CAPÍTULO TERCERO — TORPEDEROS DE LOS SOLES MUERTOS

En el planeta de los Kaiens no nos entretuvimos innecesariamente. Emprendimos en seguida la marcha hacia Ela, donde llegamos a mediodía. Yo estaba particularmente cansado, nervioso y ansioso, pues Helon había diferido la contestación a mi petición hasta la noche de nuestra llegada a Ela.

Dejé a Ulna muy cansada también a bordo del Tsalan, y me fui con Souilik a la Sala del Consejo. En mi informe, que procuré hacer lo más fiel y conciso que me fue posible, llegaba a la conclusión de que los Hiss tenían razón y que cualquier intento de coexistencia con los Misliks estaba condenado al fracaso, por lo menos, dentro de un mismo sistema solar. Pero añadí que tampoco veía el modo de llegar a exterminarlos, ya que su número era infinito y pululaban por millones de millones en innumerables galaxias.

Esta conclusión no pareció satisfacer a la mayor parte de los asistentes, pues los Misliks seguían siendo, para los Hiss, el enemigo metafísico, el principio del Mal y no podían admitir la menor tregua en la lucha por su total exterminación. Uno de los Sabios me interpeló:

— Tú mismo has dicho que Siphan había sido un planeta humano antes de ser conquistado por los Misliks. ¿Por que no se limitan a ocupar los planetas helados inhabitables para nosotros? ¿Por qué apagan nuevos soles? ¡No, no hay conciliación posible, hay que acabar con ellos!

— ¡Pero la lucha va a durar millones de años! Por poderosas que sean vuestras armas, no podéis reconquistar planeta tras planeta. Y si lo consiguierais, ¿qué haríais con esos inhabitables planetas helados?

Estaba olvidándome de que yo también era un Hiss y casi había tomado el partido de los Misliks.

— Desde luego, nada haremos con estos planetas ni los necesitamos para nada, pero los Misliks deben desaparecer, y puesto que la luz y el calor los matan, ¡encenderemos nuevamente sus soles!

— Pero, hombre, ¿qué es lo que está diciendo?

— rugí, faltando a las normas de la más elemental educación.

— Lo que ha dicho Snisson — me contestó Azz-leni — es que volveremos a encender sus soles o, por lo menos, lo intentaremos. En teoría, la cosa es posible; en la práctica, ya se verá. Durante tu ausencia han empezado los experimentos y las primeras impresiones son favorables a la tentativa.

El asombro me hizo enmudecer. Desde luego, desde mi llegada a Ela había visto las cosas más fantásticas e inverosímiles. Admitía que los Misliks, esos seres de pesadilla, apagaran las estrellas; no tenía más remedio que admitirlo, puesto que lo había visto con mis propios ojos, pero que los Hiss, que a fin de cuentas no eran más que simples hombres, pretendieran encenderlas… eso ya era demasiado. Azzlem continuaba hablando con toda calma:

— No creo que el intento decisivo pueda realizarse antes de que transcurra un año. Mientras, tal vez continúenlos explorando galaxias malditas, pero sin ofensivas en masa que sólo pueden acarrearnos grandes e innecesarias pérdidas de vidas.

Con estas palabras se levantó la sesión. Salí y encontré a Souilik que me estaba esperando. Le come lo que se había dicho dentro.

— Lo sabía. Se acaba de formar un equipo especial de físicos, formado por un centenar de Hiss y casi otros tantos representantes de cada una de las humanidades. Lo dirige el Sinzu Beranthon y Assza, y nuestra amiga Beichit forma parte de la delegación Hr'ben. Y ¿sabes quién mandará los ksills encargados de la realización del proyecto?

— No.

— Yo mismo. Y a lo mejor hasta te dan el mando de los equipos de desembarco. Por lo visto lo estás haciendo muy bien — añadió sonriendo.

Di un rodeo para no pasar ante el Tsatan y paseando me dirigí al lugar donde había conocido a Ulna. El que Helon no me hubiese dado una contestación inmediata me inquietaba. Esperaba a la vez con ansia y temor el anochecer de aquel día. El cielo estaba despejado, el ambiente apacible y me senté sobre la fina arena de la playa.

Al poco rato, oí pasos detrás de mi. Era un Sinzu que se acercaba. Me saludó reverenciosamente.

