CAPÍTULO SEGUNDO — RODEADOS DE MISLIKS

El hombre, y lo digo en el sentido más amplio, ya que incluyo a los Hiss, a los Siiizúes, etc…, es el ser más incomprensible. Estábamos perdidos y sin salida, pero ni por un momento se nos ocurrió la idea de abandonar la lucha. Apenas asomó el primer Mislik, disparé y lo aniquilé antes de que pudiera emitir.

Esperamos un momento; nada. Era peligroso quedarse en aquella plaza, porque seguían cayendo escombros y además al ser abierta permitía a los Misüks tomar altura con el consiguiente peligro de que nos aplastaran.

Así, pues, volvimos a penetrar en aquella calle cubierta, dejando atrás el ksill y a Akeíon. Llegamos a otra plaza donde abundan los Misliks. Al vernos se pusieron a emitir violentamente, pero en vano. Pasamos entre ellos y pude constatar que pertenecían a otra raza; eran más bajos y de forma diferente y su antena en vez de ser violeta tiraba hacia el índigo.

Anduvimos varias horas por la ciudad muerta sin encontrar una sola puerta abierta o que se pudiese forzar. El único descubrimiento interesante que hicimos fue un vehículo de seis ruedas bajo, pero que no pude estudiar, pues cuando me disponía a examinarlo nos atacaron muchos Misliks.

Llegaban a centenares en vuelo rasante, y a pesar de que nuestros fusiles los herían mortalmente, continuaban volando, por lo que tuvimos grandes dificultades en evitar el choque. Pronto cambiaron de táctica y empezaron a lanzarse a velocidad vertiginosa contra nosotros de tal modo que no los podíamos ver. Ante eso, no tuvimos otro recurso que echarnos al suelo y disparar a ciegas, lo que nos ocasionó un gran despilfarro de municiones. Pasaron algunos minutos y como sea que, a consecuencia del fuego sostenido de nuestras armas, el suelo y las paredes de los edificios desprendían un calor extraordinario, los Misüks se retiraron.

Nos sentamos a descansar, sólo nos quedaba aire para tres horas. La fatiga había empezado a hacer presa en nosotros y a través del cristal protector podía ver la cara extenuada de Ulna. Hablamos poco y, contrariamente a lo que siempre ocurre en las novelas en las que los protagonistas eligen estas situaciones para hacerse solemnes y tiernos juramentos, me adormecí.

Ulna me despertó bruscamente.

— ¡Los Misliks vuelven!

Esta vez venían arrastrándose y ocultándose tras los restos de sus compañeros muertos. Arriesgándonos mucho, los dejamos acercarse y concentrarse y luego disparamos. Uno de ellos quiso saltarnos encima, y al intentarlo echó abajo una de las puertas. Ulna se escurrió al interior del improvisado refugio, y yo la seguí.

Estábamos en una gran habitación donde no quedaban más que leves indicios de lo que habían sido muebles. Buscamos en vano alguna escalera o ascensor que nos llevara a los pisos superiores, pero no encontramos nada salvo un pasadizo subterráneo que por la dirección que seguía tenía que ser forzosamente paralelo a la calle.

Nos adentramos en él y anduvimos un buen trecho sin darnos cuenta de lo que nos rodeaba, pues nos sentíamos como en un sueño de pesadilla. Tal debía ser mi abstracción que me golpeé fuertemente en la cabeza con una puerta de metal. El pasadizo terminaba allí.

Sobre esta puerta vi por primera vez unas esculturas. Era algo así como una rueda o un sol estilizado.

Estábamos extenuados, pues hacia diez horas que andábamos sin parar y ya no nos quedaba más que una hora de aire.

Maquinalmente miré al barómetro de pulsera: la presión atmosférica no era nula: y el termómetro marcaba 256° absolutos, o sea que nos hallábamos en una zona imposible para los Misliks. Además había aire, pero tan poco que ni siquiera podíamos utilizar el pequeño compresor que llevábamos tras el casco. A pesar de todo, ya era buena señal y tal vez si llegábamos a franquear aquella puerta encontraríamos aire en cantidad suficiente. Febrilmente examinamos la puerta. No tenía cerrojo, ni pestillo, ni cerradura alguna, pero aquel sol debía servir para algo… Durante media hora estuvimos buscando la combinación que nos permitiera abrir, pero fue en vano. Lenta e inexorablemente, la aguja del manómetro se aproximaba a cero.

