26. El huevo de los Reyes Sacerdotes

El sol todavía no había salido, y en la oscuridad, las fuerzas de Kamchak llenaban las calles de Turia, sobre todo alrededor del recinto de Saphrar. Allí esperaban en silencio sus soldados, que no parecían más que sombras sobre las piedras. A veces se podían distinguir los destellos que el armamento o el equipo de los hombres provocaban a la luz pálida de una de las lunas. Una tos o el frufrú del cuero. A un lado oí cómo alguien afilaba una quiva, mientras otro procedía a tensar la cuerda de su pequeño arco.

Kamchak, Harold y yo nos hallábamos con otros oficiales en la azotea de un edificio que quedaba junto al recinto de Saphrar.

Al otro lado de las murallas podíamos oír a los centinelas dando las novedades de su puesto.

Kamchak permanecía en la penumbra, con las manos apoyadas en el pequeño muro que rodeaba la azotea en la que nos encontrábamos.

Hacía ya más de una hora que había dejado mi carro de comandante. Uno de los guardias del exterior se había encargado de avisarme. Cuando me iba, Elizabeth Cardwell se despertó. No nos dijimos nada, pero la abracé para cubrirla de besos antes de abandonar el carro.

De camino hacia el recinto de Saphrar, me había encontrado con Harold. Juntos comimos algo de carne seca de bosko y bebimos un poco de agua en uno de los carros de provisiones destinado a uno de los millares de la ciudad. En nuestro grado de comandantes, podíamos comer donde quisiéramos.

Los tarns que Harold y yo habíamos robado del torreón de Saphrar estaban ahora en el interior de la ciudad, y a nuestra disposición, pues había pensado que podían sernos de utilidad, aunque sólo fuera para enviar informes de un punto a otro. Naturalmente, en la ciudad también abundaban las kaiilas. Las había a millares, aunque los cuerpos principales de estas monturas estaban fuera de la ciudad, desde donde podían maniobrar mucho más fácilmente.

Oí que alguien mascaba cerca de mí, y al volverme vi que Harold, que había tomado del carro de intendencia algunas tiras de carne de bosko metiéndolas en su cinturón, se dedicaba a ir cortando con su quiva los trozos de carne con los que luego se llenaba la boca.

—Ya es casi de día —masculló al ver que le observaba.

Asentí.

Kamchak se inclinó hacia delante y continuó observando el recinto. En aquella oscuridad parecía un jorobado a causa de la brevedad de su cuello y de la amplitud de sus hombros. No se había movido de ese lugar en el último cuarto de ahn. Esperaba a que amaneciera.

Al dejar el carro había notado que Elizabeth Cardwell, aunque no me decía nada, estaba asustada. Recordaba sus ojos, y sus labios, que temblaban en los míos. Luego había separado sus manos de mi cuello y dado la vuelta para salir del carro. Pensaba en si volvería a verla.

—Yo, lo que haría —decía Harold— es enviar a la caballería de tarns por encima de las murallas, para que lanzaran sobre ellas millares de flechas. Después en una segunda oleada, utilizaría a los tarns que llevaran docenas de cuerdas de guerreros a los tejados de los edificios principales; así podrían tomarlos y quemar el resto.

—Pero, ¡si no tenemos caballería de tarns!

—Ése es el punto débil de mi plan —dijo Harold sin dejar de masticar carne.

Cerré los ojos brevemente, y después volví a mirar al oscuro recinto que quedaba al otro lado de la calle.

—Ningún plan es perfecto —reconoció.

Me volví a uno de los comandantes de centenar, el que estaba a cargo de los hombres a los que había entrenado con la ballesta, y le pregunté:

—¿Ha entrado o salido algún tarn del recinto durante esta última noche?

—No —respondió el oficial.

—¿Estás seguro?

—Había luna llena, y no hemos visto nada. Eso sí, he contado tres o cuatro tarns que están ahí dentro desde antes.

—No permitáis que escapen.

—Intentaremos que no lo hagan.

Ahora, por el este, del mismo modo que en la Tierra, podíamos distinguir algo de luminosidad en el cielo. Me pareció notar que mi respiración se había hecho más profunda.

Kamchak seguía sin moverse.

Abajo se oía el murmullo que los hombres producían al comprobar sus armas.

—¡Ahí va un tarn! —gritó uno de los que estaba con nosotros en la azotea.

Allí arriba, muy alto, tanto que no parecía más que un punto en el cielo, vimos a un tarn volando hacia el recinto de Saphrar, procedente de la torre en la que creía que Ha-Keel se había hecho fuerte.

—¡Preparados para disparar! —ordené.

—No —dijo Kamchak—, dejadle entrar.

Los hombres no dispararon, y el tarn, una vez se encontró casi sobre el centro del recinto, siempre manteniéndose lo más lejos posible de nuestro fuego, descendió bruscamente, levantando las alas y abriéndolas solamente en el último momento para aterrizar en el techo del torreón, muy lejos del alcance de nuestras ballestas.

—Saphrar puede escapar —observé.

—No —dijo Kamchak—, para Saphrar no hay escapatoria posible.

No dije nada.

—Su sangre me pertenece —insistió Kamchak.

—¿Quién es el jinete? —pregunté.

—Ha-Keel, el mercenario. Viene a negociar con Saphrar, pero sería mejor que lo hiciera conmigo, sean cuales sean los términos de esa negociación, pues yo dispongo de todo el oro y de todas las mujeres de Turia, y cuando caiga la noche poseeré también las hordas privadas de ese mercader.

—Ten cuidado, Kamchak —le advertí—, porque los tarnsmanes de Ha-Keel pueden volverse contra ti en lo más fuerte de la batalla.

Kamchak no me respondió.

—Los mil tarnsmanes de Ha-Keel —dijo Harold— han abandonado su torre antes del amanecer y emprendido camino hacia Puerto Kar.

—Pero, ¿por qué? —pregunté.

—Han recibido una buena cantidad de oro turiano, un material del que disponemos en grandes cantidades.

—Entonces, Saphrar está solo.

—Más solo de lo que piensa.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Espera y verás —repuso Harold.

La luz del este se había hecho ya mucho más clara, y podía ver los rostros de los hombres que aguardaban ahí debajo. Algunos llevaban correas de cuero con ganchos de metal a un extremo, mientras que otros aguantaban escaleras.

Intuía que el ataque total al recinto se produciría en el plazo de un ahn.

La Casa de Saphrar estaba rodeada literalmente por millares de guerreros.

Sobrepasábamos en número a los desesperados defensores de sus murallas, quizás en una proporción de veinte a uno. La lucha iba a resultar encarnizada, pero no parecía que el resultado estuviera en duda, ni siquiera antes de empezarla. Y particularmente ahora que los tarnsmanes de Ha-Keel habían dejado la ciudad, con las albardas de sus monturas repletas de oro turiano.

Kamchak volvió a tomar la palabra:

—He esperado durante mucho tiempo la sangre de Saphrar de Turia.

Levantó la mano, e inmediatamente un hombre que estaba a su lado subió al muro de la azotea para emitir un largo toque con su cuerno de bosko.

Creí que ésa podía ser la señal para que empezara el ataque, pero ninguno de los hombres se movió.

