XXXII — El Samru

Y seguí andando como un ejército poderoso, pues me sentía acompañado por todos los que andaban en mí. Iba rodeado por una numerosa escolta; y yo era la escolta que rodeaba la persona del monarca. En mis filas había mujeres, sonrientes, torvas, y niños que corrían y lanzaban risas, y desafiaban a Erebus y Abaia arrojando caracolas al mar.

En medio día llegué a la boca del Gyoll, tan ancha que la otra orilla se perdía a lo lejos. Había islas triangulares, y entre ellas barcas de velas flameantes se abrían paso como nubes entre picos de montaña. Le hice señas a una que pasó por donde yo estaba y pregunté si me llevarían a Nessus. Debo haber parecido una figura terrible, con la cara marcada, la capa harapienta y las costillas casi a la vista.

De todos modos el capitán me mandó un bote, gentileza que no he olvidado. En los ojos de los remeros vi miedo y reverencia. Quizá sólo fuera el aspecto de mis heridas, que no se habían curado del todo; pero heridas aquellos hombres habían visto muchas, y recordé lo que había sentido en la Casa Azur al ver por primera vez el rostro del Autarca, aunque él no era un hombre alto y en verdad ni siquiera un hombre.

Veinte días con sus noches navegó el Samru remontando el Gyoll. Aprovechábamos el viento cuando se podía, y cuando no usábamos los remos, doce por banda. Para los marineros el trayecto era pesado porque, si bien la corriente es casi imperceptiblemente lenta, fluye día y noche, y los meandros del canal son tan largos y anchos que a menudo un remero ve al atardecer el punto donde empezó a trabajar cuando el primer tambor despertó a la guardia.

Para mí era tan agradable como una excursión en velero. Aunque me ofrecí a tender velas y remar con los demás, no me hicieron caso. Entonces le dije al capitán, un hombre de cara socarrona que daba la impresión de vivir tanto de la navegación como del trapicheo, que cuando llegáramos a Nessus le pagaría bien; pero se negó a oírme e insistió (tirándose del bigote, cosa que hacía cada vez que pretendía parecer sincero) en que para él y su tripulación mi presencia era pago suficiente. No creo que adivinaran que yo era el Autarca, y por miedo a que alguno fuera lo que había sido Vodalus me cuidé de no dar ningún indicio; pero de mis ojos y maneras parecían deducir que yo era un adepto.

El incidente de la espada del capitán tuvo que haber fortalecido esa superstición. Era un craquemarte, la más pesada de las espadas marinas, de hoja ancha como mi palma, y muy curva y grabada con estrellas y soles y otras cosas que el capitán no entendía. Él se la colgaba cuando nos acercábamos a alguna aldea ribereña o a otro barco y pensaba que la ocasión exigía dignidad; pero por lo demás la dejaba en el pequeño alcázar. Allí la encontré yo, y como no tenía nada que hacer excepto mirar palitos y cáscaras meciéndose en el agua verde, saqué mi media piedra y la afilé. Al rato él me vio probando el filo con el pulgar y empezó a jactarse de su destreza. Considerando que el craquemarte pesaba al menos dos tercios menos que Terminus Fst, y tenía pomo corto, oírlo era divertido; durante alrededor de media guardia lo escuché encantado. Resultó que enrollado por ahí había un cable de cáñamo del grosor de mi muñeca, y cuando las invenciones del hombre comenzaron a decaer, le pedí que entre él y el ayudante sostuvieran unos tres codos. El craquemarte cortó el cable como si fuera un pelo; luego, sin darles tiempo a recobrar el aliento, lo arrojé relampagueando hacia el sol y lo atrapé por la empuñadura.

Como el episodio muestra, quizá sobradamente, me empezaba a sentir mejor. El descanso, el aire fresco y la comida sencilla no tienen nada que pueda subyugar al lector; pero las heridas y el agotamiento obran prodigios.