Cuando abandonábamos ya la búsqueda, la puerta se abrió al fin, proporcionándonos una gran sorpresa, pues… ¡ante nosotros había otra puerta idéntica!

Ulna murmuró:

— Estamos en un «sas», tal vez haya aire al otro lado.

Intentamos recordar el gesto que habíamos hecho cuando se abrió la primera puerta. Al cabo de un rato dimos con él: había que presionar el rayo superior dándole un ligero movimiento hacia la izquierda. Pudimos, pues, entrar en una habitación donde la atmósfera era casi «eliense». Conecté el analizador: los indicadores enrojecieron, demostrando que había oxígeno bastante para nuestra respiración, sin mezcla de gases tóxicos. Con suma precaución destornillé el cristal de mi casco y llené mis pulmones con un aire frío y seco, perfectamente respirable.

Aquel lugar no tenía más puerta que la que nosotros habíamos utilizado. Nos despojarnos de las pesadas escafandras y, cansados por el esfuerzo y las emociones pasadas, no tardamos en quedarnos profundamente dormidos.

Mi sueño fue agitado y me desperté en el otro extremo de la sala. A ciegas busqué mi linterna y encontré una pequeña palanca. Esta cedió y se produjo el milagro: una puerta se entreabrió en el fondo de la sala, destacándose sobre un rectángulo luminoso una silueta humana. Era de pequeña estatura y se dibujaba al contraluz de modo que no podía ver su cara. De repente se esfumó, apareciendo en su lugar una bola de fuego al tiempo que se oía una palabra en lengua extranjera. — ¡Ulna, despierta! — grité. La bola de fuego desapareció a su vez, dejando ver un cielo estrellado. Luego apareció en el rectángulo la visión de un planeta lejano cuya imagen se fue agrandando y perfilando gradualmente. Ante nuestros maravillados ojos, fueron desfilando vistas de montañas, bosques, océanos y llanuras, mientras aquella extraña voz iba repitiendo:

— Siphan, Siphan, Siphan…

Comprendía que éste debía ser el nombre del planeta muerto.

Se acabó el desfile de paisajes y vimos, bañada por brillantes rayos de sol, la ciudad en la que nos encontrábamos y cuyo nombre debió de ser ülier-sca. Sus plazas estaban llenas de vehículos y seres, pero los veíamos a demasiada distancia para distinguir sus rasgos.

La pantalla, pues de esto se trataba, mostraba ahora el campo cultivado con una vegetación color de púrpura que recordaba el árbol Siiiissi de Ela y, por lo que me dijo Ulna, el Tren-Theor de Arbor. Sobre una carretera azul, rodaba un vehículo como el que vimos cuando nos atacaron los Misliks, que se detuvo al llegar a un edificio que parecía un observatorio. Estas vistas iban acompañadas de un comentario hablado que no comprendimos. El campo visual de la pantalla estaba ocupado totalmente por el vehículo del que salió un ser bípedo, con cuatro brazos y una cabeza redonda, pero no pudimos ver su cara. Entró en el edificio.

La proyección se interrumpió un momento y se reanudó inmediatamente con el primer plano de un sol que fue perdiendo poco a poco su brillo y enrojeció. Entonces comprendimos que estábamos viendo la historia del final de aquel mundo. El ser del vehículo debió haber sido algún sabio o personaje importante, pues volvió a aparecer en repelidas ocasiones, ante Consejos, manejando complicadas máquinas, capitaneando ejércitos, y, finalmente, cayendo aniquilado por un Mislik. Pero antes le habíamos visto dirigiendo unas obras, ordenando unos aparatos minúsculos y cerrando cuidadosamente sendas puertas adornadas con un ardiente sol, puertas que reconocimos inmediatamente. Las vistas terminaron con un plano de uno de aquellos seres que levantaba la losa situada al lado de la palanca. Como es natural, una vez pasado el estupor, buscamos aquella piedra, y nos fue fácil encontrarla. Al levantarla descubrimos una escalera de caracol por la que bajamos después de enfundarnos las escafandras. Llegamos a una habitación bañada en una dulce luz verde. En el fondo, una puerta daba acceso a otra habitación igual y así sucesivamente. La primera estaba vacía, pero en las demás había unos cofres de metal que no pudimos abrir.

