CAPÍTULO PRIMERO — EN EL PLANETA ELA

Con gran pesar mío aterrizamos durante la noche. Cuando penetramos en la atmósfera de Ela, mi reloj señalaba las 7,20 h.; siempre ignoraré si eran de la mañana o de la tarde en Tierra. El cielo estaba cubierto, tanto, que poco pude distinguir antes de entrar en la zona de sombras: tan sólo, entre las nubes algunas superficies relucientes, probablemente mares. Aterrizamos sin ruido, sin una sacudida. El ksill se posó en el centro de un espacio desnudo, sombrío. Algunas luces brillaban a lo lejos.

— ¿No nos esperan? — pregunté ingenuamente a Souilik.

— ¿Por qué nos iban a esperar? ¿Cómo pueden saber cuándo va a llegar el ksill? Los hay a centenares explorando el espacio. He avisado a los Sabios de nuestra llegada. Mañana comparecerás ante ellos. Ven conmigo.

Salimos. La oscuridad era absoluta. Souilik encendió una lámpara, fijada de algún modo a su frente, y nos pusimos en marcha. Caminaban sobre una especie de césped. Unos cien pasos más allá, la lámpara iluminó una construcción baja, blanca, sin apertura aparente. Dimos un rodeo. Sin que Souilik hiciera gesto alguno, se abrió una puerta ante nosotros, penetré en un corto pasillo de blancas e inmaculadas baldosas. En el fondo, a ambos lados, se abrían dos grandes puertas. Souilik me indicó la de la izquierda:

— Dormirás aquí.

La habitación estaba débilmente iluminada por una suave luz azul. Sus muebles eran una cama muy baja, de forma cóncava, sin sábanas, con una sencilla colcha blanca. A su lado, sobre una mesita, brillaban algunos complicados aparatos. Souilik me enseñó uno de ellos.

— “El-que-proporciona-el-sueño» —, dijo. Si no puedes dormir, aprieta este botón. Por la misma razón que te han sentado bien nuestros alimentos, es de suponer que este aparato también actuará sobre ti.

Me dejó solo. Permanecí un momento sentado en la cama. Tenía la impresión de hallarme en Tierra, en algún país supercivilizado, tal vez los Estados Unidos o Suecia, pero ni por un momento en un planeta desconocido, Dios sabe a cuántos millones de kilómetros de casa. Bajo la colcha liviana y suave al tacto, encontré una especie de pijama de una sola pieza, confeccionado con una tela más ligera aún. Me lo puse y me eché. La cama, sin ser excesivamente blanda, tenía una elasticidad graduable y se adaptaba perfectamente al cuerpo que la ocupaba. La delgada colcha resultó ser cálida, tan cálida, que tuve que retirarla ya que la temperatura era muy agradable. Estuve un buen rato dando vueltas, sin poder dormir. Recordé entonces las palabras de Souilik y apreté el botón que me había indicado. Tuve el tiempo justo de percibir un débil zumbido.

Desperté lentamente saliendo de un sueño extraño en el que me había visto conversando con hombre de cara verde. ¿Dónde estaba? De momento volví a creer que me hallaba en Escandinavia, donde realmente había hecho un viaje. Sin embargo, recordaba muy bien haber regresado de allí. En cualquier caso no estaba en casa, ya que mi cama, que siempre quiero cambiar sin encontrar nunca el momento, es terriblemente dura. ¡Ahora caigo! ¡Ela!

Salté de la cama, di la vuelta al interruptor de la luz. La pared que tenía enfrente desapareció, se volvió transparente: Una pradera amarilla se extendía hasta el infinito marcado por unas lejanas montañas azuladas. A la izquierda, estaba el ksill, mancha oscura en la hierba amarilla. El cielo era de un curioso azul pálido, había algunas nubes muy altas. Debía ser temprano.

Haciendo un ligero ruido, entró en la habitación una mesa baja montada sobre ruedas. Se desplazaba con lentitud y fue a pararse al lado de la cama. De su interior surgieron, en una especie de ascensor, una taza llena de un líquido dorado y un plato con jalea rosa. ¡Por lo visto los Hiss tenían la costumbre de desayunar en la cama! Comí y bebí de buena gana los alimentos que se me ofrecían, a los que encontré un gusto agradable, pero completamente indefinible. Tan pronto terminé, la mesa automática se marchó.