Si lo hubiese dejado, el capitán me habría dado su camarote, pero yo dormía en la cubierta envuelto en mi capa, y en la única noche de lluvia me refugié bajo el bote, que iba izado casco arriba en medio del barco. Como aprendí a bordo, las brisas tienden a morir cuando Urth da la espalda al sol; así que la mayoría de las noches me dormí con el canto de los remeros en los oídos. Por la mañana me despertaba el traqueteo de la cadena del ancla.

Algunas veces, sin embargo, me despertaba antes del amanecer, cuando estábamos cerca de la ribera con un solo vigía soñoliento en la cubierta. Y otras me despertaba con la luna y veía cómo nos deslizábamos bajo velas recogidas, con el ayudante al timón y la guardia dormida junto al foque mayor. Una noche de ésas, poco después de que traspusiéramos la Muralla, fui a popa y vi la fosforescencia de la estela como fuego frío en el agua oscura y por un momento pensé que los hombres-mono de la mina venían a que la Garra los curase, o a cobrarse una vieja venganza. No era, por supuesto, algo realmente extraño: apenas el necio error de una mente todavía en duermevela. Lo que sucedió a la mañana siguiente tampoco fue realmente extraño, pero me afectó mucho.

Los remeros trabajaban a ritmo lento para llevarnos por un recodo de una legua hasta un punto donde pudiéramos embolsar el poco viento que había.

El sonido del tambor y el chapoteo del agua que cae de los largos filos de los remos son hipnóticos, creo que porque se parecen mucho al latido del corazón en el sueño y el ruido que hace la sangre cuando en camino hacia el cerebro pasa junto al oído interior.

Yo estaba en la regala mirando la costa, pantanosa todavía allí donde el Gyoll sofocado de cieno inundó las llanuras de antaño; y en los montes y altozanos me parecía ver formas, como si ese vasto páramo blanco tuviera (como ciertos cuadros) un alma geométrica que se desvanecía cuando la miraba fijamente, para reaparecer cuando apartaba los ojos. El capitán vino a pararse a mi lado; le conté que, según había oído, las ruinas de la ciudad se extendían largo trecho río abajo y le pregunté cuándo íbamos a avistarlas. Él se rió y me explicó que hacía dos días que estábamos entre ellas, y me prestó el catalejo para dejarme ver que lo que yo había tomado por un tronco de árbol era en realidad una columna rota y torcida cubierta de musgo.

En seguida pareció que todo salía de la sombra —muros, calles, monumentos— así como se había reconstruido la ciudad de piedra mientras la mirábamos con las dos brujas desde el techo de la tumba. Fuera de mi mente no había cambiado nada, pero, mucho más rápido que en la embarcación del maestro Malrubius, yo había sido transportado del campo desolado al centro de una ruina inmensa y antigua.

Aún hoy no puedo dejar de preguntarme cuánto de lo que vemos está frente a nosotros. Semanas enteras mi amigo Jonas me había parecido sólo un hombre con una mano protésica, y estando con Calveros y el doctor Talos, había pasado cien claves que debieran haberme dicho que el amo era Calveros. Cómo me impresionó en la Puerta de la Piedad que Calveros no aprovechara la oportunidad de escapar del doctor.

A medida que declinaba el día, las ruinas se fue ron haciendo más y más claras. Con cada rizo del río los muros verdes, cada vez más altos, se asentaban en un suelo cada vez más firme. A la mañana siguiente, cuando desperté, algunos de los edificios más fuertes conservaban los pisos superiores. No mucho después vi un bote pequeño, recién construido, amarrado aun antiguo muelle. Se lo señalé al capitán, que sonrió y explicó: — Hay familias que de abuelo a nieto viven de cribar estas ruinas.

—Eso me han contado, pero el bote no puede ser de ellos. Con ese tamaño no puede transportar mucho botín.

