Kamchak avanzaba a grandes zancadas delante de mí, dirigiéndose al punto de donde había provenido el sonido, y yo le seguía muy de cerca. Evidentemente, no éramos los únicos que corrían para ver qué ocurría, y nos vimos empujados por guerreros armados y ataviados con orgullosas cicatrices, y por muchachos de rostro intacto con el punzón para guiar a los boskos en la mano, y por mujeres vestidas de cuero que habían abandonado los cazos humeantes..., incluso pudimos ver a alguna de esas bellezas de Turia que eran las Kajiras cubiertas. Ni siquiera faltó a la cita aquella chica cuyo único atuendo eran las campanillas y el collar: vimos cómo corría bajo la pesada carga de unas gruesas tiras de carne seca de bosko intentando averiguar cuál era el significado del tambor, del cuerno y de los gritos de los tuchuks.
De pronto nos encontramos en el centro de lo que parecía ser una calle amplia y cubierta de hierba, formada por los carros que se alineaban a ambos lados. Era un espacio extenso y llano, el equivalente a una avenida en esta ciudad de Harigga, o de los Carros del Bosko.
En ese espacio se amontonaban una multitud de tuchuks y de esclavos. Entre ellos también pude distinguir a unos cuantos arúspices y adivinos, así como a cantantes, músicos y, dispersos entre la gente, algunos pequeños buhoneros y mercaderes de varias ciudades a quienes los tuchuks, que codician sus artículos, permiten acercarse a los carros. Cada uno de ellos, según averigüé más tarde, lleva en el antebrazo un pequeño tatuaje con la silueta de los anchos cuernos del bosko. Con esta marca se les permite el paso por las llanuras de los Pueblos del Carro en ciertas épocas del año. Naturalmente, lo que más difícil resulta es obtener el tatuaje. Si no gusta la canción del cantante, si no convencen las mercancías del mercader, se les ejecuta sin dilación alguna. Este tatuaje de aceptación resulta algo ignominioso, pues parece sugerir que quienes se acercan a los carros lo hacen en la condición de esclavos.
Ahora veía que dos jinetes se aproximaban desde el fondo de esa avenida cubierta de hierba montados en sus kaiilas. Una lanza, cuyos dos extremos se hallaban sujetos a un estribo de cada animal, se abría camino con ellos entre las hierbas más altas. Atada por detrás del cuello a esa lanza, entre las dos kaiilas, corría, se tambaleaba y se arrastraba, exhausta, una chica con las manos atadas a la espalda.
Había algo que me sorprendió sobremanera: su indumentaria no era la que correspondía a una goreana; ninguna nativa de las ciudades de la Contratierra iba vestida así, ni tampoco una labradora de los campos de Sa-Tarna o de los viñedos donde crecen los frutos del Ta, ni por supuesto una chica de los violentos Pueblos del Carro.
Kamchak avanzó por el centro de esa efímera avenida con la mano levantada, y los dos jinetes, portadores de tan extraña presa, tiraron de las riendas para detener a sus monturas.
Yo me había quedado sin habla.
La chica jadeaba, le faltaba el aire, y su cuerpo se convulsionaba y temblaba. Sus rodillas estaban ligeramente dobladas: a buen seguro se habría desplomado si la lanza que le tiraba del cuello no la hubiese mantenido de pie. Débilmente intentaba liberar sus muñecas de las correas que las ataban. Sus ojos parecían helados, y apenas le quedaban fuerzas para poder mirar en torno suyo. El polvo había cubierto sus ropas, y el cabello colgaba completamente enmarañado. El abundante sudor hacía que su cuerpo brillara. Le habían sacado los zapatos y se los habían colgado alrededor del cuello. Los pies le sangraban. Los jirones de sus medias de nilón amarillas rodeaban sus tobillos. Su breve vestido había acabado destrozado tras esa carrera a través de los matorrales.
Kamchak también parecía estar muy sorprendido por la muchacha, pues nunca debía haber visto a una ataviada de manera semejante. Como es natural, al ver que su falda era tan corta supuso que se trataba de una esclava, pero le confundía ver que no llevaba ningún collar metálico alrededor del cuello. De todos modos, sí que llevaba un collar que le apresaba literalmente la parte superior del cuello, un collar grueso, de cuero.
