenzas, atendían los cazos humeantes que colgaban de unos trípodes hechos de madera de tem. El combustible que empleaban estaba hecho con excrementos de bosko. Las mujeres no tenían la cara marcada, pero a semejanza de los boskos llevaban un anillo en la nariz. Los de los animales son de oro y muy pesados, mientras que las mujeres lucen joyas mucho más finas, también de oro, que me recordaban a los anillos de boda de mi viejo planeta. Oí a un arúspice cantar entre los carros. Por un pedazo de carne leía el viento y la hierba; por una copa de vino las estrellas y el vuelo de los pájaros; por hartarse de comida, el hígado de un eslín o de un esclavo.
Aunque luego no quieran reconocerlo, a las gentes de los Pueblos del Carro les fascina el futuro y sus señales, y los tienen muy en cuenta. Kamchak me explicó que en una ocasión un ejército de más de mil carros desvió su camino porque un enjambre de reneles (unos insectos venenosos del desierto, parecidos al escarabajo) no defendió su nido destrozado por la rueda de uno de los carros. En otra ocasión, hace más de cien años, un Ubar nómada perdió la espuela de su bota derecha, y por esa razón, cuando había llegado con su pueblo a las mismas puertas de la extraordinaria Ar, deshizo todo el camino.
Al lado de uno de los fuegos vi a un tuchuk que danzaba y daba saltos encogido, con las manos en la cintura. Estaba borracho de leche fermentada y danzaba, según me dijo Kamchak, para complacer al cielo.
Los tuchuks y los demás Pueblos del Carro veneran a los Reyes Sacerdotes, pero no hacen como los goreanos de las ciudades, que confían las dignidades del culto a la Casta de los Iniciados. Creo que los tuchuks no adoran nada, en el sentido normal de la palabra, pero lo cierto es que consideran sagradas algunas cosas, como los boskos o la destreza en el manejo de las armas, o por encima de todo, el cielo; el orgulloso tuchuk siempre está dispuesto a quitarse el casco ante él, ante el simple, vasto y bello cielo, del que cae la lluvia creadora de la tierra, según sus mitos, y del bosko, y de los tuchuks. Cuando un tuchuk reza lo hace dirigiéndose al cielo. A él le pide la victoria y la fortuna para los suyos, la desgracia y la miseria para el enemigo. El tuchuk tan sólo reza cuando está sobre su montura, como lo hacen otros entre los Pueblos del Carro; solamente sobre su kaiila y con las armas en la mano le hace sus súplicas al cielo, pero no como un esclavo a su dueño, o como un siervo a su dios, sino como un guerrero a su Ubar. A las mujeres de los Pueblos del Carro no les está permitido orar, pero muchas son las que protegen a los arúspices, los cuales, además de predecir el futuro con un mayor o menor grado de exactitud y por honorarios generalmente razonables, son proveedores de una increíble variedad de amuletos, talismanes, filtros, pociones, papeles hechizados, dientes de eslín capaces de maravillas, polvos mágicos de cuerno de kailiauk, fantásticas y coloreadas cuerdas que pueden atarse alrededor del cuello de tal o cual manera, según y cómo se quieran utilizar sus poderes... Todas estas chucherías y muchas más venden los arúspices.
Mientras pasábamos entre los carros tuve que echarme atrás porque un eslín intentaba salir de su jaula para atacarme y alcanzarme sacando entre las barras sus garras de seis uñas. En la misma pequeña jaula se amontonaban cuatro eslines más de la pradera y no cesaban de moverse, amenazándose unos a otros, sin descanso, como si fueran serpientes hambrientas. Cuando cayese la noche los dejarían libres para que vigilaran los alrededores de las manadas y cumplieran su papel de centinelas-pastores. También utilizan a estos animales cuando un esclavo escapa, ya que el eslín es un cazador eficiente, incansable, salvaje y casi infalible, capaz de seguir un rastro por antiguo que sea, durante centenares de pasangs. Finalmente, quizás un mes más tarde, encuentra a su víctima, y la destroza.
Me llamó la atención el sonido de las campanillas de esclavo, y al buscar su proveniencia vi a una muchacha que transportaba una carga entre unos carros. Iba completamente desnuda, a excepción del collar y de las líneas de campanillas.
