CAPÍTULO PRIMERO — ULNA, HIJA DE ANDRÓMEDA.

Me levanté lentamente, sin dejar de mirar a la joven. Por un momento creí que los Hiss habían hecho un nuevo viaje a la Tierra, y habían traído a nuevos Terrestres. Pero entonces recordé la enorme astronave, la estatua de la escalinata de las Humanidades y me fijé en su alargada mano. También recordé lo que me había contado Souilik sobre los Krens del planeta Mará, a quienes resultaba tan difícil distinguir de los Hiss. Así, pues, si éstos tenían sus semejantes, también los hombres podíamos tener nuestros «dobles» en el universo.

La joven seguía de pie ante mi. Yo permanecía silencioso.

— Asna éni étoe tan, sanen ter téoé sen Telm — dijo entonces ella, irritada.

A pesar del tono colérico su voz seguía siendo cálida y melodiosa. Respondí en mi idioma:

— Le ruego me perdone mi brusca llegada hasta sus pies, señorita.

Inmediatamente comprendí que, naturalmente, mis palabras eran tan incomprensibles para ella como lo había sido para mi, su pregunta. La miré fijamente a los ojos e intenté «transmitir». Fue en vano. Ella me contemplaba con desconfianza y vi que su mano se dirigía a un pliegue que formaba su cinturón.

Hablé entonces en hiss, con la esperanza de ser comprendido:

— Le pido perdón por mi intromisión — le dije.

Reconoció la lengua en que le hablaba y contestó, situando los acentos tan incorrectamente como lo hacía yo al principio.

— ¿Ssin Eséhc h'on? ¿Quién es usted? — La frase correcta habría sido: Ssin tséhé hion. Su pregunta, tal como la formuló significaba: ¿En qué luna estamos?

— Ari será la primera en brillar esta noche — dije sonriendo.

Ella comprendió su error y también se puso a reír. Durante unos minutos intentamos comunicarnos en hiss, sin conseguir grandes resultados. Finalmente, me señaló la escalinata y nos dirigimos a la terraza superior.

AI llegar arriba oí los tres silbidos que constituían la señal personal de Souilik quien no tardó en aparecer acompañado de Essine.

— Veo que ya has entrado en contacto con los Sinzúes dijo.

— Hombre, pues, no del todo. ¿Cómo os las arregláis cuando aterrizáis en un planeta cuyos habitantes no «captan» y cuyo idioma os es desconocido?

— Pues resulta muy fastidioso, sobre todo si son tan agradables como esa Sinzu parece serlo para ti — dijo Essine —. Pero tranquilízate. Pronto os comprenderéis a las mil maravillas.

— Sí, añadió Souilik, el problema quedó resuelto hace tiempo. En primer lugar no alardees: en realidad, sólo nosotros «captamos» y «transmitimos». En tu planeta únicamente podrías corresponder con tus semejantes por medio del lenguaje hablado. Aquí, los niños, se encuentran en el mismo caso. Tienen que aprender, lo mismo que tú y ella podéis aprender. Mientras, os bastará con un pequeño casco amplificador. Ahora tengo noticias más importantes que comunicarte: acabo de llegar de un universo mucho más lejano que el tuyo. Eso garantiza tu regreso, cuando llegue el momento. He tenido ocasión de entrar en contacto con otra humanidad. Al parecer, en esa parte del Gran

Universo todos los seres tienen la sangre roja: Los Sinzúes, vosotros los «Tserrenos» y ahora, los que he descubierto, los Zombs.

— ¿Cómo son? ¿Has traído a alguno contigo? Souilik me observó cerrando un poco los ojos. — Se le parecen un poco. Pero son aproximadamente dos veces mayores que tú. Además se hallan en estado casi salvaje y ni siquiera han llegado a trabajar la piedra. Habría sido inútil y hasta peligroso para ellos, hacerles hacer el viaje. Tal vez dentro de dos o trescientos mil años…

Nos estábamos acercando a la escalinata de las Humanidades, en lo alto de la cual se veía a algunos Hiss ocupados en alguna penosa tarea ya que estaban rodeados de autómatas.

— ¿Qué diablos están haciendo tus compatriotas? — pregunté a Souilik. (En lengua hiss, «qué diablos» se traduce literalmente por «teí mislik»). — De Misliks precisamente se trata — respondió él sonriendo. Ya lo verás. — Y volviéndose hacia la joven Sinzu, «transmitió» algo que no pude comprender ya que los Hiss pueden, por transmisión de pensamiento, sostener una conversación privada, aun en medio de un grupo de personas.