Kamchak fue hacia ella y le tomó la cabeza con las manos. Ella levantó la mirada, y al ver aquel rostro cubierto de terribles cicatrices que la observaba con curiosidad se puso a gritar histéricamente, tirando de sus ataduras para intentar huir. Pero la lanza se lo impidió, y todo acabó en unos débiles gemidos y sacudidas de cabeza: no, no podía creer lo que veían sus ojos, no entendía nada, no comprendía qué mundo era ése que la rodeaba, creía haberse vuelto loca.
Advertí que su pelo y sus ojos eran oscuros, castaños.
Pensé que esto podría hacer bajar su precio.
Llevaba una sencilla blusa amarilla a rayas naranjas hechas con lo que alguna vez habría sido tejido Oxford encrespado. Era de manga larga, con puños y cuello abrochado, semejante a la camisa de un hombre.
Pero ahora estaba desgarrada y sucia.
A pesar de su aspecto no podía dejar de opinar que era muy bonita, delgada, de fuertes tobillos, de complexión ágil y ligera. En Gor se cotizaría a un precio bastante aceptable.
Se quejó un poco cuando Kamchak le quitó los zapatos colgados alrededor del cuello de un tirón.
El guerrero me los lanzó.
Eran de color naranja, de cuero muy bien trabajado, con una hebilla. Llevaban un tacón de unos tres centímetros. También pude ver algunas letras en esos zapatos, pero tanto esos signos como las palabras que formaban habrían resultado incomprensibles para los goreanos. Era inglés.
La chica intentaba hablar:
—Me llamo Elizabeth Cardwell —dijo—. Soy una ciudadana de los Estados Unidos. Vivo en Nueva York.
Kamchak miró con expresión confundida a los dos jinetes, que no estaban menos perplejos.
—Es una bárbara —dijo uno de ellos—. No sabe hablar en goreano.
Lo que yo debía hacer, imaginaba, era permanecer en silencio.
—¡Estáis completamente locos! —gritó la chica tirando de las correas que le sujetaban las muñecas—. ¿Entendéis? ¡Locos!
Los tuchuks y los demás se miraban unos a otros, sorprendidos.
Yo no abrí la boca.
Era asombroso que una mujer aparentemente terrestre, que hablaba inglés, cayese en manos de los tuchuks en ese justo momento, cuando yo me encontraba entre ellos con la esperanza de encontrar lo que suponía que era una esfera dorada, el huevo, para devolvérselo a los Reyes Sacerdotes y así salvar a su raza. ¿Habrían sido los mismos Reyes Sacerdotes quienes habían traído a esa muchacha a este mundo? ¿Acaso era ella la última víctima de uno de los Viajes de Adquisición que realizaban? No podía entenderlo, pues suponía que habían dejado de emprender esos viajes con motivo de la reciente guerra subterránea de los Reyes Sacerdotes. ¿Los habrían reanudado? Era evidente que esa chica no llevaba demasiado tiempo en Gor, quizá no llevaba más que unas horas. Y si era cierto que los Viajes de Adquisición se habían reanudado, ¿por qué? Pero, ¿habían sido realmente los Reyes Sacerdotes quienes la habían traído a Gor? ¿No habrían sido otros, llevados por alguna razón desconocida? ¿No sería que la enviaban a los tuchuks, que la habían dejado perdida en la llanura para que sus avanzadillas la encontraran inevitablemente, con algún propósito en concreto? Y si era así, ¿con qué propósito o propósitos? ¿O quizás se trataba solamente de algún fantástico accidente o de una coincidencia? No, algo me decía que la llegada de esa chica no era ninguna casualidad.
De pronto, la chica echó atrás la cabeza y empezó a gritar histéricamente:
—¡Estoy loca! ¡Me he vuelto loca! ¡Me he vuelto loca!
No pude soportarlo más, era un espectáculo demasiado patético. Hice caso omiso de lo que me aconsejaba la prudencia y le hablé:
—No, no estás loca.
Los ojos de la chica me contemplaban. Apenas podía creer lo que acababa de oír.
Los tuchuks y los otros, como un solo hombre, se giraron para mirarme.
Me volví hacia Kamchak, y en goreano le dije:
—Puedo entenderla.
