CAPÍTULO TERCERO — EL MISLIK

Los Misliks se hallaban pues, a menos de un millón de años de luz de Ela. En aquella época los Hiss no había comprendido todavía la relación existente entre estos seres de metal y la extinción de las estrellas, pero ya representaban el enemigo por excelencia, los Hijos del Frío y de la Noche, el enemigo metafísico. Buscaron pues el medio de destruirlos. Todos los que emplearon fracasaron, excepto uno. Los sabios probaron en vano los medios de destrucción de sus antepasados, los Misliks parecían invulnerables. Ni los rayos abióticos, ni los bombardeos por neutrones, protones, o electrones, ni siquiera los infranucleones los mataban. Sólo el calor tenía alguna eficacia: un día un ksilll, alcanzado por el mortal rayo mislik, contra el cual los Hiss no han encontrado medio de protegerse aparte el situarse a distancia superior a su alcance, se estrelló contra el suelo y se incendió. Un Mislik que se hallaba próximo al lugar, dejó de moverse y sufrió una contracción. Aun a costa de grandes pérdidas, otros ksills pudieron bajar lo suficiente para tomarlo en un campo gravitatorio negativo y llevarlo a Ela. El examen fue decepcionante: se encontraron ante un bloque de ferro-níquel puro. Si hubo alguna estructura, ésta había sido destruida por el calor.

La lucha continuó sin resultado durante tres siglos. Ahora los Hiss ya sabian matar a los Misliks: bastaba con envolverles con un rayo especial que producía una temperatura superior a los doscientos grados absolutos durante unos diez segundos. Pero los Misliks se defendieron y aumentaron el alcance de su rayo abiótico, hasta que resultó peligroso acercarse a menos de veinte kilómetros de los planetas ocupados por ellos. Valiéndose de medios desconocidos detectaban la aproximación de un ksill y dejaban sin vida a sus ocupantes antes de que hubieran podido utilizar con éxito sus bombas térmicas. También aprendieron — o por lo menos lo realizaron por primera vez — el arte de elevarse en el espacio sin valerse de aparato alguno. Así pues, los Misliks merodeaban constantemente sobre los planetas en su poder, por grupos de nueve como mínimo, pues el poder de su rayo aumenta en razón del cubo del número de Misliks presentes y, siendo menos de nueve individuos, tarda mucho en actuar. Entonces los Hiss probaron una nueva táctica: surgían del ahun en vuelo rasante sobre el planeta, lanzaban sus bombas y volvían a desaparecer en él. Esta táctica era eficaz pero terriblemente peligrosa. A veces sucedía que, como consecuencia de un error infinitesimal de cálculo, el ksill surgía bajo la superficie del planeta. Se producía entonces una fantástica explosión atómica, pues los átomos del ksill y los del planeta se encontraban ocupando el mismo lugar en el mismo instante.

El imperio de los Misliks iba extendiéndose cada vez más en esa desgraciada galaxia cuyas estrellas continuaban apagándose una a una. Para las tripulaciones de los ksills era un extraño espectáculo comprobar que desde Ela se veía lucir aún determinada parte de la galaxia, que ellos sabían apagada debido a que la luz tardaba más de un millón de años para hacer el recorrido.

Hasta unos veinte años antes de mi llegada, los Hiss no comprendieron que los Misliks no se limitaban a colonizar los planetas, sino que los apagaban. Ossentbur ya había lanzado esta hipótesis trescientos años atrás, pero había sido rechazada por inverosímil. En la galaxia atacada, el Segundo Universo de los Hiss, bastante lejos aún del imperio Mislik, existía un planeta humano cuyos habitantes, muy parecidos a los Hiss, mantenían estrechas relaciones con estos. Este planeta, Hassni del sol Sltlin, servía de base avanzada en su guerra con los Misliks. Un día señalaron la presencia de enemigos en la cara helada de un planeta exterior de este sistema. Al mismo tiempo los científicos de Hassni observaron una clara disminución de la energía emitida por su sol. Una arrojada patrulla, integrada por tres ksills conducidos por hassnianos, comprobó, por vez primera en aquella guerra, que los Misliks habían construido sobre aquel planeta exterior unas enormes pirámides metálicas. Cuando, un tiempo después, Hassni estuvo situado entre su sol y At'fr, el planeta exterior, fue imposible obtener ninguna reacción nuclear en sus laboratorios o centrales. Las radiaciones del sol seguían perdiendo energía y hubo que rendirse ante la evidencia; ¡los Misliks conocían el medio de anular las reacciones nucleares de las estrellas!