Debía tratarse de algo divertido pues la joven sonrió.

— Subimos las escaleras mientras el grupo de Hiss se dispersaba. En lo alto, a la derecha, se levantaba una nueva estatua en la que, con sorpresa me reconocí, fielmente reproducido, en actitud halagadora: mi pie aplastaba a un Mislik.

— Tus encuentros con el Mislik quedaron debidamente registrados — dijo Essine —. Sslib, nuestro mejor escultor, recibió inmediatamente el encargo de realizar esta estatua. Tenía tus medidas exactas, que fueron tomadas cuando fuiste examinado en la Casa de los Sabios, y con la ayuda de algunas fotos en relieve, ha sido para él un juego este trabajo. ¿Te parece bien la estatua?

— Sí, sí, excelente — dije con sinceridad. Pero será enojoso para mí tener que pasar ante mi propia efigie todos los días.

Souilik y la Sinzu estaban en animada conversación desde hacia un rato y, por la expresión del Hiss, comprendí que algo no marchaba bien del todo. Habló un momento con Essine, pero debido a la precipitación, no pude comprender lo que decían. Me pareció distinguir la palabra «injuria».

La joven Sinzu bajó las escaleras dirigiéndose al encuentro de un grupo de individuos de su raza. Souilik parecía preocupado.

— De prisa. Hay que ver a Assza y a Azzlem, si es posible.

— ¿Qué pasa?

— Espero que nada grave. Pero a esos Sinzúes les corroe el orgullo y tal vez habrá sido un error el poner su estatua a la izquierda.

Fuimos introducidos inmediatamente, Azzlem estaba en su despacho con Assza y un joven Hiss, su hijo Asserok, que acababa de llegar del Universo de los Sinzúes.

— La situación es delicada — declaró Souilik sin preámbulos. Durante mi ausencia, el Tserreno ha bajado a la cripta de la Isla Sanssine y ha vencido al Mislik.

— Si, ¿qué pasa con eso? — dijo Assza —. Yo mismo, de acuerdo con el Consejo, tomé la responsabilidad de esta decisión.

— Pero según me ha dicho Ulna, la Sinzu, habíamos prometido a los Sinzúes que ellos serían los primeros seres de sangre roja que se enfrentarían con los Misliks. Con su orgullo, es muy posible que nos hagan una escena.

— Su astronave está bien armada — intervino Asserok —. Y además conocen el paso del ahun.

— Sí, Asserok — respondió su padre —, pero en nuestro planeta dominamos la situación. Cuando, por primera vez, recibimos la visita de los Sinzúes, no quisieron enfrentarse con el Mislik, alegando que precisaban ciertos preparativos. El «Tserreno» no los necesitó. A fin de cuentas la Promesa fue hecha a los Hiss, no a los Sinzúes. No estamos en situación de despreciar su ayuda pero tampoco podemos renunciar a la dirección de la lucha. Y si ellos tienen armas…, también nosotros las poseemos.

Apretó un botón situado sobre su mesa. Se iluminó una pantalla mural en la que apareció la escalinata de las Humanidades. Ante mi estatua había cuatro Sinzúes discutiendo, Ulna era uno de ellos. Los demás se dirigían precipitadamente hacia su astronave.

Entonces Azzlem pronunció unas palabras que, desde hacía siglos no se habían oído en Ela:

— Estado de alerta n.° 1 — dijo inclinándose sobre un micrófono —. Reunión inmediata de los Diecinueve. Queda terminantemente prohibido el despegue a todos los aparatos extranjeros —. El eufemismo nos hizo sonreír ya que la única nave extranjera que se hallaba en Ela, era la Sinzu.

— Ya veremos si pueden sortear nuestros campos gravitatorios intensos — nos dijo.

Los Simios estaban entrando en la Casa de los Sabios.

— Venid — dijo Azzleiu —. Vamos a recibirles. Souilik y Essine, venid vosotros también ya que sois, junto con mi hijo, los únicos Hiss aquí presentes que hayan sobrepasado el decimosexto universo.

Nos dirigimos a la Sala donde me recibieron por primera vez los Sabios. Tomé asiento entre Essine y Souilik, en el fondo de la Sala. El Consejo de los Diecinueve se completó, y los Sinzúes fueron introducidos. Eran cuatro, tres hombres y la joven. Su aspecto era magnífico. Altos, rubios y esbeltos. En la Tierra habrían podido pasar por suecos. Adoptaron una actitud fría y distante, mientras les proporcionaban los cascos amplificadores.