— Song Clair, el Ur-Shemon le espera — dijo aplicándome mi titulo de Sinzu.

Le seguí. Helon me esperaba en el Tsalan en compañía de Tkeion y otros cinco ancianos Sin-zúes.

— Ayer me pediste la mano de mi hija Ulna — dijo —. Teóricamente tienes ese derecho, puesto que eres Sinzu, Then y Song. Pero — y puedo afirmarlo, ya que he consultado antes a nuestros amigos los Iliss — sería ésta la primera vez que se realizara un matrimonio entre humanidades de planetas distintos. No se han casado nunca los Hiss y los Krens entre sí a pesar del enorme parecido que existen entre ellos. Ahora bien, según aseguran nuestros biólogos que te examinaron cuando estuviste en el hospital, tu protoplasma no puede distinguirse químicamente del nuestro, tu metabolismo es idéntico, tienes el mismo número de cromosomas y probablemente el mismo número de genes. La única diferencia está en que tú tienes cinco dedos y nosotros cuatro y aun eso no es esencial y, además, nuestros antepasados también tuvieron cinco dedos en sus manos. Así que tu caso es excepcional y, por tanto, no veo inconveniente alguno a este matrimonio salvando tal vez algún lacior psicológico. ljero como sea que Ulna consiente — anadió sonriendo —, yo también digo sí. Ahora bien, las bodas de las familias

Shemons deben celebrarse precisamente en lierisamnor, la capital de Arbor, y deberéis ir allí en cuanto los Hiss lo permitan..Digo «cuando los hiss lo permitan», porque si bien es cierto que eres Sinzu-Ten, también eres Hiss, y, no lo olvidemos, «Tserreno». Me pregunto — dijo, divertido —, ¿a qué planeta pertenecerán vuestros hijos?

Durante este largo discurso me sentí como sobre ascuas, pero al llegar al final mi gozo y satisfacción no tenía límite. Siguiendo el ritual Smzu, hice una inclinación, pero no pronuncié la menor palabra de agradecimiento, ya que ello habría sido uno ofensa; los Smzúes sólo agradecen los dones de escaso valor.

— Te advierto — dijo Helon. — que, según nuestras costumbres, no puedes ver a la novia hasta el mismo día de la boda, aunque nadie te impide que le envíes algún mensaje.

Salí del Tsalan más ligero que una pluma y tropecé con el inevitable Souilik, a quien comuniqué la gran noticia.

— Decididamente, aquí todo el mundo se casa, — dijo —. Primero, Essme y yo; ahora, Ulna y tú, y hace un momento he visto a Beichit, quien me ha anunciado su boda con Sefer. Supongo que tu boda tendrá lugar en Arbor, ¿no? ¿Cómo piensas ir? Estoy enterado de que el Consejo no piensa autorizar la salida de ninguna nave Sinzu, pero si quieres puedo llevarte en mi ksill.

Y así fue como tres días después salimos para Arbor, Souilik, Essine, Helon, Akeion y yo. Ulna iba en un departamento cerrado para que yo no pudiera verla.

Ya te explicaré en otra ocasión las ceremonias magníficas de una hija del Ur-Shemon. También te hablaré del esplendor de Arbor. ¡Qué mundo, aquél! Bello y salvaje con sus profundos océanos, sus montañas altas de más de veinte kilómetros, sus frondosos bosques celosamente vigilados por sus habitantes…

Nunca podré olvidar nuestra luna de miel en el valle de Tar.

Sólo estuvimos allí unos ocho días, alojados en una especie de bungalow reservado especialmente a los recién casados y situado en un lugar de ensueño que los Sinzúes respetan escrupulosamente. Nadie atraviesa nunca el límite del valle reservado. Es ésta una antigua y bella costumbre que, según creo, existía también en nuestros indios Apaches. En mi opinión, es algo que hay que anotar en el activo de la civilización sinzu.

En el pasivo, en cambio, habrá que anotar su maldita manía de las ceremonias; ni los chinos tan dados a ello, son tan ceremoniosos como esa gente. Con la particularidad de que mi ignorancia de sus costumbres me hacia temer constantemente el cometer alguna irreparable torpeza. Por todo ello, sentí un gran alivio cuando los Shemons me anunciaron que podíamos regresar a Ela cuando se nos antojara.

