Turia fue sitiada en la medida de lo posible, pues los tuchuks por sí solos no podían aislar adecuadamente la ciudad. Los demás pueblos nómadas habían expresado su opinión de que debían responder al asesinato de Kutaituchik los del emblema de los cuatro cuernos de bosko por sí mismos y con sus propios recursos. Según decían, ése no era un problema de los kassars, ni de los kataii, ni de los paravaci. Bastantes kassars y algunos kataii habían querido luchar con los tuchuks, pero los sosegados cabecillas de los paravaci les convencieron de que el problema estaba entre Turia y los tuchuks, y no entre Turia y los Pueblos del Carro en general. Por otra parte, habían llegado una serie de mensajes a lomos de tarns para los kataii, los kassars y los paravaci, y en ellos se especificaba que Turia no albergaba hostilidad alguna contra ellos. Naturalmente, estos mensajes llegaban siempre acompañados de sustanciosos regalos.
De todos modos, las caballerías de los tuchuks se las componían para mantener un bloqueo razonablemente efectivo en los caminos que conducían a Turia. Las masas de tharlariones provenientes de la ciudad ya habían atacado en cuatro ocasiones, pero los millares tuchuks retrocedieron hasta envolver la carga con sus kaiilas. Luego, siguiendo el método de los Pueblos del Carro, que consiste en acercarse a los jinetes enemigos y lanzarles repetidamente flechas hasta alcanzarles y tumbarlos, los tuchuks hicieron desistir de su propósito a los turianos.
También en varias ocasiones, las huestes de tharlariones habían intentado proteger a las caravanas que abandonaban la ciudad, o habían avanzado para encontrarse con caravanas que tenían concertada su entrada en Turia, pero siempre, a pesar de esa protección, los rápidos, diestros y resueltos jinetes tuchuks, obligaron a las caravanas a volver atrás, cuando no dispersaron por la llanura a todos los hombres y a sus animales.
A quienes más temían los tuchuks era a los tarnsmanes mercenarios de Turia, pues podían disparar sobre ellos con relativa impunidad, protegidos por la altura. Pero ni siquiera eso podía hacer que los tuchuks abandonaran las llanuras que rodeaban la ciudad. Los tuchuks podían defenderse de los tarnsmanes dividiendo sus Oralus, o millares, en decenas que se dispersarían inmediatamente, para así ofrecer un blanco pequeño y de rápidos movimientos. Es muy difícil acertarle a un objetivo de esta clase a lomos de un tarn, sobre todo cuando el jinete de abajo es consciente de tu presencia y está preparado para evadirse del proyectil que se le lance. Naturalmente, si el tarnsman se acerca demasiado se expone, y expone también a su montura, a la respuesta de los tuchuks y de sus pequeños arcos, que desde luego saben emplear con inusitada violencia. Las armas de arco de los tarnsmanes son eficaces contra las masas de infantería o contra las agrupaciones de pesados tharlariones. Quizás también sea conveniente pensar que muchos de los tarnsmanes mercenarios de Turia se encontraban envueltos en las poco gratas tareas destinadas a aprovisionar a la ciudad. Así se veían obligados a recorrer grandes distancias en sus tarns llegando hasta los valles del Cartius oriental para traer comida y madera para flechas. Era de presumir que esos mercenarios, al formar parte del orgulloso e impetuoso grupo de los tarnsmanes, hacían pagar a los turianos un precio muy alto por esa clase de servicios, pues debían considerar indigno cargar con fardos, y sólo el peso de los discotarns de oro les podía compensar. En la ciudad no había problemas de agua, ya que en Turia existen pozos que en ocasiones alcanzan centenares de metros de profundidad. En previsión de los sitios también cuentan con reservas de la nieve del invierno derretida o de las lluvias de primavera.
Kamchak debía contener la rabia sentado sobre su kaiila al contemplar las distantes murallas blancas de Turia. Era imposible impedir el aprovisionamiento por aire de la ciudad.
No disponía de los artilugios ideados para los sitios, ni de los hombres, ni de los recursos de las ciudades del norte. Debía permanecer así, impotente ante ese hecho, porque era un nómada al pie de unas murallas que se habían levantado contra hombres como él.
