CAPÍTULO TERCERO — SIN POSIBILIDADES DE REGRESO

Entonces, de repente, tanto nuestros atacantes como mis compañeros y los invitados enmudecieron. Todos comprendieron inmediatamente. Jamás desde el banquete de Balthazar tal «Mane, Thecel, Phares» se había producido tan de improviso en una fiesta.

Assza nos dio algunas explicaciones: Durante el banquete había recibido un mensaje de Azzlem en el que le ordenaba se dirigiese inmediatamente a la «Casa de los Sabios». Allí Azzlem le había mostrado los espectrogramas que acababa de recibir del laboratorio central del monte Arana. Para un astrofísico, la cosa saltaba a la vista: Kalvenault presentaba el espectro de las galaxias malditas.

Souilik se había levantado y se acercaba a pasos lentos.

— Si lo he comprendido bien, ¡los Misliks están en los planetas de Kalvenault!

Hizo una mueca y murmuró:

— Cinco años-luz, sólo cinco…

— Que la Luz Primordial proteja a lalthar — añadió Essine. Todos se callaron. Miré los semblantes pálidos de mis huéspedes.

— Pero — dije yo — no hace mucho que se preparan, ya que Souilik fue a Rissman hará tres años y no vio nada.

— Fui a Rissman, pero no fui a Erphen, ni a Sizu, ni a los planetas Seis y Siete. Es casi seguro que están en Seis y Siete. Los demás son demasiado cálidos para ellos, al menos por ahora.

Hubo un momento de silencio y luego Assza declaró:

— Sea lo que fuere, no es este el lugar para discutirlo, que el Tserreno… venga conmigo y que los que tengan un puesto a ocupar lo ocupen antes del anochecer. Sin embargo, no hay peligro inmediato para lalthar. Tenemos colonias en todos nuestros planetas, aun en los más fríos. Souilik y Essine, este día os pertenece, os reuniréis con nosotros mañana a mediodía.

Salimos acompañados por los Sinzúes. En el reob, Assza fue más explícito; no sólo Kalvenault parecía alcanzado mortalmente, sino que El-Toea y Asselor mostraban en sus espectros signos inquietantes. Al día siguiente, lo Sabios, de acuerdo con los gobiernos administrativos de Ela, Marte y el Consejo de la Liga de Tierras Humanas, decretarían el estado de alerta. La situación era clara: los Misliks invadían el primer universo.

Cuando sobrevolábamos la Casa de los Sabios en la península de Essanthem, nos cruzamos con una escuadra de ksills: había un centenar de ellos formados en apretadas filas, tomando rápidamente altura. Aquellas lentes brillantes surcando el cielo a tal velocidad constituían un espectáculo sorprendente. Se perdieron en el cielo azul.

— ¿Cuántos volverán del primer vuelo de reconocimiento hacia Kalvenault? — dijo Assza —. Ignoramos en qué planeta se han instalado los Misliks y si estarán en alguna parte del espacio interplanetario. Para los que los descubran, primero, no hay probabilidad de retorno. Se quedó un instante silencioso. — Souilik se va a poner furioso. El era quien tenía que mandar esta escuadra.

— ¿Cuál va a ser mi papel? — pregunté. — Tú saldrás con la segunda escuadra, en un ksill montado por una tripulación mixta, formada por Hiss y Sinzúes.

Cuando aterrizamos al lado de la astronave, vi que la escalerilla había sido retirada así como todas las banderas del exterior. Aquella monstruosa nave se había vestido para la guerra.

Entramos directamente en la sala del Consejo. Había sesión plenaria. Los Diecinueve estaban en primera fila y los demás detrás. Se me designó un sitio en la segunda fila con los representantes de los Sinzúes. Se habló poco: no había que decidir guerra o paz. Los Hiss no podían elegir. Lo primero que tenían que hacer era echar a los Misliks del primer universo.

Luego ya intentarían llevar la guerra a las «galaxias malditas».

Por ahora no debíamos pensar en utilizar la astronave Sinzu. Kavenault estaba demasiado lejos para dirigirse allí por el espacio y demasiado cerca para el dispositivo de ahun de los Sinzúes.