Ocurrió lo contrario. Con asombro, vi que una de las puertas del recinto se abría, y algunos hombres de armas salían cautelosamente, con un saco en la mano y en la otra sus armas, preparadas. Avanzaron en fila por la calle situada debajo de nosotros, bajo la mirada desdeñosa de los guerreros de los Pueblos del Carro. Cada uno de esos hombres se dirigió a una larga mesa, sobre la que había varias balanzas de pesas, y cada uno de ellos recibió cuatro piedras goreanas de oro, alrededor de tres kilos terrestres, y las guardó en el saco a tal fin. Les escoltarían hasta las afueras de la ciudad, porque el peso de cuatro piedras en oro es una fortuna.

Yo estaba profundamente sorprendido. No comprendía lo que ocurría. Por delante nuestro ya debían haber pasado centenares de guerreros que hasta pocos instantes todavía militaban en las filas de Saphrar.

—No... No lo entiendo —le dije a Kamchak.

El no se volvió para mirarme, sino que continuó observando el recinto.

—Deja que Saphrar de Turia muera por el oro —dijo.

Solamente entonces tuve conciencia de lo que estaba ocurriendo, y comprendí también la profundidad del odio que Kamchak sentía por Saphrar.

Hombre a hombre, piedra de oro a piedra de oro, se estaba acercando la muerte de Saphrar. Sus murallas, sus defensas estaban siendo adquiridas, grano a grano, arrebatándosele de entre las manos. Su oro no podía comprar ya los corazones de los hombres. Kamchak, para no desmerecer de la crueldad propia de los tuchuks, se quedaría tranquilamente a un lado y moneda a moneda, poco a poco, compraría a Saphrar de Turia.

En un par de ocasiones oí el entrechocar de las espadas en el otro lado de las murallas. Quizás algunos hombres fieles a Saphrar, o a sus códigos, intentaban evitar que sus compañeros abandonasen el recinto. Pero a juzgar por el continuo éxodo que presenciábamos los leales estaban divididos y eran franca minoría. Por otra parte, aquellos que habrían deseado luchar por Saphrar, al ver que sus compañeros desertaban en tan gran número, debieron comprender enseguida que el peligro era inminente y que se había incrementado, con lo que no tardaron en unirse a los desertores. Incluso vi que algunos esclavos abandonaban el recinto, y a pesar de su condición les dieron también las cuatro piedras de oro. Quizás era ésta una manera de insultar a quienes habían aceptado el soborno tuchuk. Supuse que Saphrar había reunido en torno suyo a aquellos hombres durante los años en que estuvo acumulando su fortuna. Ahora pagaría el precio, su propia vida.

La expresión de Kamchak seguía siendo impasible..

Finalmente, más o menos un ahn después del amanecer, ya no salieron más hombres del recinto, y las puertas quedaron abiertas.

Kamchak había bajado de la azotea, y estaba montado en su kaiila.

Lentamente, dirigió su montura hacia la puerta principal. Harold y yo le acompañamos a pie. Detrás de nosotros venían varios guerreros. A la derecha de Kamchak caminaba un maestro de eslines, que sujetaba con una cadena a dos de esas bestias sanguinarias y sinuosas.

En la silla de Kamchak colgaban varias bolsas de oro. Cada una de ellas debía pesar más de cuatro piedras. Y siguiéndole, entre los guerreros, iban varios esclavos turianos, cubiertos con el Kes y encadenados, cargando con grandes cazos repletos de sacos de oro. Entre esos esclavos estaba Kamras, el Campeón de Turia, y Phanius Turmus, el Ubar turiano.

Una vez en el interior del recinto, vi que las murallas parecían desiertas. El terreno que las separaba de los edificios aparecía igualmente vacío. Aquí y allá se veían desperdicios, como trozos de cajas, flechas rotas, pedazos de ropa.

Kamchak se detuvo y miró a su alrededor. Sus ojos oscuros y profundos miraban los edificios y examinaban con gran detenimiento las azoteas y las ventanas.

Instantes después hizo que su kaiila avanzara lentamente en dirección a la entrada del edificio principal. Ante él había dos guerreros, que parecían totalmente dispuestos a defenderlo. Me sorprendió ver, un poco más atrás, una figura huidiza, vestida de blanco y dorado. Era Saphrar de Turia. Se quedó allí, en segundo término, sujetando algo entre los brazos, algo que estaba envuelto en un paño dorado.

Los dos hombres se prepararon para defender el portal.

Kamchak detuvo su kaiila.

Detrás de nosotros oí el estruendo de centenares de escaleras y de ganchos que golpeaban las murallas. Al volverme vi que cientos y cientos de hombres se adentraban en el recinto por encima de ellas, y también por las puertas abiertas. Los muros se convirtieron en un hervidero de tuchuks y de otros guerreros de diferentes pueblos nómadas. Inmediatamente se detuvieron, y quedaron en actitud expectante.

De pie sobre su silla, Kamchak se anunció a sí mismo:

—Kamchak de los tuchuks, cuyo padre Kutaituchik fue asesinado por Saphrar de Turia, llama a Saphrar de Turia.

—¡Matadle con vuestras lanzas! —gritó Saphrar desde el interior del umbral.

Los dos defensores dudaban.

—Saludad a Saphrar de Turia de parte de Kamchak de los tuchuks —dijo Kamchak con calma.

—¡Kamchak de los tuchuks quiere saludar a Saphrar de Turia! —dijo uno de los guardianes volviéndose bruscamente.

—¡Matadle! —gritó Saphrar—. ¡Matadle!

Una docena de arqueros, que empuñaban el pequeño arco de cuerno, se situaron frente a los guardianes y apuntaron con las armas a sus corazones.

Kamchak desató dos de los sacos de oro que colgaban de su silla. Lanzó uno hacia un guardián, y el otro hacia el segundo guardián.

—¡Luchad! —gritó Saphrar.

Los dos guardianes abandonaron la puerta, para recoger cada uno su saco de oro, y luego corrieron por entre los tuchuks.

—¡Eslines! —gritó Saphrar antes de volverse y correr al interior de la casa.

Sin darse ninguna prisa, Kamchak hizo subir a la kaiila por las escaleras que conducían a la entrada de la casa, y luego, siempre a lomos de su kaiila, entró en la gran sala de recepción de la Casa de Saphrar.

Allí miró detenidamente alrededor suyo y después, con Harold y yo detrás, y también con el hombre de los dos eslines, con los esclavos cargados de oro y con los arqueros y demás hombres, empezó a subir por las escaleras de mármol sobre su kaiila, tras los pasos del aterrorizado Saphrar.

En el interior de la casa nos encontramos también con guardianes, y Saphrar siempre se refugiaba detrás de ellos. Pero Kamchak arrojaba el oro y los guardianes se lanzaban a recogerlo, con lo que Saphrar, jadeante y resollando, no tenía más remedio que seguir corriendo con sus piernas cortas, conservando el objeto envuelto en tela dorada entre las manos. El mercader cerraba puertas tras de sí, pero pronto las volvían a abrir, forzándolas, los que iban con nosotros. Cuando podía arrojaba muebles escaleras abajo para detenernos, pero no teníamos más que esquivarlos. Esa persecución nos llevaba de habitación en habitación, de sala en sala, por toda la inmensa mansión de Saphrar de Turia. Pasamos también por la sala de banquetes, el lugar en el que un tiempo antes el mercader que ahora huía había sido nuestro anfitrión. Pasamos por cocinas y por pasadizos, e incluso por las habitaciones privadas de Saphrar, en donde vimos una multitud de vestidos y pares de sandalias pertenecientes al mercader; cada una de esas prendas estaba confeccionada preferentemente en los colores blanco y dorado, pero en ocasiones se mezclaban con centenares de otros colores. Cuando llegamos a ese punto de la casa, pareció que la persecución había terminado, pues Saphrar se había esfumado. Aun así, Kamchak no dio muestras de la más mínima irritación.

