IX — La historia de Melito: El gallo, el ángel y el águila

—Hace no mucho tiempo, y no muy lejos del lugar donde nací, había una vez una magnífica granja. Era especialmente célebre por sus aves: bandadas de patos blancos como la nieve, gansos casi tan grandes como cisnes y tan gordos que a duras penas andaban, y pollos coloridos como loros. El granjero que la había construido tenía muchísimas ideas raras sobre su trabajo, pero estas ideas raras le habían dado tanto más provecho que las ideas sensatas a sus vecinos, que pocos tenían el coraje de decirle lo loco que estaba.

»Una de sus nociones extrañas concernía al tratamiento de los pollos. Todo el mundo sabe que cuando se ve que los pollitos son gallos pequeños hay que caparlos. En el gallinero se necesita un solo gallo, y dos se pelearían.

»Pero este granjero se ahorraba el problema. “Déjalos que crezcan decía—. Déjalos que se peleen, y déjame decirte una cosa, vecino. Ganará el gallo me jor, el más gallo, y él será el que dé más pollitos a mi corral. Más aún: sus pollitos serán los más resistentes para superar cualquier enfermedad. Cuando se te mueran los pollos, ven a verme y te venderé unas crías a mi propio precio. En cuanto a los gallos vencidos, nos los podemos comer, mi familia y yo. No hay capón más tierno que un gallo que murió peleando, así como la mejor carne es la del toro que murió en la arena y la del venado que los sabuesos persiguieron todo el día. Además, comer capón mina la virilidad.”

»Este extraño granjero creía también que si necesitaba un ave para la cena, era tarea suya elegir la peor del corral. “Cualquiera que tome la mejor es un impío —decía—. Hay que dejarlas prosperar bajo la mirada del Pancreador, que tanto como al hombre y la mujer hizo al gallo y la gallina.” Quizá porque actuaba con sinceridad, su corral era tan bueno que a veces parecía que no hubiese en él un ave peor que las otras.

»De todo lo que he dicho quedará claro que el gallo de ese corral era excelente. Joven, fuerte y bravo. Tenía una cola magnífica, como la de muchos faisanes, y sin duda habría tenido también una magnífica cresta si no se la hubiera desgarrado en los muchos combates desesperados en que se había metido. Las plumas del pecho eran de un escarlata reluciente —como las túnicas de las Peregrinas—, pero contaban los gansos que había sido blanco antes de teñirse en su propia sangre. Las alas eran tan fuertes que volaba mejor que cualquiera de los patos blancos, los espolones más largos que el dedo medio de un hombre, y el pico filoso como mi espada.

»Ese hermoso gallo tenía mil mujeres, pero la preferida de su corazón era una gallina hermosa como él, hija de una noble raza y reina reconocida de las gallinas en leguas a la redonda. ¡Con qué orgullo se paseaban entre la esquina del granero y el agua del estanque de los patos! Imposible ver nada mejor, no, ni aunque uno viera al mismo Autarca exhibiéndose con su favorita en la Fuente de las Orquídeas; menos aún considerando que, según he oído, el Autarca es capón.

»Para esa feliz pareja todo era vino y rosas hasta que una noche una terrible barahúnda despertó al gallo. Un gran búho orejero había irrumpido en el granero donde dormían los pollos y se abría paso entre ellos en busca de algo para cenar. Por supuesto: se lanzó sobre la gallina favorita del gallo; y llevándola entre las garras abrió las anchas alas silenciosas. Los búhos ven maravillosamente bien en la oscuridad, y aquél tuvo que haber visto al gallo volando hacia él como una furia emplumada. ¿Alguien ha visto nunca un búho con expresión perpleja? Y con todo, seguro que esa expresión tuvo el búho aquella noche en el granero. Los espolones del gallo se movieron más rápido que pies de bailarín, y el pico martilló los ojos redondos ybrillantes como martillaun tronco el pico del pájaro carpintero. El búho dejó caer la gallina, huyó del granero y nunca lo volvieron a ver.

»No hay duda de que el gallo tenía derecho al orgullo, pero se volvió demasiado orgulloso. Habiendo vencido al búho en la oscuridad, le pareció que podía vencer a cualquier ave en cualquier sitio. Empezó a hablar de rescatar a las presas de los halcones y atacar al teratornis, la más grande y terrible de las aves voladoras. Estoy seguro de que si se hubiera rodeado de consejeros sabios, en particular la llama y el cerdo, a quienes la mayoría de los príncipes eligen para conducir sus asuntos, con eficacia y cortesía pronto habrían puesto coto a sus extravagancias. Es una pena, pero no lo hizo. Escuchaba únicamente a las gallinas, que estaban todas locas por él, y a los gansos y los patos, que sentían que como prójimos suyos en el corral compartían en cierto grado la gloria que él ganaba. Hasta que llegó el día, como les llega siempre a los demasiado orgullosos, en que se pasó de la raya.