Pero antes de abandonar Arbor aún tenía que experimentar una gran sensación, Akeion me llevó al observatorio principal, donde los astrónomos me enseñaron una manchita insignificante y paliducha: nuestra galaxia. Con el más potente de los instrumentos — que, por cierto, no se basa en el telescopio — aquella mancha se convertía en un polvo de estrellas entre las que se encontraba nuestro humilde Sol. Y alrededor de aquel puntito giraba mi «Tierra natal», tan lejana y tan lamentablemente invisible. La luz que estaba contemplando había salido de allí ochocientos mil años antes y, en el caso de que la ciencia Sinzu hubiera hecho posible que viera la Tierra en detalle, lo único que me habría sido dado ver hubiera sido quizás alguna familia de pitecántropos.

Ahora que he vuelto a la Tierra, cada noche que el tiempo lo permite, Ulna y yo buscamos la nebulosa de Andrómeda. Verla me hace comprender la magnitud de las distancias que he recorrido. La galaxia de los Hiss está demasiado lejos; imposible verla incluso con la ayuda de nuestros telescopios gigantes. Pero ver ese pequeño óvalo y pensar que la mujer que está a mi lado nació allí, y que yo estuve allí…

Al cabo de tres meses nos marchamos. Tal como habíamos convenido, Souilik vino a buscarnos y despegamos del puerto sideral de Berisanthor rodeados de enormes astronaves sinzúes entre las que nuestro ksiil parecía un juguete.

Cuando aún volábamos sobre Arbor, Souilik ya me comunicó que yo formaría parte de su estado mayor de «torpederos de soles muertos». Por lo visto, me había vuelto todo un personaje en Ela y, desde luego, nunca comprendí el empeño de los Hiss en elegirme siempre para aquellas empresas tan importantes y peligrosas. No había duda que mi lugar estaba entre los biólogos y no en esas expediciones.

Había miles de Sinzúes mucho mejor preparados que yo y con la misma inmunidad al rayo mislik, pero creo que los Elienses se habían tomado muy en serio mi condición de Hiss, un Hiss de sangre roja y por tanto con infinitas ventajas sobre los Sinzúes que, a fin de cuentas, no eran más que unos extranjeros. Además, entre Souilik y yo existía una sincera amistad y este joven, mimado por su pueblo, se había propuesto obsequiarme con lo mejor para él: la aventura.

¡Cuántas veces tuve que maldecir, no precisamente esa amistad, sino sus consecuencias!

Al llegar a Ela, nos instalamos en mi casa de la isla Bresié. Ulna y mi «hermana» se hicieron muy buenas amigas. Durante un año seguimos trabajando en nuestro intento de inmunizar a los Hiss contra la radiación Mislik, pero finalmente tuvimos que desistir: las ondas especiales que emiten los Misliks destruyen el pigmento respiratorio de los Hiss y de todas las demás humanidades, a excepción, naturalmente, de los Sinzúes y nosotros. Así, pues, la única solución habría sido cambiar el pigmento respiratorio de esas gentes, lo que, naturalmente, es impracticable. Assza, por medio de la ciencia física, había llegado a la misma conclusión. Lo único que se consiguió fue retrasar algo la acción mortífera, siempre que el rayo no fuera intenso.

Un día, al salir del laboratorio, Souilik nos llevó a su ksill y sin darnos explicación alguna despegó. Nosotros, que ya empezábamos a estar familiarizados con aquellos aparatos, comprendimos inmediatamente que nos dirigíamos a Marte. Como sea que ni Ulna ni yo habíamos estado nunca en aquel planeta, la cosa nos divirtió. La travesía se efectuó a la velocidad máxima para aquella distancia, o sea aproximadamente la décima parte de la velocidad de la luz.

Marte es un planeta semisalvaje con alguna semejanza a Arbor, pero más árido. Cuando volábamos sobre un enorme edificio, Souilik lanzó el ksill en picado sobre el mismo. Era la fábrica donde se construían los ksills que estaban en servicio en todos los planetas. La cadena de montaje era atendida por una serie de autómatas cuya labor era supervisada por unos pocos Hiss. Atravesamos varias naves sin detenernos y, finalmente, Souilik nos llevó a un hangar enorme donde estaban construyendo un ksill de proporciones titánicas; más de trescientos metros de diámetro y unos sesenta de altura; su forma no era la clásica de lente, sino que parecía una cúpula achatada. Mientras lo contemplábamos Souilik dijo:

— Esta es la nave con la que iremos a encender soles muertos.