Lo que hizo fue desmontar y tomar una de las prendas que se hallaban sobre la inmensa cama de la habitación. Luego hizo olfatear esa prenda a los dos eslines y les ordenó:

—¡Cazad!

Los dos animales parecieron beber del olor de la prenda, y después empezaron a temblar, y de sus patas anchas y ligeras emergieron las garras para luego volver a retraerse, y sus cabezas se levantaron para empezar a oscilar a uno y otro lado. Como si de un solo animal se tratara, se volvieron y arrastraron por la cadena a su cuidador. Quedaron frente a lo que parecía un muro, y se levantaron sobre las dos patas posteriores, mientras que con las cuatro delanteras arañaban el muro, entre gritos, lloriqueos y gruñidos.

—Romped esta pared —ordenó Kamchak.

No era cuestión de tomarse la molestia de buscar el botón o la palanca que debía abrir aquel panel.

Un momento después, el muro ya estaba destrozado, revelando el oscuro pasadizo que quedaba tras él.

—Traed lámparas y antorchas —ordenó Kamchak.

Nuestro Ubar entregó su kaiila a un subordinado y prosiguió su camino a pie, con una antorcha y una quiva en las manos. Se adentró en el pasadizo con los dos eslines al lado. Tras él avanzábamos Harold y yo, y el resto de sus hombres, varios de ellos con antorchas, e incluso los esclavos que cargaban con el oro. Bajo la guía de los eslines, no tuvimos dificultades en seguir el rastro de Saphrar a través del pasadizo, aunque éste se ramificaba en varias ocasiones. El camino estaba completamente a oscuras, pero allí donde se bifurcaba había encendidas algunas pequeñas lámparas de aceite de tharlarión. Supuse que Saphrar de Turia debía llevar una lámpara o una antorcha, a menos que conociese de memoria los entresijos de aquel laberinto.

En un punto, Kamchak se detuvo y pidió que trajesen planchas. Mediante algún mecanismo había desaparecido la superficie del camino en una longitud de unos cuatro metros. Harold lanzó un guijarro a ese vacío, y tardamos más de diez ihns en oír su choque con el agua allá en las profundidades.

A Kamchak no parecía importarle esa espera. Se sentó y permaneció inmóvil como una roca, con las piernas cruzadas junto al vacío y mirando al otro lado. Finalmente llegaron las tablas que había pedido, y él y los eslines fueron los primeros en cruzar.

En otra ocasión nos ordenó que permaneciéramos quietos donde estábamos. Luego pidió una lanza, con cuya punta rompió un alambre que había en el camino. Inmediatamente, cuatro cuchillas salieron despedidas de una de las paredes, para introducirse con sus puntas afiladas en unos orificios practicados en la pared opuesta. Kamchak rompió las barras que sujetaban esas cuchillas a patadas, y seguimos nuestro camino.

Finalmente, emergimos en una amplia sala de audiencias, de techo abovedado, con espesas alfombras y repleta de tapices. La reconocí inmediatamente, pues era la estancia donde fuimos conducidos Harold y yo tras ser apresados para ser presentados ante Saphrar de Turia.

En esa habitación había cuatro personas.

En el puesto de honor, con las piernas cruzadas, tranquilo, apoyado en los cojines del mercader, estaba el enjuto Ha-Keel con su rostro cruzado por una cicatriz. El que había sido tarnsman de Ar, ahora mercenario del escuálido y maligno Puerto Kar, se encontraba engrasando tranquilamente la hoja de su espada.

En el suelo, bajo esa tarima, estaba Saphrar de Turia, que sujetaba con desesperación el objeto envuelto en púrpura. También se encontraba allí el paravaci, todavía con la capucha del Clan de los Torturadores; sí, allí estaba el que habría podido ser mi asesino, el que había estado con Saphrar de Turia cuando entré en el Estanque Amarillo de Turia.

Oí que Harold gritaba de alegría al descubrir a aquel tipo. El hombre se volvió hacia nosotros, con una quiva en la mano. Bajo su máscara negra debía haber palidecido al ver a Harold de los tuchuks. Sí, podía sentir cómo temblaba.

El otro hombre que les acompañaba era un joven, de ojos y cabellos oscuros. Se trataba de un simple hombre de armas, que no debía pasar de la veintena. Vestía el rojo de los guerreros. Empuñaba una espada corta y no se movía de su sitio, entre nosotros y los demás.

Kamchak le miraba, y en su expresión se denotaba únicamente que parecía divertido con la presencia de aquel muchacho.

—No te metas en esto, chico —dijo Kamchak con mucha tranquilidad. En este lugar estamos tratando de cosas serias, no de chiquilladas.

—¡Atrás, tuchuk! —gritó el muchacho con la espada preparada delante de él.

Kamchak hizo una señal para que le pasaran una bolsa de oro. Empujaron hacia delante a Phanius Turmus, y del cazo que transportaba Kamchak tomó un saco de oro que lanzó hacia el joven. Pero éste no se movió de su sitio, sino que se preparó para enfrentarse a solas a la carga de los tuchuks.

Kamchak lanzó otro saco de oro a sus pies, y luego otro más.

—Soy un guerrero —dijo con orgullo el joven.

Kamchak hizo una señal a sus arqueros, y éstos se adelantaron, con sus flechas apuntadas sobre el joven. Inmediatamente, Kamchak le arrojó, una tras otra, una docena de sacos a los pies.

—¡Ahórrate tu dinero, eslín tuchuk! Soy un guerrero, y conozco mi código.

—Como quieras —dijo Kamchak levantando su mano para hacerles la señal a sus arqueros.

—¡No lo hagas! —grité.

Entonces, lanzando el grito de guerra turiano, el joven se lanzó hacia delante con su espada. Iba a caer sobre Kamchak cuando doce flechas volaron al mismo tiempo, y se clavaron todas sobre su cuerpo. El chico dio dos vueltas sobre sí mismo, pero luego intentó seguir para alcanzar a Kamchak, y otra flecha, y luego otra, hicieron impacto en su cuerpo, hasta que cayó a los pies del Ubar de los tuchuks.

Con sorpresa vi que ninguna de las flechas había penetrado en su torso, ni en su cabeza, ni en el abdomen, sino que interesaban solamente a brazos y piernas.

No había sido ninguna casualidad.

Kamchak le dio la vuelta sobre el suelo con su bota.

—¡Sé un tuchuk!

—¡Nunca! —susurró el joven, aturdido por el dolor, con los dientes apretados—. ¡Nunca, eslín tuchuk, nunca!

Kamchak se volvió para hablar con algunos de sus guerreros.

—Curadle las heridas —dijo—, y haced que sobreviva. Cuando pueda montar, enseñadle a cabalgar en la silla de la kaiila, y a manejar la quiva, el arco y la lanza. Vestidle con el cuero de los tuchuks. Necesitamos hombres como él entre los carros.

Vi los ojos asombrados del joven, que contemplaba a Kamchak sin entender lo que decía. Finalmente, se lo llevaron de la estancia.

—Con el tiempo —dijo Kamchak—, este chico será el comandante de un millar.

Nuestro Ubar levantó la cabeza para contemplar a los otros tres hombres: Ha-Keel, que seguía sentado con su espada en actitud muy reposada, el desesperado Saphrar y el alto paravaci, con su quiva.

