Mannea me había dado un tosco mapa con la localización del retiro del anacoreta, haciendo hincapié en que si no seguía correctamente el curso indicado, era casi seguro que no lo encontraría.
En qué dirección estaba la casa respecto del lazareto es algo que no puedo decir. El mapa mostraba las distancias de acuerdo con los vericuetos del camino, ajustados a las dimensiones del papel. Empecé caminando hacia el este, pero pronto descubrí que la ruta que seguía había doblado hacia el norte, luego hacia el oeste por un estrecho cañón donde corría un arroyo rápido, y por fin hacia el sur.
En el primer trecho del viaje vi muchos soldados: una vez una doble columna a ambos lados del camino, mientras las mulas transportaban a los heridos por el centro. Dos veces me pararon, pero me bastó exhibir el salvoconducto para que me permitieran seguir. Estaba escrito en pergamino color crema, el mejor que yo había visto, y llevaba estampado en oro el sello de la orden con un nártex. Decía:
A Los Que Sirven:
La carta que leéis identificará a nuestro servidor Severian de Nessus, joven de pelo y ojos oscuros, pálido de rostro, delgado, y de estatura bien por encima de la media. Puesto que honráis la memoria que nosotras cuidamos, y en su momento quizá necesitéis socorro, y llegado el caso un sepelio honorable, os rogamos no obstaculizar al dicho Severian en el cumplimiento del asunto que le hemos confiado, sino antes bien proveerle la ayuda que pueda requerir y podáis suministrarle.
Una vez que hube entrado en el estrecho cañón, sin embargo, fue como si desaparecieran todos los ejércitos del mundo. No vi más soldados, y el clamor del agua ahogó el trueno distante de las moyanas y culebrinas del Autarca, aunque no sé si en ese sitio habrían podido oírse.
Me habían descrito la casa del anacoreta, y habían completado la descripción con un dibujo en el mapa; además, me habían dicho que me harían falta dos días para llegar. Me sorprendí considerablemente, por lo tanto, cuando al atardecer alcé la vista y la vi en la punta del risco que se cernía sobre mí.
No había manera de confundirse. El dibujo de Mannea había captado perfectamente el gablete alto y puntiagudo, ligero y fuerte. En un ventanuco ya brillaba una lámpara.
En las montañas yo había subido muchos riscos; algunos eran mucho más altos que éste y algunos —en apariencia al menos— más abruptos. No era mi intención acampar entre las rocas, y en cuanto vi la casa del anacoreta decidí que dormiría allí esa noche.
El primer tercio del ascenso fue fácil. Escalé el frente de roca como un gato, y antes de que se extinguiera la luz ya estaba a más de medio camino.
Siempre he tenido buena visión nocturna; me saldría pronto y seguí adelante. En eso me equivocaba. La luna vieja había muerto mientras yo estaba en el lazareto, y para que naciera la nueva aún faltaban varios días. Las estrellas daban alguna luz, aunque unos grupos de nubes rau— das las cruzaban una y otra vez; pero era una luz engañosa, que me parecía peor que la oscuridad salvo cuando dejaba de tenerla. Me descubrí recordando cómo Agia y sus asesinos habían esperado a que yo volviera a emerger del mundo subterráneo de los hombres-mono. Se me erizó la piel de la espalda, como si presintiera los flechazos ardientes de las hallestas.
Pronto me sobrevino una nueva dificultad: perdí el sentido del equilibrio. No quiero decir que estuviera enteramente a merced del vértigo. Sabía, de modo general, que abajo estaban mis pies y arriba las estrellas; pero me era imposible ser más preciso, y nunca alcanzaba a saber cuánto podía inclinarme para buscar un nuevo asidero.
Justo cuando esta sensación arreciaba, las raudas nubes cerraron filas y me quedé totalmente a oscuras. A veces me parecía que el risco era ahora una pendiente más suave, de modo que casi hubiera podido erguirme y caminar, y otras veces tenía que aferrarme a la pared de detrás para no caer. A menudo tenía la certeza de no haber estado escalando, sino desviándome largamente a la derecha y la izquierda. Una vez me encontré casi cabeza abajo.
Por fin descubrí un reborde, y en él decidí quedarme hasta que volviera la luz. Me envolví en la capa, me eché y moví el cuerpo para apretar firmemente la espalda contra la roca. No encontró resistencia. Me moví un poco más pero tampoco sentí nada. Empezaba a temer que además del sentido del equilibrio me hubiese abandonado el de la dirección, y que de algún modo me hubiese dado vuelta y estuviera bordeando el precipicio. Después de tantear la roca a un lado y a otro, rodé sobre la espalda y extendí los brazos.
En ese momento hubo un relámpago de luz sulfurosa que tiñó los vientres de todas las nubes. No muy lejos, alguna gran bombarda había soltado una car ga de muerte, y en esa iluminación hética me di cuenta de que yo había ganado la cumbre del risco, y que la casa que había visto no estaba en ninguna parte. Yo me encontraba en una extensión de roca desierta y sentía en la cara el golpeteo de las primeras gotas de lluvia.