Una parte de su tripulación montaría en ksills, mientras que la otra volvería a Arbor en busca de refuerzos.

La astronave partió al amanecer, dejando en Ela a Ulna y Akeion y a otros cincuenta Sinzúes. A mediodía llegaron Souilik y Essine y salimos para la isla de Aniasz, punto de concentración de la segunda escuadra. Llegamos al cabo de nueve horas, ya que la isla se encuentra al otro lado de Ela.

La segunda escuadra estaba formada por 172 ksills de tipos varios, desde el ksill ligero, como el que me había traído de la Tierra, hasta los más pesados, enormes moles de más de ciento cincuenta metros de diámetro, con una tripulación de sesenta Hiss perfectamente armados.

Anduvimos por entre estas máquinas hasta que Souilik nos señaló un ksill.

— Ahí está el nuestro. La «nave almirante» —, dijo, mitad sonriente mitad orgulloso.

Curiosa nave y curiosa tripulación; ésta estaba formada por Souilik, jefe de la escuadra, Suezin, jefe de a bordo, diez Hiss, Ulna Akeion, Herang, joven físico Sinzu, y yo, estos cuatro últimos formábamos la «Compañía de desembarco» y con gran sorpresa vimos también a Beichitiiisiantoerpanse-roset, la joven Hr'ben y otro Hr'ben, Seferantosina-seroset, que tenía que probar una nueva arma que habían preparado en los laboratorios de Ressan. Nos pusimos todos de acuerdo, y para abreviar sus nombres interminables les llamamos Beichit y Sefer.

Durante los días siguientes nos instruimos en el manejo de las armas y de los ksills dirigidos por los Hiss.

Herang, Ulna y Akeion, acostumbrados a pasar por el ahun siguiendo el método sinzu, asimilaron muy pronto las maniobras y me aventajaron en seguida. También eran superiores a mí en el manejo de las armas sinzúes, pero yo les superé en el de las armas hiss. En cuanto al arma inventada por los Hr'ben, no la probamos, ya que sólo podía ser útil contra los Misliks.

Por la mañana del sexto día fuimos llamados a la «Casa de los Sabios»… Nos dirigimos allí en ksill, a velocidad prodigiosa. Los exploradores acababan de regresar. Sólo 24 ksills de los 102 que habían salido.

Tal como lo previo Assza las pérdidas habían sido sensibles. Kalvenault estaba casi apagado aunque su luz nos llegase aún fuerte, apenas enrojecida, al cabo de cinco años. Souilik tuvo un escalofrío retrospectivo cuando comprendió que, al realizar su viaje sobre Rissman, los Misliks estaban ya trabajando desde hacía dos años en los planetas Seis y Siete.

Actualmente su superficie helada estaba llena de Misliks que, como en el caso del sol Skiln, habían construido unas formidables fortalezas metálicas. No cabía soñar en sorprenderles, ya que grupos de nueve Misliks patrullaban continuamente por el vacío interplanetario.

Los ksills de reconocimiento habían podido bombardear las fortalezas del Seis, pero ni siquiera habían podido acercarse al Siete.

Nuestra misión consistiría en destruir las defensas del Siete y desembarcar, los Sinzúes y yo, para intentar destruir las misteriosas fortalezas y volver… si podíamos. Dispondríamos para ello de vehículos blindados, que nos protegerían más o menos del ataque de los Misliks.

Decir que este programa me entusiasmó sería mentir. La idea de desembarcar en este mundo desconocido para afrontar lo inimaginable teniendo por compañeros a gentes que apenas conocía, me aterrorizaba. Pero no podía volverme atrás: era huésped de los Hiss, había sido aceptado como uno de los suyos, y me habían confiado muchos de sus secretos. En fin, yo era insensible a los rayos Misliks, y en cambio, Souilik y Essine, por ejemplo, para quienes estos rayos eran mortales, no dudaron ni un momento. Además, defendiendo lalthar defendía nuestro so] y por lo tanto la supervivencia de nuestra humanidad. Acepté, pues.