—Me pregunto —dije— por qué razón los tarnsmanes no atacaron a los carros con flechas de fuego, por ejemplo, y por qué no fueron ellos mismos los encargados de atacar a los boskos desde el aire. De esta manera os habrían hecho retroceder para proteger a vuestro ganado.
Me parecía una estrategia de lo más elemental. Después de todo, en las llanuras no se podían ocultar los carros ni los boskos, y los tarnsmanes podían alcanzar ambos objetivos en un radio de varios centenares de pasangs.
—Son mercenarios —gruño Kamchak.
—Sí, son mercenarios, ¿y qué?
—Les hemos pagado para que no incendien nuestros carros ni maten a nuestros boskos.
—¿Me estás diciendo que reciben dinero de ambos bandos? —pregunté sorprendido.
—¡Pues claro! —contestó Kamchak con irritación.
Por alguna razón, ese acuerdo no me gustaba nada, aunque, eso sí, me alegraba saber que los carros y los boskos estaban seguros de momento. Supongo que lo que me enfurecía era mi propia condición de tarnsman, pues me parecía impropio de un guerrero repartir favores indiscriminadamente a cambio de dinero procedente de bandos enemigos.
—De todas maneras —admitió Kamchak—, supongo que al final Saphrar de Turia llegará a convencerles de la conveniencia de quemar los carros y matar a los boskos. Sí, lo único que tiene que hacer es pagar más. Y cuando le hagamos daño, cuando de verdad sienta nuestra presencia —concluyó enseñando los dientes—, entonces pagará, te lo aseguro.
Ante tanto convencimiento, no me quedó más remedio que asentir.
—Vamos a retroceder —dijo Kamchak volviéndose a uno de sus subordinados—. Reunamos los carros y apartemos los boskos de la ciudad de Turia.
—¿Te das por vencido? —pregunté.
Los ojos de Kamchak brillaron por un instante. Después sonrió y dijo:
—¡Claro! Me doy por vencido.
Yo me encogí de hombros.
Sabía que tarde o temprano iba a ser yo quien entrara en Turia, pues allí se encontraba ahora la esfera dorada. De alguna manera tendría que intentar obtenerla para devolverla a las Sardar. Me maldecía a mí mismo por haber esperado tanto, incluso por haber esperado a la época de la Toma del Presagio, pues de esa manera había perdido la oportunidad de robar la esfera del carro de Kutaituchik. Como castigo, la esfera no se encontraba ya en un carro tuchuk de la llanura, sino probablemente guardada en la Casa de Saphrar, tras las altas murallas blancas de Turia.
No le había dicho nada a Kamchak de mis intenciones, pues estaba seguro de que habría tenido mucho que objetar ante una idea semejante. Quizás incluso me habría impedido abandonar el campamento. Todavía no conocía esa ciudad, y no veía la manera de entrar en ella. Tampoco sabía cómo iba a intentar llevar a cabo la misión tan peligrosa que me había impuesto.
Aquella fue una tarde laboriosa entre los carros, pues se preparaban para desplazarse. Habían conducido al ganado hacia el oeste, lejos de Turia y hacia Thassa, el lejano mar. Se trabajaba a un ritmo febril, para repasar los carros y arneses, o para cortar tiras de carne que luego se secarían colgadas a los lados de los carros, mientras éstos se desplazaran bajo el sol y el viento. A la mañana siguiente, los carros seguirían a las lentas manadas y se alejarían de Turia. Entre tanto continuaba la Toma del Presagio, a la que ni siquiera faltaban los arúspices de los tuchuks, pues éstos debían quedarse incluso después de la celebración de las últimas lecturas. Un maestro de eslines cazadores me había explicado que los presagios iban avanzando según lo previsible, y que la mayoría se inclinaban en contra de la elección de un Ubar San. Los incidentes entre turianos y tuchuks habrían influido suponía yo, en algunas predicciones. Difícilmente se les podía reprochar a los kassars, los kataii o los paravaci su voluntad de no ser arrastrados por un tuchuk en su enfrentamiento contra Turia, o por no querer tener los mismos problemas que los tuchuks al unirse a éstos de cualquiera de las maneras. Los que insistían con más vehemencia en preservar la autonomía de cada pueblo eran los paravaci.