— Pero ¿a qué se deben esas dimensiones y esta forma tan rara? — preguntó.

— Ha sido indispensable hacerlo así. El artefacto que sirva para encender los soles debe reunir unas condiciones especiales. Como tú sabes, en los soles muertos la fuerza de la gravedad es espantosa y para resistirla tendremos que crear intensos campos antigravitorios. Para ello precisaremos una cantidad de energía extraordinaria y necesitaremos disponer de una central, que deberá ser instalada a bordo de ese ksill. La forma de cúpula se hacía necesaria para oponer mayor resistencia al peso del propio ksill. ¡De todas maneras, no creo que pueda resistir más de un basike sobre la superficie de un sol muerto!

Pasaron varios meses más. Poco a poco me había ido acostumbrando a la idea de participar en esta expedición inverosímil. Los días pasaban con aparente calma. Digo aparente, porque en los Tres Planetas, los cerebros mejor dotados del Universo trabajan incansablemente en la realización del gran proyecto.

Por mi parte, trabajaba encarnizadamente en mi laboratorio. Me consideraba algo así como el enviado especial de la Tierra, el representante de nuestra civilización, y tenía la sensación de que haciendo algún descubrimiento sensacional defendería mi derecho de vivir en Ela, dejaría de ser el pariente pobre, para convertirme en un digno miembro de la comunidad de las Tierras humanas. Así que hasta muy entrada la noche leía las publicaciones Hiss y Ulna me traducía los libros Sinzúes, con lo que pude comparar que, si bien mis conocimientos eran muy elementales, los métodos de trabajo aprendidos en la Tierra eran muy buenos, y pronto asimilé las primeras nociones de su ciencia.

Lo más curioso del caso es que, mientras yo me atormentaba y maldecía mi ignorancia, los Hiss ya me consideraban un elemento muy aprovechable, hasta el punto que me habían confiado la formación de un grupo de jóvenes biólogos. Por lo visto, mi distinta organización me había proporcionado conocimientos; que para ellos resultaban nuevos. Lo mismo me ocurría con respecto a los Sinzúes, pues, si bien era cierto que ellos habían desarrollado hasta un grado superlativo la física Biológica, habían descuidado mucho el aspecto químico de nuestra ciencia, y fue precisamente por este conducto como se logró el resultado que ya te he señalado: proteger durante un corto espacio de tiempo a los Hiss de los rayos misliks

Al principio no todo fue fácil en mi vida con Ulna, pues los Sinzúes son terriblemente susceptibles y mi paciencia no es excesiva. Teníamos que llenar el enorme vacío existente entre nuestras dos civilizaciones y, con frecuencia, nos peleábamos por mil pequeños detalles: por ejemplo — cosa extraña en un pueblo avanzado —, los Sinzúes tienen la costumbre de comer con los dedos y, como has podido comprobar esta noche, Ulna tiene aún alguna dificultad con los cubiertos. Ella, en cambio, no podía comprender mi costumbre de trabajar por la noche ni mi repugnancia a anticiparme al alba, etc. Poco a poco, establecimos un modas vivendi entre nosotros y la cosa ha ido mejorando extraordinariamente. A pesar de todo, debo reconocer que las hijas de Arbor tienen una gran cualidad sobre sus colegas de la Tierra: ¡Jamás te amenazan con volver a casa de mamá!

Un día estábamos charlando animadamente con Jiña y Assila, tomando plácidamente el sol ante la puerta de nuestra casa, cuando una sombra se interpuso entre nosotros y los rayos de lalthar; era el gigantesco ksill que había visto construir en Marte y que, bajo la experta mano de Souilik, describió graciosas curvas en el cielo sobre nosotros y desapareció finalmente tras el horizonte. Media hora más tarde recibí un mensaje de Azzlem mandándome urgentemente ir a la casa de los Sabios.

Fui inmediatamente. El enorme ksill flotaba mansamente sobre las aguas del embarcadero. Souilik me esperaba, solo.

— ¿No está Essine contigo? — pregunté.

— No. En esta aventura no participarán las mujeres.

— ¿Cuándo nos vamos?