—¡El paravaci es mío! —gritó Harold.

El hombre se volvió, furioso, para encararse con él, pero no dio ni un paso ni lanzó su quiva.

—¡Luchemos! —gritó Harold saltando hacia delante.

Obedeciendo al gesto de Kamchak, Harold retrocedió con expresión de enfado, y la quiva en su mano.

Los dos eslines rugían y tiraban de sus cadenas. El pelo rojizo que colgaba de sus fauces estaba salpicado por la espuma de su agitación. Los ojos les brillaban. Las garras emergían y se retraían una y otra vez, desgarrando la alfombra.

—¡No os acerquéis! —gritó Saphrar—. ¡No os acerquéis, si no queréis que destruya la esfera dorada!

Apartó la tela púrpura que había cubierto la esfera, y luego levantó ésta por encima de su cabeza. Mi corazón se detuvo durante un momento. Agarré de la manga a Kamchak.

—¡Que no lo haga! ¡Sobre todo! ¡Que no lo haga!

—¿Por qué no? —preguntó Kamchak—. ¡Esa esfera es un objeto inútil!

—¡Atrás! —gritó Saphrar.

—¡No lo entiendes, Kamchak! —exclamé.

—¡Escuchad al korobano! —gritó Saphrar con ojos brillantes—. ¡Él lo sabe! ¡Él lo sabe!

—¿De verdad crees que es tan importante que no destruya la esfera?

—¡Sí! —respondí—. ¡No hay nada tan valioso en todo Gor! ¡De ella depende el futuro del planeta!

—¡Escuchadle! —gritó Saphrar—. ¡Si os acercáis, la destruiré!

—Es imprescindible que no sufra ningún daño —le dije a Kamchak.

—Pero, ¿por qué?

No respondí a su pregunta porque no sabía cómo decir lo que debía explicar.

—¿Qué es eso que sostienes? —le preguntó Kamchak a Saphrar.

—¡La esfera dorada! —gritó Saphrar.

—Pero, ¿qué es la esfera dorada?

—No lo sé —respondió Saphrar—. Todo lo que sé es que algunos hombres ofrecerían la mitad de las riquezas de Gor por ella.

—Pues yo no daría ni un discotarn de cobre por ella.

—¡Escucha al korobano! —gritó Saphrar.

—¡No debe destruirla! ¡Es muy importante! —dije yo.

—¿Por qué? —volvió a preguntar Kamchak.

—Porque..., es la última semilla de los Reyes Sacerdotes —dije al fín—. Es un huevo, un niño..., es la esperanza de los Reyes Sacerdotes, de todos ellos..., lo significa todo, el mundo, el universo...

Los hombres murmuraban alrededor de mí. Estaban sorprendidos. Los ojos de Saphrar parecían a punto de estallar. Ha-Keel también me miraba, olvidándose momentáneamente de su espada y del aceite para limpiarla. El paravaci miraba a Saphrar.

—Yo no lo creo —dijo Kamchak—. A mí me parece que es un objeto inútil, y basta.

—No, Kamchak. Por favor.

—¿Es éste el motivo por el que viniste a los Pueblos del Carro? ¿Por la esfera dorada?

—Sí —respondí—, ése era el motivo.

Recordaba nuestra conversación en el carro de Kutaituchik.

Los hombres que nos rodeaban se agitaron. En algunos era visible la irritación.

—¿Habrías robado esta esfera? —preguntó Kamchak.

—Sí, lo habría hecho.

—¿De la misma manera que Saphrar?

—No, yo no habría matado a Kutaituchik.

—¿Y por qué razón la habrías robado?

—Para devolverla a las Sardar.

—¿No la querías para guardártela, para tu propia riqueza?

—No, no la quería para eso.

—Te creo —dijo Kamchak, para luego alzar la vista y mirarme mientras decía—: Sabíamos que un día u otro vendría alguien desde las Sardar. Lo que no sabíamos era que tú fueses ese alguien.

—Yo tampoco lo sabía.

—¿Tienes la intención de comprar tu vida con la esfera dorada? —dijo Kamchak mirando al mercader.

—¡Si es necesario, sí! —gritó Saphrar.

—Pero yo no quiero esa esfera, yo sólo quiero atraparte a ti.

Saphrar palideció, y volvió a colocar la esfera por encima de la cabeza.

Me alivió ver que Kamchak hacía un gesto a sus hombres indicándoles que no dispararan. Agitó la mano y todos los demás, a excepción de Harold, el cuidador de los eslines y yo mismo, se retiraron unos metros.

—Así está mejor —dijo Saphrar.

—Enfundad vuestras armas —ordenó el paravaci.

Le obedecimos.

—¡Retroceded con vuestros hombres! —gritó Saphrar subiendo un escalón—. ¡Si no lo hacéis, destrozaré la esfera dorada!

Kamchak, Harold, el cuidador de los eslines y yo retrocedimos lentamente, arrastrando a los dos animales que no dejaban de tirar de las cadenas y parecían enloquecidos al ver que les alejaban de su presa, Saphrar.

El paravaci se volvió a Ha-Keel, que había enfundado su espada y permanecía en pie, después de haberse desperezado y guiñado un ojo.

—Tienes un tarn —dijo el paravaci—. ¡Llévame contigo! ¡En mi mano está el ofrecerte la mitad de las riquezas de los paravaci! ¡Boskos, y oro, y mujeres, y carros! ¡Todo eso puede ser tuyo!

—Supongo —dijo Ha-Keel— que todo cuanto tienes no es suficiente para comprar la esfera dorada. Y te recuerdo que esa esfera está en manos de Saphrar.

—¡No podéis abandonarme aquí! —gritó el paravaci.

—No pujas lo suficiente para obtener mis servicios, eso es todo —dijo bostezando Ha-Keel.

Los ojos del paravaci emblanquecieron bajo la capucha negra y su cabeza se volvió bruscamente para mirar a los tuchuks que habían retrocedido hasta el otro extremo de la estancia.

—Entonces, ¡esa esfera será mía! —exclamó corriendo hacia Saphrar para intentar arrebatársela.

—¡Es mía! ¡Mía! —gritaba Saphrar intentando retenerla.

Ha-Keel observaba la escena con mucho interés.

Hubiera deseado correr hacia ellos, pero la mano de Kamchak me sujetó por el brazo y lo evitó.

—¡Que la esfera no sufra ningún daño! —grité.

El paravaci era mucho más fuerte que el obeso mercader, y pronto tuvo sus manos sobre la esfera y tiraba de ella, mientras Saphrar la sujetaba con sus pequeñas manos y gritaba histéricamente. Con sorpresa vi que mordía el antebrazo del paravaci, con lo que sus dos colmillos envenenados se mezclaron con la sangre del encapuchado. Éste gritó, desesperado, y se estremeció. Entonces contemplé con horror que la esfera dorada, que el paravaci había conseguido arrebatarle a Saphrar, caía a unos cuatro metros de él y se rompía contra el suelo.

De mis labios surgió un grito de terror y corrí hacia delante. Las lágrimas brotaban en mis ojos, y no pude evitar un gemido cuando caí sobre mis rodillas ante los fragmentos esparcidos del huevo. ¡Todo había acabado, pues! ¡Todo! ¡Había fracasado en mi misión! ¡Los Reyes Sacerdotes morirían! Este mundo, y quizás también mi querida Tierra, caería ahora en manos de esos Otros misteriosos, todo había acabado, todo estaba perdido, muerto, sin esperanza de remisión.