—¡Habla en su lengua! —gritó a la multitud uno de los jinetes mientras me señalaba.
Un murmullo de expectación se levantó en la multitud.
Fue entonces cuando pensé que podían haber enviado a la chica con este propósito: para señalarme como el único hombre entre los tuchuks, como el único entre miles y miles presentes en los carros, capaz de entenderla y de hablar con ella. Era una manera de identificarme, de marcarme.
—Excelente —me dijo Kamchak sonriendo.
—¡Por favor! —gritó la chica—. ¡Ayúdeme!
—Dile que permanezca callada —me indicó Kamchak.
Así lo hice, y la chica me miró, sorprendida, pero no dijo nada.
Descubrí que me había convertido en un intérprete.
Kamchak se había acercado a la chica y tocaba con curiosidad su ropa amarilla. Después, de un solo movimiento, la despojó de ella.
La chica gritó.
—Calla —le dije.
Sabía lo que iba a ocurrir ahora, y era lo mismo que habría ocurrido en cualquier ciudad, o camino, o sendero de Gor. Era una hembra cautiva, y en tal condición debía someterse al juicio de quienes la habían capturado. Además, era necesario inspeccionarla, pues quizás entre sus ropas escondía alguna daga o alguna aguja envenenada, como era frecuente que ocurriera con las mujeres libres.
Se oyeron murmullos de interés procedentes de la multitud cuando quedaron al descubierto aquellas prendas tan desconocidas que hasta entonces habían quedado ocultas por el vestido amarillo.
—¡Por favor! —susurró la chica volviéndose hacia mí.
—Estáte callada —advertí.
Kamchak procedió entonces a quitarle el resto de la ropa, y ni siquiera perdonó los jirones de las medias de nilón que colgaban alrededor de los tobillos.
Un rumor de aprobación se alzó entre la multitud. Ni las mismas bellezas goreanas esclavizadas pudieron reprimir una exclamación de asombro.
Decididamente, pensé, Elizabeth Cardwell se cotizaría a un precio muy alto.
La lanza, que le sujetaba el cuello, le impedía moverse, y sus muñecas seguían atadas por la espalda. Aparte de las correas, lo único que le cubría alguna parte del cuerpo era el collar que le apresaba el cuello.
Kamchak recogió las prendas que se hallaban esparcidas por el suelo alrededor de la chica. También tomó los zapatos, y con todo ello hizo un sucio ovillo que lanzó a una mujer que estaba cerca.
—Quémalo —ordenó.
La chica atada a la lanza miraba con desesperación cómo la mujer se llevaba sus ropas, que era todo lo que le quedaba de su antiguo mundo, hacia un fuego de cocina encendido unos metros más allá, cerca del final de los carros.
La multitud había abierto un pasillo para dejar pasar a la mujer, y la muchacha vio cómo lanzaba sus ropas al fuego.
—¡No! ¡No! —gritó—. ¡No!
Y después intentó liberarse una vez más.
—Dile —me indicó Kamchak— que tiene que aprender goreano pronto. Dile que si no lo hace la mataremos.
Traduje esta advertencia a la chica.
—Dígales que me llamo Elizabeth Cardwell —me pidió ella—. No sé dónde estoy, ni cómo he podido llegar aquí. Solamente quiero volver a mi país, soy una ciudadana de los Estados Unidos, vivo en Nueva York. ¡Llévenme allí, por favor! ¡Les pagaré lo que quieran, lo que quieran!
—Dile —repitió Kamchak— que tiene que aprender goreano deprisa, y que si no lo hace la mataremos.
Volví a traducírselo.
—¡Les pagaré lo que sea! ¡Lo que sea!
—No tienes nada —le indiqué, haciendo que se ruborizara—. Además, no disponemos de los medios necesarios para devolverte a tu casa.
—¿Por qué no? —preguntó.
—¿Acaso no has notado ninguna diferencia en la gravedad? ¿No te has dado cuenta de lo diferente que es el sol?
—¡No es verdad! —gritó.
—No estamos en la Tierra. Estamos en Gor. Es otra Tierra, si quieres, pero no la tuya.
La miré fijamente. Tenía que entenderlo. Añadí:
—Estás en otro planeta.
Ella cerró los ojos y gimió.
