CAPÍTULO CUARTO — UNA CANCION DE OTRO MUNDO

Esta vez permanecí tres días en la Isla Sanssine. Assza informó inmediatamente al Consejo de los Sabios sobre el resultado positivo del experimento y, unas horas más tarde, estaban todos reunidos en la gran sala situada al lado del despacho de Assza. Sin embargo, cuando me pidieron que volviera a bajar a la cripta, me negué tajantemente a ello. Aunque la radiación Mislik no parecía haberme afectado, mis nervios ya no resistían más. Mientras estuve cara a cara con aquel bloque de metal consciente, pude conservar la calma. Pero ahora, mis energías estaban agotadas y sentía una imperiosa necesidad de dormir. Los Sabios se hicieron cargo de todo y decidieron aplazarlo todo hasta el día siguiente. Me dieron una confortable habitación y, con la ayuda de «aquel-que-hace-dormir», pasó una noche magnifica.

No fue sin cierta aprensión que volví a entrar en la cripta. Yo no podía saber si mi milagrosa inmunidad duraría y, en caso contrario, no sabía lo que pasaría. Había solicitado la presencia de Szzan, neófito del colegio de los Sabios, a quien yo había enseñado, en el transcurso de nuestras conversaciones, bastante medicina terrestre.

Los preparativos habían sido más largos: me hicieron una extracción de sangre, un contaje globular y otros reconocimientos. Además un voluntario Hiss tenia que bajar conmigo para comprobar que la radiación emitida por el Mislik era realmente aquella que resultaba ser tan nefasta para los Hiss. Como privilegio especial, habían sido invitados los técnicos del ksill que habían alcanzado la Tierra, y, excepto Souilik, que en aquel momento se hallaba errando por el Espacio, todos estaban presentes, encabezados por Aass. Fui feliz al volverles a ver. Pero no lo fui menos cuando vi que el voluntario que iba a acompañarme, era Essine.

Ni siquiera intenté disuadirla de ello. Sabía ya que las diferencias entre hombres y mujeres, ante el peligro, habían sido abolidas en Ela desde hacía siglos. Se había ofrecido voluntariamente, los Sabios habían aceptado, mi oposición habría sido para ella una ofensa imperdonable. Pero no podía impedir que mis prejuicios terrenales lo desaprobaran.

Iba armado de una pistola especial, de «calor frío», que me permitiría, llegado el caso, elevar la temperatura hasta el punto necesario para entorpecer gravemente al Mislik; dicho en otras palabras, llevar la temperatura de -261° a -100° aproximadamente.

Así, pues, bajamos acompañados por cuatro autómatas hasta el cuarto de las escafandras. Allí nos esperaban dos Hiss para ayudarnos a vestir los trajes de vacío. Mientras me ponían el mío, pude ver la cara de Essine que palidecía — en los Hiss esto consiste en un color gris verdoso — y le oí murmurar algo que parecía una oración. Evidentemente, tenía miedo, y lo encontré muy natural, pues mientras yo tenía grandes probabilidades de salir ileso, lo más seguro era que ella lo pasara muy mal. Por ello, cuando cruzamos la puerta cilíndrica, puse mi mano sobre su espalda y, utilizando el micrófono, le dije:

— Colócate a mi espalda.

— No puedo hacerlo, es necesario saber si la radiación es activa.

Me volví. Los autómatas nos seguían con sus grandes brazos metálicos medio tendidos.

El Mislik, inmóvil, nos miraba. Digo: nos miraba, pues, aunque no había podido descubrir nada en él parecido a un órgano de la vista, sabía que él tenía perfecto conocimiento de nuestra proximidad. Empezó a deslizarse hacia nosotros.

— No os alejéis demasiado de la puerta — dijo la voz de Azzlem.

Essine tuvo un movimiento de retroceso y después vino a situarse a mi lado. El Mislik se paró a tres pasos de donde nosotros estábamos, sin emitir.