Apenas tenía conciencia de los estertores del paravaci, que se debatía sobre la alfombra mientras daba dentelladas al aire y levantaba el brazo herido. Su sangre se convertía en naranja debido a los efectos del veneno de ost, y no tardó en morir tras un último suspiro.

Kamchak fue hacia él y le apartó la máscara. Contemplé aquella cara distorsionada, de color anaranjado, retorcida, agónica, Su piel, parecida ahora a un pellejo, era como de papel coloreado, como si algo siguiera abrasándola desde el interior. Se distinguían gotas de sudor y de sangre sobre ella.

—Es Tolnus —oí que decía Harold.

—Naturalmente que es él. ¿Quién si no el Ubar de los paravaci podía haber enviado a sus jinetes para que atacaran los carros tuchuks? ¿Quién si no él podía haberles prometido a los tarnsmanes mercenarios la mitad de los boskos, del oro, de las mujeres y de los carros de los paravaci?

Me acordaba de Tolnus, pues había sido uno de los cuatro Ubares con los que me había encontrado sin saberlo al llegar a los Pueblos del Carro.

Kamchak se inclinó sobre aquel cadáver y le arrancó el collar de valor incalculable que llevaba, compuesto por una multitud de joyas. Después, arrojándolo a uno de sus hombres, dijo:

—Dádselo a los paravaci, así quizás podrán comprar algunos de los boskos y mujeres que les quitaron los kassars y los kataii.

En verdad no tenía demasiada conciencia de todo cuanto ocurría a mi alrededor, pues estaba desbordado por la pena, y seguía arrodillado en el salón de audiencias de Saphrar, ante los restos de la esfera dorada destrozada.

Noté que Kamchak y Harold se habían acercado al lugar en el que me encontraba.

Sin ninguna vergüenza, sollozaba.

No lo hacía solamente por haber fracasado, por ver que el objeto protagonista de mi misión se había desvanecido. No, y tampoco lloraba porque la guerra de los Reyes Sacerdotes, en la que yo había tomado parte prominente, resultase ahora totalmente infructuosa y absurda. Ni tampoco porque la vida de mi amigo Misk se viese ahora desprovista de propósito, destrozada. Tampoco lo hacía por pensar que ese mundo, y quizás la misma Tierra podían caer ahora en manos de esos Otros misteriosos. No, no se trataba de eso. Mis sollozos respondían a lo que yacía en el interior del huevo, a la víctima inocente de tantas intrigas, de tantas luchas desatadas durante siglos, que podían llevar al conflicto a diferentes mundos. Sí, lloraba porque esa criatura había muerto, y no había hecho nada que la llevase a tal suerte. El niño, por llamarlo de alguna manera, de los Reyes Sacerdotes, ese niño que podía haberse convertido en la Madre, estaba ahora muerto.

Los sollozos hacían que mi cuerpo se convulsionase, y no me preocupaba que aquellos hombres fuesen testigos de mi dolor.

—Saphrar y Ha-Keel han huido —oí vagamente que alguien decía.

—Suelta a los eslines, y dejemos que cacen un rato —dijo Kamchak cerca de mí, con gran tranquilidad.

Oí cómo soltaban las cadenas de los animales, y los dos eslines salieron disparados de la habitación, con los ojos brillantes por la excitación.

No me habría gustado estar en la piel de Saphrar de Turia.

—Has de ser fuerte, guerrero de Ko-ro-ba —dijo Kamchak con amabilidad.

—Creo que no lo entiendes, amigo mío —susurré—. No, no lo entiendes.

De pronto me di cuenta del fuerte hedor que despedía la esfera destrozada que tenía delante de mí.

—Huele muy mal —dijo Harold.

Se agachó junto a los fragmentos, con expresión de asco, e investigó por entre aquella sustancia espesa, tocando los fragmentos dorados de la cáscara, esparcidos como consecuencia de la caída. Frotó uno de esos fragmentos entre el pulgar y el índice.

Yo seguía con la cabeza gacha. Nada me importaba.

—¿Has examinado esta esfera dorada? ¿Te has fijado bien en ella? —me preguntó Harold.

—Nunca tuve la oportunidad de hacerlo —respondí.

—Pues deberías hacerlo ahora —dijo Kamchak.

Negué con la cabeza.

—Mira —dijo Harold mostrándome la yema de sus dedos índice y pulgar. Vi que estaban manchados de dorado.

Me quedé observando aquella mano, sin entender todavía qué ocurría.

—Es tinte —dijo Harold.

—¿Tinte? —repetí.

Harold volvió a agacharse para tocar las sustancias espesas del huevo roto. De entre éstas sacó un feto arrugado, podrido, que quizás había muerto meses o años atrás. Era el feto de un tharlarión.

—Como ya te había dicho —dijo Kamchak sin abandonar su tono amable—, el huevo era un objeto inútil.

Me puse inmediatamente en pie, e investigué también entre los restos de aquel huevo. Tomé un trozo de cáscara, y frotándolo vi que efectivamente el dorado se desprendía fácilmente y manchaba mis dedos.

—Éste no es el huevo de los Reyes Sacerdotes —dijo Kamchak—. ¿De verdad crees que dejaríamos que nuestros enemigos conociesen el paradero de un objeto así?

Miré a Kamchak con lágrimas en los ojos.

De pronto, desde muy lejos nos llegó un terrible grito, agudo, tembloroso, acompañado de los aullidos estridentes de los frustrados eslines.

—Ha terminado —dijo Kamchak—. Ha terminado.

Se volvió hacia la dirección de la que provenía el grito. Siempre sin prisas, caminó por la alfombra para dirigirse a ese lugar. Cuando estuvo a la altura del cadáver de Tolnus de los paravaci dijo:

—Mala suerte. Habría preferido atarle a una estaca en el camino de los boskos.

Sin añadir nada más, Kamchak abandono la estancia, y nosotros le seguimos, guiándonos por los aullidos frustrados y distantes de los eslines.

Juntos llegamos al borde del Estanque Amarillo de Turia. En su contorno de mármol se hallaban los dos eslines, que alzaban y bajaban sus cabezas y aullaban, furiosos. Sus ojos azules, enloquecidos, no perdían ni por un momento de vista a la triste figura de Saphrar de Turia, que gimoteaba y lloriqueaba en el interior del estanque. Sus dedos intentaban alcanzar las parras graciosas y decorativas que colgaban sobre él, a más de seis metros por encima de su cabeza.

Se debatía e intentaba desplazarse en la sustancia brillante, palpitante, burbujeante, del Estanque Amarillo, pero no lo logró. Sus manos rechonchas de uñas escarlatas parecían de pronto derretidas, delgadas, en sus desesperados esfuerzos por encontrar un punto al que agarrarse. El mercader estaba cubierto de sudor. Le rodeaban las luminosas esferas blancas, que flotaban bajo la superficie, quizás observando, o quizás solamente registrando la posición de la presa en virtud de las corrientes de presión. Las gotas de oro que Saphrar llevaba a modo de cejas pasaban inadvertidas bajo el fluido gelatinoso y palpitante que empezaba a subir por su cuerpo, pegándosele irremisiblemente. Bajo la superficie podíamos ver que sus ropas habían desaparecido en parte, devoradas por las sustancias del estanque, que ahora empezaban a atacar su piel, cada vez más blanca. Sí, aquellos jugos empezaban a abrirse paso en su cuerpo, y de él extraían las proteínas y alimentos que necesitaba el estanque para nutrirse.