Desde la muerte de Kutaituchik, Kamchak había cambiado muchísimo de carácter. Rara era la vez que bebía, bromeaba o reía. Yo echaba en falta sus antes frecuentes proposiciones de contienda amistosa, o de carreras, o sus apuestas. Ahora parecía un hombre austero, malhumorado, consumido por la rabia y el odio hacia Turia y los turianos. Se comportaba de manera particularmente violenta con Aphris. Ella era una turiana, y cuando Kamchak había vuelto aquella noche del carro destrozado de Kutaituchik, se dirigió furioso a la jaula de eslín en la que había confinado a Aphris con Elizabeth al iniciarse lo que parecía iba a ser un ataque generalizado. Abrió la puerta y ordenó a la turiana que saliera y se pusiera ante él con la cabeza baja. Una vez le hubo obedecido Aphris, sin dirigirle la palabra para nada, la despojó de su camisk amarillo y ató sus muñecas con brazaletes de esclava. Aphris parecía consternada, y temblaba.
—¡Debería castigarte con el látigo! —gritó Kamchak.
—Pero, ¿por qué, amo?
—¡Porque eres turiana!
La muchacha le miró con lágrimas en los ojos; sin sentir compasión alguna, Kamchak la agarró por el brazo y volvió a meterla en la jaula, junto a Elizabeth, que parecía absolutamente abatida. Cerró la puerta con candado, y cuando lo hacía Aphris dijo:
—¿Amo? ¡Amo, por favor!
—¡Silencio, esclava!
La muchacha no se atrevía a hablar.
—¡Aquí esperaréis las dos a que venga el Maestro del Hierro! —rugió el guerrero antes de darles la espalda bruscamente y dirigirse a las escaleras de su carro.
Pero el Maestro del Hierro no vino esa noche, ni la siguiente, ni la siguiente. En esos días de guerra había cuestiones más importantes a las que atender, y el marcar e imponer un collar a las esclavas podía esperar.
—¡Dejemos que el Maestro del Hierro cabalgue con su millar! —decía Kamchak—. Ésas dos no escaparán. Dejaré que esperen como si fuesen eslines en sus jaulas, sin saber qué día las marcarán.
Su súbito sentimiento de rabia hacia Aphris de Turia debía ser también la explicación a su voluntad de no liberar a las muchachas de su confinamiento.
—¡Que desesperen ahí dentro, que acaben por rogar que las marquen con el hierro candente!
De las dos, la que parecía más profundamente afectada era Aphris. No entendía la crueldad irracional de Kamchak, aquella manera tan brusca de comportarse con ella y con Elizabeth. Lo que más le dolía a la turiana era quizás la súbita indiferencia del guerrero hacia ella. Yo sospechaba, aunque eso fuera lo último que admitiría Aphris, que Kamchak podía haber proclamado con razón, en ese momento, que el corazón y el cuerpo de esa esclava eran suyos. En cuanto a Elizabeth, continuaba negándose a mirarme, y tampoco quería hablarme.
—¡Vete! ¡Déjame! —me había gritado varias veces.
Kamchak les echaba comida, en concreto trozos de carne de bosko, una vez al día, a la hora señalada para dar de comer a los eslines, y les llenaba un cazo de agua que había en el interior de la jaula. Yo discutía a menudo con él, pero el Ubar de los tuchuks se mostraba inflexible. Miraba a Aphris de Turia y después se metía en el carro en donde permanecía sentado con las piernas cruzadas y la vista fija en una pared durante horas. Una vez le vi romper su silencio y decir, con rabia, como para obligarse a recordar un hecho inalterable, mientras golpeaba el suelo alfombrado con el puño: “¡Es turiana! ¡Es turiana!”. Los trabajos del carro los llevaban a cabo Tuka y otra muchacha, ambas alquiladas por Kamchak con ese propósito. Cuando los carros debían desplazarse, Tuka iba con un palo al lado del bosko que arrastraba la carreta sobre la que iba la jaula de eslines. En una ocasión tuve que hablarle con dureza al ver cómo pegaba despiadadamente a Elizabeth a través de las barras y mediante el palo del bosko. Nunca volvió a hacerlo, al menos teniéndome a mí cerca. Contra la desesperada y llorosa Aphris de Turia no parecía albergar ese odio, y quizás se debía a que era turiana.