—Lo sé —dijo—. Lo sé, lo sé. Pero, ¿cómo? ¿Cómo? ¿Cómo es posible?
—No tengo respuesta para tu pregunta.
No le dije que yo, por razones personales, también estaba profundamente interesado en saber cómo había llegado hasta allí.
Kamchak parecía impacientarse.
—¿Qué está diciendo? —preguntó.
—Está algo preocupada, como es normal. Quiere volver a su ciudad.
—¿Cuál es su ciudad? —preguntó Kamchak.
—Se llama Nueva York —respondí.
—Nunca la he oído nombrar.
—Está muy lejos.
—¿Cómo puede ser que hables como ella?
—Hace tiempo viví en tierras en las que se habla su lengua.
—¿Hay hierba para el bosko en esas tierras?
—Sí —respondí—, pero están muy lejos.
—¿Más lejos incluso que Thentis?
—Sí.
—¿Más lejos incluso que las islas de Cos y de Tyros?
—Sí.
Kamchak lanzó un silbido.
—¡Eso sí que es lejos! —exclamó sonriéndome.
Uno de los guerreros montados en las kaiilas habló:
—Estaba sola. Buscamos, pero no había nadie, sólo ella.
Kamchak me miró, y luego posó su mirada en la chica.
—¿Estabas sola? —pregunté.
La chica asintió débilmente.
—Dice que no había nadie con ella —le indiqué a Kamchak. Éste preguntó:
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
Traduje su pregunta, y la chica me miró. Luego cerró los ojos y negó con la cabeza enérgicamente.
—No lo sé —dijo.
—Dice que no lo sabe —informé.
—Eso es muy extraño —dijo Kamchak—, pero ya la interrogaremos más detenidamente dentro de un rato.
Le hizo un gesto a un muchacho que llevaba un odre de vino de Ka-la-na sobre el hombro. Kamchak tomó el odre y sacó el tapón de hueso con los dientes. Después, colocándose el pellejo sobre el hombro, echó hacia atrás la cabeza de Elizabeth Cardwell con una mano, mientras que con la otra introducía la boquilla de hueso entre sus dientes. Apretó el odre, y la chica, medio ahogada, tragó el vino. Parte de aquel fluido rojo rebrotó en su boca y le corrió por el cuerpo.
Cuando Kamchak consideró que ya había bebido bastante le sacó la boquilla de la boca, volvió a colocar el tapón y devolvió el odre al chico.
Confundida, exhausta, con la cara y las piernas cubiertas de sudor y polvo, con el cuerpo brillante de vino, con las muñecas atadas a la espalda y el cuello sujeto a una lanza, Elizabeth Cardwell permanecía cautiva ante Kamchak de los tuchuks.
Él debía mostrarse clemente. Debía mostrarse amable. Y así lo había hecho.
—Tiene que aprender goreano —me dijo Kamchak—. Enséñale a decir “La Kajira”.
—Debes aprender goreano —le dije a la chica.
Quería protestar, pero yo no iba a permitirlo.
—Di “La Kajira".
Me miró con expresión de desamparo. Luego repitió:
—La Kajira.
—Otra vez —ordené.
—La Kajira —dijo la chica con claridad—. La Kajira.
Elizabeth Cardwell había aprendido sus primeras palabras en goreano.
—¿Qué significa? —preguntó.
—Significa —le respondí—. “Soy una esclava”.
—¡No! —gritó—. ¡No, no, no!
Kamchak hizo un gesto con la cabeza a los dos jinetes.
—Llevadla al carro de Kutaituchik.
Los guerreros hicieron girar a sus monturas, con la chica corriendo entre ellas, y desaparecieron rápidamente entre los carros.
Kamchak y yo nos miramos.
—¿Te has fijado en ese collar? —le pregunté.
No había parecido demasiado interesado en el collar que apretaba el cuello de la muchacha.
—Claro que me he fijado.
—Nunca —dije—, nunca había visto un collar semejante.
—Es un collar de mensaje —dijo Kamchak—. Cosido en el interior del cuero encontraremos un mensaje.
Mi expresión de sorpresa debió divertirle, pues se echó a reír.
—Ven conmigo —me indicó—. Vamos al carro de Kutaituchik.