Salimos a la mañana siguiente. El paso en el ahun fue muy breve y emergimos en el Espacio, cerca de la órbita de Rissman, el planeta Tres del sistema de Kalvenault.

No vayas a deducir por lo que te he contado de los sistemas planetarios que cada estrella tiene su cortejo de planetas; en realidad son relativamente raros. Una estrella de cada 190, según los Hiss, tiene planetas. Y sólo dos planetas de cada diez son habitables y un planeta de cada mil de estos calificados como habitables contiene seres que se pueden considerar humanos.

El planeta Rissman entraba en la categoría de los habitables, pero no era habitado, a excepción de algunas formas primitivas de vida como las que florecieron en la Tierra en el período Cámbrico.

La concentración de fuerzas tuvo lugar en Rissman. Era un mundo de un tamaño intermedio entre la Tierra y Marte. Antes de la invasión de los Misliks lo alumbraba un magnífico sol azul, uno de los más bellos del primer universo, según Souilik. Pero ahora Kalvenault brillaba en el cielo como un ojo sangriento rojo y oscuro. El suelo está cubierto de nieve y de gas carbónico licuado. La temperatura era ya de 100° bajo cero; toda forma de vida había desaparecido salvo tal vez en lo más profundo de los océanos helados.

No sabría describir la desolación de nuestro campamento. Imagina una enorme llanura pelada extendiéndose en el infinito y bañada en una semi-oscuridad rojiza. De trecho en trecho algunas montones de nieve acumulada, indefinidos y blandos. Entre ellos las lentes chatas de los ksills, manchas brillantes y oscuras a la vez, entre las que circulaban unas minúsculas siluetas enfundadas en escafandras.

A medida que Kalvenault bajaba hacia el horizonte llano, su luz se extendía en reflejos de púrpura sobre el hielo, formando como unos dedos sangrientos que nos señalaban. Me sentía lejos de la Tierra, un ser insignificante perdido en el inmenso Universo a millares de kilómetros de mi planeta natal. Tenia la impresión de mundo agonizante y de Apocalipsis, de exilio en el tiempo.

Incluso los Hiss me resultaban extranjeros, hijos de un mundo sin un lazo común con el mío. Ulna debía tener unas impresiones parecidas a las mías, pues la vi palidecer y temblar.

Akeion y el otro Sinzu se quedaban inmóviles ante la pantalla; la cara impasible, silenciosos.

En la sala de mando, el «Seall», vi a Souilik radiando sus órdenes. Su voz era serena y fría, pero podía distinguirse en ella una ligera vibración que en los Hiss denota exaltación. Era su primer mando importante y sin hacerse muchas ilusiones de volver a Ela, estaba satisfecho de mandar la primera ola de asalto él, el joven descubridor de planetas. Me senté en un sillón pensando en todo lo que habían aprendido aquellos días respecto al manejo de las armas que pronto utilizaríamos, y en la conducción del «sahien», la máquina blindada que tenía que protegernos contra los Misliks. Una mano tocó mi espalda; era Ulna.

— ¿Quieres bajar a Rissman? — me dijo en hiss — Souilik acaba de declarar que nos vamos dentro de un «basike».

Su voz melodiosa hacía aún más suaves las sílabas hiss. Estaba inclinada con su larga cabellera rubia a ambos lados de su cara dorada, extrañamente humana al lado de las caras verdes de los Hiss. Comprendiendo mi perturbación me sonrió con esta sonrisa maravillosa de los sinzúes que puedes ver ahora en sus labios.

— Bien — dije —, salgamos.

— No tardes — me gritó Souilik —, nos marcharemos pronto. Ah, si hubieses podido ver Rissman antes… pero se acabó para siempre — añadió entre dientes.

No hablamos gran cosa Ulna y yo durante nuestro paseo sobre el suelo helado de Rissman entre los ksills. No obstante, desde este momento empezamos a comprendernos. No es fácil intimar con un Sinzu; su orgullosa reserva está muy lejos de la cordialidad un poco indiferente de la mayoria de los Hiss. Pero, cuando dan su amistad es para siempre. Cuando volvíamos, Ulna resbaló y se cayó. Me precipité para ayudarla y sentí en mis brazos su cuerpo frágil, bajo la escafandra, y vi a través del cristal sus ojos clavados en los míos. Comprendí entonces que a pesar de los millares de años-luz que separaban su planeta del mío, me resultaba más próxima, más querida que todas las hijas de los nombres que había conocido en la Tierra.