Saphrar avanzó un poco más hacia el centro y el estanque se lo permitió. Los fluidos llegaban ahora a su pecho.

—¡Bajad las parras! ¡Bajadlas! —rogó Saphrar.

Nadie se movió.

Saphrar echó atrás la cabeza y aulló de dolor como lo haría un perro. Empezó a arañarse el cuerpo, como si hubiese enloquecido. Después, con lágrimas en los ojos, extendió los brazos hacia Kamchak de los tuchuks.

—¡Piedad!

—Acuérdate de Kutaituchik —dijo Kamchak.

Saphrar gritó, desesperado. Bajo la superficie distinguí que algunas fibras filamentosas empezaban a rodear sus piernas para conducirle a una parte más profunda del estanque, para que se hundiera por completo.

Saphrar, el mercader de Turia, intentó evitarlo agitando los brazos en el material pastoso que te rodeaba, pero era inútil. Los ojos de la víctima parecían salir de sus órbitas, y la boca, con sus dos colmillos vacíos ya del veneno de ost, parecía gritar, pero de ella no salía sonido alguno.

—Ese huevo —le dijo Kamchak— era sólo un huevo de tharlarión. No tenía ninguna utilidad, ni valor.

El fluido llegaba ahora a la barbilla de Saphrar, que echó hacia atrás la cabeza para intentar mantener la boca y la nariz sobre la superficie. Su cabeza se sacudía por el horror.

—¡Piedad! —volvió a gritar.

Pero aquella palabra se perdió entre la masa burbujeante y amarilla que había alcanzado en aquel momento su boca.

—Acuérdate de Kutaituchik —repitió Kamchak.

Las fibras filamentosas arrastraron al mercader por las piernas y los tobillos hacia las profundidades del estanque. Algunas burbujas salieron a la superficie. Después, sus manos de uñas escarlatas, aún extendidas como pretendiendo alcanzar las parras, desaparecieron bajo el estanque brillante y espumoso.

Permanecimos allí en silencio durante un rato, hasta que Kamchak vio surgir en la ahora líquida superficie, huesos blancos, como maderas flotantes, que eran desplazados uno por uno a los lados del estanque. Supuse que algún criado los recogería para deshacerse de ellos, según la costumbre.

—Traed una antorcha —ordenó Kamchak.

No quitaba los ojos del fluido del estanque, de ese líquido viviente.

—Saphrar de Turia fue quien aficionó a Kutaituchik a las cuerdas de kanda —me dijo Kamchak—. Por lo tanto, mató a mi padre dos veces.

Trajeron la antorcha, y el estanque parecía descargarse de vapores más rápidamente, y los filamentos empezaron a agitarse y se dirigieron al otro extremo. Los colores amarillos parpadeaban, las fibras se retorcían, y las esferas de diferentes colores oscilaban y giraban bajo la superficie, corriendo en una dirección y luego en otra.

Kamchak tomó la antorcha y con su mano derecha, después de describir un amplio arco, la arrojó al centro del estanque...

Fue como una explosión, como una conflagración: el estanque ardía como un volcán, y tanto Kamchak, como Harold, los demás hombres y yo tuvimos que cubrirnos el rostro y retroceder ante la fuerza de las llamas. Se oían los rugidos, silbidos y borboteos del estanque que lanzaba fragmentos incendiados de sí mismo a las paredes. Incluso las parras prendieron. El estanque parecía intentar desecarse para retroceder y volver a su condición sólida, pero el fuego había prendido tanto en su interior que abrió las capas que empezaban a endurecerse en el exterior, y lo convirtió todo en algo que parecía un lago de aceite en llamas. Los fragmentos recién endurecidos prendieron y luego se elevaron en el aire, por encima de las llamas.

Durante más de una hora estuvo ardiendo, hasta que finalmente la cuenca del estanque quedó vacía de su contenido, completamente ennegrecida. En algunos lugares, el mármol se había fundido y derretido. No quedaba nada, aparte de algunas manchas de carbón y grasa, así como unos cuantos huesos carbonizados y unas gotas de oro derretido, que quizá eran todo cuanto restaba del que Saphrar de Turia llevaba sobre los ojos y de sus dos colmillos de oro, que una vez contuvieron el veneno de un ost.

—Kutaituchik ha sido vengado —dijo Kamchak.

Acto seguido, abandonó aquel lugar.


Harold, yo y los demás le seguimos.

Fuera del recinto de Saphrar, que ahora estaba ardiendo, montamos en nuestras kaiilas para volver a los carros, al otro lado de las murallas.

Un hombre se acercó a Kamchak.

—El tarnsman ha escapado —dijo—. Como tú nos habías ordenado, no hicimos fuego contra él, pues no iba con el mercader, Saphrar de Turia.

—No tengo nada en contra de Ha-Keel el mercenario —repuso Kamchak.

Después se volvió a mí y dijo:

—Quien puede volver a encontrarse con él eres tú, sobre todo ahora que sabe lo que hay en juego en todas estas disputas. Sólo saca su espada en nombre del oro, pero supongo que ahora que Saphrar está muerto, los que emplearon al mercader deberán necesitar nuevos agentes que hagan su trabajo..., y que pagarán con placer los servicios de una espada como la de Ha-Keel.

Kamchak me sonrió, por primera vez desde la muerte de Kutaituchik y añadió:

—Dicen que la espada de Ha-Keel es apenas un poco menos rápida y hábil que la de Pa-Kur, el Maestro de Asesinos.

—Pa-Kur está muerto —dije—. Murió en el sitio de Ar.

—¿Recuperaste el cuerpo?

—No.

—Creo, Tarl Cabot —dijo Kamchak sonriendo—, que nunca serías un buen tuchuk.

—Y eso, ¿por qué?

—Eres demasiado inocente, demasiado confiado.

—Hace ya tiempo —dijo Harold, que se encontraba por allí cerca— que no me hago ilusiones con los korobanos.

—Pa-Kur —dije sonriendo— fue derrotado en combate singular sobre el tejado del Cilindro de Justicia de Ar. Allí, para evitar que le capturasen, se lanzó al vacío, y no creo que pudiese volar.

—¿Se recuperó su cuerpo? —volvió a preguntar Kamchak.

—No, pero eso ¿qué importancia tiene?

—Para un tuchuk, mucha.

—Realmente, los tuchuks sois lo que se dice desconfiados.

—¿Qué debió ocurrir con el cuerpo? —preguntó Harold, que parecía tomarse muy en serio esta cuestión.

—Supongo que las multitudes de abajo lo destrozarían. También es posible que lo llevaran junto a los demás cadáveres... Pudieron ocurrir muchas cosas.

—Por lo tanto —dijo Kamchak—, tú crees que está muerto.

—Seguro.

—Bien, pues esperemos que eso sea cierto..., por tu bien.

Hicimos que nuestras kaiilas girasen y, uno al lado del otro, salimos del jardín de la Casa de Saphrar, que seguía ardiendo. Cabalgamos sin hablar, pero Kamchak, por primera vez en semanas, silbó una tonadilla. Luego se volvió hacia Harold y le dijo:

—Creo que dentro de unos cuantos días podremos ir a cazar tumits.

—Sí, me encantaría.

—¿No querrás venir con nosotros? —me preguntó Kamchak.

—Creo que dentro de muy poco tendré que dejar los carros pues he fracasado en la misión que me habían encomendado los Reyes Sacerdotes.