Me vestí y también yo salí. La puerta que daba al interior estaba abierta, como las demás de la casa. De momento creí que ésta era pequeña ya que sólo tenía las tres habitaciones que daban al pasillo. Más tarde me enteré de que todas las casas de los Hiss tienen dos o tres pisos subterráneos.

Di una vuelta. El aire estaba fresco sin ser frío, y el sol — no puedo acostumbrarme a llamarle lalthar —, aún estaba bajo. No se veía un ser viviente. A alguna distancia vi otras tres construcciones, tan simples como la casa de Souilik. Más lejos se veían más, diseminadas. Del lado de las montañas, la llanura estaba desierta. En cambio, en la parte Este, Norte y Sur había unos pequeños bosques de árboles. Fui paseando hasta el más próximo. Los árboles eran raros, de tronco recto y liso, parecían de mármol veteado de rosa y verde. Las hojas eran del mismo amarillo intenso que el césped.

El conjunto era de una quietud casi milagrosa. Lo que estropea nuestra civilización, los ruidos, los hedores nauseabundos, los embotellamientos caóticos de las ciudades, parecía prohibido en este mundo. Reinaba una dulce e inmensa paz. Pensé en la Utopía que describe Wells en Men Like Gods.

Lentamente, volví a la casa. Parecía desierta. La habitación situada enfrente de la mía me proporcionó una butaca baja, muy ligera, que llevé ante la puerta y me senté a esperar. Al cabo de unos diez minutos vi llegar a alguien a través del bosquecillo. Era una joven de este nuevo mundo. Pasó cerca de mí, con el caminar ondulante de los Hiss, me miró con curiosidad pero sin sorprenderse. Su piel, siendo verde, parecía más pálida que la de sus compañeros de viaje. Le sonreí. Me respondió con un gesto y siguió su camino.

Al fin llegó Souilik. Surgió por detrás, esbozó una sonrisa hiss y dijo:

— Luego comparecerás ante los Sabios. Mientras tanto, podemos visitar mi casa.

Además de la habitación en la que había dormido, cuyo muro podía convertirse de opaco en transparente, y de la habitación de la cual había cogido la butaca, la planta baja contenía una tercera habitación, formando vestíbulo, donde desembocaban ascensores que conducían a la parte subterránea. Souilik se disculpó de lo reducido de su hogar, que dijo ser el que correspondía a un joven oficial soltero. No había más que dos plantas. En la primera había dos habitaciones y un despacho, éste era redondo con los muros cubiertos por estanterías de libros, y con una mesa central llena de delicados aparatos. La segunda planta comprendía un almacén de víveres, una «cocina» y un magnífico cuarto de baño con lo que podríamos llamar «los sanitarios». Este es el único lugar en casa de un Hiss, donde se puede hallar un espejo. Me vi en él y tuve un movimiento de sorpresa: llevaba una magnífica barba de ocho días. Pregunté a Souilik si podía encontrar en Ela algo que se pareciese a una navaja de afeitar.

— No. Ningún Hiss tiene pelo en la cara. Tal vez encontraríamos en Kesan, donde residen los representantes de las humanidades extranjeras, algunos de los cuales tiene vello. De todas maneras, explícame lo que es una navaja de afeitar y te haré fabricar una. Aunque debes saber que los Sabios quieren verte tal como estás.

Yo protesté:

— ¡De ninguna manera, no quiero parecer un salvaje! Ten en cuenta que represento a mi planeta.

Souilik sonrió:

— Eres el representante del 862 planeta humano que conocemos. Los Sabios han visto a gentes de aspecto más espantoso que tú.

A pesar de esta afirmación, aproveché el cuarto de baño para adecentarme un poco. La instalación, ultraperfeccionada, no difería fundamentalmente de las instalaciones terrestres similares.

Cuando subí a la planta bajo, Souilik estaba listo salir. Ya en el exterior tome la dirección del ksill. Entonces, Souilik, persona normalmente alegre, estalló en franca carcajada.