El que aparentaba más edad, se dirigió a Azz-lem y empezó su discurso: había hecho el largo viaje desde su lejano planeta para enfrentarse con el Mislik, habían traído consigo las armas más poderosas que sus científicos habían podido construir, y ahora resultaba que un ser inferior, procedente de un planeta semisalvaje se les había adelantado. Esto constituía una grave ofensa inferida a su planeta, Arbor, y se marcharían inmediatamente para no volver nunca, a no ser que los Shé-inons juzgasen que la injuria era demasiado grave para ser olvidada, en cuyo caso… Exigía una explicación y la inmediata destrucción de aquella estatua que había sido puesta a la misma altura que la suya.

Mientras el Sinzu hablaba, observé a los Sabios. Sus caras permanecieron impasibles. Ni el menor indicio de desaprobación apareció en ellas.

Azzlem fue el que respondió y lo hizo con gran calma:

— Vosotros Sinzúes, sois realmente sorprendentes. Jamás os prometimos que seríais los primeros en hacer frente al Mislik. Ignorábamos entonces si podrían existir otras humanidades de sangre roja y seguimos ignorando si todas ellas son invulnerables a la radiación del Mislik. Por otra parte, no alcanzamos a comprender la importancia que pueda tener el ser el primero. Estas tonterías desaparecieron hace tiempo de Ela, con el último jefe militar y el último político. Tampoco parecéis daros cuenta de que vamos a necesitar a todas las Humanidades del cielo para vencer a los Misliks. De momento estamos solos, o casi solos, en la lucha contra ellos. El Tserreno ha tenido el arrojo necesario para enfrentarse con el Mislik, sin preparativo alguno. Es pues justo que su estatua sea cual es. Haced vosotros lo mismo y no tendremos inconveniente alguno en añadir un Mislik, o dos, o tres si queréis, a los pies de vuestra estatua. Vuestra colaboración puede sernos muy útil, pero no imprescindible. Los Tserrenos tienen la resistencia necesaria. Nosotros poseemos la técnica, y la de ellos, aunque primitiva, no es ni mucho menos, despreciable. En el cielo, hay numerosas humanidades de sangre azul o verde cuyas armas también son poderosas. Nadie sabe dónde atacarán los Misliks la próxima vez. Tal vez se dirigen ya contra vuestra galaxia. Os ruego que renunciéis a este orgullo absurdo que, por cierto, me ha sorprendido tratándose de una raza tan evolucionada como la vuestra. Os conjuro a que entréis en la Gran Alianza, en la Liga de Tierras Humanas. Nuestro único enemigo es el Mislik. Aun cuando fuerais insensibles a su rayo, no podríais vivir cerca de un sol apagado.

Recapacitadlo y volved esta noche con palabras de amistad en vuestra boca, no de desafío. Estáis en Ela, no en Arbor, y aquí, nosotros somos los dueños, esta noche os volveremos a ver. El Sinzu quiso replicar.

— No; es inútil. Reflexionad primero. Hasta la noche.

Los Diecinueve abandonaron la sala dejándonos a Souilik, Essine y yo, solos, frente a los Sinzúes. En aquel momento parecieron darse cuenta de mi presencia. Los tres hombres se dirigieron hacia mí con aire amenazador. La joven intentó retenerlos, pero no lo consiguió. Me levanté. Con gesto lento Souilik apoyó su mano sobre la culata de un pequeño fulgurante que, como todos los comandantes de ksill, tenía derecho a llevar. Este gesto no escapó a los Sinzúes, quienes se detuvieron.

— Tenía entendido que los Hiss, los sabios y prudentes Hiss, habían renunciado a la guerra desde hace siglos…

— Sí, a la guerra sí, pero no a proteger a sus huéspedes — replicó Souilik —. Si vuestras intenciones son rectas, ¿a qué vienen estas armas bajo vuestras túnicas? ¿Acaso habíais creído que no sabemos detectar el metal a través de la tela?

La situación era tensa. Fue en vano que Essine y yo de una parte, y Ulna y el anciano Sinzu de la otra, tratásemos de interponernos. Souilik estaba poseído por la terrible rabia fría de los Hiss y los Sinzúes parecían animados de un incomprensible orgullo.