»Era el amanecer, siempre el momento más peligroso para el que no da un buen paso. El gallo voló más y más y más alto, que pareció que iba a traspasar el cielo, y al fin se posó en la veleta del gablete más encumbrado del granero: el punto más alto de toda la granja. Desde allí, mientras el sol salía de las sombras con trazos de oro y carmesí, gritó una y otra vez que él era el señor de todas las criaturas emplumadas. Siete veces cantó aquello, y habría debido detenerse entonces, pues siete es un número propicio. Pero no pudo conformarse. Una octava vez hizo el mismo alarde, y luego voló abajo.

»No había aterrizado aún entre los suyos cuando en lo alto del cielo, directamente por encima del granero, empezó un fenómeno de lo más maravilloso. Cien rayos de sol parecieron enredarse, como un gatito enmaraña un ovillo de lana, y enrollarse juntos una mujer la masa en una fuente de hornear. Luego ese conjunto de luz gloriosa desarrolló patas, brazos, una cabeza y por fin alas y descendió directamente sobre el granero. Era un ángel con alas de rojo y azul y verde y dorado, y aunque parecía no más voluminoso que él, no bien el gallo lo miró a los ojos supo que por dentro era mucho más grande.

»“Ahora —dijo el ángel—, oye a la justicia. Dices que no hay criatura con plumas que se te pueda oponer. Aquí estoy yo, criatura visiblemente emplumada. He dejado atrás todas las armas poderosas de los ejércitos de la luz, y lucharemos tú y yo.”

»Ante eso el gallo abrió las alas y se inclinó tanto que su maltrecha cresta barrió el polvo. “Me honrará hasta el fin de mis días que se me haya creído digno de un desafío — dijo—, que ninguna otra ave había hoy. Lamento profundamente tener que deciros que no puedo aceptar, y esto por tres razones, la primera de las cuales es que, aunque vos tenéis plumas en las alas, como decís, no es contra vuestras alas que yo lucharía sino contra vuestra cabeza y vuestro pecho. De modo que a los fines del combate no sois una criatura con plumas.”

»El ángel cerró los ojos y se pasó las manos por el cuerpo, y cuando las retiró el pelo de la cabeza se le había convertido en plumas más brillantes que las del canario más hermoso, y el hilo de la túnica en plumas más blancas que las de la más brillante paloma.

»“La segunda de las cuales —continuó el gallo sin arredrarse un ápice—, es que teniendo, como se ve claramente, el poder de transformaros, vos podríais elegir en el curso del combate cambiaros en alguna criatura que no tuviera plumas: por ejemplo, una gran serpiente. De modo que si luchara contra vos, no tendría garantía de juego limpio.”

Al oír eso el ángel se rasgó el pecho y, exhibiendo a las reunidas aves del corral todas las cualidades que contenía, extrajo la facultad de cambiar de for ma. Se la entregó al ganso más gordo para que la tuviera mientras durase el encuentro, y el ganso en seguida se transformó en un ganso de color sal gris, como los que van de un polo a otro. Pero no voló, y cuidó de la facultad del ángel.

»“La tercera de los cuales —continuó el gallo desesperado—, es que sois claramente un oficial al servicio del Pancreador y al llevar adelante la causa de ¡ajusticia, como hacéis, estáis cumpliendo vuestro deber. Si yo luchara contra vos como pedís, cometería un grave crimen contra el único gobernante que los pollos valientes reconocen.”

»“Muy bien —dijo el ángel—. Es una posición legal sólida, y crees, supongo, que te has ganado la libertad. Lo cierto es que con ese argumento te has ganado la muerte. Yo sólo iba a retorcerte un poco las alas y arrancarte las plumas de la cola.” Entonces alzó la cabeza y lanzó un grito extraño y salvaje. De inmediato un águila planeó desde el cielo, y como un trueno se dejó caer en el corral.

»Por toda la granja lucharon, y junto al estanque de los patos, y por el prado ida y vuelta, porque el águila era muy fuerte pero el gallo era valiente y rápido. Apoyada en una pared del granero había una vieja carretilla con una rueda rota, y debajo de ella, donde el águila no pudiera atacarlo desde arriba, y él pudiera reanimarse un poco en la sombra, el gallo buscó el lance final. Pero sangraba de tal modo que antes que el águila, que sangraba casi tanto como él, pudiera acercársele, se tambaleó, cayó, intentó levantarse, y volvió a caer.