— ¡No, no vamos a tomar el ksill! No somos personajes lo suficientemente importantes para consumir carburante Skese-ita por unos pocos brunas. Ven por aquí.

Detrás de la casa, se inclinó y dio un fuerte tirón a una palanca que parecía clavada en el suelo. La tierra se abrió y por una especie de rampa subió un avión miniatura sin hélices ni orificios de reactores visibles. Sus delgadas alas medían aproximadamente unos cuatro metros de envergadura, el fuselaje corto y rechoncho, no sobrepasaba los dos metros cincuenta. No tenía ruedas sino dos patines curvados en la parte anterior.

— Esto es un reob — dijo Souilik —. Espero que pronto tengas el tuyo.

En el interior había dos asientos gemelos, muy bajos. Souilik tomó el asiento del piloto. Despegamos muy rápidamente, sin deslizamos más que unos veinte metros sobre el césped. El reob, muy silencioso, parecía extraordinariamente manejable y seguro. Nos elevamos rápidamente y nos dirigimos en línea recta hacia el Oeste, en dirección a las montañas. Por la experiencia que tenía de nuestros aviones, la velocidad que llevábamos era de unos 600 Km./h. Después tuve ocasión de pilotar yo mismo un reob y puedo decirte que, por poco que uno quiera, alcanza fácilmente velocidades supersónicas.

Como puedes imaginarte, contemplaba con avidez el paisaje que discurría bajo nosotros, íbamos demasiado altos para poder distinguir detalles, pero algo me sorprendió en seguida: la ausencia total de ciudades. Esto me extrañó y lo manifesté a Souilik.

— En Ela — me respondió — stá prohibido construir más de tres casas en un radio de quinientos pasos.

— ¿Cuál es pues la población de Ela?

— Setecientos millones — respondió —. Pero no me preguntes más, pues para transmitir debo volverme, ya que no comprendes nuestra lengua articulada, y debo mirar adonde vamos.

Dejé, pues, de hacer preguntas. Sobrevolamos un bosque, de un curioso color amarillo, después unos riachuelos que se unían a un río que desembocaba en un mar. La cordillera de montañas formaba una gigantesca península. Empezamos a cruzarnos con otros aviones, algunos ligeros como el nuestro, otros enormes. Rodeamos el cabo que formaban las montañas en el mar y empezamos a descender rápidamente. Souilik se volvió, y me transmitió:

— A la izquierda, entre aquellos dos picos, está la Casa de los Sabios.

Entre los picos, el valle que descendía hasta una inmensa playa blanca había sido cerrado con una pared gigantesca, y había sido construida una enorme terraza artificial. En esta terraza, entre bosquecillos de árboles de follaje amarillo, violeta o verde, se levantaban unas alargadas construcciones, bajas y blancas. En el fondo una segunda pared daba lugar a una terraza superior, más pequeña, ocupada en su casi totalidad por un edificio de admirable elegancia que recordaba algo al Partenon.

Aterrizamos en la terraza baja cerca de un tupido bosque de árboles con hojas verdes que, en este mundo extraño, se me antojaron familiares.

Nos dirigimos a la segunda terraza, unida a la primera por una escalinata monumental. Souilik me la designó como «la Escalinata de las Humanidades». Contaba con ciento once peldaños. A cada lado y a nivel de cada peldaño, se elevaban unas estatuas de oro. Representaban unos seres más o menos humanos en filas de tres o cuatro de fondo, dándose la mano y en actitud de subir la escalera hasta la cima donde estaba situada una estatua de metal verde; ésta representaba a un Hiss, con los brazos extendidos en gesto de bienvenida. Algunas de estas imágenes eran muy extrañas y casi producían escalofríos. Vi caras sin nariz, otras sin orejas, otras con tres, cuatro o seis ojos, seres con seis miembros, algunos de belleza esplendorosa, otros inconcebiblemente repelentes, maltrechos y velludos. Pero absolutamente todos, de forma vaga e precisa, recordaban a nuestra propia especie, aunque sólo fuera por la colocación de la cabeza o la posición vertical. Mientras subíamos la escalera, los contemplaba, presa de un vago malestar con la idea de que no se trataba del producto de la imaginación de un artista, sino de la representación, lo más exacta posible, de los ochocientos sesenta y un tipos de humanidades conocidas por los Hiss. Los últimos peldaños estaban todavía vacíos. Souilik me señaló uno, a la cabeza de la extraña procesión:

— Este es tu sitio. Aquí será colocada vuestra humanidad. Y como sea que tú eres el primer representante llegado a Ela, tú serás el modelo. No sé a qué lado te pondrán. En principio debes ir a la derecha, con las razas que no han renunciado aún a las guerras planetarias.