Creo me reconoce — dije —. No emitirá si…

Lo que ocurrió entonces fue de una rapidez increíble. El Mislik empezó a emitir violentamente. Su antena alcanzaba un metro por lo menos. Entonces, sin dejar de emitir, se deslizó a enorme velocidad a nuestro alrededor y se precipitó sobre el primer autómata. El lugar que ocupaba aquella maravillosa máquina quedó sembrado de trozos de plancha retorcida, engranajes y rodamientos ya inútiles. Una pequeña rueda dentada vino rodando a mi alrededor y yo me quedé estúpidamente mirando cómo describía círculos cada vez más reducidos hasta quedar inmóvil a mis pies.

— ¡Cuidado! — gritó Assza.

Este grito despertó mis embotados sentidos. Me volví; vi a Essine caída junto a los restos del autómata. El Mislik se lanzaba contra el segundo que se dirigía hacia nosotros.

Disparé dos veces. El Mislik paró. Yo había cogido a Essine, desmayada dentro de su escafandra. El autómata avanzaba con los brazos tendidos.

— Toma — le dije como si se tratara de una persona —. Voy a cubrir la retirada.

Como es natural, no obtuve respuesta. Llevando a Essine, se dirigió velozmente hacia la puerta. El Mislik atacó nuevamente. Disparé y lo detuve. Empecé a retroceder, empuñando la pistola, seguido por los dos robots restantes. Entonces el Mislik tomó altura. Oí las exclamaciones de los Sabios, arriba, en la sala de control. El monstruo metálico se precipitó sobre mi. En vano disparé cinco veces. En última instancia me tiré al suelo. El falló el golpe. Oí una voz — ¿tal vez la de Assza? — que decía: «Qué le vamos a hacer, no hay más remedio».

Entonces una fuerte luz blanca inundó la cripta, en el preciso momento en que el Mislik se disponía a atacar. Inmediatamente se posó sobre el suelo y empezó a zigzaguear como enloquecido por algún insoportable dolor.

— Sal de ahí, o tendremos que matarlo — gritó Assza.

Corrí hacia la puerta y entré en la cámara de las escafandras. Aquella luz se apagó, se cerró la puerta y la habitación se llenó de aire. Llegaron cuatro Hiss, Szzan entre ellos, y despojaron a Essine de su escafandra. Estaba pálida, pero vivía.

Subí indignado al despacho.

— Ya estaréis contentos. Yo sigo vivo, pero Essine puede que muera.

— No. Un solo Mislik no puede matar en tan poco tiempo. Y aunque así fuera: qué importancia puede tener su vida, sobre todo una vida voluntaria, cuando el universo entero está en juego? Evidentemente, no había respuesta posible. Me hicieron un nuevo análisis de sangre. La conclusión era definitiva: el rayo Mislik no tenia efecto alguno sobre mi.

Permanecí aún dos días en la isla con Assza, ya que no quería marcharme sin tener la seguridad de que Essine estaba fuera de peligro. Ella se había recuperado rápidamente, pero estaba aún muy débil a pesar de las transfusiones y de la acción de los rayos biogénicos. Szzan me tranquilizó: con anterioridad, había atendido a otros Hiss más gravemente alcanzados, con resultado satisfactorio.

Regresé a la casita de Souilik y todo volvió a su curso normal. Cada dos días iba a la Casa de los Sabios para dar lecciones y tomarlas a mi vez. Entré en estrecha relación con Assza, el gigantesco físico — guardián del Mislik —, que, según me dijo aquél, no parecía acusar el duro castigo a que había sido sometido.

Y un día, mientras hablábamos con Szzan, el joven biólogo, sobre las radiaciones humanas, tuve una idea.

— Estas ondas Phen, que emiten los Misliks y que yo también emito, ¿no podríamos utilizarlas para entrar en contacto con ellos?

— No lo creo. Podemos registrar esas ondas, pero ignoramos a qué puedan corresponder. No hemos podido comprobar nada, pues para nosotros resulta tan difícil abordar un Mislik como atravesar una estrella. Ya pudiste verlo con el ejemplo de Essine. Ahora bien, ya que tú emites las mismas ondas o algo que se les parece mucho — podríamos hacer la prueba contigo. Aunque no creo que tengan nada que ver con lo psíquico. Lo más probable es que tengan alguna relación con vuestra extraordinaria constitución, tan rica en hierro.

— Lástima — dije —. Me habría gustado entrar en comunicación con ellos.