Entonces, como un deus ex machine, apareció un oficial de la guardia seguido de otros cuatro Hiss.

— El Consejo de los Diecinueve ruega a sus huéspedes Sinzúes que se dirijan a su alojamiento

Y les recuerda que en Ela, sólo los oficiales en servicio pueden ir armados.

Iba provisto de un potente casco amplificador y por tanto su frase sonó fuerte y claramente dentro de mi cabeza; parecía un ultimátum. Los Sinzúes así lo debieron entender, pues les vi palidecer y salieron. Antes de abandonar la sala, Ulna se volvió y nos miró.

— En lo que a ti se refiere — dijo el oficial dirigiéndose a mí — Azzlem te espera, a ti y a tus compañeros.

Azzlem, Assza y Asserok discutían acaloradamente cuando nosotros llegamos.

— No los necesitamos para nada — decía Aszza — ; la ayuda de los Tserrenos nos bastará.

— Son poderosos, replicó Asserok. Lo son tanto como nosotros. Creedme, yo he estado en Arbor y conozco su planeta. Son más numerosos que nosotros y, además, tienen a los Telms, sus servidores…

Al llegar aquí se interrumpió bruscamente, como si hubiera tenido una súbita inspiración.

— Ahora lo entiendo todo —. Han confundido al Tserreno con un Telm; es fuerte y moreno como ellos.

Según nos explicó, en Arbor no sucedía lo mismo que en la Tierra o en Ela, donde sólo existe una única humanidad, sino que había dos, los Sinzúes, rubios y esbeltos y los Telms, morenos y fornidos. En épocas prehistóricas, habían habido varios tipos humanos — cosa que también en la Tierra se produjo — pero así como en nuestro caso sólo sobrevivió una especie que exterminó o absorbió a los demás, en Arbor se desarrollaron dos ramas distintas, ubicadas en continentes muy alejados el uno del otro. Cuando los Sinzúes descubrieron el continente Telm, habían ya alcanzado un grado de civilización que no les permitía extenuarlos. Supón que América hubiera estado poblada por hombres de Neanderthal. Probablemente los habríamos destruido. Los Sinzúes, raza superior, con un criterio más humano — o más realista —, convirtieron a los Telms en sus esclavos. Con el tiempo, la situación de éstos ha mejorado algo, pero en la sociedad actual siguen ocupando posiciones inferiores, a las que les lleva — hay que decirlo todo — su total carencia de iniciativa. No reciben ningún mal trato pero jamás se ha producido un cruce entre las dos especies por tratarse de dos razas totalmente distintas. La organización social de los Sinzúes se basa en esta semiesclavitud, es de tipo aristocrático y recuerda un poco a la organización del antiguo Japón.

— Es un hecho innegable que tu aspecto exterior, el color de tu piel y tu cabello, te dan un cierto parecido con los Telms. Así, pues, para que puedas comprender la reacción de los Sinzúes imagina que llamaras a un especialista en «judo» para combatir con un difícil adversario y que, al llegar aquí le dijeras: ya no es necesario; un chimpancé ha hecho el trabajo.

A medida que Asserok hablaba, los dos sabios fueron serenándose. Con toda seguridad iba a ser posible — con la suficiente diplomacia — calmar a los Sinzúes, explicándoles que yo no era un Telm a pesar de mi aspecto. Asserok quedó encargado de esta misión y partió hacia el astronave.

Pronto fui llamado por él. Me dirigí allí acompañado por Souilik. Al despedirme, poco antes de llegar a la vista de los centinelas sinzues quiso darme uno de sus fulgurantes. Se lo agradecí pero rehusé, ya que estaba convencido de que no corría peligro alguno. Un sinzu me recibió y me hizo seña de que le siguiera. La astronave era enorme — más de 180 metros — y tuve que recorrer interminables pasillos antes de llegar a la sala donde se me esperaba. Allí estaban sentados Asserok y cinco sinzues, todos ellos provistos de un casco amplificador. Aunque un poco separada del grupo allí se hallaba también Ulna, de pie, apoyada en la pared.

Apenas había entrado en la estancia, el de más avanzada edad me transmitió:

— Este Hiss pretende que no eres un Telm, sino un Sinzú negro. Vamos a comprobarlo. Háblanos de tu planeta.

