XVI — El anacoreta

Había una galería. Era apenas más alta que la piedra en que se apoyaba, pero se extendía a ambos lados de la casa y alrededor de las esquinas, como esas galerías largas que a veces se ve en las mejores casas de campo, donde hay poco que temer y en el fresco de la tarde los dueños se sientan a mirar cómo Urth cae bajo Luna. Golpeé a la puerta, y como no contestaba nadie, anduve por el porche, primero a la derecha, luego a la izquierda, espiando por las ventanas.

Dentro estaba demasiado oscuro para ver algo, pero descubrí que la galería rodeaba la casa hasta el borde del risco, y allí terminaba sin una baranda. Golpeé de nuevo tan en vano como antes, y me había echado a dormir en la galería (pues, teniendo techo, era mejor que cualquier lugar que pudiese encontrar entre las rocas), cuando oí unos pasos débiles.

En alguna parte en lo alto de esa alta casa caminaba un hombre. Al principio los pasos eran lentos, y pensé que debían de ser de un anciano o un enfermo. Pero a medida que se aproximaban se volvieron más firmes y más rápidos, hasta que al acercarse a la puerta parecieron el paso regular de un hombre resuelto, como el que podría comandar, quizás, un manípulo o una línea de caballería.

Por entonces yo ya me había incorporado y sacudiéndome la capa intenté ponerme presentable, pero apenas estaba preparado para lo que vi cuando se abrió la puerta. Llevaba una vela gruesa como mi muñeca, y a su luz miré un rostro como los de los hieródulos que había conocido en el castillo de Calveros, excepto que éste era un rostro humano; ciertamente, sentí que así como los rostros de las estatuas de los jardines de la Casa Absoluta habían imitado los de seres como Famulimus, Barbatus y Ossipago, los rostros de éstos sólo eran imitaciones, en un medio ajeno, de rostros como el que yo veía ahora. A menudo en este relato he dicho que lo recuerdo todo, y así es; pero cuando intento esbozar ese rostro junto con estas palabras descubro que no lo consigo. Ningún dibujo que haga se le parece. Sólo puedo decir que las cejas eran espesas y rectas, los ojos profundos y hondamente azules como los de Thecla. La piel era fina, como de mujer, pero no había en él nada femenino, y la barba que le caía hasta la cintura era del negro más oscuro. La túnica parecía blanca, pero cuando captaba la luz de la vela, reverberaba como un arco iris.

Me incliné como me habían enseñado en la Torre Matachina y le dije mi nombre y quién me enviaba. Luego agregué: —¿Yusted, sieur, es el anacoreta de la Última Casa?

Asintió. —Soy el último hombre de aquí. Puede llamarme Ash.

Se hizo a un lado, indicándome que entrase, y me llevó a una sala en la parte trasera de la casa, donde una ventana amplia daba al valle de donde yo había subido el día anterior. Había sillas y una mesa de madera. Baúles de metal, que brillaban débilmente a la luz de la vela, descansaban en los rincones y en los ángulos entre el suelo y las paredes.

—Debe perdonar el aspecto de todo esto —dijo—. Es aquí donde recibo a los visitantes, pero tengo tan pocos que he empezado a usarlo como almacén.

—Cuando uno vive solo en un lugar tan solitario, está bien parecer pobre, maestro Ash. Sin embargo esta sala no lo parece.

Yo no había pensado que aquel rostro fuera capaz de sonreír, pero sonrió.

—¿Quiere ver mis tesoros? Mire. —Se levantó y abrió un baúl, alzando la vela para que alumbrara el interior. Había hormas cuadradas de pan duro y paquetes de higos secos. Viendo mi expresión me preguntó: ¿Tiene hambre? Si le dan miedo esas cosas, le diré que no es comida embrujada.

Sentí vergüenza, porque yo había llevado comida para el viaje y aún me quedaba algo para la vuelta; pero dije: —Querría un poco de ese pan, si le alcanza.