Kamchak se dio cuenta de que había reparado en la chica y se rió entre dientes, pues sabía que no podía parecerme muy normal ver a una esclava pasearse entre los carros.
Las campanillas le colgaban de las muñecas y de los tobillos, unidas y engarzadas en dos líneas de eslabones que formaban pulseras. Llevaba también un collar turiano, en lugar del collar de esclava más común. El collar turiano es un anillo que rodea ampliamente el cuello de la chica. Queda tan holgado que cuando un hombre lo coge con la mano, la chica puede girar en su interior. El collar goreano, por el contrario, es una banda plana de metal que se ajusta al cuello. Ambos collares se cierran por detrás del cuello de la chica y ambos, aunque en el collar goreano resulte más difícil grabar, llevan una leyenda para asegurarse de que si alguien encuentra a la chica la devolverá sin más demora a su amo. En el collar de esa chica también habían fijado campanillas.
—¿Es turiana? —pregunté.
—Claro que sí —me respondió Kamchak.
—En las ciudades solamente las esclavas de placer llevan estas campanillas, y únicamente cuando danzan.
—Lo que ocurre —me dijo Kamchak—, es que su amo no se fía de ella.
Por este simple comentario entendí la situación de la chica; no se le concedían las ropas para impedir que entre ellas ocultara algún arma. Mientras tanto, las campanillas marcarían cada uno de sus movimientos.
—Por la noche —me dijo Kamchak—, la encadenan bajo el carro.
La chica había desaparecido.
—Las muchachas turianas son muy orgullosas —siguió diciendo Kamchak—, y por esta misma razón son excelentes esclavas.
Su afirmación no me sorprendió. El amo goreano prefiere a las muchachas con nervio, a las que rechazan su látigo y el collar, a las que resisten hasta el final, hasta que, meses después quizá, se dan por vencidas y pasan a agradecerle absolutamente todo y sólo temen que se canse de ellas y las venda a otro amo.
—Dentro de un tiempo hará lo que sea para conseguir los harapos de un esclavo.
Supuse que lo que decía Kamchak era cierto. Todo tenía un límite para una chica, y acabaría por arrodillarse ante su amo, y con la cabeza en sus botas le rogaría que le diese un pedazo de tela, aunque sólo fuese para convertirse en Kajira cubierta.
Kajira es la expresión más común para referirse a una esclava. Otra expresión bastante utilizada es Sa-Fora, una palabra compuesta cuyo significado equivale a “hija de la cadena”. Entre los Pueblos del Carro, ser una Kajira cubierta implica llevar cuatro prendas, dos rojas y dos blancas. Una cuerda roja, la Curla, se ata alrededor de la cintura. La Chatka, una correa de cuero negro estrecha y larga, se ata a la parte delantera de la cuerda, baja por entre las piernas y luego vuelve a atarse, muy tensa a la parte posterior de la Curla. La parte superior del cuerpo se la cubren con el Kalmak, un chaleco abierto de cuero negro. Finalmente, la Koora, una cinta de tejido rojo, a juego con la Curla, se ata alrededor de la cabeza para mantener los cabellos atrás, pues las mujeres esclavas no pueden hacerse trenzas ni arreglarse el pelo de cualquier otra manera. Según los Pueblos del Carro el pelo de las esclavas debe estar suelto, y la Koora es la única concesión. Para los hombres esclavos de los Pueblos del Carro, o Kajirus (poco numerosos, si exceptuamos las cadenas de trabajo), ser un Kajir cubierto significa llevar el Kes, una túnica corta sin mangas de cuero negro. En el recorrido hacia el carro de Kamchak tuve ocasión de ver a algunas Kajiras cubiertas, y eran espléndidas. Caminaban con la insolencia y el descaro de la chica esclava, de la jovencita que sabe que tiene un dueño, que los hombres la han encontrado suficientemente bella y excitante como para ponerle un collar. Las austeras mujeres de los Pueblos del Carro, por lo que pude ver, las envidiaban y las odiaban, y aprovechaban para darles algún bastonazo cuando alguna de las esclavas se acercaba demasiado a algún cazo humeante con la intención de robar un pedazo de carne.