Joyas o monedas. Aquí no desembarca nadie más. No hay ley: los saqueadores se matan entre ellos y acaban con cualquiera que pise la costa.

—Tengo que ir allí. ¿Puede esperarme?

Me miró como si estuviera loco. —¿Cuánto tiempo?

—Hasta el mediodía. No más.

—Mire —dijo él, y señaló—: adelante está el último recodo largo. Bájese aquí y reúnase con nosotros allí, donde el canal vuelve a dar una curva. Nosotros no llegaremos hasta la tarde.

Estuve de acuerdo, y él hizo bajar el bote del Samru y le dijo a cuatro remeros que me llevaran a la costa. Cuando estábamos por partir se quitó el eraquemarte del cinto y me lo dio.

—Ha estado conmigo en muchos combates lúgubres —dijo solemnemente—. Búsqueles la cabeza, pero cuídese de que el filo no choque contra las hebillas de los cinturones.

Se lo acepté agradecido y le dije que siempre me había inclinado por el cuello.

—Eso está bien —dijo—, si no se arriesga a herir a un compañero de barco, cuando mueve así la hoja. —Y se tiró del bigote.

Sentado en la popa tuve ocasión de observar las caras de mis remeros, y me quedó claro que tenían casi miedo de la costa como de mí. Atracaron junto al bote y en la prisa por alejarse casi vuelcan el nuestro. Después de determinar que no me había equivocado cuando creí ver desde la regala una marchita amapola roja en el único asiento, los miré remar de nuevo hasta el Samru y noté que, aunque un viento leve favorecía ahora a las velas mayores, los remos estaban bajos y batían el agua a ritmo vivo. Presumiblemente el capitán planeaba rodear el largo meandro lo más rápido posible; si yo no estaba en el punto indicado, podría seguir sin mí, diciéndose (y diciendo a otros, en caso de que otros preguntaran) que era yo y no él quien había fallado a la cita. Separándose del craquemarte se sentía aún más aliviado.

A los costados del muelle había unas escaleras de piedra muy parecidas a aquellas desde las que yo me había zambullido de chico. Arriba, la explanada estaba vacía, y era casi tan frondosa como un parque, con la hierba que crecía entre las lajas. Ante mí se alzaba en calma la ciudad en ruinas, mi ciudad de Nessus, aunque fuera la Nessus de un tiempo muerto hacía mucho. Unos pájaros giraban arriba, pero tan silenciosos como las estrellas veladas por el sol. Gyoll, que susurraba en medio de la corriente, ya parecía apartado de mí y de los vacíos cascos de las construcciones entre las que yo cojeaba. No bien sus aguas me perdieron de vista calló, como un visitante inseguro que deja de hablar cuando alguien entra de pronto en el cuarto.

Pensé que diñcilmente era ése el barrio del cual (como me había dicho Dorcas) se tomaban muebles y utensilios. Al principio miré muchas veces por puertas yventanas, pero no había allí más que despojos y hojas amarillas, caídas de los árboles jóvenes que ya levantaban los adoquines del pavimento. Tampoco vi ningún signo de saqueadores humanos, aunque había deposiciones de animales y algunas plumas y huesos dispersos.

No sé cuánto me adentré. Pareció una legua, aunque acaso haya sido mucho menos. Perder el Samm no me molestaba mucho. Había hecho andando la mayor parte del camino desde Nessus hasta la guerra en las montañas, y aunque aún se me doblaban las piernas, la cubierta me había endurecido los pies. Como en realidad nunca me había acostumbrado a llevar una espada en la cintura, saqué el craquemarte y me lo puse al hombro como a menudo había hecho con TerminusEst. Un atisbo de frío se había infiltrado en el aire matutino y el sol del verano tenía una especial tibieza lujuriosa. Yo lo disfVutaba, y lo habría disfrutado más, y también al silencio y la soledad, si no hubiera estado pensando en lo que le diría a Dorcas, si la encontraba, y en lo que ella me diría a mí.