Antes de contestar tomé todo el tiempo que creí necesario, agarré una silla, me senté, y cruzando las piernas empecé a hablar:

— Aun cuando para mi resulta tan injurioso ser confundido con un animal superior, como puede serlo para vosotros el ser aventajados por un Telm, en atención a mis amigos los Hiss, os responderé. Sabed que en mi planeta no hay más que una especie de hombres, unos rubios como vosotros, otros morenos como yo. Algunos — por cierto bastante numerosos — hasta tienen la piel negra o amarilla. Mucho hemos discutido sobre cuál era la raza superior y hemos llegado a la conclusión de que no había tal. No hace mucho hemos sostenido una guerra contra ciertos terrestres quienes, precisamente, pretendían ser esa raza superior. Les vencimos a pesar de su pretendida superioridad.

Seguí transmitiendo así durante más de una hora, haciendo, a grandes rasgos, un resumen de nuestra civilización, de nuestra organización social y de nuestras ciencias y artes. Desde luego, ellos nos aventajan de largo en avances científicos, ya que, en algunos puntos incluso superan a los Hiss. Pero en cambio, parecieron impresionados por nuestra utilización de la energía nuclear, conquista relativamente reciente para ellos.

Después de formularme una serie de preguntas sabiamente calculadas llegaron a la conclusión de que, a pesar de mi aspecto físico, yo no podía ser un Telm. A partir de aquel momento su actitud cambió diametralmente. Se convirtieron en unos seres tan afables como antes arrogantes. Ulna irradiaba satisfacción: había sido la única que me había defendido. Asserok convino, con Helon, el anciano Sinzú, padre de Ulna y Jefe de la expedición, una entrevista con los Diecinueve para aquella misma noche.

Al marcharnos, Ulna y su hermano Akeion nos acompañaron. Encontró a Souilik y Essine que esperaban. Asserok continuó para reunirse con Azz-lem y quedamos los cinco, dos Hiss, dos Sinzúes y un «Tserreno».

Estábamos contentos, la amenaza de guerra había desaparecido. Souilik me confió aparte que cien ksills estaban preparados para atacar la astronave en el caso de que las cosas hubieran ido mal. Nos dirigimos a la escalera que bajaba hacia el mar y nos sentamos en uno de sus peldaños. Nos interrogamos mutuamente sobre nuestros respectivos planetas y tuve que prometer que visitaría a Arbor antes de regresar a Tierra.

Ulna y Akeion me pidieron detalles sobre el Mislik, ya que habían decidido enfrentarse a él para saber si los Sinzúes compartían mi inmunidad. Quedamos en que yo les acompañaría a la cripta.

Aquella noche, tal como se había convenido, tuvo lugar la segunda entrevista entre los Sinzúes y los Diecinueve. La alianza quedó definitivamente sellada, con independencia del resultado de la prueba que debía realizarse a los dos días en la Isla Sans-sine. La misión de enlace entre los Sabios y los Sinzúes fue encomendada a Assza y a Souilik, quien, con motivo de sus últimas exploraciones, acababa de ser admitido como neófito. Por especial ruego de ellos se les nombraron dos adjuntos: Essine y yo. Por el lado Sinzú, Helon nombró a sus hijos Akeion y Ulna y a Etohan, joven y prometedor físico.

Como comprenderás, mi papel dentro de la delegación hiss, era meramente consultivo, ya que ni siquiera podía pretender representar a la Tierra, puesto que casi había sido raptado de ella. No obstante, me encantó este nombramiento que me unía más a Souilik y a Essine, por quienes sentía gran amistad, a Assza, persona muy agradable, y a los Sinzúes por los que, de momento, sentía gran curiosidad.

Me referiría muy brevemente a mi cuarta incursión a la cripta si no fuera que casi me costó la vida. Además fue el principio de mi total aceptación como ser superior, por parte de los Sinzúes, ya que, exceptuando a Ulna y a su hermano Akeion, los demás seguían considerándome con cierta antipatía.

Nos dirigimos a la Isla Sanssine a bordo de la astronave cuya enorme mole maniobraba casi con la misma suavidad que un ksill. Un ksill gigante, al mando de Souilik, transportó al Consejo de los Diecinueve.

Como sea que en la superficie de la isla no había un lugar adecuado para que pudieran aterrizar semejantes artefactos, nos posamos sobre el mar y fuimos transbordados por medio de unos botes. Esta fue la primera — y la última — vez que utilicé este medio de transporte en Ela.