— Pronto. Ven, los Sabios quieren verte.

Azzlem y Assza nos recibieron inmediatamente. Sin preámbulos, Azzlem empezó:

— Clair, una vez más tenemos que pedirte que cumplas una peligrosa misión. Como sabes, Souilik ha conseguido que se te incluyera en su Estado Mayor. Aceptamos porque no había razón alguna que apoyara la negativa, pero en aquel momento no pensamos que tu colaboración iba a sernos muy útil, pero ahora resulta que probablemente nos serás indispensable. Ya conoces el proyecto en líneas generales: se trata de desembarcar en la superficie de un sol muerto donde os habréis trasladado a bordo de un ksill especial: allí colocaréis un pesado aparato cuya finalidad es la de reanimar las reacciones nucleares. Si hemos de ser sinceros, deberemos reconocer que, probablemente, iremos más allí de lo que nos habíamos propuesto, ya que, no sólo encenderemos los soles, sino que provocaremos una explosión que destruirá los planetas que giran a su alrededor y a los Misliks que los habitan. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Peor para ellos!

«El problema que se nos plantea es el siguiente: en la superficie de los soles, vais a estar sometidos a una fuerza de gravedad diez veces superior a la de Ela que vendrá compensada, en parte, por el dispositivo antigravitatorio de que va provisto el ksill. Ahora bien, este dispositivo consume una fantástica cantidad de energía y por ello sólo puede funcionar durante medio basike. Este es el tiempo de que dispondréis para realizar vuestra misión; el menor retraso, significaría la muerte por aplastamiento. Además, una parte muy importante del detonador que forma un bloque indivisible no puede ser previamente montada en el conjunto y, a pesar de todos nuestros esfuerzos para aligerarla, su peso es tan extraordinario que ningún Hiss o Sinzu podría moverla en las condiciones en que os hallaréis.

— Tal vez los robots… — insinué.

Azzlem hizo una mueca de impaciencia.

— Ya pensamos en ello, pero tú sabes que los autómatas no pueden funcionar en los campos anti-gravitatorios. Sólo tu fuerza física puede salvar este escollo. ¿Aceptas?

— No puedo negarme — respondí.

— Bien. Vamos, pues, a situarte en un campo de gravitación artificial para ver si eres capaz de mover esta pieza y comprobar también el límite a que llegan tus posibilidades de acción. Recuerda que el tiempo de que dispondrás es exiguo. La rapidez es esencial. ¡Vamos!

Por primera vez puse los pies en el laboratorio de Física. Me proporcionaron una escafandra especial, reforzada con una armazón metálica con articulaciones en las rodillas, codos y cintura. Me colocaron sobre una plataforma en la que yacía una complicada pieza metálica. Me agaché y la levanté sin esfuerzo. Sabía que aquella acción habría sido casi imposible para un Hiss.

Assza se dirigió a un reóstato.

— ¡Atención! ¡Gravedad dos! — gritó.

Me sentí más pesado y tuve mayor dificultad en levantar la pieza. Assza fue aumentando paulatinamente la intensidad de la gravedad. Sentí como si mis brazos se volvieran de plomo, la circulación se me hizo más difícil, la sangre era como empujada hacia mis pies. Después vino el «velo negro» tan familiar a nuestros aviadores supersónicos; pero momentos antes de producirse, ya no pude mover la pieza de metal. Assza llevó gradualmente la gravedad a la unidad.

— Va a ser muy justo — dijo —. Y en algunos soles hasta imposible. Tendremos que intentar algún procedimiento automático. De todas maneras, siempre nos cabe el recurso de probaren alguna estrella de escasa magnitud.

A la mañana siguiente, Souilik se llevó el gran ksill a la isla de Aniasz, donde debía ser terminado. No oí hablar de él ni del proyecto durante más de un mes, hasta que un día Assza vino al laboratorio y me comunicó que todo estaba ya listo y que al día siguiente saldríamos para dirigirnos a una estrella de la galaxia maldita que yo ya había visitado.