—¿Qué misión es ésa? —inquirió Kamchak con aire inocente.

—Encontrar el último huevo de los Reyes Sacerdotes —respondí, quizás con un poco de irritación—, y luego devolverlo a las Sardar.

—¿Y cómo es que los Reyes Sacerdotes no lo hacen por sí mismos? —preguntó Harold.

—No pueden soportar la luz del sol. No son como los hombres, y si los hombres los viesen, les temerían, e intentarían matarlos, con lo que se correría el peligro de que también destruyesen el huevo.

—Algún día me tendrás que hablar de los Reyes Sacerdotes.

—De acuerdo.

—Pensé que tú podrías ser el hombre —dijo Kamchak.

—¿Qué hombre? —pregunté.

—Los dos que trajeron la esfera me dijeron que un día vendría otro a solicitarla.

—Esos dos hombres han muerto. Sus ciudades se levantaron una contra otra, y se mataron entre sí en una batalla.

—Me parecieron buenos guerreros. Siento mucho oírte decir eso.

—¿Cuándo vinieron a los carros?

—Ahora hará dos años —respondió Kamchak.

—¿Te entregaron el huevo?

—Sí, y me dijeron que lo guardara para los Reyes Sacerdotes. Era una decisión astuta por su parte, pues los Pueblos del Carro son los más fieros de todos los goreanos, y viven a centenares de pasangs de todas las ciudades, menos de Turia.

—¿Sabes dónde está el huevo en este momento?

—Naturalmente que lo sé.

Empecé a moverme incontroladamente sobre la silla de mi kaiila. Estaba temblando. Las riendas se movían en mis manos y la bestia se meneó, nerviosa.

—No me digas dónde está —dije—, o me veré tentado a arrebatártelo para llevarlo a las Sardar.

—Pero, ¿acaso no eres tú quien ha de venir en nombre de los Reyes Sacerdotes para reclamar el huevo?

—Sí, ése soy yo.

—Entonces, ¿por qué pretendes arrebatarlo? ¿No te lo puedes llevar de otra manera?

—Lo que ocurre es que no dispongo de nada que me permita probar que vengo de parte suya. ¿Por qué razón ibais a creerme?

—Porque he acabado conociéndote —repuso Kamchak.

No dije nada.

—Te he estado observando con mucho detenimiento, Tarl Cabot de la ciudad de Ko-ro-ba —dijo Kamchak de los tuchuks—. Una vez me perdonaste la vida, y tomamos juntos la tierra y la hierba, y desde ese momento, aunque tú hubieses sido un proscrito o un bellaco, habría muerto por ti, pero de todos modos aún no podía darte el huevo. Al cabo de un tiempo viniste con Harold a la ciudad, y de esta manera supe que estabas dispuesto a dar tu vida para obtener la esfera dorada, y que para conseguirlo podías superar obstáculos enormes. Una actuación así habría sido imposible en alguien que solamente trabajase por dinero. Eso me demostró que era realmente probable que tú fueses el escogido por los Reyes Sacerdotes para venir en busca del huevo.

—¿Y por esa razón dejaste que viniera a Turia, aun a sabiendas de que la esfera dorada era inútil?

—Sí, exactamente.

—¿Y por qué no me diste el huevo falso?

—Porque necesitaba una última cosa, Tarl Cabot —dijo Kamchak sonriendo.

—¿Y qué era?

—Necesitaba saber si deseabas obtener el huevo para devolvérselo a los Reyes Sacerdotes, y no para ti, para tu propio beneficio. —Kamchak me agarró por brazo y añadió—: Por esa razón también, quería que se rompiese esa esfera dorada. Si no la hubiesen destrozado, lo habría hecho yo mismo, para ver cuál era tu reacción, para ver si esa pérdida simplemente te enfurecía o si por el contrario te llenaba de tristeza, como enviado de los Reyes Sacerdotes.

El Ubar de los tuchuks sonrió y luego añadió:

—Cuando lloraste, supe que tu interés era legítimo, y que tú eres el enviado, el que había de venir, el que lo quería para ellos, y no para sí mismo.

Le miré confundido.

—Perdóname, Tarl Cabot. Soy demasiado cruel, porque soy un tuchuk, pero piensa que por mucho que te aprecie, tenía que conocer la verdad de todas estas cuestiones.

—No tengo por qué perdonarte, Kamchak. En tu lugar, creo que habría hecho lo mismo.

La mano de Kamchak se cerró en la mía, y permanecieron estrechadas durante un buen rato.

—¿Dónde está el huevo? —pregunté.

—¿Dónde crees tú que podrías encontrarlo?

—Si no hubiese dispuesto de otras informaciones..., lo habría buscado en el carro de Kutaituchik, el carro del Ubar de los tuchuks.

—Apruebo tu conjetura —dijo Kamchak—, pero como ya sabes, Kutaituchik no era el Ubar de los tuchuks.

Le miré fijamente.

—Yo soy el Ubar de los tuchuks —dijo sosteniendo mi mirada.

—¿Quieres decir que...?

—Sí. El huevo ha estado en mi carro durante dos años.

—¡Pero si yo he vivido durante meses en tu carro, y no...!

—¿No has visto nunca el huevo?

—No. Debía estar maravillosamente bien escondido.

—¿Qué apariencia crees que tiene ese huevo?

Permanecí unos momentos en silencio sobre la silla de mi kaiila, pensativo.

—No... No lo sé...

—¿Acaso no pensabas que sería un huevo esférico, un huevo dorado?

—Sí, es cierto.

—Por esa misma razón, nosotros los tuchuks tomamos un huevo de tharlarión, lo teñimos, y lo colocamos en el carro Kutaituchik. Luego, solamente tuvimos que hacer saber dónde se encontraba.

Me había quedado sin habla, y no podía hacer comentario alguno.

—Me parece que habrás visto en muchas ocasiones el huevo de los Reyes Sacerdotes —continuó diciendo Kamchak— porque está en el interior de mi carro, bien a la vista. Pero ni siquiera los paravaci que lo saquearon lo encontraron digno de interés, y lo dejaron allí.

—¡Era aquello! —grite.

—Sí —dijo Kamchak—, esa curiosidad, ese objeto gris, como de piel. Ése es el huevo.

Sacudí la cabeza, sin poder creer lo que estaba oyendo.

Recordaba que Kamchak se sentaba en aquella cosa gris, más bien angular, granulosa, de esquinas redondeadas.

—A veces —dijo Kamchak—, la mejor forma de ocultar algo es no ocultarlo, porque todos creemos que si tiene algún valor, esa cosa estará oculta, y por tanto, si está a la vista, es señal de que no lo tiene.

—Pero... Pero lo tenías allí en medio —dije con voz temblorosa—. Lo arrastrabas sobre la alfombra del carro, y un día incluso le diste una patada para que pudiese examinarlo... ¡Y te sentabas encima!

—Espero —dijo Kamchak alborozado— que los Reyes Sacerdotes no se ofendan, y que entiendan que esos pequeños detalles eran una parte esencial del engaño..., que por lo que creo ha funcionado bastante bien.

—No te preocupes —sonreí al pensar en la alegría de Misk al recibir el huevo—, no se ofenderán en absoluto.

—Y no temas, que no ha sufrido ningún daño. Para perjudicar al huevo de los Reyes Sacerdotes habría tenido que usar una quiva o un hacha.

—¡Tuchuk astuto! —exclamé.

Kamchak y Harold se echaron a reír.