Fui el primero en entrar en la cripta, seguido por Akeion, Ulna y un joven Hiss cuyo nombre no recuerdo y cuya misión era casi la de un conejillo de Indias. Yo iba provisto del casco especial que ya había utilizado anteriormente.

Mientras estuve solo en la cripta, el Mislik no reaccionó. Sin duda alguna me reconocía y sabía que todo intento con su rayo era inútil. No me transmitió sentimiento alguno de odio y sí sólo una cierta curiosidad.

Después entraron los demás acompañados por unos diez autómatas. Yo era el único que iba firmado con la pistola de «calor frío».

Como decía, mis compañeros entraron y apenas cruzaron la puerta el Mislik se lanzó a vuelo rasante emitiendo a gran potencia. El Hiss se derrumbó cuando se precipitaba hacia la salida y los Sin-zúcs resistieron con la misma naturalidad que yo, pero en lugar de retirarse inmediatamente, se precipitaron hacia mi tapándome la vista del Mislik. Este no perdió el tiempo y se dedicó a hacer un lamentable destrozo entre los robots. Cuando por fin pude disparar, sólo uno quedaba en pie. Entonces, con toda calma, el Mislik se dirigió al túnel de salida y se introdujo en él, obstruyéndolo. Éramos, pues, sus prisioneros.

Procuré no atolondrarme, ya que sabía que todo el poder de los Hiss se pondría en movimiento para auxiliarnos si se presentaba el caso, pero me preocupaba seriamente el Hiss desmayado, puesto que el Mislik, seguía emitiendo y cada segundo que transcurría reducía sus posibilidades de sobrevivir. Utilizando el micrófono anuncié mi propósito de despejar el túnel y, empuñando mi pistola, me encaré con el Mislik.

La caparazón de aquel ser brillaba débilmente en la penumbra del túnel. Con todo el cuerpo en tensión, dispuesto a saltar de lado, disparé. El Mislik retrocedió. Volví a disparar. El Mislik seguía retrocediendo y se metió en la antecámara. Intenté seguirle y eso casi me cuesta la vida, pues él se lanzó sobre mí y en tan reducido espacio tuve gran dificultad en esquivar su embestida. Afortunadamente mi casco, que estaba conectado, me advertía de los ataques por la gran intensificación de las ondas de hostilidad que captaba. Esta extraña corrida duró sus buenos cinco minutos hasta que, al fin, el Mislik abandonó el túnel y me lancé en su persecución.

Tropecé con el autómata que estaba recogiendo al desmayado Hiss y ello me hizo perder unos diez segundos. Este brevísimo retraso casi costó la vida a los Sinzúes, pues en aquel momento Ulna estaba pegada a la pared, Akeion la protegía y el Mislik, a pocos metros, se disponía a aplastarlos. Disparé seis veces consecutivas. El Mislik dio la vuelta y se precipitó sobre mi. Todavía tuve tiempo de ver cómo se encendía la cegadora luz caliente, sentí un fuerte golpe y perdí el conocimiento.

Al llegar aquí debo saltarme un espacio de treinta días, por la sencilla razón de que durante este tiempo no tuve el menor conocimiento de lo que me rodeaba. De mi choque con el Mislik salí con varios huesos rotos y casi la mitad de mi cuerpo helado como consecuencia de los desperfectos sufridos por mi escafandra.

Desperté en la cama, en una habitación de paredes metálicas que me era desconocida. Estaba echado sobre mi espalda y vi como una especie de gran embudo derramaba sobre mí una luz violeta. Me sentía muy débil pero nada me dolía. Quise moverme y noté que mis miembros estaban inmovilizados. Llamé en idioma Hiss.

Contestando a mi llamada entró un Sinzú al que desconocía. Se inclinó sobre mi, examinó algo que yo no podía ver, sonrió y pronunció unas palabras. Entonces la luz violeta adquirió mayor intensidad y sentí un hormigueo continuo en mi cuerpo, al tiempo que parecióme que mis fuerzas volvían paulatinamente. El Sinzú salió dejándome solo. Me fue relativamente fácil reconstruir los hechos: había resultado gravemente herido y me encontraba en un hospital sinzú, probablemente a bordo de la astronave.

Me hundí nuevamente en un agradable sueño. Al cabo de un rato que sería incapaz de fijar, volvió el sinzú acompañándole Szzan. Este me explicó lo sucedido: inmediatamente después de mi choque con el Mislik, éste, bajo los efectos de la luz caliente — que por cierto se encendió después del golpe, y no antes como creí — quedó fuera de combate y yo fui llevado a la antecámara en lamentable estado por Ulna y su hermano.