Al final de esta sucesión de salas iguales encontramos otra escalera de caracol que nos condujo, después de un cuarto de hora de ascensión, a una cúpula transparente que daba sobre una llanura oscura en las afueras de la ciudad. Había unas puertas para salir, pero como en el exterior pululaban los Misliks, no las utilizamos.

Entonces empezó para nosotros una vida nueva y extraña que duró un mes terrestre. Teníamos el aire necesario y, además, Ulna se dio cuenta de que, en vez de proveerse de tres cajas de municiones, había lomado sólo dos y la tercera era de alimentos concentrados. Estos nos podían sostener durante un año, pero, en cambio, sólo teníamos agua para dos meses. Sin embargo, podíamos tener esperanzas que nos vinieran a rescatar, ya que habíamos seguido en todo las instrucciones dadas por Souilik.

Al alejarse de nosotros la amenaza de un peligro inmediato, Ulna dio rienda suelta a su llanto. Como pude, intenté consolarla explicándole que el espesor del caparazón del ksill habría resistido la avalancha de escombros y que lo más probable era que Akeion siguiera vivo. Ño pude convencerla y, sin embargo…, ¡la realidad superaba aún mi confianza!

No teníamos otra cosa que hacer que comer, dormir y esperar. Proyectamos varias veces aquella película y al final ya la conocíamos en sus mínimos detalles. Desde luego, bendecimos mil veces a aquel sabio que había hecho construir aquel refugio.

Desde lo alto de la cúpula observé a los Misliks, que se dieron perfecta cuenta de nuestra presencia, pero, como sea que nada podían contra nosotros, pronto dejamos de preocuparles. Pasé días enteros observándolos. Me comparaba a un biólogo estudiando con su microscopio nuevas fórmulas de vida. Durante el mes en que permanecimos allí encerrados, intentamos descifrar el significado de sus movimientos, y creo que puedo afirmar que en todo el universo no hay ser que los conozca mejor que Ulna y yo. Pues bien; a pesar de todo, el último día sabíamos tanto de ellos como el primero; no descubrimos nada que se pareciera a una actividad ordenada en el sentido que damos nosotros a esas cosas, nada que pareciera un instinto. Y, sin embargo, por la experiencia vivida en la isla de Sansine, yo sabía que tenían inteligencia y sensibilidad. Es evidente que los Misliks tienen órganos y sentidos; prueba de ello es que, por ejemplo, evitaban cuidadosamente el chocar contra la cúpula a menos que, como al principio, lo hicieran voluntariamente. Algunos vivían en la ciudad y tenían perfecto conocimiento de nuestra presencia; otros eran «forasteros» y los distinguíamos inmediatamente por el hecho de que al pasar ante nosotros emitían violentamente He aquí, resumido, lo que he podido observar de su vida: se mueven constantemente y parecen ignorar el sueño; Ulna y yo, turnándonos durante más de cincuenta horas, seguimos los movimientos de uno de ellos que no paró de dar vueltas y más vueltas en el suelo a poca distancia de la cúpula. Pocas veces se les ve solos, pero tampoco se puede decir que viven agrupados; era muy corriente verlos abandonar un grupo para reunirse con otro. A veces se reúnen en enjambres formados por más de cien Misliks que acaban fusionándose en una sola masa. Esta fusión tanto puede durar algunos segundos como horas. Primero creí que aquello era un modo de reproducirse, pero luego comprobé que de aquellas masas salía exactamente el mismo número de Misliks que había entrado en ellas.

No era fácil estudiarlos, pues nuestras lámparas no tenían mucho alcance y fuera de su radio de acción todo era oscuridad. Además, no teníamos ni un aparato registrador. ¡Con lo que yo hubiera dado por disponer de un casco amplificador del pensamiento como el que tuve en la cripta! Pero no teníamos nada y fue necesario resignarse al papel de espectadores impotentes.