En el «sas», cuando nos hubimos sacado las escafandras, me acarició la mejilla, con un gesto rápido de su mano, y huyó, cruzando la puerta.

Encontré a Souilik en el «seall». Estaba con Es-sine, Akeion, Beichit y Snezin.

— En lo que os concierne, esta es la maniobra — decía —. Pasaremos por el «ahun» y saldremos a ras de Siete. Nos acompañarán 25 ksills de tripulación mixta. Los demás atacarán a los Misliks y formarán una zona caliente en el planeta, zona que utilizaremos para aterrizar. Siete ksills de los mayores desembarcarán los «sahiens» que ocuparéis los Sinzúes y el Tserreno. Luego nos iremos porque no podríamos resistir el rayo Mislik y tampoco podríamos mantener la zona caliente. Intentaremos ayudaros desde arriba con bombas. Debéis procurar llegar hasta las fortalezas y, previo estudio, destruirlas. Dispondréis de doce «sahiens» de los que tomará el mando Akeion, luego os vendremos a recoger en una segunda zona caliente.

Con gesto brusco cortó la comunicación con los otros ksills.

— Vuestro «sahien» es el único que está pintado de rojo, y tengo órdenes formales del Consejo de hacer que vuelva sano y salvo a Ela. En cuanto a los demás se hará todo lo que se pueda.

Volvió a restablecer la comunicación y dio las consignas.

El primer vuelo de ksills despegó en el crepúsculo rojizo. Nosotros salimos diez minutos después. Souilik puso en marcha un complicado mecanismo.

— Nuestro paso por el «ahun» será tan corto que mis reflejos serían demasiado lentos. Este mecanismo se encargará de hacer la maniobra.

— Espero no equivocarme porque si no… ¡Atención despegamos!

Allá a lo lejos podía ver en la pantalla del «Nadir» la superficie desolada de Rissman. Ulna vino a sentarse a mi lado, yo me así fuertemente al brazo del sillón. Por un momento la pantalla estuvo vacía y luego apareció en ella el más fantástico espectáculo que jamás haya visto.

Volábamos sobre un llano bordeado de montañas negras. La obscuridad era casi total: lejos, en el horizonte, brillaba un rubí: Kalvenault. Cada diez segundos aproximadamente se encendía en el suelo un brasero incandescente. Las bombas térmicas caían como lluvia, la zona caliente estaba naciendo. Souilik hablaba con locuacidad por el micrófono, dando órdenes a la flota de ksills. A lo lejos, tras el horizonte, explosiones formidables iluminaban el cielo recortando la silueta insegura de montes desconocidos. A pesar mío me vino al pensamiento un titular de periódico «Nuestro corresponsal en el frente de la guerra cósmica declara…»

Souilik se volvió:

— De prisa, Clair, tu escafandra. Los Sinzúes también. Vamos a aterrizar.

Al pasar ante él se levantó y con una espontaneidad rara en los Hiss me abrazó:

— Lucha con todo tu ánimo por lalthar y por tu sol.

Essine me hizo un gesto con la mano. Seguido de Ulna, Akeion y Herang penetré en el «Sas».

— Estamos en el suelo, podéis salir. Vuestro «Sahien» está a la izquierda — dijo la voz de Souilik en mi casco.

Armados con pistolas térmicas, salimos al exterior. El suelo estaba cubierto de Misliks muertos, aplastados, medio fundidos. El «Sahien», parecido por su forma a un coche americano, nos esperaba. Un Hiss desconocido abrió la puerta: por prudencia no nos quitamos las escafandras. Nuestra contraseña era «arta», palabra inexistente en lengua hiss, para evitar confusiones.

