PRÓLOGO

Aquella mañana de marzo de 195… llamé a la puerta de mi viejo amigo el doctor Clair, ciertamente sin sospechar que pronto iba a escuchar un relato fantástico e increíble. Digo «mi viejo amigo» porque, aun cuando ni él ni yo hemos pasado apenas los treinta, nos conocemos desde la infancia y no nos habíamos separado más que en estos últimos cuatro años.

La puerta fue abierta — o mejor entreabierta — por una anciana vestida de negro, como todas las viejas de esta región. Murmuró:

— Si es para una visita, el doctor no recibe hoy. Está haciendo sus experimentos».

Clair era un médico excelente, y, sin embargo, no ejercía regularmente. Gracias a una saneada fortuna podía consagrar casi todo su tiempo a delicados experimentos de biología. Su laboratorio estaba instalado en la casa paterna, cerca de Rouffi-gnac y, en opinión de varios sabios extranjeros que lo habían visitado, había pocos en el mundo que se le pudieran comparar. Hombre muy discreto sobre sus trabajos, sólo me había hecho algunas breves alusiones a ellos, en las escasas cartas que nos habíamos cruzado, pero yo estaba enterado, por los rumores que corrían en los círculos universitarios, de que estaba muy cerca de encontrar la solución para extirpar el cáncer.

La vieja me observaba con desconfianza.

— No, no vengo para una consulta — respondí —. Diga al doctor que Frank Borie querría verle.

— ¡Ah! ¿Es usted el señor Borie? En este caso ya es distinto. Le está esperando.

Desde el fondo del pasillo, una profunda voz de bajo gritó:

— ¿Qué hay, Magdalena? ¿Quién está ahí?

— ¡Soy yo, Seva! — respondí.

— ¡Entra, pardiez!

Con grandes zancadas llegó a mí, casi me desmontó el brazo con su apretón de manos, me hizo doblegar con una palmada en la espalda — ¡y yo había jugado al rugby! — , y en lugar de conducirme en seguida a su despacho, como de costumbre, me llevó nuevamente a la puerta.

— ¡Qué hermoso día! — exclamó con énfasis —. ¡Luce el sol, y llegas tú! A decir verdad, no te esperaba hasta la noche, con el autobús.

— He venido con mi coche. ¿Acaso te estorbo?

— ¡No, no, de ninguna manera! Estoy encantado de verte. ¿Qué es de tu vida? ¿Cómo va vuestra nueva pila?

— ¡Chist, misterio! Va sabes que no puedo hablar de eso.

— Bueno, bueno ¡atomista misterioso! A propósito, os doy las gracias por vuestro último envío de isótopos radiactivos. Me sirvieron de mucho. Pero ya no os molestaré más con esto. He encontrado algo mejor.

— ¿Y qué es ello? — pregunté extrañado.

— ¡Chist, misterio! No debo hablar.

En el interior, detrás de nosotros, hubo un suave ruido de pasos, y, por una puerta entreabierta, creí distinguir una esbelta silueta femenina. Sin embargo, que yo supiera, Clair era soltero y sin compromiso.

El comprendió sin duda la dirección que seguían mis ojos y, cogiéndome por el brazo, me hizo dar la vuelta.

— Desde luego no has cambiado nada. Siempre el mismo. ¡Vamos adentro!

— Siento no poder devolverte el cumplido. ¡Tú has envejecido!

Su despacho, que yo conocía muy bien, estaba vacío, pero en el aire flotaba un débil y agradable perfume que me sorprendió. Clair se dio cuenta, y, anticipándose a cualquier pregunta, dijo;

— Sí, hace unos días tuve la visita — profesional desde luego — de una célebre actriz, y su perfume aún persiste. ¡Es extraordinario lo que progresa la química!

Empezamos a hablar de mil cosas. Le enteré de la muerte de mi madre y con sorpresa le oí decir:

— Eso está bien.

— ¡Cómo, que está bien! — dije apenado.

— No, hombre, quise decir: ahora comprendo por qué me has tenido sin noticias estos últimos tiempos. Entonces, ¿estás solo en el mundo ahora?

Asentí.

— Pues bien. Es posible que te haga una proposición muy interesante. De momento no es más que un proyecto. Ya te hablaré de ello esta noche.

— ¿Y tu laboratorio? ¿Cómo va?

— ¿Quieres verlo? Ven.

El laboratorio, construido después de mi última visita, cuatro años antes, era una amplia habitación con grandes ventanales, más larga que ancha, y ocupaba toda la parte trasera de la casa. Me detuve en la puerta y di un silbido de admiración. Lo recorrí, fijándome, al paso, en el micromanipulador, el corazón artificial. En una pieza contigua había un enorme generador de rayos X. En el centro del laboratorio, una tela ocultaba a medias un aparato.

— ¿Y eso? — pregunté.

— No es nada. Todavía no está a punto. Una prueba…

— No sabía que construyeras nuevos aparatos. Oye, como físico, tal vez pueda ayudarte.

— Ya veremos. Más tarde. De momento prefiero no hablar de eso.