—¿Dónde está ahora la piel roja de larl, esclava? —le gritaba en ocasiones a Elizabeth—. ¡Estarás muy bella con el anillo en la nariz! ¡Sí, y te gustará el collar que te pondrán! ¡Espera y verás! ¡Verás lo que es sentir el acero, como lo sentí yo! ¡Esclava!
Kamchak nunca le reprobaba esta actitud a Tuka, pero yo sí la hacía callar. En cuanto a Elizabeth, soportaba los insultos como sin prestarles atención, aunque luego la había oído llorar en ocasiones durante la noche.
Tuve que buscar durante bastante tiempo entre los carros antes de encontrar a Harold. Estaba sentado con las piernas cruzadas, vestido con pieles viejas de bosko y con las armas envueltas en cuero y al alcance de la mano, comiendo una tajada de carne de bosko a la manera tuchuk, es decir, agarrando con la mano izquierda y entre los dientes la carne, mientras que con la quiva sujeta en la mano derecha se van cortando pedazos a escasos centímetros de la boca, pedazos que luego se mascan para volver a iniciar la maniobra enseguida.
Sin decir palabra, me senté junto a él y le observé comer. Me miró vagamente, y de momento tampoco pronunció palabra alguna. Al cabo de un rato le dije:
—¿Cómo están los boskos?
—Tan bien como puede esperarse.
—¿Están afiladas las quivas?
—Así procuramos mantenerlas.
—Es importante —observé— que los ejes de los carros estén engrasados.
—Sí, yo también lo creo así.
Me dio un pedazo de carne y yo empecé a masticarlo.
—Tú eres Tarl Cabot, el korobano.
—Sí, y tú eres Harold, el tuchuk.
—Exacto —me dijo sonriendo—. Soy Harold, el tuchuk.
—Voy a ir a Turia —le indiqué.
—Eso es muy interesante, porque yo también voy a ir a esa ciudad.
—¿Tienes algo importante que hacer allí?
—No.
—¿Qué deseas hacer en la ciudad?
—Quiero adueñarme de una muchacha —me respondió.
—¡Ah, vaya!
—Y tú, ¿qué deseas obtener en Turia?
—Nada importante —respondí.
—¿Una mujer?
—No, no es una mujer. Es una esfera dorada.
—Sé a qué te refieres. La robaron del carro de Kutaituchik —me miró y añadió—: Dicen que esa esfera no tiene ninguna utilidad.
—Quizás sea cierto, pero de todos modos creo que iré a Turia para intentar arrebatársela a quien la tenga.
—¿Dónde crees que se encuentra ahora esa esfera dorada? —preguntó Harold.
—Creo que debe encontrarse en algún lugar de la Casa de Saphrar, un mercader de Turia.
—Eso es muy interesante —volvió a decir Harold—, porque yo quería probar suerte en los Jardines del Placer de un mercader turiano llamado Saphrar.
—Sí, realmente es muy interesante. Quizás se trate de la misma persona.
—Es muy posible que sea así —coincidió Harold—. ¿Te refieres a un tipo bajo, más bien gordo, con dos dientes amarillos?
—Exacto.
—Ésos son dientes venenosos. Es una manía que tienen los turianos, pero una manía muy peligrosa, porque están llenos del veneno del ost.
—Entonces tendré que intentar que no me muerda.
—Sí, creo que ésa es una buena idea.
Tras esta conversación, nos quedamos allí sentados durante un rato, sin hablar, mientras él seguía comiendo y yo le observaba. Cerca había un fuego, pero no era el suyo. El carro que le albergaba no era su carro. No había por allí más que las ropas que le cubrían, un manto de bosko, unas armas y la cena que se estaba llevando a la boca.
—En Turia te matarán —dijo Harold mientras acababa de comer y se limpiaba la boca a la manera tuchuk, con el revés de la mano derecha.
—Quizás tengas razón —admití.
—Ni siquiera sabes cómo entrar en la ciudad.
—Eso también es cierto.
—Yo, en cambio, puedo entrar en Turia cuando lo deseo. Conozco un camino.
—Quizás debiera acompañarte.
—Quizás sí —dijo mientras limpiaba cuidadosamente su quiva con el dorso de su manga izquierda.
—¿Cuándo piensas ir a Turia?
—Esta noche.
—¿Por qué razón no has ido antes? —inquirí mirándole fijamente.
Harold sonrió y dijo:
—Kamchak me indicó que te esperara.