A la izquierda, en el último peldaño ocupado y ante un macizo gigante de ojos pedunculados y calvo cráneo, se situaba una figura esbelta que me pareció totalmente humana, hasta que me fijé que sus manos sólo poseían cuatro dedos.

(En este momento no pude evitar el mirar a Ulna. Clair sonrió y continuó.)

Llegamos a la segunda terraza, pasando al lado de la estatua del Hiss. Entonces me volví y contemplé el paisaje. Por un raro efecto de perspectiva la terraza inferior parecía construida sobre el mar azul, recorrido por parsimoniosas olas de blancas crestas. Nuestro reob parecía minúsculo al lado del bosquecillo de hojas verdes. Otros aviones habían aterrizado, y algunos Hiss se dirigían a la escalinata. Miré por última vez a aquella estatua:

— ¿Quiénes son estos?

— Estos vienen de casi tan lejos como tú. Con nosotros, son los únicos que saben atravesar el ahun. Vinieron por sus propios medios. No les descubrimos nosotros, sino que fueron ellos quienes nos descubrieron. Se parecen mucho a vosotros los terrestres. De todas maneras, hasta ahora, sólo los Sabios los han visto de cerca. Por esto no puedo darte mayores detalles sobre ellos. Los Sabios ya te informarán si lo juzgan oportuno.

— ¿Qué son los Sabios? ¿Vuestro Gobierno?

— No, están por encima del Gobierno. Son los que saben y pueden.

— ¿Son ancianos?

— Algunos sí. Otros son jóvenes. Como tú, voy a verlos por primera vez. Debo este honor al hecho de haberte traído, aun en contra de la opinión de Aass.

— ¿Y Aass? ¿Qué representa aquí?

— Más adelante probablemente será un Sabio. Ahora vámonos ya. ¡Ha llegado el momento!

Seguimos caminando hasta el seudo-Partenón. Visto de cerca, resultó ser mucho mayor de lo que me había parecido. Una monumental puerta metálica, abierta, nos permitió la entrada. Souilik tuvo que parlamentar unos instantes con un guarda armado con unas ligeras varillas de metal blanco.

Recorrimos un corredor cuyas paredes estaban adornadas con frescos representando diversos paisajes extranjeros. No pude detenerme a contemplarlos. Al llegar al fondo del corredor, entramos en una salita atravesando una puerta de madera parda. Tuvimos que esperar unos momentos, mientras un Hiss, que desempeñaba el papel de Mayordomo, salía por una puerta opuesta a la que habíamos utilizado para entrar. Volvió al cabo de un instante y nos hizo seña de seguirle.

La sala donde penetramos me recordó, por su disposición, a un anfiteatro. Unos cuarenta Hiss ocupaban los asientos de las gradas y en la tribuna central había tres. Vi que algunos de ellos eran de avanzada edad: su piel era de un verde más descolorido, sus cabellos eran blancos y escasos pero, en cambio, ni una arruga surcaba sus caras.

Me hicieron tomar asiento en una de las butacas del anfiteatro. Entonces me sucedió algo que, sin tener ninguna importancia, me humilló considerablemente. Sin darme cuenta apreté un botón situado en el brazo derecho del asiento, y este se inclinó para atrás convirtiéndose en una cama, lo que me hizo dar un tumbo espectacular. Los Hiss son un pueblo alegre y burlón por naturaleza, y por esto el incidente provocó numerosas carcajadas. Más tarde me enteré de que el techo del anfiteatro es una enorme pantalla y los sillones están dispuestos de forma que se pueden seguir las proyecciones con toda comodidad.