No hubo más remedio que evacuar Hassni. Los hassnianos fueron llevados a un planeta de una estrella de la galaxia de Ela.

Por fin, dos años antes de mí llegada, fue capturado vivo un Mislik aislado. Yo he visto este Mislik y hasta lo he tocado.

Poco a poco fui entrando en la vida eliense. Seguí viviendo en casa de Souilik pero ya disponía de mi propio reob. Pronto aprendí a pilotarlo. Estos pequeños aviones están tan perfeccionados que resulta casi imposible realizar con ellos alguna falsa maniobra. El manejo es totalmente automático y la misión del conductor se limita a elegir la dirección, la velocidad y la altitud. Naturalmente, siempre se puede conectar el piloto automático. La mayoría de los Hiss lo utilizan en muy raras ocasiones. Este pueblo ha encontrado la solución del problema de la máquina: utilizarla, no temerla y no convertirse en esclavo de ella. El mismo individuo que considera la cosa más natural del mundo tomar un ksill, «atravesar el Espacio», como dicen ellos, y recorrer así millones y millones de kilómetros, no vacilará un instante en caminar días y días si tiene ganas de andar a pie. Por lo que a mí respecta, pasaron varios meses antes de que me atreviera a desconectar el piloto automático. Pero cuando lo hube probado encontré tal placer en la conducción de este maravilloso aparatito que dejé de utilizar el automático excepto en trayectos largos. Además, hasta que fuera definitivamente adoptado por la comunidad Hiss — y yo soy uno de los tres únicos «extranjeros» que lo hayan conseguido— no podía utilizar el reob más que para ir de casa de Souilik al palacio de los Sabios.

También aprendí el hiss hablado, idioma muy dificultoso para nosotros los Terrestres. Consiste principalmente en una serie de susurros, con gran abundancia de s y z, como habrás podido ver en los nombres propios. Lo más complicado es su maldito acento Iónico cuya situación varia según la persona, o el tiempo de verbo, etc. Por ejemplo, mi huésped se llamaba Souilik. Pero su casa era «Souil'k sian» y: yo salgo de casa de Souilik se dice «Stan Souil'k s'an». Ya ves pues la dificultad que representa construir una frase complicada. Nunca llegué a hablar un hiss correcto. Pero esto carecía de importancia puesto que yo lo comprendía todo. Si tenía que hablar mucho, siempre me quedaba el recurso de «transmitir» directamente a un Hiss que traducía lo que iba diciendo.

Cada dos días iba a la Casa de los Sabios, donde desarrollaba una especie de curso sobre civilización terrestre. En compensación allí aprendía el hiss con un método semihipnótico. También aprendía cuanto podía sobre la civilización y la ciencia hiss. Colaboraba con dos Hiss en investigaciones de biología comparada. Mi sangre fue estudiada minuciosamente, y fui examinado innumerables veces por los Rayos X. Mis colaboradores, comprendiendo mi propia curiosidad, pasaron también varias veces por la pantalla para que pudiera examinarles. Su organismo es muy parecido al nuestro pero sospecho que sus primeros antepasados debieron estar más cerca de nuestros reptiles que de los mamíferos. Al llegar aquí debo decir unas palabras sobre su fauna. Esta, tiene, en las especies grandes, un doble origen. Los Hiss trajeron de su planeta Ela-Ven algunos animales domésticos, particularmente una especie de gato muy grande, de largas patas, pelo verdoso y una inteligencia parecida a la de nuestros chimpancés. Los Hiss tienen gran afición a esos animales y cada casa tiene al menos uno de ellos. Primitivamente, en la prehistoria de Ela-Ven, eran entrenados para la caza, pero ahora sus terribles garras y afilados dientes no sirven en todo caso, más que para estropear las butacas de sus dueños. Además de estos «misdolss», los Hiss crían el animal que les proporciona la leche dorada de que le he hablado. La fauna autóctona de Ela-Ven vive aún en vastas reservas, y comprende algunas fieras peligrosas que los jóvenes de Hiss cazan a veces con arco y flechas y con la ayuda de jaurías de missdols. En Ela no hay ningún ser alado, ni pájaros ni insectos, pero en cambio existe una especie venenosa de animalitos parecidos a nuestras hormigas que los Hiss, a pesar de toda su ciencia, no han podido destruir. En Ela-Ven había un animal del tamaño de un gran elefante, pero juzgaron innecesario aclimatarlo en su nuevo planeta.