A la mañana siguiente, desgraciado y con frío, comí algo de lo que me habían dado en el lazareto y empecé a bajar por el lado opuesto de la alta colina de la que el risco era parte. Allí la pendiente parecía más leve, y yo tenía la intención de doblar el lomo de la colina hasta llegar de nuevo al valle estrecho indicado en el mapa.
No pude hacerlo, aunque no porque el camino estuviese bloqueado. Cuando después de mucho andar, llegué a lo que habría debido ser el paraje que buscaba, me encontré un lugar del todo diferente, un valle menos profundo y un arroyo más ancho. Tras varias guardias de búsqueda, descubrí el punto desde el cual (me parecía) había divisado la casa del anacoreta en la cima del risco. No hace falta decir que ya no estaba, ni que el risco era tan alto ni tan abrupto como en mi recuerdo.
Fue entonces que volví a sacar el mapa, y estudiándolo noté que bajo la imagen de la morada del ana había escrito, con letra tan fina que apenas podía creerse que la hubiera hecho con una pluma, las palabras LA úLTIMA CASA. Por alguna razón esas palabras y el propio dibujo de la casa sobre la roca me recordaron la casa que habíamos visto con Agia en el jardín de la jungla, donde marido y mujer estaban escuchando al hombre desnudo llamado Isangoma. Agia, conocedora de las cosas del jardín Botánico, me había dicho que si seguía el sendero e intentaba volver a la cabaña, no la encontraría. Reflexionando sobre el incidente, descubrí que, si ahora no lo creía, en aquel momento lo había creído. Podía ser, claro, que la pérdida de creduli— dad no fuese sino una reacción a la felonía de Agia, de la cual ahora tenía sobradas muestras. O bien meramente que yo era mucho más ingenuo entonces, a menos de un día de haber dejado la Ciudadela y el cobijo del gremio. Pero también era posible —así me parecía ahora— que entonces le hubiera creído porque yo mismo acababa de ver la cosa, y que esa visión, y el conocimiento de aquella gente, conllevaran su propia convicción.
Se decía que el Jardín Botánico lo había construido el padre Inire. ¿No compartiría acaso el anacoreta parte de ese conocimiento? El padre Inire había construido también la habitación secreta de la Casa Absoluta que parecía una pintura. Yo la había descubierto por casualidad pero sólo porque había seguido las instrucciones del viejo limpiador de cuadros, que quería que la descubriese. Ahora ya no estaba siguiendo las instrucciones de Mannea.
Rehice mi camino por el lomo de la colina y subí la leve pendiente. Ante mí se abrió el abrupto risco que yo recordaba; en el fondo corría un arroyo rápido cuyo canto llenaba todo el angosto valle. La posición del sol indicaba que me quedaban a lo sumo dos guardias de luz, pero era mucho más fácil bajar por el risco iluminado que trepar por él de noche. En menos de una guardia me encontraba abajo, en el valle estrecho que había dejado la tarde anterior. No vi lámpara en ninguna ventana, pero la última Casa estaba donde había estado, sobre la roca que mis botas habían pisado esa mañana. Meneé la cabeza, me di vuelta y usé la luz agonizante para leer el mapa que Mannea me había dibujado.
Antes de seguir avanzando, quiero aclarar que en modo alguno estoy seguro de que hubiera en lo que he descrito algo sobrenatural. Así pues, vi la Última Casa en dos ocasiones, pero en ambas bajo una luz similar, la primera al final del crepúsculo y la segunda al comienzo. Sin duda es posible que lo que vi no fuera sino una creación de las rocas y las sombras, y la ventana iluminada una estrella.
En cuanto a la desaparición del valle angosto cuando intenté llegar por el otro lado, no hay accidente geográfico que se oculte tanto a la vista como esos declives estrechos. El menor desnivel basta para esconderlos. Algunos pueblos autóctonos de las pampas llegan a construir sus aldeas de esa forma, para protegerse de los merodeadores. Primero cavan un pozo a cuyo fondo se llegará por una rampa; luego excavan casas y establos en las paredes. No bien la hierba cubre la tierra amontonada, lo cual ocurre muy rápidamente tras las lluvias de invierno, uno puede estar a media cadena de un lugar así sin advertir que existe.
Pero aunque puedo haber sido tan tonto, creo que no lo fui. El maestro Palaemon solía decir que lo sobrenatural existe para que el pavoroso viento nocturno no nos humille; pero yo prefiero creer que en torno a aquella casa había un elemento realmente extraño. Hoy lo creo más firmemente que entonces.
Como fuese, en adelante seguí el mapa que me habían dado, y antes de que la noche cumpliese dos guardias me encontré subiendo un sendero que llevaba a la puerta de la última Casa, que se alzaba al borde de un risco que parecía el que yo había visto antes. Como había dicho Mannea, el viaje había durado dos días.