Me dio media horma ya cortada (y con un cuchillo muy afilado), queso envuelto en papel de plata y vino blanco seco.

—Mannea es una buena mujer —me dijo—. Y usted, me parece, es uno de esos hombres buenos que no saben que lo son; hay quien dice que son los únicos. ¿Piensa ella que puedo ayudarlo en algo?

—Piensa, en todo caso, que yo puedo ayudarlo a usted, maestro Ash. Los ejércitos de la Mancomunidad están retrocediendo, y pronto los combates asolarán toda esta zona del país; y tras los combates, los ascios. Volvió a sonreír.

—Los hombres sin sombra. Uno de esos nombres, tan abundantes, que son erróneos y sin embargo perfectamente correctos. ¿Qué pensaría si un ascio le dijera que realmente no echa sombra?

—No sé —dije—. Nunca oí nada semejante.

—Es una vieja historia. ¿Le gustan las viejas historias? Ah, veo una luz en sus ojos, y ojalá pudiera contarla mejor. Ustedes llaman a sus enemigos ascios, que por supuesto no es así como se llaman, pues los padres de esta gente pensaban que venían de la cintura de Urth, donde al mediodía el sol está exactamente sobre las cabezas. La verdad es que su hogar se encuentra mucho más al norte. Y sin embargo son ascios. En una fábula inventada en el alba de nuestra raza, un hombre vendía su alma y lo echaban de todas partes. Nadie quería creer que fuese humano.

Sorbiendo vino, pensé en el prisionero ascio cuyo catre había estado junto al mío.

—Ese hombre, ¿recuperó alguna vez su sombra, maestro Ash?

—No, pero durante un tiempo viajó con un hombre que no tenía sombra.

El maestro Ash guardó silencio. Luego dijo: —Mannea es una buena mujer; me gustaría complacerlo. Pero no puedo ir y, no importa cómo marchen sus columnas, aquí la guerra no llegará nunca. —Tal vez —dije— le sea posible venir conmigo y tranquilizar a la chatelaine.

—Tampoco puedo hacer eso.

Comprendí entonces que tendría que forzarlo a acompañarme, pero de momento no parecía haber razón para apelar a la dureza; por la mañana habría muchas oportunidades. Encogí los hombros como si me resignara y pregunté:

—¿Puedo al menos pasar la noche aquí? Tendré que volver a informar de su decisión, pero son quince o más leguas y hoy no podría caminar mucho más.

Otra vez vi su tenue sonrisa, como la que aparecería en una talla de marfil si el movimiento de una antorcha le alterara las sombras de los labios.

—Esperaba oír de usted noticias del mundo —comentó—. Pero veo que está cansado. Cuando acabe de comer venga conmigo. Le enseñaré su cama.

—No tengo modales de corte, maestro, pero tampoco soy tan maleducado como para dormir cuando mi anfitrión desea que converse; aunque me temo que tengo pocas noticias que dar. Por lo que me contaron en el lazareto mis compañeros de sufrimiento, la guerra continúa y cada día se enciende más. Nosotros contamos con legiones y medias legiones; ellos con ejércitos enteros enviados desde el norte. Ellos tienen también mucha artillería, y por tanto noso— tros dependemos sobre todo de nuestros lanceros montados, que pueden cargar con rapidez y comprometer al enemigo antes de que logre apuntar las piezas pesadas. También tienen más naves volantes que las que exhibían el año pasado, aunque les hemos destruido muchas. El Autarca en persona ha venido a tomar el mando, trayendo muchas de sus tropas personales de la Casa Absoluta. Pero… —encogiéndome otra vez de hombros, hice una pausa para comer un bocado de pan con queso.

—El estudio de la guerra siempre me ha parecido lo menos interesante de la historia. Aun así, hay varias pautas. Cuando en una guerra larga un bando muestra una fuerza repentina, comúnmente hay tres razones. La primera es que ha hecho una nueva alianza. Los soldados de esos ejércitos nuevos, ¿difieren en algo de los del viejo?