El tercer día se nos acabó el agua y no tuve más remedio que salir. Elegimos un momento en que sólo dos Misliks estaban a la vista. Salí y los fulminé mientras Ulna llenaba rápidamente nuestros recipientes con una especie de agua-aire. Realizando un gran esfuerzo, logré abrir uno de los cofres de las salas interiores — que contenía unas planchas metálicas grabadas con una escritura indescifrable — y lo transformamos en cisterna que, en la segunda salida, llenamos casi por completo con bloques de agua pura helada. El momento había sido bien elegido, pues poco después aquella zona se lleno nuevamente de Misliks que ya no volvieron a abandonar sus puestos.

Cuando pienso en la cantidad de suerte que fuimos acumulando, doy gracias a la Providencia por la protección especial de que nos hizo objeto. A pesar de eso, en aquellos momentos angustiosos en que veíamos pasar los días sin que se produjera novedad alguna, llegamos a dudar de nuestro rescate. Ulna ya no esperaba nada; ella tan valiente en la lucha, se dejaba abatir ahora por una melancólica tristeza debida en gran parte a la pérdida de su hermano. Y yo me desesperaba al verla cada día más pálida, más abatida y también más débil, pues apenas comía nada. Se pasaba horas enteras sentada a mi lado, cogida a mi mano y, aunque conocíamos perfectamente nuestros mutuos sentimientos, no podíamos hallar consuelo en nuestro cariño, pues las rígidas costumbres sinzúes prohíben toda palabra de amor cuando el luto apena a una familia. Hablar de amor a una chica que acaba de perder a un hermano es más que una grosería: es una obscenidad.

Un día, si es que se puede hablar de tal cosa en el imperio de las Tinieblas, estábamos sentados en la cúpula contemplando el débil resplandor de alguna lejana galaxia y el paso de algunos Misliks que cruzaban el haz luminoso de nuestros faros, ruando, de repente, una luz cegadora surgió del firmamento y recorrió toda la ciudad.

— ¡Ulna, son ellos, los Hiss! — grité.

Con manos temblorosas por la emoción, la ayudé a colocarse el casco, luego me puse el mío. Teníamos que indicar nuestra presencia como fuera. Cargué mi pistola con veinte «balas calientes» y, entreabriendo la puerta, disparé; estas balas producen un calor de varios centenares de grados y una luz muy intensa. Cuando hube descargado mi pistola, Ulna me entregó la suya. El foco nos buscó en la vecina llanura, después pasó varias veces sobre nosotros sin vernos, pero, finalmente, quedó fijo sobre la cúpula.

Con gran lentitud — al menos así nos lo pareció, aunque en realidad la maniobra se efectuó con toda la rapidez que permitía la más elemental prudencia — el aparato salvador se posó en la planicie. No era un ksill, sino el astronave sinzu, ¡el Tsalan

— ¡Ulna, son los tuyos!

No pudo contestarme; se había desmayado. La tomé en mis brazos y, corriendo, me dirigí hacia el aparato. Dos siluetas en escafandras se me acercaron y se hicieron cargo de Ulna, otra me tomó del brazo y me ayudó a subir la escalerilla. Imagina mi asombro cuando, al llegar arriba, me encontré ante Souiliky… ¡Akeion!

Mi primera reacción fue algo incongruente, pues no se me ocurrió otrá cosa que decirle a Souilik que no debía de haber venido, pues la excursión podía resultar arriesgada para un Hiss.

— ¡Este es «Clair el Tserreno»! — dijo — Siempre protestando. ¿No comprendes que tenía que venir para mostrarles el camino?

— ¿Y Akeion? — repuse.

— Akeion estaba completamente desorientado después de su aventura, pero… ya te contará él.

Se llevaron a Ulna, que seguía desmayada, a la enfermería donde el «gran médico» Vincedom la atendió. Cuando abrió los ojos, Souilik. el doctor y yo, abandonamos la habitación dejándola sola con su padre y hermano.

Un cuarto de hora después nos reunimos todos en el puente de mando. El Tsalan ya estaba en el ahun camino de la galaxia de los Kaiens donde encontraríamos a Essine y Beichit que esperaban con los ksills. Akeion nos contó entonces su extraordinaria aventura.

Cuando aquella especie de campanario se derrumbó sobre el Ulna-te-sillon, él perdió el conocimiento y permaneció así durante más de tres basikes. Al recobrar la noción de las cosas comprendió inmediatamente que se hallaba bajo los escombros. Eso no le preocupó mayormente, pues disponía de aire y de alimentos para varias semanas, pero, en cambio, sí le preocupaba lo que podía habernos sucedido a nosotros y en seguida buscó la manera de prestarnos ayuda.