— Tal vez eso no sea imposible — dijo entonces Assza —. Pero tendrás que armarte de valor. Deberás bajar de nuevo a la cripta, equipado con un casco amplificador del pensamiento. Las ondas psíquicas — nuestras ondas psíquicas — tienen un alcance muy inferior a la radiación Mislik y nunca hemos podido aproximarnos lo bastante para saber si podíamos «entender» a uno de ellos. El Mislik — o, a veces, el Hiss — morían antes de poder comprobarlo. Tendrás que penetrar en la cripta, pues el aislamiento de ferroníquel interfiere tanto las ondas del pensamiento — suponiendo que el Mislik las emita — como su radiación mortal.

— Conforme — dije —. Pero, ¿y si vuelve a tomar el vuelo?

— Quédate delante de la puerta. Si se eleva, entra en la cámara de las escafandras.

— De acuerdo. ¿Cuándo hacemos la prueba?

Sentí que estaba tanto o más impaciente que yo mismo.

— Yo tengo un reob de cuatro plazas… — insinuó Assza.

— Yo también tengo el mío — dije —. ¿Vamos?

— Vamos — cortó Szzan, el más joven de los tres.

— Habrá que hacer algunas modificaciones en el amplificador. Pero tengo todo lo necesario en mi laboratorio de la Isla — repuso Assza.

Nos embarcamos y partimos sin pérdida de tiempo. Assza pilotaba admirablemente y volamos rozando las montañas. Cuando nos adentrábamos sobre el mar, vituus u u artefacto enorme, fusiforme, que descendía rápidamente hacia el Monte de los Sabios.

El astronave sinzú regresa — dijo Szzan —. Habrá reunión del Consejo.

— ¿No tendrás que asistir — pregunté a Assza — Podemos aplazar el experimento si es necesario.

— No, el Consejo no se reunirá hasta la noche. Tenemos tiempo. Tú vendrás conmigo para ver a tüs casi hermanos, los Sinzúes.

La isla apareció sobre el mar azul. Apenas hubimos tocado tierra nos dirigimos apresuradamente hacia el laboratorio. Sianssi, el ayudante jefe, vigilaba los aparatos registradores.

— Está descansando — nos dijo —. Pero desde que el «Tserreno» lo visitó, se ha vuelto intratable, ha destrozado a un autómata.

Por vez primera, había oído vocalizando el nombre que nos han dado los Hiss. «Tserreno», corrupción de «Terreno».

Haz que modifiquen un amplificador del pensamiento para que el «Tserreno» pueda colocarlo bajo su escafandra. Volverá a bajar para intentar entrar en comunicación con «él».

El joven Hiss me miró un momento antes de salir. Desde luego, debía parecerle casi tan monstruoso como el Mislik.

Por medio de la pantalla estuvimos observando a éste. No se movía, parecía un bloque de metal inerte. Y, sin embargo, era un ser con un poder fenomenal, capaz de apagar las estrellas.

— Vigílalo bien cuando estés abajo — me dijo Assza —. Antes de tomar altura suele levantar un poco su parle delantera. Entonces dispones aproximadamente de una milésima de basike. Vuelve inmediatamente.

La transformación del amplificador duró un basike, o sea aproximadamente una hora y cuarto.

Enfundado en mi escafandra y equipado con el casco, entré lentamente en la cripta. El Mislik me daba «la espalda». Sin alejarme demasiado de la puerta, di el contacto.

Inmediatamente me sentí envuelto por un torrente de angustia que no venía de mi; era la angustia del Mislik: una espantosa sensación de aislamiento, de soledad, tan grande que casi grité. Lejos de ser la criatura intelectual, sin sentimientos, que había imaginado, el Mislik era, pues, un ser como nosotros, capaz de sufrir. Paradójicamente, lo encontró más horrible todavía por ser tan parecido siendo tan distinto.

No pude soportarlo y corté el contacto.

— ¿Qué hay? — preguntó Assza.

— Pues que sufre — dije desorientado

— Cuidado. Está despertando.