—Sí —dije—. He oído que son más jóvenes y menos fuertes en conjunto. Hay entre ellos hombres y mujeres.

—¿No hay diferencias de lengua o vestimenta? Meneé la cabeza.

—Entonces podemos descartar una alianza, al menos por el momento. La segunda posibilidad sería la conclusión de otra guerra. En este caso, los refuerzos serían veteranos. Como usted dice que no lo son, sólo nos queda la tercera. Por alguna razón el enemigo necesita una victoria inmediata y está echando el resto.

Yo había acabado el pan, pero ahora tenía verdadera curiosidad.

—¿Yeso por qué?

—Sin saber más no puedo decirlo. Tal vez los gobernantes teman al pueblo, que se ha hartado de la guerra. Tal vez todos los ascios sean sólo siervos, y sus amos amenacen con actuar por sí mismos.

—Usted da esperanzas en un momento y al siguiente las arrebata.

—Yo no: la historia. ¿Usted ha estado en el frente? Sacudí la cabeza.

—Eso está bien. En muchos aspectos, cuanto más ve un hombre la guerra menos la conoce. ¿Qué ocurre con el pueblo de la Mancomunidad? ¿Está unido detrás del Autarca, o la guerra lo ha agotado tanto que clama por paz?

Al oír eso me reí, y como un torrente volvió el viejo rencor que me había llevado hacia Vodalus. —¿Unido? ¿Clamar? Sé, maestro, que usted se ha aislado para fijar la mente en cuestiones más altas, pero no hubiera pensado que alguien podía conocer tan poco la tierra donde vive. La guerra la hacen arribistas, mercenarios y jóvenes aspirantes a aventureros. Cien leguas al sur es apenas un rumor, salvo en la Casa Absoluta.

El maestro Ash frunció los labios. —Entonces la Mancomunidad es más fuerte de lo que hubiera creído. No me extraña que el enemigo esté desesperado.

—Si eso es fortaleza, que el Misericordioso nos guarde de la debilidad. Maestro Ash, el frente puede desmoronarse en cualquier momento. Sería sensato que viniera conmigo a un lugar más seguro.

Dio la impresión de que no había oído. —Si los propios Erebus, Abaia y los demás entran en la liza, será una lucha nueva. Si entran y cuando entren. Interesante. Pero usted está cansado. Venga conmigo. Le mostraré su cama y las altas cuestiones que, como dijo hace un momento, vine aquí a estudiar.

Subimos dos tramos de escalera y entramos a la estancia en la que yo debía de haber visto luz la noche anterior. Era una amplia cámara de muchas ventanas yocupaba todo el piso. Había máquinas, pero menos y más pequeñas que las que yo había visto en el castillo de Calveros, y también había mesas, y papeles, y muchos libros, y cerca del centro una cama angosta.

—Aquí duermo un rato —explicó el maestro Ashcuando el trabajo impide que me retire. No es has— tante grande para un hombre de su tamaño, pero creo que le resultará cómoda.

La noche anterior yo había dormido sobre piedra; realmente, parecía muy atractiva.

Una vez que me mostró dónde aliviarme y lavarme, se fue. Lo último que atisbé de él antes de que apagara la luz fue la misma sonrisa perfecta que había visto antes.

Un instante después, cuando los ojos se me acostumbraron a la oscuridad, advertí que del otro lado de las ventanas brillaba un ilimitado resplandor de perla. «Estamos más alto que las nubes —me dije (sonriendo a medias yo también)—, o bien unas nubes bajas han venido avelar la cumbre de esta colina, inadvertidas por mí en la oscuridad pero de algún modo conocidas de él. Ahora veo las cumbres de esas nubes, sin duda muy altas cuestiones, como vi las cumbres de las nubes desde los ojos de Tifón.» Y me acosté a dormir.

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