El casco había resistido perfectamente, no se había producido ninguna pérdida de aire, los motores funcionaban, pero eran impotentes para levantar el montón de escombros que había sepultado el aparato. Este era el principal inconveniente de aquellos pequeños ksills, eran muy rápidos, muy manejables, pero de muy escasa potencia. Entonces, consciente del peligro a que se exponía, decidió pasar al ahun y volver luego a aquel planeta para socorrernos.

La maniobra pareció realizarse bien, pero cuando hizo la operación inversa, en vez de emerger en el espacio cercano al planeta que acababa de abandonar, se encontró en la oscuridad más absoluta que imaginarse pueda, donde ni los radares sness señalaban la presencia del menor cuerpo sólido.

Al llegar a este punto, el relato se vio interrumpido por una discusión técnica provocada por Souilik. He aquí lo que pude comprender de todo ello:

El paso en el ahun no se había realizado en el vacío como de costumbre, sino que se había hecho en la superficie del planeta; el impulso (?) había sido demasiado fuerte y la porción de espacio que envolvía al ksill se separó completamente de nuestro universo y, atravesando el ahun, había ido a parar a uno de esos universos negativos que rodean el nuestro.

Según esa teoría, Akeion emergió en el espacio de un universo negativo y menos mal que fue lejos de toda concentración de materia, pues, aun así, el contador de radiaciones trepidaba de cuando en cuando y la aguja marcaba una brusca llegada de rayos. Estos contadores sirven precisamente para indicar las regiones del Espacio donde la densidad de rayos cósmicos puede ser peligrosa.

— Entonces — dijo Akeion — recordé una clase que había dado algún tiempo atrás sobre los universos negativos y sus consecuencias. Las radiaciones que registraba eran debidas a algunos átomos de materia negativa que al entrar en contacto con los de materia positiva del ksill se anulaban en fotones extraduros. En cualquier momento podía encontrar una región donde la materia negativa fuese más concentrada y entonces… ¡adiós todos los «Universos»!

Febrilmente consulté el registrador de la curva espacial, el de la superficie-limite y todos los complicados aparatos que tenia ante él. Si calculaba bien su impulso, tal vez conseguiría encontrar de nuevo nuestro universo. Aunque era hombre valiente y tranquilo, en aquellos momentos fue presa de los nervios. Y tenía motivos, ¡la situación era realmente crítica!

Procurando dominarse, hizo cálculos complicados y los repitió varias veces para eliminar la posibilidad de error. Todo parecía en orden. Entonces, apretando los dientes, lanzó el ksill a toda velocidad en el Espacio y pasó el ahun.

Emergió inmediatamente después. Pero en lugar de encontrarse en algún punto de la galaxia maldita, salió en una galaxia animada e iluminada por miles de soles. Ya no sabía qué creer, se había vuelto a equivocar y se hallaba perdido en nuestro propio universo.

Dirigió su ksill hacia una estrella y, guiándose por la pantalla amplificadora, eligió uno de sus planetas y aterrizó en él. Aquel planeta parecía desierto, sólo contenía vida vegetal. Permaneció allí ocho días, perdidas ya todas las esperanzas de encontrarnos, haciendo y rehaciendo aquellos complicados cálculos.

Aquí se intercaló otra discusión técnica que no quiero ni intentar repetir, ya que ni el mismísimo Einstein la habría comprendido.

Volvió a zarpar, pasó nuevamente el ahun, aterrizó en otro planeta, repitió los cálculos y cada ver, era mavor su convicción de que se había perdido definitivamente. Por fin, después de veintisiete días, hallándose cerca de un mundo habitado, aterrizó en él y se encontró en el planeta de los Kaiens a pocos kilómetros del punto donde Souilik estaba esperando nuestro regreso. También él había tenido suerte, pero hay que reconocer que su tenacidad y sus conocimientos la merecieron.

El Tsala aterrizó al amanecer en el planeta Sswft. Essine y Beichit nos recibieron llenas de júbilo. Con gran alegría volví a ver mi ksill, el único aparato que había penetrado en un universo negativo. Su casco estaba intacto. El derrumbe de Siphan apenas lo había abollado.

Aquella misma noche pedí a Helon la mano de su hija.

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