El Mislik se movía Como la otra vez, se dirigía hacia mí a velocidad moderada. Restablecí el contacto. Esta vez ya no llegó un mensaje de sufrimiento, sino que recibí

una oleada de odio, de odio absoluto, diabólico. El Mislik seguía avanzando. Empuñé mi pistola de calor. Se paró, emitió contra mi un odio violento, que casi me producía un dolor físico como un chorro cálido y viscoso. Entonces, a mi vez, emití:

«Oh, hermano de metal — pensé —, no te quiero ningún mal. ¿Qué necesidad hay de que los Hiss y vosotros os destruyáis los unos a los otros? ¿Por qué la ley del mundo parece ser la muerte? Yo no siento odio hacia ti. Mira, guardo mi arma en su funda.»

No esperaba ser comprendido. Sin embargo, a medida que pensaba, sentí que su odio decrecía, pasando a segundo término, mientras un sentimiento de sorpresa lo desplazaba, sin llegar a borrarlo.

El Mislik seguía inmóvil.

Recordé las teorías de los filósofos, que pretenden que las matemáticas son lo mismo en todo el Universo — cosa que parecía confirmarse con las Hiss — y me puse a pensar en cuadrados, rectángulos, triángulos y círculos. Recibí a cambio una onda de sorpresa más intensa aún, y una serie de imágenes invadieron entonces mi pensamiento: el Mislik estaba contestando, pero tuve que rendirme ante la evidencia: jamás se podría establecer una comunicación útil, ya que las imágenes resultaban borrosas, como las de un sueño. Me pareció captar unas extrañas figuras, concebidas para un espacio que no es el nuestro, un espacio de más de tres dimensiones. Pero, antes de que llegara a comprenderlas se desvanecían, dejándome la frustrada sensación de haber estado a punto de captar un pensamiento totalmente extraño al nuestro. Hice una última tentativa; pensé unos números, pero no obtuve mayor éxito.

Recibí en respuesta unas nociones imposibles de traducir, incomprensibles, llenas de espacios vacíos, en los que nada recibía. Probé otras imágenes, pero no encontré nada que despertara un eco cualquiera en él, ni siquiera la figura de una estrella brillando en un cielo negro. La noción luz, tal como la concebimos nosotros, debía serle extraña. Abandoné, pues, mis vanos intentos, y sin duda captó algo de mi desencanto, pues volvió a llegarme una nueva oleada de angustia, huérfana de odio, mezclada con un agudo sentimiento de impotencia. Se marchó sin haber lanzado su radiación mortal. Así,pues, a pesar de la opinión de ciertos filósofos, el miedo y la tristeza son los mismos de un extremo al otro del universo, mientras que dos y dos no siempre suman cuatro. Había algo trágico en esta imposibilidad de intercambiar ideas simples, cuando sentimientos más complejos pasaban con facilidad del uno al otro.

Subí al laboratorio y confesé mi casi fracaso. Los Hiss me parecieron muy afectados por ello. Para ellos, un Mislik seguía siendo el Hijo de la Noche, el ser odioso por naturaleza, y el interés que habían puesto en la prueba, era puramente científico. Para mí no era lo mismo, y aún hoy me duele no haber podido, no ya comprender, pero sí al menos captar el más mínimo detalle de la esencia intelectual de esos extraños seres.

Al caer la noche, abandonamos la isla. Los dos satélites de Ela brillaban ya en el cielo sembrado de estrellas. Arzí tiene un brillo dorado, como el de nuestra Luna, pero Arí es de un siniestro color rojizo que despierta siempre en mi la idea de un astro maléfico. Aterrizamos en la terraza inferior de la Casa de los Sabios. En el otro extremo se veía la enorme masa fusiforme de la astronave sinzú, brillando débilmente en la noche. Con gran disgusto por mi parte, no me fue permitido entrar en la sala de reuniones. Szzan y yo tuvimos que dirigirnos a la Casa de los Extranjeros, que era una especie de hotel situado en los bosquecillos de la terraza inferior.

Cenamos juntos y salimos a dar un paseo. Nuestros pasos nos condujeron cerca de donde se hallaba la astronave. Al dar la vuelta a un sendero, un grupo de Hiss nos dieron el alto.

— No se puede pasar más allá — dijo uno de ellos. Los Sinzúes vigilan su aparato y nadie puede acercarse sin autorización. Pero… ¿quién va contigo? — preguntó a Szzan.