Al cabo de dos meses fui sometido a la prueba que sufren todos los Hiss antes de pasar a la categoría de adulto, o sea el examen psicométrico. Esto no tiene nada que ver con nuestros tests y lo que pretenden los Hiss con ello no es la medida de genio creador sino la aptitud para trabajos determinados y el grado medio de inteligencia.

Así, pues, me sometí de buena gana al psicómetro. Fue algo impresionante. Imagínate una especie de camilla sobre la que me tendí, situada en una sala con paredes de cristal, un casco daba a mi cabeza el aspecto de un erizo, oscuridad total a mi alrededor a excepción de una pequeña lámpara azul que iluminaba extrañamente la cara de un Hiss inclinado sobre los aparatos registradores. Senti una leve sacudida eléctrica y a partir de aquel momento, mi personalidad quedó como desdoblada. Sabía que me estaban haciendo preguntas y que yo respondía a ellas, pero me resulta imposible decirte cuáles fueron estas preguntas, y qué respondí a ellas. Veía como el Hiss manipulaba en los aparatos. Sentía en mi cabeza un agradable vértigo, ya no notaba en mi espalda el contacto de la camilla. Al parecer, la cosa duró dos basikes, aunque a mí me parecieron dos minutos. Se hizo la luz, me quitaron el casco y me levanté con una curiosa sensación de vacío y reposo en mi espíritu.

El estudio de lo que ha había quedado registrado requirió unos diez días. Entonces fui llamado por Azzlem, a quien encontré acompañado de tres especialistas en psicología.

Según me dijo, el resultado del examen había sido sorprendente; mi capacidad intelectual superaba ampliamente la media entre los Hiss, dando un coeficiente 88 — el promedio de los Sabios era 87 —. Mis facultades afectivas les impresionaron más aún: según supe entonces, soy un individuo que puede llegar a ser peligroso, dotado de una extraordinaria combatividad y fantásticas posibilidades de amor o de odio, con una gran predilección por la soledad y cierta dosis de insociabilidad. Supongo que es le rasgo de mi carácter no te sorprende. — En cambio, mi capacidad de emoción mística es, al parecer, muy insignificante, casi nula, lo cual disgustó bastante a los Hiss. Pero lo que más intrigados les tenía es el hecho de que emití cierto tipo de ondas que se parece mucho al tipo de ondas que emiten los Misliks.

El resultado práctico fue que, en lugar de ser enviado a Hesan con los representantes de las demás humanidades, los Sabios prefirieron dejarme en Ela.

Continué, pues, en casa de Souilik. Este partió para un viaje en el ahun dejándome solo. Pero había entrado ya en relación con algunos vecinos y frecuentemente recibía la visita de Essine o de sus familiares. Como sea que también había aprendido a leer el lenguaje hiss, empecé a utilizar la bien surtida biblioteca de Souilik. Algunos libros sobre ciencia física resultaron fuera de mi alcance, pero, en cambio, otros de biología y arqueología universal me apasionaron.

Un día, estaba leyendo tranquilamente una historia resumida del planeta Szen del Sol Fluh del undécimo universo, cuando aterrizó ante la casa un reob azul. Salió de él el gigantesco Hiss que formaba parte del Consejo de los Sabios cuyo nombre es Assza. Había tenido pocos contactos con él, pues era un físico, y los Hiss pronto se habían dado cuenta que, en este aspecto, mis conocimientos eran tan mediocres que no valía la pena destinarme un especialista. Por ello su visita me sorprendió. Como es habitual en los Hiss, no perdió tiempo en preámbulos:

— Ven — dijo —, te necesitamos.

— ¿Por qué? — pregunté.

— Para comprobar si eres realmente uno de los seres de sangre roja que, según la Profecía, los Misliks no pueden matar. Ven, no correrás peligro alguno.

Habría podido negarme, pero no era ésta mi intención. Ansiaba conocer a los famosos Misliks. Así, pues, le seguí.

Ascendimos a gran altura y tomamos enorme velocidad. El reob sobrevoló dos mares, una cordillera, después otro mar y, finalmente, al cabo de unas tres horas, nos dirigimos hacia una pequeña isla rocosa, de aspecto muy desolado. Habíamos recorrido 9.000 kilómetros. Él sol ya declinaba y debíamos hallarnos a una latitud muy elevada, pues observé bloques de hielo flotando en el mar.