— Como quieras — dije un poco molesto —. Si te estalla en las narices…

Sonó el timbre de la puerta. — ¡Mecachis! Magdalena ha salido. Tendré que ir yo mismo.

Ya solo, me acerqué al misterioso aparato y levanté, indiscreto, la tela. Quedé estupefacto. En vez del lío que esperaba, me encontré ante un maravilloso ajuste de tubos metálicos y de cristal, válvulas opacas y transparentes, empalmes de hilos. Sobre múltiples cuadrantes, extrañas agujas bífidas señalaban graduaciones cuyo significado se me escapaba. Estoy acostumbrado a toda clase de aparatos científicos e incluso en mi laboratorio utilizamos algunos bastante complicados. Pero debo reconocer que nunca había visto nada parecido a aquello.

Oyendo sobre el piso del pasillo los rápidos pasos de mi amigo, volví a poner rápidamente la tela, y, con indiferencia, me puse a mirar distraídamente el jardín por la ventana.

— Un caso de difteria. Mi colega está ausente. Debo ir yo. Toma algún libro de mi despacho, entre tanto.

— ¿Quieres que te lleve? Mi coche está en la puerta.

— Sea. Esto me evitará el tener que sacar el mío.

Mientras rodábamos, reflexioné sobre las singularidades que había observado. Clair no me esperaba hasta la noche, y había parecido molesto al verme llegar más pronto. Me había tenido ante la puerta durante varios minutos, con una temperatura que, sin ser glacial, era bastante fría. Había divisado una silueta escurriéndose por el corredor, e inmediatamente después Clair me había permitido entrar. Había parecido satisfecho al saber que la muerte de mi madre me dejaba solo en el mundo. Y finalmente, había aquel aparato… ni que me mataran podía comprender para qué servía. Y para colmo ¡en un laboratorio de biología! ¿Sería Clair el inventor? Era muy posible. Pero… ¿y el constructor? Recordé sus prácticas de montaje en la clase de Física de la Universidad y no pude evitar una sonrisa.

Paramos ante una granja. Clair no estuvo dentro más de un cuarto de hora.

— No es nada. Hemos llegado a tiempo. Mi colega continuará el tratamiento.

— ¿No ejerces en absoluto?

— Ya no. No tengo tiempo. Sólo algunas veces cuando el doctor Gauthier está ausente, o si me llama en consulta.

Ya de vuelta, me hizo guardar el coche en el garaje, y subimos mi equipaje a la habitación que habitualmente me reservaba. Es contigua a la suya, y, al pasar por delante de su puerta, creí oír ruido en el interior.

A mediodía, la comida servida por la vieja Magdalena, fue, como siempre, excelente. Clair habló poco. Estaba como preocupado, ausente. Cuando le dije que por la tarde pensaba ir hasta Eyzies para ver a unos amigos pareció aliviado, y quedamos citados para las siete.

En Eyzies vi al paleontólogo Bouchard, quien me contó una extraña historia. Seis meses antes, la aparición de «diablos» en el bosque de Rouffi-gnac había conmovido toda la región. Incluso había circulado el rumor de que esos diablos habían raptado al doctor Clair, pero, evidentemente, todo eso carecía de fundamento, ya que dos días después de la desaparición de los diablos el doctor había reaparecido, «en una columna de fuego verde». La verdad sencilla era que había permanecido dos días encerrado en su laboratorio ocupado en un interesante experimento.

Con respecto a los diablos, lo más curioso del caso era que una quincena de labradores pretendían haberlos visto, afirmando que parecían hombres, pero con el poder sobrenatural de paralizar a la gente dejándolos clavados en el sitio. El Prefecto, así como el Obispo de Perigueux, habían ordenado una investigación. Pero ante los investigadores oficiales, los labradores no se habían mostrado tan seguros de sus afirmaciones. Finalmente se había calmado todo.

— Sin embargo — añadió Bouchard —, debo reconocer que, la noche en que según ellos desaparecieron los diablos, ví en el cielo una intensa luz verde sobre Rouffignac.

Esta historia ofrecía en sí muy poco interés. A diario leemos cuentos parecidos en cualquier periódico. Pero, sin saber por qué, la relacioné con las rarezas de Clair.

Cuando llegué a su casa lo encontré más tranquilo, como si hubiera tomado una decisión importante después de muchas vacilaciones. En el comedor habían puesto cubierto para tres personas. — ¿Esperas a alguien? — pregunté. — No, pero te voy a presentar a mi mujer.

— ¿Tu mujer? ¿Es que le has casado? — Inmediatamente pensé: «¡La silueta!»

— Oficialmente, todavía no. Pero no puede tardar. Esperamos los papeles. Ulna es extranjera.

Dudó un momento.

— Es escandinava. Finlandesa. Te advierto que habla el francés bastante mal.

— ¿Y tú hablas finlandés? ¡Primera noticia!

— Lo aprendí el año pasado durante un viaje de seis meses. Creí habértelo escrito.

— No. Yo consideraba el finlandés un idioma difícil.

— Y lo es. Pero ya sabes, mi ascendencia eslava…

Llamó:

— ¡Ulna!