—¡Se lo diré a tu amo! —gritó una.
La muchacha se rió de ella, y desapareció rápidamente entre los vagones con un destello de su pelo castaño recogido en la Koora.
Kamchak y yo nos echamos a reír.
Lo más probable era que esa belleza no tuviese que temer de su amo, a menos que dejase de gustarle.
La vista de esos centenares, de esos millares de carros con sus variados y brillantes colores, era impresionante. Para mi sorpresa pude comprobar que eran casi cuadrados, y del tamaño de una habitación bien amplia. Cada carro es arrastrado por dos parejas de boskos, cada uno de los animales sujeto a un saliente, y cada saliente unido por un travesaño de madera de tem. Los dos ejes del carro también son de madera de tem, lo cual, dada su extraordinaria flexibilidad y junto con la falta de accidentes geográficos en las llanuras del sur, permite la amplitud de las viviendas.
La caja del carro, que se eleva a casi dos metros del suelo, está formada por tablas lacadas de madera de tem. En su interior cuadrado se fija la estructura de la tienda, que es redonda y se cubre con las pieles de bosko tensadas, pintadas y barnizadas. El colorido de estas pieles es riquísimo, y de muy trabajado diseño, de tal manera que cada carro compite con su vecino en la pasión y la audacia que se ha puesto en su decoración. Como decía, la estructura redonda se fija dentro de la base cuadrada del carro, de manera que a los lados queda un espacio sobre el que se puede caminar, como en los puentes de los barcos, alrededor de la tienda. Los lados de la caja del carro están perforados aquí y allá por troneras desde las que se pueden tirar las flechas del pequeño arco de cuerno de los Pueblos del Carro. Es una demostración de que esa pequeña arma no solamente es eficaz para el guerrero que monta sobre las kaiilas, sino también, como si de una ballesta se tratara, para la defensa de tan exiguos cuarteles. Una de las características más curiosas de estos carros la constituyen las ruedas, que son enormes: las posteriores tendrán unos tres metros de diámetro, y las anteriores, semejantes a las de los carros de Conestoga, son algo más pequeñas, pues su diámetro no debe llegar a los dos metros y medio. Las ruedas traseras son, por su amplitud, más difíciles de encallar. En cuanto a las delanteras, permiten, por su tamaño y su situación cercana a la tracción de los boskos, una mayor capacidad de giro del carro. Estas ruedas son de madera tallada y están profusamente pintadas, como las pieles de la tienda; sus bordes están cubiertos por gruesas tiras de cuero de bosko que se cambian unas tres o cuatro veces al año. Puede guiarse el carro por medio de una serie de ocho riendas, dos para cada uno de los cuatro animales que forman el tiro, pero normalmente los vagones avanzan en fila india, en numerosas y largas columnas, y solamente se guían los carros delanteros, pues los demás no hacen más que seguir. Para ello se ata a la parte trasera de los carros una correa unida a la anilla de la nariz del bosko que sigue, a veces hasta treinta metros más atrás, arrastrando al siguiente carro, y así sucesivamente. A veces también pueden verse a mujeres o niños que caminan con un punzón en la mano junto a los boskos de tiro, marcándoles el camino.
Las tiendas se mantienen siempre firmemente cerradas para proteger su interior del polvo de la marcha. Es una medida muy normal, si se tiene en cuenta que dichos interiores están muy a menudo ricamente ornamentados: los suelos están cubiertos por maravillosas alfombras, las paredes y techos por tapices, y abundan los cofres, las sedas y demás artículos provenientes de los asaltos a las caravanas. Colgantes lámparas de aceite de tharlarión son las encargadas de iluminar tan lujosos almohadones de seda y tan tupidas y trabajosamente tejidas alfombras. En el centro del carro hay un pequeño cuenco de cobre para hacer fuego, provisto de una rejilla de latón elevada. Puede emplearse como cocina, pero su misión principal es proporcionar calor. El humo se va por un orificio hecho en la cubierta de piel que también se cierra cuando el carro está en movimiento.