»“Ya habéis visto —dijo el ángel dirigiéndose a las aves reunidas— cómo se cumple la justicia. ¡No seáis orgullosos! No hagáis alardes, pues es seguro que se os impondrá una retribución. Creisteis que vuestro campeón era invencible. Helo ahí, víctima no de esta águila sino del orgullo, derrotado y destruido.”

»Entonces el gallo, a quien todos habían creído muerto, levantó la cabeza. “Sin duda eres muy sabio, Ángel —lijo—. Pero de gallos no sabes nada. Ningún gallo está vencido hasta que no dobla la cola y muestra la pluma blanca que hay debajo de las otras plumas. Me han fallado las fuerzas, que yo solo me hice volando y corriendo y en muchas batallas. Pero no me ha fallado el espíritu, que recibí de manos de tu amo el Pancreador. Águila, no te pediré clemencia. Ven y mátame ya. Pero si valoras tu honor, no digas nunca que me has derrotado.”

»Al oír lo que había dicho el gallo el águila miró al ángel, y el ángel miró al águila. “El Pancreador está infinitamente lejos de nosotros —dijo el ángel—. Ypor lo tanto infinitamente lejos de mí, aunque vuele mucho más alto que vosotros. Sus deseos los imagino; nadie puede hacer otra cosa.”

»Una vez más se abrió el pecho y volvió a guardar la facultad que había rendido por un tiempo. Luego él y el águila se alejaron volando, y por un rato el ganso gris los siguió. Así acaba la historia.

Melito había hablado tendido de espaldas, mi extendida arriba. Tuve la sensación de que estaba demasiado débil para apoyarse aun en un codo. Los demás heridos habían guardado tanto silencio como durante la historia de Hallvard. yo dije: —Es un hermoso cuento. Me será muy difícil juzgar entre los dos, y si a Hallvard y a ti os parece bien, y a Foila, me gustaría darme tiempo para pensar.

Foila, que estaba sentada con el mentón sobre las rodillas dobladas, dijo: —No juzgues. El torneo todavía no ha acabado.

Todo el mundo la miró.

—Mañana me explicaré —dijo—. Tú simplemente no juzgues, Severian. Pero ¿qué piensas de esa historia? —Te diré lo que pienso —gruñó Hallvard—. Pienso que Melito es listo, como dijo que era yo. Está menos sano, menos fuerte que yo, y de este modo se ha atraído la simpatía de una mujer. Muy astuto, gallito. La voz de Melito sonó más débil que mientras contaba el combate de las aves. —Es la peor historia que conozco.

—¿La peor? —pregunté. Todos estábamos sorprendidos.

—Sí, la peor. Es un disparate que les contamos a nuestros niños, que no conocen nada más que el polvo y los animales de la granja y el cielo que tienen encima. Eso está bien claro en cada palabra.

Hallvard preguntó: —¿No quieres ganar, Melito? —Por supuesto que sí. Tú no amas a Foila como yo. Yo moriría por poseerla, pero preferiría morir antes que decepcionarla. Si la historia que he contado puede ganar, entonces no la decepcionaré nunca, al menos con mis historias. Tengo cien mejores que ésa. Hallvard se levantó y vino a sentarse en mi catre como el día anterior, y yo descolgué las piernas por el borde para sentarme a su lado.

—Lo que dice Melito es muy inteligente —dijo—. Todo lo que dice es muy inteligente. Pero tú debes juzgarnos por los cuentos que contamos, no por los que no contamos pero decimos conocer. Yo también conozco muchas historias. Nuestras noches de invierno son las más largas de la Mancomunidad.

Le contesté que según Foila, que había tenido la idea del torneo y era el premio, aún no debía juzgar en absoluto.

El ascio dijo: —Todo el que habla según el Pensa miento Correcto habla bien. ¿Dónde está pues la superioridad de ciertos estudiantes sobre otros? En el modo de hablar. Los estudiantes inteligentes hablan el Pensamiento Correcto con inteligencia. El oyente sabe que comprenden por la entonación de las voces. Por este modo de hablar superior de los estudiantes inteligentes, el Pensamiento Correcto se transmite de uno a otro como el fuego.

Creo que nadie se había dado cuenta de que nos había escuchado. Estábamos todos un poco atónitos al oírlo hablar. Al cabo de un momento, Foila dijo: —Quiere decir que no debes juzgar el contenido de las historias sino lo bien que cada cual contó la suya. No sé si estoy de acuerdo; y sin embargo, habría que pensarlo.

—Yo no estoy de acuerdo —gruñó Hallvard—. Los trucos del narrador cansan rápido a los que escuchan. La mejor manera de contar es la más sencilla.

Otros apoyaron el argumento, y estuvimos largo rato hablando de eso y del gallito.

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