Aquella noche no nos fuimos a casa sino que nos quedamos en la Casa de los Extranjeros. Al ponerse lalthar, llegó el ksill gigante con Souilik, Essine, Assza, Beichit y Sefer, Akeion y Beranthon, el gran físico Sinzu, en una palabra, se reunió todo el Estado mayor del «Swinss» — palabra que significa Aniquilador —. Después tuvo lugar una especie de banquete en el que no hubo discursos. Ulna y yo nos retiramos pronto y fuimos a dar un paseo por la playa. Hacía una temperatura muy agradable y el firmamento había revestido sus mejores galas. Nos sentamos en la arena.

Permanecimos largo tiempo en silencio. ¿Qué podíamos decir? El drama que se avecinaba era demasiado grande para que las inquietudes de cada uno de nosotros pudieran tener importancia. Yo mismo ya no podía volverme atrás y ni siquiera me había pasado por la cabeza hacerlo a pesar del miedo que me embargaba.

Bordeando la orilla del mar, por nuestra izquierda, apareció una pareja. Sus esbeltas siluetas me indicaron que se trataba de dos Hiss. Cuando estuvieron más cerca pude reconocer a Souilik y Essine. Iba a llamarles, pero Ulna me detuvo diciendo:

— Déjales, también ellos quieren despedirse.

Me callé. Pasaron cerca de donde nosotros estamos sin vernos. Momentos más tarde volvieron acompañados de otra pareja; se trataba de Beichit y Sefer. Esta vez les llamé y vinieron a sentarse a nuestro lado.

Dirigiéndome a Souilik, pregunté:

— ¿Cuantas probabilidades crees que tenemos de regresar?

— Con toda seguridad, no encontraremos Misliks en los soles muertos. El peligro no puede venir, pues de ahí, pero el tiempo de que dispondremos para colocar el kilsim será muy corto. Es posible que todo dependa de tu fuerza. Si yo hubiera tenido que decidir, probablemente habría esperado a que pudiéramos fabricar autómatas con posibilidad de funcionar en los campos antigravitatorios. Claro que, por otra parte, la construcción de un kilsim consume tal cantidad de energía que es lógico que hayan querido comprobar si realmente tenían eficacia.

— Desde luego, lo conseguiréis — dijo Beichit indignada.

— Beichit forma parte del equipo que lo ha construido — replicó Souilik con ironía —. Es, pues, normal que tenga plena confianza en su artefacto Yo, por mi parte, no estaré tranquilo hasta que hayamos terminado. Lo malo es que, pase lo que pase, el aparato ese funcionará. A nosotros no nos queda alternativa: o triunfamos o… desaparecemos.

— ¿Cómo dices? — pregunté.

— Claro. El kilsim es un artefacto experimental… y peligroso. Para colocar la última pieza dispondrás exactamente de un minuto. Si lo logras, la explosión se producirá al cabo de un basike. Si fracasas, se producirá dos minutos después. Supongo que no es necesario que te diga que en este caso no tendremos tiempo material para alejarnos. Pero, no te preocupes; lo conseguirás, pues en este último minuto daré la máxima intensidad al campo antigravitatorio.

El silencio cayó sobre nosotros hasta que Ulna empezó a cantar el himno de los Conquistadores del Espacio. Al llegar a la estrofa que habla de «aquellos que fueron alcanzados por la muerte en mundos desconocidos», un sollozo interrumpió su canto, pero se rehizo y continuó. Después Beichit, con voz grave y pura, interpretó un antiguo cántico de su planeta, lleno de un encanto especial. Después me tocó el turno a mi y me pidieron insistentemente alguna canción de la Tierra. No encontré nada más adecuado que una vieja canción de guerra francesa.

Sefers, que hasta aquel momento no había pronunciado una sola palabra, dijo entonces:

— Amigos, pase lo que pase, los planetas humanos tendrán motivos de estar orgullosos de nosotros. Aunque fracasemos, otros vendrán después con más suerte que nosotros. Pero siempre nos cabrá el honor de haber sido los primeros.

Salimos con el alba. Essine, Beichit y Ulna nos acompañaron hasta el embarcadero.

La primera parte del viaje no tuvo historia. El paso en el ahun fue un poco más movido que de costumbre, debido probablemente al gran tamaño del ksill. Emergimos en la galaxia maldita, pero Souilik no pudo concretarme si estábamos lejos o cerca del célebre planeta Siphan, donde pasé aquel angustioso mes. El sistema solar que Íbamos a destruir parecía integrado por unos doce planetas, aunque, como comprenderás, no es más que aproximado.