De pronto se oyó el ruido sordo de los pasos de una kaiila que avanzaba entre los vagones, y después un terrible resoplido. Me eché atrás para evitar las garras del rabioso animal que se levantó ante mí.
—¡Apártate, estúpido! —gritó una voz.
Era una voz de muchacha, y para mi sorpresa pude comprobar que montada a horcajadas del monstruo había una joven sorprendentemente bella, nerviosa, que tiraba con enfado de las riendas del animal.
No era como las demás mujeres de los Pueblos del Carro, no era como aquellas mujeres austeras a las que había visto inclinarse sobre los cazos humeantes.
Llevaba una falda de cuero corta y abierta por un lado para permitirle montar en la kaiila. Su blusa de cuero no tenía mangas. Sobre los hombros llevaba sujeta una capa carmesí, y su espléndida cabellera morena estaba sujeta por una banda de tejido escarlata. Como las demás mujeres de estos pueblos, no llevaba ningún velo para cubrirse la cara y, también como ellas, lucía un fino anillo que le atravesaba la nariz, el anillo que revelaba su origen.
Su piel era tostada y brillante, y sus ojos oscuros y profundos centelleaban.
—¿Quién es este estúpido? —le preguntó a Kamchak—. Es un extraño. Se le debería matar.
—No es ningún estúpido. Su nombre es Tarl Cabot, y es un guerrero, un hombre que ha unido sus manos a las mías para tomar la tierra y la hierba.
La muchacha dio un resoplido de desdén y clavó las espuelas en los costados de la kaiila para alejarse a toda velocidad.
—Es Hereena —dijo Kamchak entre risas—, una chica del Primer Carro.
—Háblame de ella —le pedí.
—¿Y qué quieres que te cuente?
—¿Qué significa ser del Primer Carro?
Kamchak se echó a reír.
—Realmente —dijo—, no se puede decir que sepas mucho sobre los Pueblos del Carro.
—Sí, eso es cierto.
—Ser del Primer Carro significa pertenecer a la corte de Kutaituchik.
Repetí ese nombre lentamente, procurando imitar su pronunciación, que se dividía en cuatro sílabas: Ku-tai-tu-chik.
—Y éste debe ser el Ubar de los tuchuks, ¿no es así?
Kamchak sonrió:
—Su carro es el Primer carro, y él es quien se sienta sobre el manto gris.
—¿El manto gris? —pregunté.
—El manto que constituye el trono para nuestro Ubar, el Ubar de los tuchuks.
Así fue como oí por primera vez el nombre del que según mis deducciones era el Ubar de este pueblo tan orgulloso.
—Algún día te encontrarás en presencia de Kutaituchik —dijo Kamchak—. Yo visito a menudo el carro del Ubar.
Por su comentario deduje que Kamchak no era un hombre cualquiera entre los tuchuks.
—La corte personal de Kutaituchik está compuesta por muchos carros —continuó diciendo Kamchak—, más de un centenar. Pertenecer a cualquiera de esos carros significa ser del Primer Carro.
—Ya entiendo —dije—. Y esa chica ¿no será acaso la hermana de Kutaituchik?
—No, no tiene ningún parentesco con él, como tampoco lo tienen la mayoría de los pertenecientes al Primer Carro.
—Parecía muy diferente a las demás mujeres tuchuk.
Las carcajadas de Kamchak hicieron que se le movieran las marcas coloreadas de su cara.
—¡Pues claro que es diferente! La han educado para que sea un premio en los juegos de la Guerra del Amor.
—No sé a qué te refieres.
—¿No has visto nunca las Llanuras de las Mil Estacas? —me preguntó Kamchak.
—No, nunca las he visto.
Me disponía a insistir en esta cuestión, cuando oímos un grito repentino y el bramido de una kaiila que provenían de alguna parte entre aquella multitud de carros. Después se oyeron gritos de hombres, mujeres y niños. Kamchak levantó la cabeza, escuchando atentamente. Oímos el redoble de un pequeño tambor, seguido de dos toques de cuerno de bosko.
Kamchak me tradujo el mensaje que habían transmitido esos instrumentos:
—Acaban de traer a una prisionera al campamento.