—Ahora sólo espero que después de todo este tiempo, el huevo siga viable.

—Lo hemos vigilado —dijo Kamchak encogiéndose de hombros—, hemos hecho lo que ha estado en nuestra mano.

—Y yo te lo agradezco en nombre de los Reyes Sacerdotes.

—Nos complace estar al servicio de los Reyes Sacerdotes. Pero recuerda que nosotros sólo reverenciamos al cielo.

—Y al coraje, y a esa clase de cosas —añadió Harold.

Kamchak y yo reímos.

—Creo que por esta razón, porque reverenciáis al cielo, y al coraje, y esa clase de cosas, os trajeron el huevo a vosotros.

—Quizás sea cierto —dijo Kamchak—, pero sentiré un gran alivio cuando me libre de él, y por otra parte estamos casi en la mejor época para la caza del tumit con la boleadora.

—Hablando de otra cosa, Ubar —dijo Harold guiñándome un ojo—. ¿Cuánto has pagado por Aphris de Turia?

Kamchak le dirigió una mirada que parecía una quiva, directa al corazón.

—¿Has encontrado a Aphris? —pregunté con alegría.

—Albrecht de los kassars la recogió cuando atacaban el campamento paravaci —comentó despreocupadamente Harold.

—¡Fantástico! —exclamé.

—Solamente es una esclava —gruñó Kamchak—, una persona de poca importancia.

—¿Cuánto pagaste para volver a disponer de ella? —inquirió Harold con aire inocente.

—Prácticamente, nada, porque es casi una inútil.

—Me alegra mucho saber que Aphris está bien. Supongo que no te fue demasiado difícil arrebatársela a Albrecht de los kassars.

Harold se puso la mano sobre la boca y volvió la cabeza para reírse más disimuladamente. La cabeza de Kamchak parecía hundírsele en los hombros a causa de la ira que le invadía.

—¿Cuánto pagaste? —pregunté.

—Es difícil ser más listo que un tuchuk cuando se trata de negocios —dijo Harold, con tono seguro.

—Pronto llegará la época de la caza de tumits —murmuró Kamchak, que miraba por la llanura, hacia los carros apostados más allá de la muralla.

Recordaba muy bien cómo Kamchak había hecho que Albrecht de los kassars pagase por el retorno a su carro de la pequeña Tenchika, y recordaba también cómo el Ubar de los tuchuks estuvo a punto de morirse de risa al ver que el kassar pagaba un precio exorbitante, lo que era señal evidente de que había cometido el error de caer en las redes amorosas de la chica, ¡que encima era turiana!

—En mi opinión —dijo Harold— un tuchuk tan despierto como Kamchak, el Ubar de nuestros carros, no debe haber pagado más que un puñado de discotarns de bronce por una muchacha de su estilo.

—En esta época del año —observó Kamchak—, los tumits suelen correr hacia el Cartius.

—De verdad —dije—, estoy muy contento de que Aphris vuelva a estar en tu carro. Te aprecia mucho, ¿sabes?

Kamchak se encogió de hombros.

—Por lo que he oído —dijo Harold—, no hace más que cantar alrededor de los boskos y en el interior del carro todo el día. Yo también me desharía de una chica que insiste en hacer tanto ruido.

—Creo que voy a encargar que me hagan otra boleadora para mis cacerías —dijo Kamchak.

—Estoy seguro —continuó Harold— de que habrá mantenido bien alto el honor de los tuchuks, y que le habrá pagado una cantidad ridícula al estúpido kassar.

Cabalgamos en silencio un rato más, y luego pregunté:

—Oye, Kamchak, sólo por saberlo, ¿cuánto has pagado por ella?

La cara de Kamchak había oscurecido por la rabia. Miró primero a Harold, que sonreía con aire inocente e interrogante, y luego me miró a mí. Puedo asegurar que mi curiosidad era honesta, pero no diría lo mismo de la de Harold, mucho más maliciosa. Las manos de Kamchak sujetaban, rígidas y blancas, las riendas.

—Diez mil barras de oro —respondió al fin.

Tiré de las riendas de mi kaiila y le miré, perplejo. Harold empezó a dar palmadas en su silla mientras se reía a carcajadas.

Los ojos de Kamchak, si hubiesen sido cohetes de fuego, habrían carbonizado al joven tuchuk.

—Vaya, vaya, vaya —dije, sin estar muy seguro de que en mi voz no se detectase un cierto grado de malicia socarrona.

Los ojos de Kamchak parecían tener la intención de carbonizarme a mí también.

Una expresión divertida empezó a vislumbrarse en los ojos del Ubar, y finalmente la cara cicatrizada se distorsionó en una tímida mueca:

—Sí, Tarl Cabot, hasta ahora no sabía que era un estúpido.

—De todos modos, Cabot —dijo Harold—, ¿no crees que después de todo, aunque un poco insensato en ciertos asuntos, Kamchak es un excelente Ubar?

—Bien, pues sí —dije yo—. Después de todo, y aunque sea un poco insensato en ciertos asuntos, es un excelente Ubar.

Kamchak miró a Harold, y luego a mí, para finalmente bajar la cabeza y rascarse la oreja. Volvió a levantar la cabeza, nos miró, y después los tres rompimos a reír, y el rostro de Kamchak incluso se llenó de lágrimas, que bajaban por entre los surcos de sus cicatrices.

—Deberías haber precisado —dijo Harold— que el oro era turiano.

Volvimos a reírnos y, de pronto, apresuramos el paso de nuestras kaiilas, ansiosos por llegar a nuestros respectivos carros, pues en cada uno de ellos nos esperaba una chica, una chica maravillosa, deseable y nuestra. En el de Harold estaría Hereena, la que había sido del Primer Carro. Aphris de Turia, de ojos almendrados, exquisita, que antes había sido la mujer más rica y quizás la más bella de su ciudad, mientras que ahora se había convertido en la esclava del Ubar de los tuchuks, estaría en el de Kamchak. En el mío, en cambio me esperaba la esbelta Elizabeth Cardwell, de ojos y cabellos oscuros, la que había sido una muchacha orgullosa de la Tierra, y ahora sólo era la desamparada y bella esclava de un guerrero de Ko-ro-ba. En su nariz se había fijado el delicado y provocativo anillo de las mujeres tuchuks, en su muslo estaban marcados los cuatro cuernos de bosko, y su cuello estaba rodeado por un collar de acero que llevaba mi nombre grabado. La incontrolable y explosiva sumisión de aquella chica nos había sorprendido a ambos por su profundidad, tanto a mí, que mandaba, como a ella, que se sometía; tanto a mí, que daba, como a ella, que recibía y no tenía más remedio que rendirse. Aquella noche tras abandonar mis brazos, Elizabeth se había tendido sobre la alfombra y llorado.

—No tengo nada más que ofrecer. ¡Nada más!

—Es suficiente —le había dicho.

Y ella lloró de alegría, apoyando su cabeza sobre mi costado con todo su cabello suelto.

—¿He complacido a mi maestro?

—Sí. Sí, Vella, Kajira. Estoy muy complacido, de verdad. Mucho.

Al llegar al carro, salté de mi kaiila y corrí hacia él, y la chica que allí se encontraba gritó de alegría y corrió hacia mí. Nos abrazamos, y nuestros labios se encontraron, mientras ella repetía:

—¡Vives! ¡Estás a salvo!

—Sí, estoy a salvo. Y tú estás a salvo. Y el mundo está a salvo.

Entonces creía que aquello era verdad.

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