Yo estaba con Beranthon, Aketon, Sefer y Souilik en el puesto de mando, el seall. Este, además de los mandos, instrumentos y cuadrantes habituales que yo ya iba conociendo, contenía una serie de nuevos aparatos que correspondían al dispositivo especial de que iba equipado.

— Tardaremos todavía unos cuantos basikes en llegar al sol muerto, — dijo Souilik dirigiéndose a mi —. No estaría de más que repasaras con Beranthon los movimientos que tendrás que realizar. Seguí al físico. La dotación del «Swinss» constaba de veinticinco Hiss y veinticinco Sinzúes solamente. Casi todo el interior del ksill estaba ocupado por una pieza circular de grandes dimensiones, cuyo piso estaba dividido en dos partes: un círculo centra] en el que estaba situada una máquina fea y maciza de unos tres metros de altura, unos treinta de ancho y de forma ovalada. Estaba inacabada y, a su lado, en el suelo, estaban las piezas que debían completarla; alrededor de este circulo central, a lo largo de la corona, estaban situados los generadores del campo antigravitatorio, bajo cuya acción teníamos que desarrollar nuestro trabajo.

— En cuanto hayamos aterrizado — dijo Ba-ranthon —, el círculo central que soporta el kilsim se separará. Antes, habremos puesto en marcha los campos antigravitatorios que para contrarrestar el campo del sol muerto, consumirán tal cantidad de energía que, como máximo, sólo podremos mantenerlos durante medio basike, a contar desde el momento del aterrizaje. Tendrás, pues, que apresurarte. Cuando el kilsim esté listo saldremos inmediatamente y pasando en el ahun, nos alejaremos lo suficiente para poder observar la explosión sin peligro. Repite ahora los gestos que tendrás que realizar: son muy sencillos. Tomas la pieza, la introduces en este orificio dándole un cuarto de vuelta, aprietas un poco y giras nuevamente en sentido inverso. Eso es todo. Pero, cuidado, cuando yo te dé la señal no te demores un solo segundo, va en ello la vida de todos! Pruébalo ahora; no hay peligro alguno, pues el kilsim no está cargado.

Estábamos en el espacio, lejos de cualquier campo de gravitación intenso y por lo tanto fue cosa muy fácil. Repetí el movimiento hasta que pude hacerlo con los ojos cerrados.

— Después la pieza pesará bastante más. Recuérdalo. Antes de dejar el kilsim a punto, probarás nuevamente.

— No — dije —. Creo que ya es suficiente. Prefiero no fatigarme.

Volvimos al seall. Habíamos pasado ya la zona de los grandes planetas y nos acercábamos a los planetas inferiores. Cuando hubimos dejado atrás al último de éstos, Souilik conectó los campos antigravitatorios intensos y dio la señal de atención. Nos pusimos las escafandras. Beranthon y Souilik se enfrascaron en una serie de delicadas maniobras, ya que no es lo mismo aterrizar sobre un sol muerto que sobre un planeta cualquiera. Por un momento parecieron preocupados, pues el consumo de energía superó el previsto, pero en seguida se normalizó la situación.

Sin embargo, al llegar a unos diez mil kilómetros de nuestra meta el consumo aumentó nuevamente, de tal manera, que hubo que tomar una seria decisión: continuar, limitando la estancia en el sol muerto a un tercio de basike en lutmr del medio basike previsto, o volvernos atrás. La decisión unánime de todos, mandos y tripulación, fue la de continuar. Beranthon, para ganar tiempo, ordenó que se empezara inmediatamente el montaje del kilsim, tomando naturalmente las máximas precauciones.

Exceptuando a Souilik que permaneció en su puesto de mando, todos nos dirigimos a la gran sala. Los generadores antigravitatorios zumbaban, los equipos de montaje se afanaban alrededor del artefacto. A pesar del potente campo interno, la gravitación ya se hacia sentir con fuerza, y los indicadores ya señalaban casi la graduación 2. Poco después, ésta ya quedó superada y nuestros movimientos se hicieron tornes y pesados. Beranthon me ordenó que me tendiera en una camilla para conservar todas mis fuerzas.