Apenas me quedaba un resto de vida cuando fui llevado a la astronave. Los Sinzúes reclamaron el derecho de cuidarme, en primer lugar porque mi estado no me permitía ser trasladado; en segundo lugar porque, a fin de cuentas, había salvado la vida a los hijos de su jefe, y finalmente, porque al parecer mi constitución fisiológica era más próxima a la de ellos que a la de los Hiss. Hasta qué punto eso era verdad lo reveló el examen químico-histo-biológico a que fui sometido de urgencia mientras se me conservaba artificialmente la vida con la ayuda de aparatos que superaban incluso todo lo que yo había visto en Ela. Resultó que mi protoplasma era idéntico al de los Sinzúes hasta el extremo que no dudaron en aplicarme injertos óseos y musculares, práctica que nosotros no dominamos todavía y para la que ellos tienen siempre materia prima «en conserva» — valga la expresión. A decir verdad, exceptuando el hecho de que no poseen más que cuatro dedos, difieren menos de nosotros, de lo que puede diferir un chino.

En resumen, salí de aquel trance sin mayor daño, gracias a los cuidados de Vicedom, el gran médico Sinzú. No sería justo, sin embargo, olvidar a Szzan, a quien yo había enseñado bastante medicina terrestre, y cuyos consejos fueron de gran utilidad, y a Ulna, quien vigiló durante largos días el corazón artificial de su invención que tanto me ayudó a sobrevivir.

A partir de aquel momento en que recuperé el conocimiento, mi mejoría fue muy rápida. Tres días después ya podía levantarme. Sostuve largas conversaciones con Ulna, su hermano y su padre y empece a aprender su lengua, al tiempo que me enteraba de interesantes detalles sobre el planeta Arbor y la humanidad Sinzú.

Los Sinzúes, muy adelantados en el aspecto científico, tienen una curiosa organización social, heredada de sus antepasados. En otros tiempos todas las familias sinzúes eran nobles y nadie se dedicaba a los trabajos manuales que estaban reservados a la raza inferior, los Telms. Consagraban pues su vida al arte, a los viajes y a la guerra. Esta desapareció de su planeta siete siglos atrás y en su lugar los Sinzúes se dedicaron a la investigación científica y a la exploración del Espacio… Es realmente curioso que nosotros hayamos sido descubiertos por los Hiss en lugar de los Sinzúes, ya que su galaxia, según pudimos comprobar más tarde, no es otra que nuestra vecina, la nebulosa de Andrómeda. Hay que reconocer no obstante que sus posibilidades de dar con el sistema solar, entre millones de estrellas de nuestra propia galaxia, eran de lo más reducido.

En la actualidad la población Sinzú es de dos mil millones de habitantes en Arbor y trescientos cincuenta mil en diversos planetas de su galaxia. Su organización social sigue siendo muy aristocrática.

Helon es el hermano de un Shénion, o sea, algo así como un príncipe. No hay más que cuatro Shé-mons en Arbor y estos son los jefes de cuatro familias que descienden directamente de los últimos reyes. Su organización política es piramidal. En el vértice se hallan los cuatro shémons, cuyo cargo es sólo semihereditario, ya que son elegidos dentro de la familia pero sin que, necesariamente, tengan que ser los hijos de los shémons precedentes. Ulna te explicará mejor que yo todo lo relativo a esa complicada sociedad.

Ocho días después de haber recobrado el conocimiento, Vicedomm me dio de alta. Abandoné el astronave con gran placer, acompañado de Souilik y Ulna. Ascendimos lentamente por la Escalinata de las Humanidades, y comprobé que, en efecto, habían añadido un Mislik a los pies de la estatua Sinzu. De tarde en tarde Souilik miraba solapadamente su reloj y Ulna sonreía maliciosamente. Sintiéndome fatigado quise volver, pero ellos se opusieron enérgicamente, alegando que un poco de aire fresco me sentaría muy bien. Nos sentamos en un banco de piedra, cara al mar. Assza pasó por allí, se sentó con nosotros y estuvimos charlando de cosas intrascendentes; al cabo de unos momentos nos dejó dirigiendo sus pasos hacia el astronave. Cuando hubo transcurrido un basike, Souilik miró nuevamente el reloj y con gran misterio me dijo:

— Ahora ya podemos regresar.