Assza tomó tierra sobre una minúscula plataforma que formaba un saliente sobre las aguas. Nos dirigimos hacia una enorme puerta de metal.

Con gestos enrevesados, Assza abrió una ventanilla, pronunció unas palabras. La puerta se entreabrió y penetramos en el interior. Doce jóvenes Hiss, armados con su «fusil de calor», me examinaron de pies a cabeza. Dejamos el puesto de guardia y entramos en una sala octagonal, uno de cuyos muros presentaba la superficie esmerilada, propia de las pantallas de visión. Assza me hizo tomar asiento.

— Este es mi despacho — dijo —. Soy el encargado de la vigilancia del Mislik —. Y me explicó lo siguiente.

Hacía poco más de dos años, un ksill había conseguido sorprender a un Mislik aislado en el espacio y capturarlo. Había sido una empresa difícil y la dotación, expuesta largo tiempo al rayo Mislik, sufrió una prolongada anemia. Pero lo más complicado había sido conseguir que el Mislik atravesara la atmósfera caliente de Ela sin morir. Por fin se consiguió y el Mislik estaba allí, en una cripta mantenida a una temperatura de 12 grados absolutos. Todos los tipos de humanidades — con la excepción de los últimos conocidos, aquellos que también sabían atravesar el ahun, y yo mismo — se habían sometido voluntariamente a las radiaciones del Mislik tomándose todas las precauciones necesarias para que no se produjera ningún accidente mortal. Nadie lo había resistido. Pero es que ninguno tenía la sangre roja de que hablaba la Profecía… y yo la tenía.

— Mira, el Mislik — me dijo Assza.

Dejó la habitación a obscuras. En la pantalla aparecieron unas imágenes envueltas en una curiosa luz azul.

— Luz fría. Cualquier otra iluminación mataría al Mislik.

Mi vista recorrió una habitación de grandes proporciones. El suelo era rocoso y liso. En el centro, completamente inmóvil, ví algo que al principio tomé por una pequeña construcción metálica, formada por una serie de placas articuladas, separadas por pequeñas hendiduras. La cosa brillaba con reflejos de plata, tenía una forma poliédrica y su tamaño era de dos metros por uno, aproximadamente.

El Hiss me llevó ante unos aparatos registradores que me recordaron el psicómetro. Sobre los cuadros, unas agujas fosforescentes oscilaban lentamente y unos tubos fluorescentes palpitaban con suaves y regulares oscilaciones.

— La vida del Mislik — dijo Assza — constantemente es el centro de estos fenómenos electromagnéticos que, al parecer, vosotros, la gente de la Tierra, utilizáis como fuente de energía. Ahora está descansando.

Assza dio vuelta a un botón. El termómetro que indicaba la temperatura de la cripta pasó de doce a treinta grados absolutos. Las agujas dieron un brinco en los cuadros, los tubos lanzaron una luz más viva y sus palpitaciones se aceleraron. Assza señaló uno de ellos que vibraba con particular intensidad.

— Son las ondas Phen, y que nosotros sepamos, sólo las emiten los Misliks y… tú.

Levanté la mirada y me vi en un espejo. Era un espectáculo realmente fantástico ver nuestras caras iluminadas por esta verdosa luz vacilante procedente de los tubos y del reflejo azul de la pantalla. En rarísimas ocasiones tuve en Ela una sensación tan clara de desplazamiento, de mundo extraño.

El Mislik se movía ahora. Sus articuladas piezas habían entrado en juego y se desplazaba al paso de un hombre. Gradualmente, Assza llevó de nuevo la temperatura a 12 grados absolutos.

— He aquí nuestro plan. Desearíamos que bajaras a la cripta y que te expusieras a la radiación del Mislik. No hay peligro alguno, se entiende, ningún peligro grave. Los demás ya han bajado, desgraciadamente sin éxito. En el Espacio, protegidos como estamos por las paredes de nuestros ksills, son necesarios nueve Misliks para hacer peligrar nuestras vidas. Aquí tan cerca y sin protección uno solo basta. Como sea que en la cripta reina una temperatura muy baja y el vacío casi absoluto, irás equipado convenientemente para traerte en el caso de que perdieras el conocimiento. ¿Aceptas?

Dudé un momento, mientras miraba como aquel ser de pesadilla me arrastraba. Me parecía adivinar en él, bajo la rígida caparazón geométrica, un espíritu despiadado, pura inteligencia sin sentimientos, más temible que la peor ferocidad consciente. ¡Oh, si! ¡Era realmente el Hijo de la Noche y del Frío!