— «Arta, Arta, Arta — gritaba la voz de Souilik — despejad la zona caliente. Debemos marcharnos. No hay un Mislik viviente a menos de cuatro «brunns». Las fortalezas están a 25 «brunns» oeste-noroeste con relación a nosotros. Os guiaremos. Aquí París. Cierro,»

Para bromear había sugerido a Souilik que tomara París como contraseña.

— Aquí Arta, entendido, ¡allá vamos! — contestó Akeion.

Dio algunas indicaciones en sinzu para las tripulaciones de los «sahiens». Puse en marcha el nuestro y emprendimos nuestro incierto camino. La conducción del sahien era fácil, un volante para marcar la dirección, un pedal más para la velocidad y una sola marcha y marcha atrás. Sentada a mi lado Ulna controlaba un teclado que correspondía a las armas delanteras. Todo lo que pasaba en un ángulo de 180° se reflejaba en una pantalla situada delante de nosotros. Heram, detrás, vigilaba el resto del horizonte. En el centro Akeion, en su puesto de mando, podía comunicar con los ksills o con cualquier «sahien». También dirigía el lanzamiento del arma Hr'ben de la que ignorábamos los efectos.

Durante unos cinco minutos, marchamos sin incidentes y a gran velocidad. El «sahien» mordía el suelo helado del planeta sin nombre o se deslizaba en el aire sólido. Ante nosotros el horizonte se iluminaba continuamente con nuevas explosiones, explosiones silenciosas en este mundo sin aire, pero las notábamos por el temblor que sacudía el suelo. A veces, al contraluz, se distinguía en el cielo la silueta de un ksill, óvalo o circular según el aspecto en que se presentaba, pasando a ras del suelo a una velocidad vertiginosa.

Entonces aparecieron los Misliks. Primero fue un resplandor metálico indefinido, en una hondonada bañada en sombras.

El «sahien» de nuestra izquierda disparó y a la luz del obús térmico brillaron las caparazones geométricas que se deslizaban hacia nosotros. Pasamos al lado de montones de metal medio fundido; por todas partes las crestas violetas de los sobrevivientes emitían en vano.

Recorrimos una llanura. Luchando continuamente, franqueamos un estrecho desfiladero para lo que tuvimos que emplear unos diez proyectiles. Los demás sahiens nos seguían limpiando los rincones. Al llegar a un circo rodeado de acantilados, los Misliks cambiaron de táctica. Desde las alturas se dejaban caer sobre nuestras máquinas. Perdimos dos «sahiens» en tres minutos, aplastados antes de hallar el medio de poder defenderse. Este consistió en utilizar a la vez los rayos térmicos y los campos gravitatorios intensos; de esta forma, el Mislik muerto en su caída era desviado por un aumento repentino de la gravedad. Mientras tanto los demás «sahiens» lanzaban sus obuses sobre los altos picos.

A través de un segundo desfiladero llegamos a una llanura. Allá a lo lejos, en el horizonte rojizo, se destacaban las fortalezas. Eran tan altas que las explosiones sólo iluminaban sus bases. Nos acercamos poco a poco, perdiendo otros tres «sahiens» pero destruimos a más de cinco mil Misliks. Cuanto más nos acercábamos más sorprendente y fantástico era el espectáculo. Los ksills lanzaban bomba tras bomba, los fogonazos se multiplicaban continuamente, hasta el punto que parecía de día. El calor vaporizaba las masas de gas helado y por un momento pareció atmósfera. Esta niebla hacía imposible apreciar las distancias. Pasamos al lado de un ksill de gran tamaño aplastado contra el suelo; un Hiss muerto yacía junto a él.

A partir de entonces no encontramos ya un solo Mislik vivo. En el exterior un termómetro marcaba 10° bajo cero y esto estaba muy por encima de la capacidad de resistencia de los Misliks. Akeion se lo comunicó a Souilik.

— Bueno — dijo éste —, cesaremos el bombardeo de las fortalezas. Que bajen los peritos y que intenten comprender el dispositivo Mislik. Aún podemos protegeros durante un basike. Luego concentraros al este de las fortalezas; bajaremos a buscaros.