Una delgada y extraña muchacha entró; alta, rubia, de un rubio pálido, ojos de color indefinido de los que no se podría decir si eran grises, azules o verdes, facciones regulares. Era muy hermosa. Sin embargo, había en ella algo sorprendente. ¿Tal vez su tez bronceada, contrastando con el rubio pálido de sus cabellos? ¿O la pequeñez inverosímil de la boca? ¿O el gran tamaño de los ojos? ¿O todo eso a la vez?

Se inclinó graciosamente ante mí y me tendió la mano, una mano que me pareció extraordinariamente alargada, mientras pronunciaba con voz cálida y sonora, algunas palabras.

Durante la cena estuve sentado ante ella. Cuanto más la miraba, más incitante me parecía. Utilizaba con gran destreza su cuchillo y su tenedor, pero sin el automatismo inconsciente que proporciona la costumbre.

Apenas pronuncié palabra en toda la cena. Clair habló por todos. La vieja Magdalena era una cocinera excepcional. Mi amigo había saqueado su bodega. Observé que Ulna comía poco y no bebió nada, en contraposición del doctor y — debo reconocerlo —, de mí mismo. A medida que la cena avanzaba, fui perdiendo poco a poco esta vergüenza que me cohibía. Ulna no decía nada, pero de vez en cuando miraba a los ojos de Clair y tuve la curiosa sensación de que intercambiaban, no sentimientos, sino ideas.

Después del postre, Clair se instaló cómodamente ante el fuego. Con un gesto me invitó a tomar asiento delante de él, y llamó a la criada para el café. Ulna había salido. Volvió, llevando en la mano un periódico doblado que Clair tomó y me lo tendió. Una rápida ojeada a los titulares me indicó que databa aproximadamente de unos seis meses. Iba a devolvérselo, pidiendo una explicación, cuando ví en la parte baja de la página un artículo señalado con lápiz rojo:

MAS PLATILLOS VOLANTES

Kansas City, 2 de octubre.

Ayer el teniente George K. Simpson volvía de un ejercicio a bordo de su caza F. 109, al anochecer, cuando divisó, aproximadamente a 25.000 pies, una mancha discoidal que se desplazaba a gran velocidad. Se propuso dar caza al objeto, y pudo acercarse a él. Entonces vio que se trataba de un enorme disco de finos bordes, cuyo diámetro valoró en 30 metros, con una altura en el centro de unos 3 metros. El objeto se desplazaba a una velocidad que el teniente Simpson, a deducir por la de su propio avión, estimó en 1100 kilómetros por hora. La persecución duraba desde hacia unos diez minutos cuando el piloto se dio cuenta de que el misterioso artefacto iba a sobrevolar el campamento de N…, zona prohibida a todo aparato no americano. Como sea que las órdenes son concretas, el teniente Simpson atacó el artefacto. En aquel momento se encontraba a unos dos kilómetros de él y ligeramente más elevado. Picando a gran velocidad, le lanzó una salva de cohetes. «Ví mis proyectiles estallar sobre la caparazón metálica. Un segundo después estalló mi avión y me encontré bajando en la cabina automática de seguridad. Afortunadamente el paracaídas funcionó». Esta escena tuvo numerosos testigos que la presenciaron desde tierra; los expertos examinan los restos del avión del teniente Simpson. En cuanto al misterioso artefacto, desapareció ascendiendo vertical mente en el cielo a una velocidad increíble.

Devolví el periódico a Clair, declarando con tono incrédulo:

— Sin embargo, tenía entendido que después de largas pesquisas, los comunicados oficiales americanos habían acabado con ese cuento.

Mi amigo no respondió. Movió lentamente la cabeza, se inclinó, tomó un tizón del fuego con unas pinzas y encendió minuciosamente su pipa. Chupó varias veces, hizo seña a su sirvienta de servir el café. Ulna no tomó. Bebimos en silencio.

Clair vacilaba. Lo conocía bien y noté que se estaba interrogando. Después se sirvió coñac, y, mirándome a la cara, dijo:

— Tú sabes que no soy un ignorante acabado en ciencia física. También sabes que soy realista «matler of fact», como dicen los ingleses. Pues bien, tengo una larga historia que contar sobre este platillo volante.

«No te asusten las botellas que hay encima de la mesa. Su número es quizás impresionante, pero te aseguro que no tendrá nada que ver con lo que te voy a contar. ¿Tendrá relación con mi decisión de hablarte? Ni siquiera esto. Hace tiempo que había decidido decírtelo todo a la primera ocasión. He aquí mi historia. Instálate bien en tu butaca, pues, como ya te he dicho, será larga.

Le interrumpí:

— En mi maleta tengo un registrador magnetofónico. ¿Puedo grabar tu rollo?

— Como quieras. Hasta puede que resulte útil.

Tan pronto tuve instalado el aparato, empezó a hablar. En el mismo momento que pronunciaba las primeras palabras, mis ojos se fijaron en la mano de Ulna, apoyada en el brazo de su butaca. Entonces comprendí por qué aquella mano me había parecido tan alargada: ¡Sólo tenía cuatro dedos!.

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