Sentí un leve choque. El ksill recorrió unos metros y se inmovilizó. Entonces, lentamente, la plataforma central se separó dejándonos en la superficie del sol muerto. El ksill, con su corona, se elevó a unos tres metros. Disponíamos de un tercio de basike. o sea treinta minutos elienses, para hacer nuestro trabajo. En mi casco, oí la voz de Soulik que contaba: veintinueve, veintiocho, veintisiete…

¿Pero qué era lo que estaban haciendo los equipos de montaje? Me pareció que ni siquiera se habían movido. Volviendo con dificultad la cabeza, les vi moverse al ralenti como hundidos en el interior de sus escafandras. Beranthon, a grandes voces, les iba guiando.

— Veinticinco… veinticuatro… veintitrés…

La mayor parte de las piezas yacían todavía en el suelo. ¡Qué idiotas habíamos sido todos, yo, los Hiss, los Siiizúes, los Hr'ben, todos! ¡Cierto que los autómatas no podían funcionar en los campos anti-gravitatorios, pero una grúa, una simple grúa, habría servido! ¡Ah, pero la civilización de estos señores de la ciencia había olvidado ya esas primitivas máquinas!

— Veinte…, diecinueve…, dieciocho…

Los campos antigravitatorios no eran absolutamente constantes y sentía como un balanceo, hundiéndome más o menos en mi camilla.

— Quince…, catorce…, trece…

Las últimas piezas iban siendo colocadas en el conjunto. Beranthon gritó:

— ¡Atención! ¡Cuando te haga la señal, será tu turno! Dispondrás exactamente de un minuto terrestre. ¡Prepárate

— Doce…, once…, diez…

— Cuando baje el brazo, empezará tu minuto. ¡Ven!

Me levanté y me arrastré como pude hasta la pieza. Me pareció monstruosamente grande. ¡En esas condiciones jamás podría levantarla! — ¡Beranthon! ¡Para! ¡No podré!

— Nueve…

— Ocho…

— ¡Demasiado tarde!… ¡Ya!

Bajó el brazo. Me incliné, agarré la pieza con voluntad feroz. La suerte estaba echada, aquella máquina infernal ya estaba en marcha. Lo que yo tenía en la mano era nuestra última esperanza de salvación: el moderador, que nos daría tiempo para escapar de la terrible explosión. Lo levanté. Beranthon, que tenía mi reloj terrestre, me iba cantando los segundos.

— 55…

Di un paso, logré introducir el extremo de la pieza en el orificio.

— 50…

No, era demasiado pesado. ¿Tenía que girar a la derecha o a la izquierda? El sudor mojaba mi cara, velaba mis ojos.

— 40…

Y aquel imbécil de Souilik que había prometido dar toda la intensidad a los campos antigravitatorios ¿qué hacía?

— 35…

A mi alrededor los equipos de montaje huían lentamente, aplastados por la gravedad. Hice un esfuerzo sobrehumano y conseguí llevar el otro extremo de la pieza a la altura necesaria. Me pareció que el monstruo vibraba. ¿Y si los Hiss se habían equivocado? ¿Estallaría ahora?

— 30…

Presa del pánico, di la vuelta a la pieza en el sentido equivocado.

— ¡En dirección contraria! ¡en dirección contraria! — rugió Beranthon.

— 25…

De repente, tuve la sensación de que la pieza se aligeraba. Pude hacerla girar, apretarla. Sólo tenía que volverla a girar. Pero, ¿en qué sentido? En sentido inverso, naturalmente, pero, ¿en qué sentido la había girado la primera vez? Con el cerebro completamente embotado, permanecí inmóvil por espacio de un segundo, o más.

— 20…

— ¡Eso es, muy bien!

La pieza giró sola. Maquinalmente, Beranthon intentó secar el sudor de su frente.

— 10 — dijo.

— Siete — respondió la voz de Souilik —. ¡Atención, bajo a buscaros!

El ksill nos cubrió. Dirigí una última mirada sobre la superficie de aquel sol que iba a desaparecer. Con toda la rapidez de que fuimos capaces nos subimos a la corona. El ksill despegó, abandonando el disco central sobre el que se levantaba la masa sombría del kilsim. La gravitación seguía siendo muy fuerte, así que esperamos al pie de la escalerilla que conducía al seall. Cuando empezó a disminuir, iniciamos la ascensión. A mitad de camino me sentí súbitamente ligero como una pluma: acabábamos de entraren el ahun.

Загрузка...