XXVIII — En marcha

En el día de hoy, último antes de que abandone la Casa Absoluta, participé en una solemne ceremonia religiosa. Estos rituales se dividen en siete órdenes según su importancia o, como dicen los heptarcas, su «trascendencia»: algo que en la época sobre la cual escribía hace un momento yo ignoraba por completo. En el nivel más bajo, el de la Aspiración, están las piedades íntimas, incluidas las oraciones privadas, la puesta de una piedra sobre un túmulo, y cosas así. Las reuniones y peticiones públicas que cuando yo era niño me parecía que eran toda la religión organizada, están en realidad en un segundo nivel, el de la Integración. Lo que hicimos hoy pertenecía al séptimo y más alto, el nivel de Asimilación.

De acuerdo con el principio de circularidad, se prescindió de muchos de los agregados sumados a lo largo de los primeros seis. No hubo música, y las ricas vestimentas de Afirmación fueron reemplazadas por túnicas almidonadas de pliegues escultóricos que nos daban a todos un aire de iconos. Ya no nos es posible llevar a cabo la ceremonia, como en un tiempo, envueltos en el cinturón brillante de la galaxia; pero para conseguir un efecto lo más parecido posible se excluyó de la basílica el campo de atracción de Urth. Para mí fue una sensación nueva, y aunque no tenía miedo, recordé otra vez aquella noche entre las montañas en que sentí que iba a caerme del mundo; algo que mañana llevaré a cabo con serena gravedad. Por momentos el techo pare cía un piso o (lo que me perturbaba mucho más) una pared se convertía en techo, de modo que uno miraba hacia arriba por las ventanas abiertas y veía una ladera herbosa que se alzaba siempre hacia el cielo. Por asombrosa que fuera, la visión no era menos verdadera que lo que vemos comúnmente.

Cada uno de nosotros se volvió un sol; los circundantes cráneos de marfil eran nuestros planetas. Dije que habíamos prescindido de la música; pero no es del todo cierto, pues mientras los cráneos giraban, llegaba a nosotros un tenue y dulce murmullo y un silbido, causados por el paso del aire a través de los orificios de los ojos y entre los dientes; los de órbita casi circular mantenían una nota sostenida, que sólo variaba levemente con la rotación; el canto de los de órbita elíptica crecía y declinaba, elevándose cuando se me acercaban, hundiéndose en un gemido cuando estaban lejos.

Qué estupidez la nuestra, ver solamente muerte en esos ojos vacíos y casquetes de mármol. ¡Cuántos amigos hay entre ellos! El libro marrón, que traje hasta aquí, la única posesión que aún sigue conmigo de las que tomé de la Torre Matachina, fue cosido e impreso y compuesto por hombres y mujeres con esos rostros huesudos; y nosotros, hundidos entre sus voces, en nombre ahora de los que son el pasado, nos ofrecimos y ofrecimos el presente a la luz fulgurante del Sol Nuevo.

Y sin embargo en ese momento, rodeado por el simbolismo más significativo y magnífico, no pude sino pensar en lo diferente que era la realidad cuando, al día siguiente de mi entrevista con Vodalus, partimos del zigurat para marchar (yo custodiado por seis mujeres, que a veces se veían obligadas a transportarme) por una jungla pestilente durante lo que debe de haber sido una semana o más. Yo no sabía —y aún no sé— si huíamos de los ejércitos de la Mancomunidad o de los ascios que habían sido alia— dos de Vodalus. Quizá sólo buscáramos reunirnos con la parte mayor de la fuerza insurgente. Mis guardias se quejaban de la humedad que goteaba de los árboles y les comía las armas y armaduras como un ácido, y del calor sofocante; yo no sentía ninguna de las dos cosas. Recuerdo que una vez me miré el muslo y me sorprendió que se me hubiera caído la carne, de modo que los músculos parecían cuerdas y las partes móviles de la rodilla se veían como se ven las ruedas y varas de un molino.

El viejo curandero iba con nosotros, y ahora me visitaba dos o tres veces al día. Al principio intentó mantenerme seco el vendaje de la cara; cuando vio que el esfuerzo era inútil, lo quitó todo y se conformó con untarme las heridas. Después de eso algunas de mis guardianas se negaron a mirarme, y cuando me hablaban bajaban los ojos. Otras parecían enfrentarse orgullosamente con mi cara desgarrada, de pie con las piernas abiertas (una pose que al parecer consideraban militar) y la mano izquierda descansando con estudiada indiferencia en la empuñadura del arma.

Yo hablaba con ellas siempre que podía. No porque las deseara —la enfermedad que acompañaba a mis heridas me había quitado ese deseo, sino porque en medio de la dispersa columna yo estaba solo como nunca lo había estado en el norte asolado por la guerra o incluso entre las rayas de moho de la antigua celda del zigurat, y porque en un absurdo rincón de mi mente todavía esperaba poder huir. Las interrogaba sobre todo asunto del cual pudiese concebirse que supieran algo, y con incesante asombro descubría en cuán pocos puntos coincidían nuestras mentes. Ni una de las seis se había unido a Vodalus porque apreciara la diferencia entre la restauración del progreso que él procuraba representar y el estancamiento de la Mancomunidad. Tres se habían alistado sólo para seguir a un hombre; dos tenían la esperanza de vengarse de una injusticia personal, y una había huido de un padrastro detestado. Ahora, salvo la última, todas deseaban no haberse alistado nunca. Ninguna sabía con precisión dónde habíamos estado ni tenía la menor idea de adónde íbamos.