De haberlo sabido, me habría librado de esa preocupación. Di con ella antes de lo que razonablemente cabía esperar, y no le hablé; ni ella me habló y, hasta donde pude juzgar, ni siquiera me vio.

Hacía mucho que las construcciones, que cerca del río eran amplias y sólidas, habían dado paso a estructuras menores y desmoronadas que en un tiempo tenían que haber sido casas y comercios. No sé qué me guió hasta ella. No se oía ningún llanto, aunque quizás haya habido algún ruido leve, inconsciente, el chirrido de un gozne o el rasguño de un zapato. Quizá fue sólo el perfume de la flor que llevaba, porque cuando la vi tenía prendido un jaro en el pelo, moteado de blanco y dulce como había sido ella misma. Sin duda lo había llevado allí para eso, y se había quitado la amapola y la había dejado en el momento de atar el bote. (Pero me he adelantado a mi historia.) Intenté entrar en el edificio por el frente, pero en los sitios en que los arcos se habían derrumbado, el suelo podrido había caído a los cimientos. El depósito del fondo era más accesible; el silencioso pasaje en sombras, verde de helechos, había sido una vez un callejón peligroso, y las ventanas de las tiendas eran todas pequeñas. No obstante encontré una puerta estrecha oculta bajo la hiedra, una puerta cuyo hierro la lluvia había comido como si fuera azúcar, cuyo roble se deshacía en polvo. Una escalera casi firme llevaba al piso de arriba.

Estaba arrodillada de espaldas a mí. Siempre había sido delgada; ahora los hombros me hicieron pensar en una silla de madera con un jubón de mu jer colgado del respaldo. El pelo, como oro palidísimo, era el mismo: no había cambiado desde que la viera por primera vez en el Jardín del Sueño Infinito. Ante ella, en un féretro, yacía el cuerpo del viejo que había impulsado el esquife hasta el muelle, la espalda tan recta, la cara tan joven en la muerte, que apenas lo reconocí. Cerca, en el suelo, había una cesta —no pequeña pero tampoco grande— y un botellón de agua con corcho.

No dije nada, y después de mirarla un tiempo me marché. Si ella hubiera llevado mucho tiempo allí, la habría llamado para abrazarla. Pero acababa de llegar y me di cuenta de que era imposible. Todo el tiempo que yo había pasado viajando desde Thrax al lago Diuturna y del lago a la guerra, y todo el tiempo que había estado prisionero de Vodalus y remontando el Gyoll, ella había estado regresando a esa casa, donde había vivido hacía cuarenta años o más aunque ahora fuese una ruina.

Lo mismo que yo: un anciano en que zumba la antigtiedad como un enjambre de moscas en un cadáver. No era que las mentes de Thecla y del Autarca muerto, o los centenares de mentes que contenía la de él, me hubieran envejecido. No eran sus recuerdos sino los míos los que me envejecían mientras pensaba en Dorcas temblando a mi lado en el rastro marrón de las juncias flotantes, ambos fríos y empapados, bebiendo juntos de la botella de Hildegrin como dos niños, cosa que en realidad éramos entonces.

Después de aquello no me fijé adónde iba. Caminé derecho por una larga calle viva de silencio, y cuando al fin terminó, doblé al azar. Después de un rato llegué al Gyoll, y mirando corriente abajo vi al Samru anclado en el lugar previsto. No me hubiera dejado más atónito ver un basilosaurio surgiendo de alta mar.

Unos momentos después me encontré entre marineros sonrientes. El capitán me retorció la mano diciendo: —Temí que hubiéramos llegado demasiado tarde. Con el ojo de la mente lo veía defendiendo su vida a la vista del río, y nosotros todavía a una legua.

El ayudante, un hombre tan estúpido que consideraba al capitán un caudillo, me palmeó la espalda y exclamó:

—¡Les ha enseñado cómo se pelea!

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