— Pregúntale cómo les va allá arriba, Akeion.

— No del todo mal. No hay más de un 40 % de pérdidas — contestó Souilik —. Hasta luego.

Aparqué el «sahien» al pie de la fortaleza. Los otros seis nos alcanzaron en seguida. Herang bajó, otros Sinzúes le siguieron. Iban de un lado a otro buscando las huellas de la «Máquina que apaga los soles». Bajé a mi vez y ordené a Ulna que se quedara en el interior con su hermano. Empuñando mi pistola me reuní con los Sinzúes. Rodeado de Misliks muertos, yacía el cadáver de un Hiss que apretaba aún su arma. Me acerqué y a través del cristal del casco le reconocí: era el estudiante que mandaba el puesto de vigilancia que nos había cerrado el paso a Szzan y a mí la noche en que llegaron los Sinzúes. Su primer viaje había sido el último. Un poco más allá, vi los restos de un ksill, estrellado contra unas rocas. Me acerqué a la base de una de las fortalezas, estaba construida con centenares de Misliks muertos, soldados los unos a los otros. Tan lejos como podía llegar la luz de mi lámpara, aquella enorme estructura metálica estaba hecha de un conglomerado de Misliks; se podía adivinar aún la forma geométrica de los caparazones. Así, pues, La Máquina apagadora de estrellas, no existía en sí, o mejor dicho, no era más que un amasijo de Misliks, cuya misteriosa energía así unida, era capaz de actuar sobre las reacciones nucleares de las estrellas. Los técnicos sinzúes no tenían pues nada que estudiar.

A nuestro alrededor, seguían lloviendo bombas, el suelo vibraba. El «basike» casi había transcurrido. Ordené a los Sinzúes que volvieran a los «sahiens» y me dirigí al mío. Al pasar junto al ksill destrozado no sé que impulso me llevó a recoger al Hiss muerto y a llevarlo a nuestras máquinas. No soporté la idea de abandonar a ese ser en un planeta extranjero, muerto, en medio de los Hijos de la Noche.

Recorrimos algunos centenares de metros y al este de la tercera y última fortaleza nos pusimos en formación de defensa por si los Misliks volvían a atacar. Pero no pasó nada. Al cabo de un rato aterrizó el primer ksill gigante y luego otros le siguieron, haciéndolo en último lugar el de Souilik. Dejamos nuestro «sahien» a los Hiss del primer ksill. Souilik nos esperaba con los dos Hr'ben. Al ver a Beichit recordé que ni siquiera habíamos probado su arma. Beichit se echó a reír.

— Nosotros sí que la hemos utilizado. Parece eficaz. La próxima vez ya la probaréis…

— ¿Listos? — dijo Souilik —. Nos vamos.

El planeta quedó pronto lejos, debajo de nosotros: era una enorme masa negra salpicada de alguna estrella roja o azul: las últimas bombas. Souilik llamó uno por uno a los comandantes de los ksills que le quedaban: 92 de 172.

Ya agrupada, la escuadra Hiss planeaba a más de cien kilómetros de altitud. Herang informó sobre lo que habíamos comprobado acerca de las fortalezas.

— No creo que haya gran interés en destruirlas — dijo Souilik —, ya que no deben ser eficaces si los Misliks que las componen han muerto. Pero ¿quién sabe? Fijaos bien, vais a ver un espectáculo que no se ha visto desde la última guerra de Ela-Ven, la explosión de una bomba infranuclear. ¡Adelante, Essiiie!

Hizo un gesto. Pasaron algunos segundos. Alejándose, bajo nosotros, una mancha luminosa bajaba rápidamente, hasta que se hizo invisible. De repente, en la superficie del planeta sin nombre brilló como una estrella. Luego se produjo una monstruosa intumescencia de un color violeta, luego azul, verde, amarillo, rojo vivo. El planeta se iluminó en una extensión de más de 200 kilómetros y aparecieron sus montes, sus colinas, sus grietas enormes. Luego todo desapareció. Una humareda luminosa flotó durante un instante y se desvaneció.

— Ya podemos pasar el «ahun» — dijo Souilik.

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