Frente a los tres Hiss de la tribuna, Souilik dio su informe, en lenguaje articulado. Por lo tanto yo nada comprendí. El informe fue breve. Me sorprendió el hecho de que, a pesar de que se le veía impresionado por el respeto que infundía aquella asamblea, Souilik no hizo gesto alguno de ceremoniosa reverencia.

Tan pronto hubo terminado, el que ocupaba el centro de la tribuna, cuyo nombre era Azzlem, se volvió hacia mí y sentí que su pensamiento entraba en comunicación con el mío, sin las vacilaciones que a veces hacían dificultosas mis «conversaciones» con Souilik.

— Aass me ha enterado ya del planeta inconcebiblemente lejano de que procedes. También sé que la guerra aún existe en tu mundo. Por esta razón no deberías estar aquí. Pero has prestado ayuda a los nuestros después de que su ksill fue atacado por uno de vuestros aparatos voladores, y… en fin, el caso es que estás aquí. Souilik y Aass han creído obrar bien al traerte y nosotros lo aprobamos. De momento no irás a Ressan donde viven los demás extranjeros. Si no tienes inconveniente vivirás en casa de Souilik. Todos los días vendrás aquí para intercambiar impresiones con nuestros científicos sobre las cosas de tu planeta. Aass me ha dicho que te dedicas a estudiar la vida y, con toda seguridad, te resultará beneficioso confrontar tus conocimientos con los de los Hiss de tu especialidad, pues sabemos que los conocimientos no tienen el mismo desarrollo en todos los Mundos humanos, y es posible que sepas cosas que nos permitan conocer mejora los Misliks.

— Tendré sumo placer en comparar mis conocimientos con los vuestros — respondí —. Pero cuando, un poco a pesar mío, me embarqué en vuestro ksill, Aass me prometió que volvería a conducirme a mi planeta. ¿Puedo considerar válida esta promesa?

— Naturalmente, siempre que ello dependa de nosotros. ¡Pero si acabas de llegar!

— ¡Oh! no pienso marcharme en seguida. Siento tanta curiosidad por vuestro planeta y los que habéis descubierto, como vosotros podáis sentir por el mío.

— Serás informado, siempre que el examen a que se te someterá, resulte satisfactorio. Ahora hablanos un poco de tu mundo. Antes de empezar, ponte en la cabeza este amplificador, de forma que todos puedan captar tu pensamiento.

Un ujier me trajo un casco de metal y cuarzo, muy ligero y provisto de una serie de cortas antenas que lo asemejaban a la mitad de una corteza de castaña.

Por espacio de más de un cuarto de hora, concentré mi pensamiento en la Tierra, su posición en el Espacio, sus características y cuanto yo sabia sobre su historia geológica. De vez en cuando, uno de los presentes, generalmente un coloso de mayores dimensiones que el propio Aass, me hacia alguna pregunta o me hacia precisar algún detalle. Como sea que el casco amplificaba tanto mis emisiones de pensamiento como las preguntas mentales que se me hacían, éstas zumbaban dolorosamente en mi cráneo como si me las chillaran junto al oído. Me quejé de ello a Azzlem y éste hizo modificar inmediatamente el reglaje.

Por fin, Azzlem me interrumpió, diciendo:

— Ya está bien por hoy. Lo que has dicho ha sido debidamente registrado y vamos a examinarlo. Pasado mañana volverás.

Pero yo también quería formular una pregunta:

— ¿Vuestros alimentos contienen hierro? El hierro es algo indispensable para mi organismo.

— Generalmente contienen muy poco. Vamos a dar la orden de que se te traigan alimentos preparados para los Sinzúes, cuyo cuerpo también contiene hierro. Unos meses atrás, hubiéramos tenido que solucionar el problema especialmente para ti.

— Otra pregunta: ¿quiénes son estos Misliks sobre los que Aass no ha querido informarme?

— Pronto lo sabrás. Son «los-que-apagan-las-estrellas».

E hizo aquella inclinación de cabeza, señal inequívoca, en los Hiss, de que una conversación ha terminado y sería imprudente querer prolongarla.

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