— De acuerdo — dije, mirando por última vez la pantalla.

— Si es necesario añadió Assza — puedo aumentar la temperatura y matarlo. Pero no creo que tenga que llegar a este extremo. Sin embargo, hay un riesgo. Un solo Mislik no puede matar a un Hiss, salvo que éste permanezca mucho tiempo expuesto a su radiación. Tampoco ha matado a los que te precedieron. Pero… tu caso es distinto a todos.

— ¡Al diablo! — exclamé en mi propio idioma. Y añadí — : Tarde o temprano habré que hacer la prueba.

— No podíamos hacerla antes de que aprendieras nuestra lengua, ya que no podré transmitirte pensamientos cuando estés allí.

Encendió la luz. Entró un Hiss y me hizo seña de seguirle. Bajamos al nivel de la cripta, en una sala donde había colgadas de la pared una serie de escafandras transparentes. El Hiss me ayudó a enfundar una de ellas. Me iba a la medida, lo que no era de extrañar, ya que había sido confeccionada para mí. Una de ellas, enorme, debió haber servido al fornido gigante de ojos pedunculados cuya estatua vi en la escalera de las Humanidades. La puerta se abrió una vez más y entraron dos máquinas de seis ruedas, con poderosos brazos metálicos. Marchóse el Hiss y la puerta se cerró.

— ¿Me oyes? — dijo la voz de Assza en el interior de mi casco.

— Sí, perfectamente.

— Estás todavía fuera del alcance de la radiación Mislik. Este rayo no puede atravesar los cuatro metros de ferroniquel que te separan de él. Es la única protección eficaz, pero sin aplicación posible en combate a causa de su enorme peso. Voy a abrir la puerta. Sobre todo, pase lo que pase, no intentes sacarte la escafandra sin que lo te lo diga.

Un bloque de metal se deslizó lentamente, dejando en la pared un gran hueco de unos cuatro metros. No tuve la menor sensación de frío, pero mi escafandra se hinchó convirtiéndome en una especie de muñeco Michelin.

Avancé despacio sobre el suelo liso. Todo estaba inmóvil y en silencio. Sólo oía en mi casco la lenta respiración de Assza. El Mislik seguía parado.

De repente se deslizó hacia donde yo estaba. Visto de cara, presentaba el aspecto de una masa aplastada, de una altura aproximada de medio metro.

— ¿Qué debo hacer? — pregunté.

— Todavía no emite. No temas, no te tocará. En una ocasión se elevó y aplastó a un Hiss. Los sometimos a doce basikes de elevada temperatura, el límite de sus posibilidades de superviolencia. Creo que comprendió la lección y no le quedaron ganas de volver a empezar. Sin embargo, si lo hiciera, usa la pistola de calor que llevas en el cinto. Hazlo sólo en caso de extrema necesidad.

El Mislik daba vueltas a mi alrededor, cada vez más rápidas.

— Sigue sin emitir. ¿Notas algo?

— Absolutamente nada. Sólo un poco de miedo.

— ¡Atención! ¡Está emitiendo!

En la parte delantera de la mesa metálica acababa de aparecer una especie de antena violenta. No sentía nada y se lo dije a Assza.

— ¿No notas un hormigueo? ¿No sientes vértigo?

— No, no, absolutamente nada.

Ahora el Mislik emitía con violencia. Su antena medía sobradamente un metro.

— ¿Tampoco ahora?

— No.

— Con tal intensidad, un Hiss habría perdido ya el conocimiento. ¡Creo que sois los seres de la Profecía!

El Mislik parecía desconcertado. Por lo menos así interpreté su actitud. Retrocedía, avanzaba, emitía, dejaba de emitir y volvía a empezar. Me dirigí hacia él. Retrocedió y se paró. Entonces, con una sensación, tal vez engañosa, de invulnerabilidad, me aproximé a grandes pasos y me, senté sobre él. Oí una ahogada exclamación de horror de Assza y en seguida una gran carcajada en el momento que el Mislik con brusca sacudida se liberó y huyó hasta el otro extremo de la cripta.

— Ya basta — dijo Assza —. Vuelve a la sala de las escafandras.

El bloque volvió a su sitio tapando la abertura. El aire penetró con un silbido en la habitación y, con la ayuda de un Hiss, me despojé de mi escafandra. Tomé el ascensor y llegué al despacho de Assza. Estaba sentado en su sillón, llorando de alegría.

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