Cuando subimos la pasarela, los dos guardas Sinzúes presentaron armas. Eso me sorprendió, pues hasta aquel momento, tales honores se rendían únicamente a sus jefes o a los miembros del Consejo de los Diecinueve. Ulna y Souilik se esfumaron dejándome solo. Akeion apareció vestido con una espléndida túnica púrpura, sus hombros cubiertos con una larga capa del mismo color y su frente ceñida con una cinta de platino.

— Ven — me dijo en hiss —. Hemos preparado una ceremonia en tu honor y debes revestir la indumentaria adecuada al acontecimiento.

Me condujo a un camarote y me ayudó a enfundarme el vestido sinzú, que para mí consistió en una larga túnica blanca que puso de relieve la morenez de mi piel, una capa también blanca y una cinta de oro.

Le seguí hasta el extremo anterior de la nave, a la estancia contigua a la cabina de mando. En uno de los extremos de la estrecha y larga sala se había levantado un estrado, en el que se hallaban sentados Helon y Ulna. Helon llevaba una túnica amarilla y Ulna iba vestida de verde pálido. El estado mayor de la astronave vestía de negro y la dotación, que se hallaba ordenada a lo largo de las paredes, lucía su uniforme gris de gala. Entre tantas capas y túnicas de largos pliegues las mallas de Assza y Souilik, sentados a derecha e izquierda del estrado, resultaban casi indecentes.

En medio de un silencio total, Akeion me colocó en el espacio vacío que quedaba ante el estrado, situándose él unos metros detrás de mí.

Helon se levantó con lentitud y habló:

— ¿Quién es el que se presenta ante el Ur-Shé-inon?

Akeion respondió por mí.

— Un libre y noble Sinzú.

— ¿Cuál es la proeza que le da derecho a usar la túnica blanca?

— El haber salvado al hijo y a la hija del Ur-Shémon.

— ¿Qué desea el libre y noble Sinzú.

— Recibir el Ahén-reton.

— ¿Qué opinan el hijo y la hija del Ur-Shémon?

— Aceptan —, dijeron al alimón Ulna y Akeion.

— ¿Qué opinan los nobles y libres compañeros del Ur-Shémon?

— Aceptan —, dijeron, en coro, las voces del estado y dotación.

— Nosotros, Helon, Ur-Shémon, comandante del Astronave Tsalan, haciendo escala en el planeta Ela, en nombre de los shémons de Arbor, de los shé-mons de Tirón, de Sior, de Sertriu, de Arbor-Tian, de Sinaph, en nombre de los Siiizúes que habitan los Seis Planetas, en nombre de todos los Sinzúes muertos y de los que van a nacer, declaramos que, en méritos de su leal y valerosa conducta, se concede al Sinzú del planeta Tierra la cualidad de Sinzu-Then y el Ahén-reton de Séptima clase.

Un murmullo de sorpresa se elevó de los allí reunidos. Ulna sonreía.

— Acércate al estrado — me dijo Akeion.

Mi aspecto debía ser bastante cómico, con mi túnica blanca, mi cinta de oro y las frágiles antenas del amplificador oscilando sobre mi cabeza. Di tres pasos sin comprender aún lo que estaba sucediendo. En aquel momento, todos corearon el bello y extraño cántico que oí por primera vez la mañana de mi encuentro con Ulna, el himno de los Conquistadores del Espacio. Turbado por la emoción, noté que mi capa blanca era sustituida por otra. Las voces enmudecieron.

— A partir de este momento, hombre de la Tierra — dijo Helon —, eres un Sinzú, como cualquiera de nosotros. Toma las llaves del Tsalan y el arma que tienes derecho a llevar, siempre que nuestros huéspedes los Hiss, te lo permitan — añadió dirigiendo una mirada sonriente a Assza. Y me tendió unas simbólicas llaves de níquel — simbólicas ya que hace tiempo que los Sinzúes, al igual que los Hiss, desecharon estos primitivos medios de cerradura — y un corto tubo de brillante metal.

— La ceremonia ha terminado — añadió —, y espero que Song Clair nos honrará compartiendo nuestra comida.

— Song es tu titulo —, me explicó Akeion —. Es el rango más elevado después de Shémon, Ur-Shémon y Vithian. Ello te da derecho a desposarte con quien te plazca, incluso con la hija de un Ur-Shémon — dijo, mientras miraba maliciosamente a Ulna, quien al oír eso enrojeció.

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