Los guías de la columna eran tres salvajes: un par de jóvenes que habrían podido ser hermanos y aun gemelos, y un hombre mucho mayor, torcido, pensaba yo, tanto por deformaciones como por la edad, que mostraba perpetuamente una máscara grotesca. Pese a la diferencia de edad, los tres me recordaban al hombre desnudo que yo había visto una vez en el jardín de la jungla. Estaban tan desnudos como él y tenían la misma piel oscura, de aspecto metálico, y el mismo pelo lacio. Los jóvenes llevaban cerbatanas más largas que dos brazos y dardos con algodón trenzado a mano y teñido de ocre, sin duda con el jugo de alguna planta salvaje. El viejo tenía un bastón tan torcido como él, coronado por una cabeza de mono disecada.

Un palanquín cubierto cuyo lugar en la columna era considerablemente más avanzado que el mío, llevaba al Autarca; el curandero me dio a entender que aún vivía; y una noche, mientras mis guardianas charlaban entre ellas y yo estaba acuclillado frente a la fogata, vi que al guía viejo (la figura encorvada y la apariencia de una cabeza enorme que le daba la máscara eran inconfundibles) se acercaba al palanquín y se deslizaba por debajo. Tardó cierto tiempo en volver a salir. Se decía que aquel viejo era un uturuncu, un chamán capaz de adoptar una forma de tigre.

A los pocos días de haber dejado el zigurat, sin encontrar nada que pudiera llamarse camino o sendero, dimos con una hilera de cadáveres. Eran ascios y les habían arrancado las ropas y el equipo, de modo que parecían cuerpos famélicos que hubiesen caído del aire. A mí me pareció que habían muerto hacía una semana; pero sin duda la humedad y el calor habían acelerado la corrupción, y el tiempo real era menor. En raros casos la causa de la muerte era aparente.

Hasta entonces habíamos visto pocos animales más grandes que los grotescos escarabajos que de noche zumbaban en torno al fuego. Los pájaros que cantaban en las copas de los árboles eran en gran medida invisibles, y si nos visitaban los murciélagos, las alas de tinta se perdían en la oscuridad sofocante. Ahora, al parecer, nos movíamos entre un ejército de bestias que los cadáveres atraían como una mula muerta atrae a las moscas. Apenas pasaba una guardia sin que oyéramos un ruido de huesos quebrados por grandes mandíbulas, y durante la noche unos ojos verdes y escarlata, brillaban fuera de los breves círculos de luz. Aunque era absurdo suponer que esos depredadores ahítos de carroña fueran a molestarnos, mis guardianas doblaron la vigilancia; las que dormían lo hacían con corselete y empuñando el alfarje.

Con cada nuevo día los cadáveres eran más frescos, hasta que al fin no todos fueron cadáveres. Una loca con el pelo corto y ojos fijos entró trastabillando en la columna, chilló unas palabras que nadie entendía y huyó por entre los árboles. Oíamos gritos de auxilio, alaridos y delirios, pero Vodalus no permitió que nadie se apartara, y en la tarde de ese día —así como antes nos habíamos zambullido en la selvanos zambullimos en la horda ascia.

Nuestra columna consistía en una tropa de mujeres, provisiones, el propio Vodalus y su séquito y unos pocos ayudantes con sus retenes. En total no sumaba seguramente más que una quinta parte de las fuerzas de Vodalus, pero, aunque hubieran estado allí todos los posible insurgentes, y cada combatiente se hubiera convertido en cien, habrían sido en la multitud como un tazón de agua en el Gyoll.

Los que primero encontramos eran infantes. El Autarca, recordé, me había dicho que les retenían las armas hasta el momento de la batalla; pero de ser así, los oficiales parecían pensar que el momento estaba próximo o casi. Vi a miles armados con espontones, de modo que al fin llegué a creer que toda la infantería estaba equipada así; luego, cuando caía la noche, alcanzamos a otros muchos que llevaban escarcinas.

Como marchábamos más rápido, penetrábamos cada vez más entre ellos, pero acampamos antes (si es que ellos acampaban) y toda la noche, hasta que al fin me dormí, oí los gritos roncos y un sordo ruido de pies. A la mañana siguiente estábamos de nuevo entre muertos y moribundos, y pasó una guardia antes de que alcanzáramos las filas tambaleantes.

Aquellos soldados ascios tenían una rigidez, un desganado apego al orden que nunca he visto en otra parte. Era como si obedecieran porque no concebían otro modo de actuar. Nuestros soldados casi siempre llevaban varias armas: en el peor de los casos un arma de energía y un cuchillo largo (entre los eschiavoni era excepcional que yo no tuviera ese cuchillo además de mi cimitarra). Pero nunca vi un ascio con más de una, y la mayoría de los oficiales no las llevaban, como si despreciaran las vicisitudes de un verdadero combate.

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