— Un habitante del planeta Tserra de la estrella Sol del decimoctavo universo. Por ahora es aquí el único representante de su raza. Vino con Aass y Souilik. Tiene la sangre roja y los Misliks no pueden matarlo.

— ¿Qué dices? ¿Es acaso el hombre de la Profecía? Según dicen, también los Sinzúes tienen la sangre roja, pero no conocen a los Misliks.

— El Tserreno ha bajado otra vez a la cripta de la isla Saussine y, como puedes ver, sigue vivo.

— Permite que te vea — dijo dirigiéndose a mi.

Un suave rayo de luz surgió de su casco. Observé que de su cinturón colgaba una pequeña arma. La guardia de la astronave no era pues una broma. Esa era la primera vez que constataba la presencia en Ela de algo parecido a fuerza pública.

— Te pareces a los Sinzúes — dijo. He visto a tres de ellos esta tarde cuando han desembarcado. Pero eres más alto, más pesado, y tienes cinco dedos en las manos. ¡Ah! estoy ansioso por poder participar en alguna expedición en Ksill. Aún estoy estudiando…

Recordé entonces que, en Ela, todo el mundo cumple dos misiones distintas, como Souilik que era a la vez oficial de ksill y arqueólogo. Un grito prolongado cortó el silencio de la noche estrellada.

— Es un centinela sinzu — dijo nuestro interlocutor —. Cada medio basike se llaman asi unos a otros. Ahora debo rogaros que regreséis.

Volvimos a la Casa de los Extranjeros. Constaba de diversos pabellones dispersos bajo los árboles, habitados por aquellos que, habiendo sido convocados por el Consejo, vivían demasiado lejos para volver a sus casas cada día. Junto a mi habitación había un cuarto de baño y una biblioteca, pero me sentía demasiado fatigado para leer. Excitado como estaba por las vicisitudes de aquella extraña jornada, la más densa de cuantas llevaba en Ela, tuve que recurrir a «aquel-que-proporciona-sueño».

Desperté muy temprano. El aire del mar era fresco y observé que, a diferencia de la casa de Souilik, ésta tenía ventanas que habían permanecido abiertas. Oía las olas batir sobre las rocas de la orilla y la brisa que hacía temblar las hojas do los árboles.

De pronto, subió hasta mi un canto.

Ya había oído varias veces música hiss. Pero ésta, sin llegar a ser desagradable a nuestros oídos, resultaba demasiado técnica, intelectual en exceso

Este canto era distinto, no era hiss. Tenía nostalgia, flexibilidad, como un secreto fervor que recordaba las canciones populares rusas. Y esta voz una voz que sin esfuerzo pasaba de las notas bajas a las más agudas, tampoco pertenecía a un Hiss El ser que cantaba estaba demasiado lejos para que yo pudiera distinguir las palabras que probablemente no eran Hiss. Pero sabía que esta canción hablaba de primavera, de planetas bañados por el sol o envueltos en nieblas, del valor de sus hombres, del mar, del viento, de las estrellas, de amor y de luchas, de misterio y de miedo. Contenía toda la fuerza de la juventud del mundo.

Emocionado me vestí rápidamente, salté por la ventana dirigiéndome hacia el punto de donde provenía el canto. Atravesando un bosquecillo encontré una escalera que conducía a la orilla. Una joven cantaba, cara al mar. El sol arrancaba reflejos dorados u su cabellera. No era por tanto una Hiss. El contraluz me impedía ver el color de su piel. Vestía una cort túnica azul pálido.

Baje precipitadamente la escalera, tan emocionado como cuando, siendo estudiante, veía venir a Silvia por el jardín de la Facultad. Tropecé en el última peldaño y me caí cuan largo soy a sus pies. Ella dejó de cantar, lanzó un grito, y en seguida soltó una carcajada. No había para menos, pues debía estar francamente cómico allí, delante de ella, a gatas y con el cabello lleno de arena. Entonces su risa se interrumpió y con tono irritado me preguntó:

— «¿Asna eni étoé tan?»

(Sorprendido, me volví. Estas palabras no las había pronunciado Clair, sino Ulna, su mujer.)

— Si — dijo reposadamente Clair —, era Ulna.

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